30
Una mañana, Jean-Baptiste se levantó y dijo al soldado que custodiaba su celda que avisara al jefe de estado mayor: tenía que hablarle.
Charles-Henri llegó una hora más tarde. Llevaba un cuaderno en la mano, dispuesto a tomar notas. Se sentó en un pequeño taburete de madera.
—¿Te has decidido? Te escucho.
Jean-Baptiste se sentó a su vez, al borde del camastro. Su rostro flaco, tenso, no permitía adivinar sus emociones.
—Tengo una petición que hacer —dijo—. Una sola.
Unos días más tarde, salía de la prisión militar. Le habían entregado un traje de civil, demasiado estrecho y gastado. Fue a la plantación Devries. Esperó en la terraza a que un criado avisara a Éliane. Estaba en el mismo lugar donde Camille, una noche de fiesta, le había visto partir detrás del almirante.
Sintió una presencia a su espalda, se volvió: no era Camille, era Éliane.
Se miraron unos instantes sin pronunciar una palabra. Había transcurrido un año, pero parecían diez. La encontró tan hermosa como la recordaba. Sintió cierta vergüenza de presentarse ante ella con aquel atuendo de pequeño funcionario pobre.
—Buenos días, Éliane.
—Buenos días, Jean-Baptiste.
Hablar y escuchar su voz era una prueba más difícil de lo que había creído. Seguía conmoviéndole como antes. Tal vez más. Ella era la historia que, por cobardía o excesivos escrúpulos, no había proseguido. Descubrió —¿pero de qué servía ahora?— que los días que había pasado haciendo el amor con ella en la casa de Saigón habían sido tan aventurados como los días de deriva y sed en la bahía del Dragón. Dijo, exagerando la ironía:
—Me han dejado veinticuatro horas en libertad. Por los asuntos en trámite…
Éliane no sonrió. Apartó los ojos. Jean-Baptiste comprendió que se compadecía de él. Llegó a la conclusión de que ya no le amaba. Le estaba bien empleado.
Entonces apareció Shen, empujando una cuna cubierta con una gran gasa blanca. Jean-Baptiste se acercó y, al cruzarse con Éliane, respiró su perfume. La recordó en el salón fantasma, levantando las telas blancas. Alzó él el velo de gasa y vio a su hijo dormido. Era otro fantasma, un pequeño fantasma vivo que crecería, encontraría sin saberlo las huellas de Camille en la casa, colmaría una ausencia; un inocente que permitiría a Éliane olvidar y recordar al mismo tiempo; una presencia nueva preñada de antiguas presencias. Jean-Baptiste pensó que, en adelante, a pesar de lo que sucediera, ni Camille ni él morirían, que su aventura proseguiría sin ellos, gracias a esa vida que había nacido y que se burlaba. La mano de Éliane se posó en la cuna. «El niño es suyo», pensó. Y comprendió que, con Étienne, ella realizaba lo imposible, poseer, al mismo tiempo, a Camille, a él mismo y su amor.
—¿Quieres llevarlo a Francia, con tu familia? —preguntó Éliane.
—No. He venido a pedirte que lo cuides. Más tarde, ya veremos… ¿Aceptas?
La respuesta no le sorprendió:
—No te habría permitido quitármelo, ¿sabes?
—No has cambiado.
Tendió la mano y la posó un instante, con ternura, en la mejilla de Éliane.
No, no había cambiado. Pero él sí, profundamente. Ahora habría podido, habría debido amarla. El bebé lanzó un pequeño grito. Se había despertado. Devolvía a Jean-Baptiste a la realidad: era un desertor y un traidor. Según la acusación oficial. Y también según la acusación íntima.
Éliane tomó a Étienne en sus brazos. Lo besó, lo acunó.
—Nunca había tenido un bebé para mí, un pequeño de verdad.
Lo tendió como una ofrenda a Jean-Baptiste. Él recordó sin esfuerzo los precisos gestos que había aprendido durante el bautismo y que había repetido, cien veces, caminando entre los legionarios.
—¿Dónde pasarás la noche? —le preguntó Éliane.
—No lo sé.
Se sentía algo sorprendido. No había pensado en ello. Al salir de la celda, sólo tenía una idea en la cabeza: «Voy a ver a mi hijo. Y a Éliane».
—Llévatelo —dijo—. Id a la casa de Émile. Será bueno para él pasar una noche con su padre. —Gracias, Éliane.
Sintió un impulso de ternura hacia ella, pero no la tocó: sus manos estaban ocupadas por el niño. Éliane le daba —por una sola noche— a su hijo y la casa donde se habían amado al mismo tiempo. No quiso ver en ello doble intención alguna. Sencillamente, le pareció amistosa.
—¿Quieres que Shen te acompañe para ocuparse de Étienne? Jean-Baptiste sonrió.
—Sabré hacerlo…
—Mañana iré a verte… Te acompañaré al barco.
Hablaba con animación, sin dejar de admirar al niño, sólo para lanzar una mirada rápida al rostro de Jean-Baptiste. Él supo que amaba a Étienne. Casi lamentó quitárselo por una noche.
Se habían dicho lo esencial. Se disponía a marcharse con el niño cuando, por fin, se atrevió a preguntar:
—¿Tienes alguna noticia?
—Ninguna.
Era mejor así. Eso significaba que Camille estaba definitivamente a salvo.
Nunca había dudado de que escaparía de todas las celadas.
—No te preocupes —dijo Jean-Baptiste—, volverás a verla. Se ha vuelto muy fuerte.