10

Asselin ordenó a Satait que detuviera el coche ante la puerta señalada por una débil linterna. Descendió en la calleja lodosa, oscura, empujó la puertecilla de madera húmeda y grasa. Cuando entró, la llama de las lámparas de petróleo colgadas de las paredes vaciló y aquello recordó el aleteo de grandes mariposas negras. La sala era oscura y baja, en ella se distinguían cuerpos descuidadamente tumbados, medio desnudos. Asselin, cerró la puerta a sus espaldas, las mariposas negras se inmovilizaron, recortando en las paredes las inmensas y deformes sombras de los fumadores de opio.

Una annamita sin edad se inclinó ante Asselin, que le dijo unas palabras en voz baja. La mujer le indicó el fondo de la sala y le dijo por señas que le siguiera. Atravesaron el fumadero, aquel otro mundo, donde sólo algunas toses, el chisporroteo de las bolitas de opio en las lámparas y el sonido de las palas de un ventilador indicaba que no se había abandonado por completo el mundo de los vivos.

En un rincón había una silueta, completamente vestida de negro y tendida en un bancal; estaba vuelta de cara a la pared. Asselin depositó un billete en los dedos de la mujer, que se alejó. Sentado al pie del bancal, un muchacho, de vaga y dócil mirada, se encargaba de la lámpara, del bol de oscuro opio y de las largas pipas.

Asselin se aproximó a la dormida silueta, se inclinó, le rozó el hombro. El bulto se volvió sin oposición. Pese a las gafas negras y al, turbante anudado a la tonkinesa, Asselin reconoció a Éliane.

Ella, en cambio, no pareció reconocerle. Le miró vagamente, apartó la cabeza como se prescinde de un detalle insignificante e indicó por señas al boy que le preparara otra pipa. Asselin tendió la mano para quitarle las gafas oscuras, pero ella apartó la cabeza gimiendo.

—Lili —dijo el hombre con dulzura—, vas a venir conmigo.

Gimiendo aún, la mujer movió la cabeza: no. Ese mero movimiento, lento, algodonoso, pareció fatigarla y se detuvo por sí mismo tras haber agotado sus postreras fuerzas. El ciego rostro permaneció inmóvil unos instantes, fijo en Asselin. Finalmente, Éliane se quitó las gafas, con mano cansada y pareció reconocerle. Sus ojos eran sólo un largo agujero negro, sin iris. Su boca se crispó como si fuera víctima de un intolerable sufrimiento. Asselin advirtió que temblaba.

—Tengo frío…

La cogió por las axilas y la levantó. Se dejaba tratar como una niña. Cuando estuvo de pie, la sostuvo sin aparente esfuerzo, como obedeciendo una vieja costumbre, como un padre o un esposo habituado a los gestos del enfermero. La llevó así hasta la salida. Ninguno de los fumadores alzó la vista a su paso.

Le habló sin cesar, con voz dulce, mientras el coche atravesaba Saigón. No le costó en absoluto encontrar las palabras: eran las mismas que, años antes, pronunciaba en idénticas circunstancias, cuando Éliane intentó olvidar en el opio la «muerte» de François. Ella, la mujer soberana, carecía de defensas y por eso había querido él saberlo todo sobre el tal François; era una mujer indefensa y él la quería soberana, por eso nunca le había dicho la verdad sobre la pretendida muerte de su amor, un mastuerzo y un cobarde. Años más tarde, la diferencia estaba en que no tenía ya esperanza alguna de conquistarla y que se sorprendía a sí mismo por su desinterés.

El coche los dejó ante la casa de la señora Minh Tam. Éliane se había dormido por fin. Él mismo la llevó hasta la habitación donde los condujeron. Era cálida y pesada en sus brazos y no se asombró, de pronto, de no creer ya en su desinterés. La deseaba. La señora Minh Tam le dijo que se encargaría de todo, que había hecho bien llevándola allí, que podía marcharse tranquilo: ella sabría ocuparse de la pequeña Lili. Antes de abandonar la alcoba, le quitó el turbante a Éliane, liberó sus cabellos.

La mañana siguiente transcurrió como todas las demás mañanas en casa de la señora Minh Tam. Pedigüeños y clientes se presentaron en la «oficina cobertizo» donde se trataban todos los asuntos. La señora Minh Tam no estaba. Esperaron. Eran capaces de esperar días enteros para obtener una entrevista con la señora Minh Tam. Compareció casi a mediodía. Sombrero, traje sastre, guantes, altos tacones; muy elegante, atravesó el cobertizo con paso rápido. Clientes y pedigüeños se levantaban al verla pasar y se inclinaban. Ella devolvía su saludo sin detenerse.

—Perdónenme, los veré más tarde.

A un extremo del cobertizo, un criado se apresuró a abrirle una puerta. —No quiero que me molesten— le dijo.

Entró en sus aposentos privados. El salón estaba amueblado y decorado con ostentoso gusto, medio occidental y medio chino. Éliane, con los rasgos descompuestos, envuelta en una bata de seda, estaba acurrucada en un sofá Imperio, con los pies desnudos bajo su cuerpo. La señora Minh Tam se quitó el sombrero, los guantes y los zapatos; descubrió una maleta junto a un sillón.

—Ayer, mientras usted dormía, su chófer le trajo sus cosas. ¿Está mejor esta mañana? Sí, mejor…

La señora Minh Tam desabrochó el cuello de su blusa, se quitó el broche de la solapa.

—Desastroso, Lili… —Arrojó el broche en una bandeja y explicó—: Camille está en cuarentena.

Lanzando un gran suspiro, se sentó junto a Éliane, encendió un cigarro y le ofreció otro, que fue rechazado.

—Las demás alumnas la llaman de todo: pequeña congay, niac-houé. Desvergonzada. La madre superiora se ha visto obligada a aislarla.

Éliane se subió las solapas de la bata y se levantó de golpe.

—Voy a verla. Debo sacarla del colegio.

—Ella se niega a verla.

Éliane comenzó a caminar por el salón.

—¿Le ha hablado a usted?

—Sí.

—¡No me importa! Iré a buscarla.

—¡Ah, no, Lili! Ya basta. Siéntese y escúcheme.

Éliane obedeció. Era imposible resistirse a la señora Minh Tam. Sobre todo, si se estaba cansada, deprimida a causa de varias noches de opio.

—Casaremos a nuestros hijos enseguida. Me los llevo a Hué, a palacio. La corte debe dar su autorización para la boda, es la costumbre.

—No querrá.

La señora Minh Tam palmeó enérgicamente la mano de Éliane.

—Vendrá. Confíe en mí… Camille no es una pequeña francesa. Entre nosotros, los hijos no hacen lo que quieren sino lo que sus padres consideran bueno para ellos.

El rostro de Éliane se oscureció. No, Camille no era una francesita. Tampoco era una niña sometida a las leyes de las familias, de los clanes, de la conveniencia. Naturalmente, hacía mucho tiempo que la boda con Tanh estaba convenida. ¿Cómo se tomaría aquellos preparativos, aquella precipitación? ¿Cómo no pensar que Éliane buscaba el mejor medio, la mejor prisión para mantenerla apartada de Jean-Baptiste? ¿No serían enemigas de ahora en adelante?

—Hablaré con Camille —dijo la señora Minh Tam—. Ustedes dos deben reconciliarse… Reúnase con nosotras en Hué.

—Soy incapaz de prometérselo.

La señora Minh Tam cogió las manos de Éliane, la obligó a mirarla a los ojos.

—Olvidará usted a ese hombre, Lili… Nunca podré comprender las historias de amor de los franceses. Es como en sus libros, y he intentado leerlos… Sólo hay locuras, furor, sufrimiento… ¡Se parecen a nuestras historias de guerra, es agotador! —Llevó hasta su pecho las manos de Éliane y, en tono más tranquilo y serio, añadió—: Conoce usted el secreto, ya se lo he dicho…

Éliane agachó la cabeza:

—Ya lo sé… La indiferencia.