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El opio hervía como oscura miel por acción de la llama. Las manos arrugadas, muy finas, de Trang Vonh, el anciano servidor de Éliane, introdujeron una aguja en el recipiente de líquido viscoso, luego la colocaron sobre la lámpara. La gota de opio se hinchó, chisporroteó, fue amarilleando.

—Hubo un hombre —murmuró Éliane—. Hace mucho tiempo. No te diré su nombre.

Trang Vonh hizo girar la bola de opio entre sus dedos, la estiró, la ablandó.

—Trabajaba en la construcción del ferrocarril entre Phan Tiet y Tourane. Cierto día se marchó a Francia para prepararlo todo, la continuación de nuestra vida. Nuestra boda.

De las casas circundantes llegaban voces, una canción, los ruidos de la vida cotidiana.

—Un día recibí una carta de Nancy, de un notario: mi amor había muerto. Accidente de caza.

Trang Vonh puso la bolita en el centro de la cazoleta de la pipa. Éliane aspiró el mágico humo mientras el servidor retrocedía fundiéndose en las sombras, donde se inmovilizó.

—Desde entonces sólo ha habido hombres de paso. Los que no dejan huellas.

—¿Y los hombres de aquí?

Contra el negro cielo de la ventana, Jean-Baptiste sólo distinguía la clara playa de una frente, la claridad rojiza de la pipa.

—Les doy miedo. Cuando mi madre murió, Émile se derrumbó. En cuanto pude, me puse a trabajar con él, a la edad en que las muchachas buscan marido. ¿Has tenido tiempo de ver esposas blancas?

Jean-Baptiste vio novias, velos, un virginal enjambre, comprendió con retraso: sí, mujeres de colonos.

—No tienen derecho alguno, sólo deberes: recibir bien, sonreír cuando es necesario, parir los hijos del señor y cerrar los ojos. Cerrar los ojos ante el ejército de pequeñas congays.

Jean-Baptiste admiró su franqueza. Nunca habría imaginado que una mujer pudiese hablar de ella misma con tan pocas palabras, con tan pocas complacencias. Éliane nunca habría imaginado que le diría tanto a un hombre. Sólo faltaba un postrer gesto de amor.

Tranquilamente se dirigió a Trang Vonh sentado en la oscuridad:

—Prepara el opio para él también.