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El domingo siguiente, Éliane y su padre vieron llegar una Camille distinta. Caminaba más tranquilamente, no se estremecía ya, de pronto, como hacen los niños dominados por su excesiva vitalidad, ni corría, bailaba o saltaba tras un sueño rápido y claro como una estrella. Se había producido el incidente de Saigón, la evasión frustrada, habían avisado a Éliane, la madre superiora había telefoneado en persona, había hablado mucho rato sin dar, pese a todo, ningún detalle preciso de lo que había ocurrido, repitiendo: «Nuestra Camille es fuerte. Pero deberemos mostrarnos pacientes con ella durante algún tiempo». Éliane estaba de acuerdo en mostrarse paciente; su hija contaba para ella no «más que todo en el mundo» sino como todo lo del mundo, y el mundo de Éliane, recapitulado en su hija, era la juventud, ese país (el cielo, las montañas, un río, un pueblo), la perennidad. Éliane no dudaba tampoco de que su hija era «fuerte»: ¿acaso no había hecho todo lo posible para que se pareciera a lo que ella era ahora, para ahorrarle de antemano sus errores, la pasión inútil y la pena? La había llevado a aquella escuela católica porque aquél era el lugar de la hija de Éliane Devries y con la seguridad de que allí la protegerían. Éliane no habría admitido nunca que si ella era esa mujer tan respetada, y a veces temida, fuera, precisamente, por las heridas que había recibido de lleno.
La cena transcurrió en silencio. Un observador hubiera creído asistir a un tranquilo momento de intimidad entre el abuelo, la madre y la hija. Sin embargo, algunos detalles habrían podido alertarle: Camille no había tocado su plato; Éliane la observaba insistentemente; el propio Devries lanzaba miradas cada vez más frecuentes, perplejas, hacia la muchacha. Ésta había bajado la frente, no soportaba la inquieta atención de su madre, no se enfrentaría a la pregunta que forzosamente le haría. Se levantó de la mesa y, sin decir palabra, salió corriendo de la estancia.
Devries posó la punta de sus dedos en la muñeca de su hija.
—Déjala…
Éliane no respondió, dobló su servilleta, la arrojó sobre la mesa y fue en busca de Camille.
Llovía. Éliane cruzó la terraza, bajó a la penumbra del saloncito de verano, donde adivinó la silueta de la muchacha. Al principio, no encontró nada que decir y encendió una lámpara de petróleo. La mecha dio una claridad mortecina, Éliane la cubrió con el aflautado cristal, abrió la llave: la luz se hizo amarillenta, blanca luego, e iluminó el rostro de Camille, bañado en lágrimas.
—¿Qué te pasa?
Éliane se sentía estupefacta. Camille no había llorado nunca. Ni siquiera en los funerales de sus padres.
—¿Pero qué tienes? ¿Es grave? Camille, con la garganta atenazada por los sollozos, no podía responderle. Éliane se sentó a su lado, la tomó por los hombros.
—¿Es grave? —repitió.
Camille cogió la mano de su madre. Procuraba recuperar la respiración, el control de sí misma. Éliane la sintió temblar contra su pecho.
—Mamá, no puedo casarme con Tanh.
Sólo era eso. Éliane sonrió. Una simple historia de muchacha. El miedo a entrar en una nueva vida. Delicadamente, con divertida benevolencia, le acarició la mejilla.
—Amo a otro hombre.
Los dedos de Éliane se apartaron de la cara de la niña. Otro hombre. Éliane imaginó un adolescente, se preguntó cómo se habrían encontrado. Algunos rostros conocidos se entremezclaron en su imaginación.
—Me salvó la vida —dijo Camille—. Le amo. —Se arrojó contra su madre, la abrazó, ocultó el rostro en su pecho—. Ayúdame, mamá… te lo suplico…
Maquinalmente, Éliane le acarició los cabellos. El incidente de Saigón. Lo que la madre superiora había conseguido mantener borroso. Había un hombre. La palabra borró las imágenes de adolescentes, inofensivas, y le dejó una impresión brutal, peligrosa. Le había salvado la vida. Bueno…
—Tranquilízate, Camille… Hijita mía… Voy a ayudarte, te lo prometo. —Tomándola con suavidad por la barbilla, le obligó a levantar el rostro lleno de lágrimas—. ¿De quién se trata?
—Si no me caso con él, me moriré.
Aquella determinación, que el rostro deshecho y los párpados hinchados contradecían, impresionó mucho a Éliane. En voz baja, preguntó:
—¿Pero quién es?
Camille se secó los ojos, miró de frente a su madre:
—Es el oficial que me ha salvado.
Y el hombre, el oficial, adquirió enseguida un rostro en la imaginación de Éliane. De modo que no se sorprendió, cuando, al cabo de un rato, Camille declaró, confirmando lo imposible:
—Se llama Jean-Baptiste.
Éliane atrajo violentamente hacia sí a Camille y estrechó aquel rostro contra su pecho. Era un reflejo de defensa. La primera vez que uno de sus gestos maternales mentía. Camille no debía mirarla, no debía adivinar aquella especie de vértigo en el que se mezclaban el despecho, los celos, la incredulidad, un dolor inconfesable. Tenía que resistir. Necesitó algunos segundos para ser de nuevo la madre de Camille, su confidente y su apoyo. Y nada más, nada turbio o inadmisible.
Advirtió que su hija se relajaba entre sus brazos.
—¿Y él? —preguntó Éliane con voz neutra a fuerza de controlarse—. ¿Te ama él?
—Me amará. Estoy segura.
Había tantas respuestas posibles. Camille había elegido la más loca. Pero también una respuesta «Devries»: tendré lo que quiero, estoy dispuesta a combatir por lo que amo, por aquel a quien amo.
—¿Cómo puedes estar segura?
Camille se había tranquilizado. Una imperceptible sonrisa distendió su boca, la sonrisa algo condescendiente de los jóvenes que deben explicar la vida a los adultos.
—No puedes comprenderlo… Nadie puede comprenderlo. Está siempre ahí. Me habla. Me sonríe. Me lleva, me coge en sus brazos. Mi vida es suya.
Ya no se movían. Estaban frente a frente. El tiempo se había detenido.