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Blanco.
Un cielo blanco.
Blanco de calor.
Jean-Baptiste volvía en sí.
Una gran mancha negra.
Contra el cielo.
Jean-Baptiste se pasó la lengua seca e hinchada por los agrietados labios.
Estaba tendido en el fondo del sampán. No tuvo fuerzas para volver la cabeza. Su mano palpó. Tocó una piel, otra mano. Camille estaba allí. A su lado.
La mancha negra y redonda había crecido.
El cielo fue apagándose.
Los contornos de la mancha se hicieron más precisos. Una cabeza. Un hombro. Jean-Baptiste quiso hablar. No pudo. Su lengua se había hinchado demasiado. La sed secaba las palabras en su garganta.
Esa cabeza es un sueño. Una máscara. Todo blanco contra el cielo. Cubierto de arabescos rojos y negros. Jean-Baptiste prefirió cerrar los ojos. Una alucinación.
Pero la alucinación habló. No comprendió nada. Sin embargo, reconoció el annamita. Abrió de nuevo los ojos.
Un actor. Era la cabeza de un actor. Un actor de teatro. Pintarrajeado. Maquillado.
Hizo un inmenso esfuerzo para mover los labios. Eran minerales, dos bloques de sal que ya no le pertenecían.
El actor sonrió. Aquello lo hizo más terrorífico todavía.
Jean-Baptiste consiguió murmurar:
—Sálvela… Quiero que viva…
El actor inclinó exageradamente la cabeza. ¿Le había comprendido? ¿Lo fingía? Hizo un signo a alguien a quien Jean-Baptiste no veía. El sampán comenzó a avanzar. Las cañas golpeaban la borda. Jean-Baptiste cerró de nuevo los ojos.