Capítulo XII
ASTAROTH, Paimón y Zagan salieron a recibirlos y Asmodeo se situó de inmediato junto a ellos, receloso de su rango. Los tres diablos se inclinaron ante Ángel que les devolvió el saludo, sintiendo su nerviosismo e incertidumbre junto a la determinación de seguirlo, fuera cual fuera su decisión. Tenía la certeza de que si los comandantes de las mayores legiones de diablos estaban de su lado, igualmente lo estarían los más de ochenta ángeles caídos que lo esperaban, impacientes después de tres siglos de ausencia, en el interior de la antigua iglesia mudéjar de Santiago. Belial se detuvo junto a Agares, Murmur y los suyos, y él caminó, decidido, frente a ellos, dispuesto a convencerlos de que una vez más lucharan a su lado, pero, en esta ocasión, por un error que jamás debería de haber cometido, y del que ninguna manera se arrepentía porque era el que lo había llevado hasta Luz. Sintió la vista de los diablos fija en él y se concentró en ignorar las sensaciones que los agitaban.
—Sabéis que no os voy a pedir que me sigáis, nunca lo he hecho y esta no será la primera vez —dijo, volviéndose al fin hacia ellos.
Observó a cada uno de los grupos entre los que distinguió a los principales generales de los que fueron en su día coros angélicos y huestes celestiales. Se dejó caer en el escalón del altar mayor del pequeño templo, que apenas reconocía, sintiendo todos y cada uno de los espíritus de los diablos de aquella sala, recordándolos e identificando sus emociones.
—Sois libres para hacer lo que queráis, por eso estamos aquí —continuó—, pero no voy a consentir que ningún demonio, se llame Legión o se llame Judas, ponga este mundo patas arriba, y mucho menos que se haga pasar por mí.
—Has desaparecido demasiado tiempo, Lucifer —dijo Astaroth con voz firme a pesar del miedo en su interior—. De cualquier otro modo ahora no existiría el problema de Legión.
—Pero existe —la interrumpió—. Sé que ha sido demasiado tiempo, igual que sé que puedo confiar en vosotros. No tienes porque seguirme en esta ocasión Gran Duquesa —dijo, recordándole la posición que según los humanos ostentaba en el Infierno—, aunque si esto se pone feo tus tropas podrían ser de mucha ayuda.
—Te seguiré —anunció Astaroth y la firmeza hizo que su voz retumbara en las paredes—. Igual que todos nosotros. Sólo queremos saber el porqué.
Ángel se levantó y caminó hacia el altar, enfrentándolo, lleno de una ira antigua que hizo estremecer su espíritu, y se serenó al sentir sobresalir sobre las emociones de todos los demás diablos la comprensión de Semyazza, que, junto a Sahariel, lo miraba desde un lateral de la pequeña nave central, algo apartado del resto de ángeles caídos.
—La razón es la de siempre, nunca habrá otra. —Respiró profundamente y se volvió de nuevo hacia ellos, que lo miraban, sopesando cada una de sus palabras—. Los sellos de Gabriel han atado mi espíritu durante más tiempo del que pensé que fuera posible, y también vosotros habéis sentido el peso de esa nueva condena, aunque no con tanta intensidad. Esa cadena que puso el arcángel sobre nosotros no es distinta de las que ya soportamos, y de nuevo fue a causa de mi maldita soberbia —escupió con rabia las palabras, sintiendo su efecto en el espíritu de los ángeles condenados que lo escuchaban—. Y, de nuevo, no me arrepiento. Quise dar a conocer otra versión de los hechos, la nuestra. La historia que no es historia, sino nuestra experiencia, la realidad que sufrimos desde el principio de los tiempos. No debí ponerlo por escrito, darles esa ventaja, eso es todo.
Echó a andar entre los diablos, mirándolos a los ojos, sintiendo en él todos y cada uno de sus sentimientos, recreándose en ellos, permitiendo que llenaran su espíritu.
—Pero no me arrepiento, y no pararé hasta que nuestra historia también sea escuchada. Estoy harto de que sólo se sepa la versión del maldito ganador de la batalla y que encima sea constantemente malinterpretada. Estoy harto de que a cada paso, cada gesto, cada palabra, nuestra condenada esencia sea triplemente atormentada. Por eso me largué, porque no lo soportaba —dijo, deteniéndose ante Astaroth, encarándola—. Y por ese mismo motivo he vuelto. Lo que me haya encontrado al regresar es otra historia, y nada tiene que ver aquí ni ahora.
—Lo que queremos saber es si es cierto. —La hermosa voz femenina de Agares y la intensa curiosidad de todos los diablos que se encontraban en la sala lo sorprendió y se giró hacia el ángel caído que le hablaba—. ¿Es posible, Lucifer? ¿Podemos?
Un murmullo se extendió por toda la cámara y no pudo evitar romper a reír cuando comprendió las emociones que habían crecido en el interior de los diablos que lo observaban, con más curiosidad y confusión que indignación por las consecuencias de su ausencia o la inminencia de una batalla. Aquellos ángeles renegados querían saber si podían amar, si podían sentir un amor diferente del que en su día habían sido privados, si era posible para ellos enamorarse como lo hacían los humanos, como lo habían hecho los grigoris, como lo había hecho él. De pronto comprendió que esa era la gran pregunta que le planteaban, y de ahí provenía la inquietud que los atormentaba. Sus dudas no eran hacia él, sino a causa de la confusión creada por una emoción similar a la esperanza que había crecido en sus espíritus al pensar que ese tipo de amor fuera posible, que hubiera para ellos algo parecido a la salvación sin necesidad alguna de arrepentirse de ninguno de sus actos.
—Eso parece —contestó, tratando de serenarse, mientras sentía como propia la satisfacción de los dos grigoris, que observaban con atención al resto de ángeles—. Aunque creo que doscientos de nosotros ya lo habían comprobado.
—Pero ello son… —dijo Murmur, dubitativo, incapaz de pronunciar las palabras que también resonaban en la mente del resto de diablos, que consideraban a los grigoris distintos o incluso inferiores a ellos.
—¿Qué? ¿Ángeles custodios? ¿Vigilantes? —preguntó, terminando él la afirmación que el diablo no había querido concluir—. ¡Venga, ya! Ángeles al fin y al cabo. Serafines, arcángeles, tronos, potestades, dominios… ¡Como nosotros! Claro que yo tampoco lo entendía…
—Es distinto si lo has sentido tú. —La potente voz de Belcebú resonó por encima de las demás, dándole sentido al murmullo que se elevaba en la sala—. Fuiste el primero de nosotros.
—Y vosotros sois como yo, pero a menor escala —bromeó, encogiéndose de hombros, antes de echar a andar de nuevo hacia el altar—. No os puedo dar más respuesta que la que os he dado. Pero si es eso lo que realmente os inquieta, supongo que no hay más que hablar sobre la posible guerra que, por lo visto, os parece un detalle sin importancia.
—Sólo di qué quieres que hagamos y lo haremos. —Fue la voz de Barbatos la que se impuso ahora sobre el murmullo confuso de los demás, haciéndolos callar—. Si hay una manera de evitar un enfrentamiento y que se rompa el maldito sello, lo haremos. Si no, iremos a la guerra.
—Puede haberla —gritó, imponiéndose sobre las voces de los diablos que asentían por las palabras de Barbatos, más entusiasmados que nerviosos ante la posibilidad de una nueva batalla—. El manuscrito ha desaparecido y la copia que debilitó el último sello, de momento, no corre peligro. Lo único que tenemos que hacer es impedir que Gabriel llegue hasta él o a la copia antes de que Luz inhabilite el sello.
—¿Cómo lo haremos si no sabemos dónde está? —Asmodeo se levantó de golpe, excitando a los demás. Quería una nueva guerra y era evidente que estaba dispuesto a luchar por conseguirla, aunque él prefiriera evitarla, al menos por el momento.
—Es cierto, no lo sabemos —concedió—, pero estoy seguro de que podéis encontrarlo. De hecho me jugaría otra condena a que si seguimos los movimientos de Legión no tardaremos en dar con él. —Avanzó hasta los escalones y se sentó de nuevo, fijando su mirada en Asmodeo, que lo observaba, desafiante—. No lo tienen los arcángeles y, de momento, tampoco el demonio. Puede estar en manos de los humanos de Gabriel o de los idiotas que adoran a Legión, eso reduce bastante la búsqueda.
—Yo me ocuparé de los humanos —gritó Paimón y él asintió. Sus doscientas legiones de ángeles eran más que suficientes para que él sólo encontrara el dichoso manuscrito allá donde estuviera.
—Entonces el resto buscad a Legión —ordenó, levantándose, y echó a andar, sintiendo las presencias de Rafael y Miguel en el exterior—. Yo me ocuparé de los arcángeles.
—Lucifer. —La voz de Asmodeo tronó reflejando la intensidad del deseo que había en su interior.
Ángel levantó una mano hacia él en señal de respuesta, dándole la libertad que sabía que deseaba para acabar con cualquiera que considerara necesario. Si aquel maldito diablo tenía ganas de derramar sangre no sería él quién se lo impidiera, y menos aún teniendo en cuenta la ira que sentía ante la curiosidad del resto de diablos por aquellos sentimientos hacia los humanos. Unos sentimientos en los que el Príncipe del Infierno había evitado pensar durante prácticamente toda su condena, y a los que ahora se enfrentaba sin remedio.
Se sintió extrañamente aliviado cuando salió de la pequeña iglesia, dejando atrás a los diablos, y distinguió a lo lejos a Miguel y a Rafael, que lo esperaban. Ambos sabían lo ocurrido con Haniel, pero ninguno de los dos parecía estar realmente preocupado por ello. Estaba convencido de que los arcángeles tenían la clave de los ataques a Luz, aunque ni ellos mismos fueran conscientes de ello. Tomó aire, tratando de serenarse, antes de alcanzar a los dos seres sagrados, que lo miraban con una mezcla de extrañeza y satisfacción, convencidos de que sus sentimientos por Luz serían suficientes para evitar una guerra que ellos tampoco deseaban.
—Deberías estar cuidando de ella. —La voz de Miguel fue apenas un susurro cuando él llegó junto a ellos, que lo siguieron de inmediato—. No sé qué ha empujado a Haniel a desafiarte esta tarde, pero estoy convencido de que la idea no ha salido de él.
—Mal vas, Miguel, cuando los tuyos actúan a tus espaldas.
—Preocúpate de tus diablos y ya me ocuparé yo de mis ángeles.
—Eso, arcángel, sería un placer —escupió las palabras con rabia, deteniéndose y enfrentando a Miguel, que lo miraba desafiante—. Pero los tuyos parecen empeñados en ponerse una y otra vez delante de mi espada.
—No ha sido tu espada la que ha convertido a Haniel en éter —intervino Rafael, poniendo una mano sobre su hombro, queriendo tranquilizarlo—. De momento Gabriel está tratando de averiguar qué ocurre. Nosotros nos ocuparemos de que nada parecido se repita, y tú, bueno —dijo, encogiéndose de hombros—, simplemente guarda tu espada, tu furia y todo lo que haga falta hasta que sepamos qué pasa.
—Un arcángel ha intentado matar a Luz, Rafael —replicó, encarando al ser sagrado—. ¿Y pretendes que me quede de brazos cruzados sólo porque la pregonera está jugando a los detectives? ¿La misma Gabriel que fue la primera en mencionar la posibilidad de matarla tiene que averiguar qué ocurre? —Bufó, incrédulo—. Me juego las alas a que ella misma tocaría la trompeta en señal de victoria si Luz ascendiera ahora mismo al paraíso.
—¿Eso crees? —La voz de Miguel sonó más profunda de lo habitual, llamando su atención—. Qué motivo podría tener ella en querer ver de nuevo tu poder desatado y sin control posible, más ahora que el último de sus sellos ya no sirve de nada.
—Mi poder desatado… —dijo para sí mismo, casi en un murmullo.
Hacer que perdiera el control. Ese era el motivo y no otro por el que querían matar a Luz. No tenía nada que ver con el manuscrito, con los sellos que lo ataban, con las fotografías o con nada parecido. Sólo había una razón, y él conocía de sobras el sentimiento que la impulsaba, porque era el mismo que lo llenaba y alimentaba desde el principio de los tiempos, desde el mismo instante en que, tras su caída, substituyó al dolor y a la rabia. La ira tenía como consecuencia inmediata el deseo de venganza. Hubiera querido advertir a ambos arcángeles de que esa era la causa que perseguían, la venganza, meditada y orquestada desde la frialdad que sólo proporciona la furia acumulada pacientemente. Y sólo había un ser en todo el Paraíso que deseara hasta tal punto devolverle el golpe, como había dicho Rafael, sólo que en ningún momento se había detenido a pensar en la intensidad de ese deseo, de la rabia escondida en su interior. Una ira inmensa que no debería existir en ningún ser sagrado que no hubiera sido desterrado del Paraíso. Pero no pudo explicarles nada de aquello, ni siquiera sabía si Rafael había podido llegar a intuir el hilo de sus pensamientos, porque, antes de ser consciente de ello, su cuerpo, empujado por una fuerza como nunca antes había sentido, se había puesto en movimiento. Una certeza, gritándole desde lo más profundo de su ser, había hecho desaparecer el mundo y había dejado en su mente un único pensamiento. Luz.
El timbre del teléfono móvil la despertó y tardó un instante en recordar donde estaba. El cansancio le había pasado factura y se había quedado dormida, aún vestida y tendida sobre la cama. Sacó con esfuerzo el teléfono, que seguía sonando en el bolsillo de su pantalón, mientras se estiraba para encender la luz. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había llegado al hotel, pero parecía bien entrada la noche y estaba convencida de que aquella llamada no era de Ángel, que todavía no había regresado para liberarla de su encierro.
—Buenas noches, señora Martín. —El saludo del inspector Sánchez la sorprendió al otro lado de la línea cuando descolgó—. Disculpe que la llame a estas horas, pero necesitamos que venga de inmediato a la comisaría.
—¿Ahora?, pero…
—Es urgente, señora Martín —la interrumpió el inspector.
—Lo cierto es que ya estaba durmiendo y estoy segura de que podrán esperar a mañana. Si quiere a primera hora…
—No podemos esperar. —La voz al otro lado de la línea le resultó extrañamente autoritaria y se incorporó prestando más atención a sus palabras—. Pero sí podemos tramitar una detención rutinaria si usted se niega a venir.
—Está bien —concedió, dispuesta a acabar con aquello por las buenas y cuanto antes, pero intentando darle algo más de tiempo a Ángel para que regresara—. Estaré allí en una o dos horas.
—Si le parece bien mandaré un coche a recogerla ahora mismo ¿sigue alojada en el mismo hotel?
—Sí, pero tardaré…
—En diez minutos estará allí el coche —dijo el inspector, de nuevo sin dejarle terminar de hablar—. Nos vemos dentro de un rato.
Sánchez colgó sin darle oportunidad alguna de protestar, y se resignó a acatar aquella orden, que nada había tenido que ver ya con la petición amable del inicio de la conversación. Pero, a pesar de lo extraño de esa llamada, y de la urgencia por llevarla a la comisaría, no podía pensar más que en Ángel, que, seguramente, encontraría la habitación vacía cuando llegara. Decidió dejarle una nota explicándole lo ocurrido y mencionando claramente que el inspector había amenazado con arrestarla. Antes que enfrentarse a un ataque de rabia porque hubiera abandonado la habitación del hotel antes de su llegada, prefería admitir que no le apetecía en absoluto que fueran a buscarla para llevársela, tal vez esposada, en mitad de la noche.
El reloj marcaba las dos y diez de la madrugada cuando abandonó el hotel y salió para encontrar el coche de policía que ya la esperaba en la entrada. Los dos agentes uniformados del interior la saludaron con frialdad, invitándola a entrar, y la llevaron rápidamente a la comisaría, sin dirigirle ni una sola vez más la palabra. La curiosidad por la razón de la urgencia por verla crecía por momentos en su interior, pero no se le ocurría ni un sólo motivo para justificarla. Los agentes la condujeron directamente al mismo cuartucho en el que la habían interrogado en la última ocasión, pero esta vez el inspector Sánchez ya la esperaba en el interior, igual de desaliñado y con el mismo aspecto de cansado que en las ocasiones anteriores en las que se habían encontrado.
—Tome asiento, por favor —indicó el inspector, y su voz tuvo el mismo tono autoritario que había oído por teléfono. Ella obedeció, dispuesta a enfrentar aquella situación de la mejor manera posible—. Esta tarde ha aparecido el cuerpo sin vida de Anabel Ruiz. Hace escasas horas que disponemos de la identificación oficial, y aún no hemos comunicado la noticia a sus familiares. No obstante, necesitamos su ayuda con esto, señora Martín.
Luz lo miró aturdida, incapaz de asumir lo que aquel hombrecillo extrañamente seguro de sí mismo le explicaba, y él situó ante ella un par de fotografías.
—Nos ha sido imposible localizar al doctor Vázquez, pero estoy convencido de que su opinión sobre el tema es más que cualificada —continuó diciendo Sánchez, colocando ante ella nuevas fotografías, formando un enorme mosaico en el que no se sentía capaz de concentrarse—. El cuerpo de la señorita Ruiz apareció desnudo y con graves lesiones superficiales que, aún a falta de autopsia, se descartan como causa de la muerte. Le ahorraré esos detalles, pero este es el escenario donde los agentes encontraron el cadáver.
Sus ojos recorrieron el puzzle que formaban las fotografías, queriendo evitar enfrentarse a la imagen que recreaban. Estaba demasiado confundida y asustada para pensar en la noticia que acababa de darle aquel hombre, más insensible y frío de lo habitual, y se sentía aún menos preparada para analizar la escena de unos hechos que apenas podía digerir. Pero su vista se centró inesperadamente en algo que llamó su atención, obligándola a mirar detenidamente la terrible escena que recreaban las fotografías. En el centro de la composición, partido en dos mitades, cada una en una fotografía distinta, un enorme sello dibujado en rojo sobre una pared pintada de negro resaltaba en mitad de la escena, dándole un aspecto tétrico y siniestro que a ella en cambio le resultó aterradoramente esclarecedor. No tenía ninguna duda, era un sello demoníaco, similar a los que aparecían en las fotografías del piso de Marcos y a los que tantas veces había visto en grimorios medievales, aunque con algunas diferencias con ambos casos. No había en aquel enorme símbolo rastro alguno de alfabeto celestial, ni de Malaquías, ni de los habituales caracteres hebreos, sólo números en el lugar que deberían ocupar las escrituras mágicas. Repasó de nuevo uno a uno los detalles de aquel enorme círculo rojizo, pero, a pesar de la sutil diferencia, no le cabía duda de la naturaleza del dibujo. Siguió mirando la escena grotesca que mostraban las imágenes y descubrió nuevos sellos, más pequeños, sobre una especie de altar de piedra ensangrentado, y se estremeció al pensar que allí debían haber encontrado el cuerpo de Anabel.
—Puedo ofrecerle un vaso de agua, si lo desea —dijo el inspector, llamando su atención.
Luz simplemente asintió, incapaz aún de decir ni una sola palabra, de asimilar la escena macabra que contemplaba y el despropósito que reflejaba. Oyó la puerta del cuarto cerrarse mientras buscaba en aquellas imágenes algún detalle, alguna pista, que pudiera indicarle qué había detrás de esa escena, más allá de la evidente crueldad que con todas sus fuerzas trataba de ignorar. La enorme habitación retratada no tenía más decoración que el grotesco altar y los símbolos mágicos dibujados en prácticamente todas las superficies, pero nada de aquello le decía absolutamente nada, salvo que algún perturbado estaba detrás del crimen que se había cometido con una finalidad que sabía imposible.
—Aquí tiene —dijo el inspector, sorprendiéndola porque no lo había oído entrar. Tomó el vaso con agua que Sánchez le ofrecía y bebió un sorbo—. Pensamos que podría estar relacionado con el manuscrito robado y también con la desaparición de su colega Marcos.
—¿Han encontrado alguna pista sobre él? —preguntó, con voz temblorosa, y bebió agua nuevamente, intentando tranquilizarse.
—Teníamos la esperanza de que esos símbolos pudieran arrojar algo de luz sobre el tema —explicó el inspector y ella asintió—. Son similares a los hallados en el piso del señor Vicente y, por lo que Alfonso Vázquez y usted nos contaron, también a ciertos signos que aparecían en el manuscrito desaparecido.
—Hay algunas variaciones que no comprendo —dijo, tratando de concentrarse—. En todos estos símbolos suele aparecer escritura, en un alfabeto u otro, que representa el nombre de la entidad a la que se quiere invocar. Y así ocurría en las imágenes que me mostró del piso de Marcos, aquí, en cambio —indicó girando hacia el inspector las imágenes centrales en las que se distinguían las dos mitades del sello más grande—, son secuencias numéricas las que ocupan ese lugar.
—¿Y eso qué significa? —preguntó él, inquieto, fijando en ella la mirada con una seguridad que la sorprendió.
—No tengo ni idea —confesó.
Situó de nuevo en su lugar las fotografías, dispuesta a analizar otra vez aquellos símbolos en busca de una pista o señal que pudiera indicarle una posible relación con algo que conociera, pero se sintió extrañamente cansada e incapaz de centrarse. Se llevó una mano a la frente, queriendo forzar una concentración que le parecía imposible de alcanzar. Había sido un día duro y largo, y aquella noticia, junto a las imágenes del lugar en el que habían encontrado muerta a su antigua compañera, era mucho más de lo que podía asimilar en tan poco tiempo. El cansancio dio paso a un repentino mareo que confundió su visión, nublándola, y sintió como si todo se moviera a su alrededor. Oyó la voz del inspector Sánchez, lejana y amortiguada, pero no pudo comprender sus palabras. Quiso reponerse, luchó contra el malestar, pero su cuerpo no respondía, y se derrumbó sobre unos brazos, que la levantaron. Oyó pasos y palabras, golpes sordos y secos, antes de que su vista finalmente fallara por completo y todos los sonidos desaparecieran.
Algo golpeó con fuerza su cabeza y el dolor rebotó en su interior, esparciéndose y multiplicándose por todo su cuerpo hasta convertirse en un murmullo sordo y lejano. Quiso llevarse la mano a la frente para amortiguar el dolor, pero no pudo moverse. Su cuerpo parecía adormecido, inerte, y el ruido que había comenzado como consecuencia del dolor creció en intensidad, aclarándose, hasta convertirse en voces sin sentido y, finalmente, en palabras. Luchó por abrir los ojos mientras trataba de encontrar el significado de lo que oía, hasta que comprendió que aquellas frases lejanas eran pronunciadas en un pésimo latín. Se esforzó de nuevo y consiguió entreabrir los párpados y enfocar la mirada. Un grupo de personas estaban situadas en círculo y repetían una y otra vez las mismas palabras. «In nomine dei nostri Satanas Luciferi excelsi potemtum tuo mondi de Inferno, et non postest Lucifer Imperor Rex Maximus…» Hubiera deseado protestar, corregir su pronunciación incorrecta, pero una voz familiar y solemne lo hizo en su lugar. Alfonso habló sobre el resto de voces, que se convirtieron en un leve murmullo, pronunciando al fin correctamente aquella oración. Al instante las voces repitieron sus palabras, con una ferviente entonación, otorgándoles una musicalidad que le pareció siniestra. Quiso llamar a Alfonso, pedirle que la ayudara, pero la voz no salió de su garganta. Seguía sin poder moverse ni hablar, su cuerpo no respondía a sus deseos y sólo podía permanecer en silencio, inmóvil, y observar. Recorrió con la vista la enorme sala en la que se encontraba y reconoció de inmediato en la pared frente a ella un símbolo familiar, pero no fue capaz de saber a qué le recordaba o dónde lo había visto con anterioridad.
Un nombre acudía una y otra vez a su mente, algo que estaba relacionado con aquella peculiar cantinela en latín que parecía haber perdido el sentido de tanto ser repetida. Un nombre arcaico, antiguo, que la hacía sentir segura, viva. Repasó con la vista los rostros de los hombres y mujeres que estaban frente a ella, ninguno la miraba, como si no pudieran verla. Toda su atención parecía puesta en algo frente a ellos que no podía ver por los cuerpos de los hombres que le daban la espalda. Junto a Alfonso reconoció a una mujer rubia y delgada, pero no pudo recordar de qué la conocía, y también al inspector de policía, pero nadie parecía verla. Ningún otro rostro le era familiar, aunque se sentía tranquila porque en cuanto Alfonso o el inspector Sánchez se percataran de que ella estaba allí la ayudarían, sólo debían levantar la vista y la verían. De hecho, deberían haberla visto ya, pero parecían sumamente ocupados en pronunciar una y otra vez aquellas frases que iban creciendo en intensidad y cobrando un nuevo significado en su mente.
El círculo de gente se abrió de pronto, a la vez que Alfonso pronunció casi en un grito unas nuevas palabras. «Salve Satanas, Salve Lucifer, Salve Belcebú, Salve Leviatán». Aquellas palabras fueron repetidas cada vez con más fuerza y el grupo de gente se apartó, agachándose, sin dejar de gritar con exagerada solemnidad una y otra vez las mismos nombres. Quiso gritar cuando vio a Marcos sobre un siniestro altar de piedra, desnudo, maniatado, ensangrentado, y con los ojos desorbitados, mirándola, como si con aquel gesto pudiera decirle algo de suma importancia. Pero ella no podía pensar, ni moverse, ni hablar, sólo contemplar atónita la espeluznante escena mientras la musiquilla que formaba en su mente la repetición de aquellas palabras se fundía en un eco lejano, cada vez menos claro. Vio a Alfonso levantar con rabia un enorme cuchillo y de nuevo quiso gritar cuando lo clavó en la espalda de Marcos, que lanzó un terrible alarido antes de derrumbarse sobre el enorme bloque de piedra que formaba el altar, marcado con símbolos demoníacos, que esta vez identificó al instante.
Todo en su cabeza cobró en un instante un nuevo significado, macabro y aterrador, y recordó las fotografías que le había enseñado el inspector del lugar en el que habían encontrado el cuerpo sin vida de Anabel. Estaba en esa misma sala que, de pronto, se llenó de una luz rojiza. Un murmullo se elevó del círculo de gente, que seguía agachada, y se entremezcló entre saludos y alabanzas, llamando su atención y anulando de nuevo cualquier pensamiento.
—¡Ave, Lucifer! —dijo una voz de mujer.
Aquel grito llevó a su cabeza una imagen, un rostro, un olor a madera, sándalo y tabaco, el tacto de una piel, el calor de unas sombras, rozándola. Ángel. Pero no era un ángel lo que veía sobre el altar en el que yacía el cuerpo sin vida de Marcos, sino todo lo contrario. Un ser inmundo, retorcido, una bestia más animal que humana que se erguía frente a ella, fijando en los suyos sus dos terribles ojos encendidos, completamente rojos, sin iris ni pupila, a la vez que elevaba una mano en un gesto acusador y lleno de rabia.
—Ella —gruñó la bestia, señalándola, y el corazón se le desbocó.
De nuevo quiso luchar y chillar, moverse, pero no pudo más que observar cómo Alfonso, al instante, la señalaba y dos hombres de los que le daban la espalda se incorporaban y caminaban hacia ella, decididos a entregarla a la bestia que mostraba sus dientes puntiagudos desde el altar de piedra. No sintió la presión de las manos de ambos hombres cuando la cogieron y elevaron, dispuestos a cumplir sin más aquella orden que no comprendía, pero, de inmediato, un golpe terrible retumbó en las paredes de la sala y una explosión de luz azulada lo llenó todo, reconfortándola enseguida.
Oyó a la bestia gruñir con fiereza sobre el altar antes de desaparecer en mitad de una hermosa niebla oscura y violeta, seguida de los alaridos de los hombres y mujeres que continuaban alrededor del altar. La niebla que acababa de engullir a la bestia se extendió rápidamente por la sala, llegando hasta ella, rodeándola y acariciándola, proporcionándole una seguridad y un calor que recordaba, y que de inmediato despertó el resto de recuerdos agolpados en su mente entumecida, atemorizándola y tranquilizándola al mismo tiempo, llenándola de fuerza para obligar a su cuerpo inmóvil a incorporarse.
—Lucifer —consiguió susurrar, y las sombras que la envolvían se aferraron con más intensidad a su alrededor, pero él no respondió—. Ángel —llamó de nuevo, con un hilo de voz.
—Yo soy el único ángel que verás de cerca hoy. —Una voz femenina respondió a su llamada, desconcertándola—. Uno de verdad, no como ese renegado —escupió la voz, al tiempo que una hermosa mujer se materializaba ante ella, sonriendo, terrible.
Fue incapaz de reaccionar ante la belleza del ser alado que había aparecido de la nada ante sus ojos. Reconoció de inmediato las enormes alas doradas, hechas de luz, idénticas a las del arcángel que había tratado de matarla en los túneles. Quiso sentir miedo pero no podía más que seguir embelesada por la increíble apariencia de aquella mujer rubia, de hermosura imposible, que mantenía en ella fija una mirada de ojos verdes y luminosos, mientras su piel parecía brillar con la misma intensidad que sus alas.
—Eres la zorra del Diablo, querida. —La mujer alada se acercó a ella, aproximando a su cuello una espada cuya hoja estaba hecha de la misma luz dorada que la hipnotizaba y ahora también la quemaba—. No es nada personal, morirá tu cuerpo, pero salvaré tu alma.
—¡No! —Ángel gritó desesperado, sobresaltándola, y ella por primera vez sintió el miedo crecer en su interior, o era tal vez el miedo de Ángel el que sentía, sobrecogiéndola, ahogándola, y haciendo que su corazón se encogiera.
—¿No? —chilló el arcángel que la sostenía con una voz aguda y estridente, nerviosa, volviéndose hacia Ángel, sin soltarla—. ¿Qué harás Satanás? ¿Matarme y a la vez matarla a ella? —Rió—. Me sirve. Mátanos a ambas.
Ángel avanzó hacia ellas, despacio, soltando su espada mientras las sombras que habían llenado la estancia retrocedían envolviéndolo y enredándose en su cuerpo, tenso y hermoso, con las enormes alas negras de nuevo replegadas a su espalda.
—¡Quieto! —ordenó el hermoso ser de luz que la agarraba, presionando con fuerza la espada contra su cuello. Sintió la piel arder con un escozor terrible que arrancó un grito de su garganta, pero la mujer alada no se inmutó—. Si das otro paso te juro que además le dolerá, y tú no quieres eso ¿verdad?
—¡Uriel!
Otra voz femenina retumbó en las paredes de la sala y una nueva luz dorada llenó el lugar durante un instante, antes de concentrarse junto a ellas, tomando la forma de una silueta que acabó por materializase en un cuerpo de mujer, incluso más bella que la que la sujetaba amenazante, más peligrosa y salvaje.
—¿Se puede saber qué haces? —Aquella mujer de piel reluciente y melena despeinada y brillante, sujetó con una mano la muñeca con la que la otra sostenía la espada, apartándola de su cuello y aliviándola—. ¿Y vosotros, inconscientes, inútiles, torpes? —añadió, girándose hacia los hombres que las miraban, con ojos desorbitados, inmóviles, antes de levantar una mano hacia Ángel, indicándole que no se moviera, y fijar de nuevo la mirada en la mujer que la tenía sujeta, empujándola contra la pared—. Dime, arcángel, qué haces.
—¿Qué hago, Gabriel? —escupió Uriel, con rabia—. Lo que Miguel y tú deberías de haber hecho hace ya mucho tiempo, darle un motivo para que acabe con su maldita existencia. Él le permite existir porque no ve cómo es en realidad, en lo que se ha convertido. Nuestra misión es mostrárselo, para que, de una vez por todas, nos libre de él.
—No, Uriel. —La voz de Gabriel era pausada y firme a pesar de la tensión en su rostro y el gesto crispado, con una mano impidiendo el movimiento de la espada de Uriel y la otra elevada aún hacia Ángel—. Nuestra misión es cumplir su voluntad. La que sea, arcángel.
—¿Su voluntad? —preguntó Uriel, y su voz se volvió de nuevo chillona y estridente, a la vez que sus ojos se abrieron, incrédulos, y las alas de luz de su espalda temblaron—. ¿Su voluntad fue que él me encerrara? ¿Qué me encadenara a la tierra, privándome de Su Gracia? No, Gabriel, esa no fue Su voluntad, sino la del enemigo al que ya hace mucho debimos vencer.
—No es la primera vez que escucho a un arcángel poner en duda la voluntad del Creador. —Una voz masculina interrumpió a Uriel—. Por su soberbia lo llamas ahora enemigo. ¿Es ese también tu pecado, Uriel?
Las dos mujeres frente a ella se volvieron, y Uriel aligeró al fin la presa alrededor de su cuello y separó de ella su espada, permitiéndole ver a los dos hombres que acababan de entrar en la sala. Se situaron a ambos lados de Ángel, que mantenía la vista fija en ella, con expresión colérica y el cuerpo encogido, como si en cualquier instante fuera a correr hacia ella y arrancarla de los brazos de la mujer que aún la sostenía contra la pared. Uno de aquellos dos hombres, de aspecto más sereno y confiado, avanzó despacio hacia ellas, deteniéndose a mitad de camino y observando atentamente la escena, como si analizara el peligro real de lo que veía. El otro, de aspecto más joven, se quedó junto a Ángel, situando una mano sobre su hombro, y Luz no pudo evitar sorprenderse del parecido entre ambos, a pesar de la terrible apariencia que en aquel momento mostraba Ángel. Prácticamente el mismo rostro, la misma altura e idéntica complexión, aunque el hombre que se afanaba ahora en calmar a Ángel pareciera más joven que él, y desgarbado, incluso también más inocente. El pelo, casi idéntico, era levemente más oscuro, y los ojos, que buscaban casi con desesperación la mirada de Ángel, eran de un brillante turquesa. La expresión atormentada de aquel hombre la obligó a mirar de nuevo a Ángel, sobrecogiéndose al verlo aún inclinado hacia ella con una agonía inmensa reflejada en su expresión.
—¡Suéltala! —gruñó él, avanzando de nuevo hacia ella, arrastrando consigo al hombre que había querido retenerlo.
—Nunca, Satanás. —La voz de Uriel fue firme y cruel al tiempo que llevó de nuevo contra su cuello la espada—. ¿Qué crees que desean los demás aunque teman admitirlo? Tú piensas que son tus hermanos, pero te equivocas, ya no hay hermanos en el Paraíso para ti. Ellos quieren lo mismo que yo. Allí, para ti, ya hace mucho que no hay nada.
—Te equivocas, Uriel. —Fue el hombre que seguía junto a Ángel quién habló ahora, con más firmeza de la que parecía poseer, irguiéndose y enfrentando al arcángel que la amenazaba con una furia que la sorprendió—. Yo me considero su hermano, igual que Miguel. Y que Gabriel, aunque no lo reconozca. No es nuestra labor juzgarlo, menos aún condenarlo.
—¿Condenarlo? —estalló Uriel con un terrible alarido de dolor—. Esto no es una condena, Rafael. Una condena es dejar de existir por siempre. Exiliarlo al mundo que ama para que lo gobierne no es una condena ¡Es un premio!
—¡Yo te enseñaré lo que es una condena, maldita! —La voz de Asmodeo retumbando en las paredes de la sala la sobresaltó.
Luz se giró sorprendida y aliviada hacia el conocido diablo que entraba en la habitación junto a una decena de hombres y mujeres y, de pronto, unos brazos la envolvieron, lanzándola contra el suelo, pero, enseguida, unos nuevos brazos se enredaron en su cintura levantándola y acunándola con suavidad.
Gabriel había aprovechado la confusión provocada por la entrada de los diablos y había apartado bruscamente a Luz de Uriel, salvándola. A Ángel no le importaba por qué lo había hecho más allá de que en aquel instante era la mano de la mensajera la que sostenía la suya para evitar que atravesara con su espada a esa maldita condenada de Uriel a la que, después de aquel ataque de ira incontrolada, con toda seguridad iba a tener que soportar durante el resto de su existencia. Miró un instante a Rafael, que sostenía a Luz con delicadeza entre sus manos, sanándola, y concentró de nuevo su furia en Uriel, que lo miraba desconcertada.
—¡Suéltame, pregonera! —escupió las palabras con rabia—. No quiero hacerte daño, pero por todas las malditas cadenas que me atan que no me importará convertirte en aire si no me sueltas, Gabriel.
—Déjalo, Gabriel —ordenó Miguel, imponiéndose, por fin, y recuperando el control de una situación que evidentemente se le había ido de las manos—. Él debe decidir, y sé que obrará en consecuencia.
—¡Miguel! —chilló Uriel con una voz terriblemente molesta—. ¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Eso preguntas, absurda, tonta, lerda, boba, inepta? —reprendió, acercándose a ella, dejando que viera todo su poder, todo el dolor y la ira acumulada de su espíritu, alimentándose del miedo que aún había en Luz, que lo llenaba más que nunca, aumentando su furia y su fuerza—. ¿Por qué? Porque te has condenado, Uriel. Porque será mío tu castigo. Porque serán mías las cadenas que te aten por siempre al abismo.
—¡Yo no estoy condenada! —protestó ella de inmediato, pero, enseguida, su rostro se ensombreció al sentir, igual que él las sentía, las emociones de los arcángeles que la miraban.
—Has pactado con un demonio —dijo, despacio, acercándose a ella, deleitándose con el pánico que sentía—. Has convencido a los tuyos y engañado a tus inferiores para que mataran a un humano. Has interferido sin permiso o consentimiento en la Creación. Has odiado con más fuerza de la que yo mismo creía posible en un ser sagrado. Has esperado, acumulando tu ira, hasta organizar tu venganza perfecta que te librara de culpa y castigo. La ambición de Legión te benefició en el momento adecuado y no dudaste en aprovecharla. De hecho, ni siquiera te planteaste de dónde provenían las razones que te impulsaban. La ira, Uriel, te cegaba. La soberbia, arcángel, te otorgó tus motivos. El deseo de venganza te empujaba. Nada sagrado había en ti y mucho menos en tus actos.
—¿Por qué? —preguntó Miguel, y su voz fue un susurro lleno de pena.
—Él me encerró, me encadenó a una tierra sin el Creador —musitó Uriel, retrocediendo—. El dolor fue inmenso apartada de Él, de vosotros, pero no hubo castigo para el maligno. ¡Nunca lo ha habido! Yo no podía castigarlo, pero cuando supe que la había encontrado a ella —explicó, volviendo la mirada hacia Luz por un instante. Esa sola mirada encendió de nuevo la rabia en el interior de Ángel, que acorraló a Uriel, aprisionándola contra la pared—. ¿Cómo podía una bestia sentir amor? Claro que no es amor, sino otra cosa. Es un sentimiento corrompido, pútrido, así que no había pecado alguno en mis actos. ¡No ha habido pecado! Sólo debía acabar con el objeto de ese sentimiento desviado para que enloqueciera y desvelara su verdadera naturaleza, la que os oculta, la que yo he visto.
Uriel miró a los arcángeles, desesperada, buscando una comprensión que no encontraría.
—¿Y era mejor utilizar al más sádico de los demonios que hacerlo con tus propias manos? —preguntó, y Uriel tembló bajo su brazo, que la empujaba contra la misma pared en la que ella había amenazado a Luz instantes antes—. Así evitabas la condena, matabas a… ¿cómo lo has dicho? —preguntó, lleno de rabia—. ¡Ah, sí! La zorra del Diablo. Y además te asegurabas de que yo enloqueciera al verme privado de ese sentimiento corrupto y pútrido. —Apretó aún más a Uriel contra la pared, impidiéndole respirar, con rabia—. Pero, por supuesto, arcángel, yo sigo siendo el retorcido ¿verdad?
—¡Yo no quería acordar nada con Legión! —gritó—. Fue idea del profesor. Él me falló —señaló a Alfonso, que trataba de ocultarse detrás de dos humanos—. El profesor había llegado a un acuerdo con el demonio usando el manuscrito y Legión vino a buscarme, él quería tu reino, yo sólo tu muerte, pero no fue un trato.
—¡No! —gritó Miguel que sintió su intención de acabar de una vez por todas con Uriel—. Si la matas no habrá condena. Deja que Él la juzgue, después, haz lo que quieras.
Él se giró hacia Miguel, con los ojos llenos de burla, apretando aún más el cuerpo de Uriel contra la pared antes de liberar una embestida de poder que acabó de golpe con ella, haciéndola desaparecer sin dejar rastro entre las tinieblas que lo envolvían.
—Tengo toda la eternidad, Miguel —dijo, y caminó hacia el arcángel al tiempo que sentía el espíritu tenso de todos los diablos de la sala unirse al suyo, aumentando su furia—, y muchísima paciencia. Esperaré a que vuelva, con su misma naturaleza, errará otra vez, y, a lo mejor, entonces, yo podré soportar aguantar su condena eterna en este mundo.
—No era tu misión juzgarla. —Miguel lo enfrentó, retándolo con la mirada.
—Sí era la tuya vigilarla —escupió con despreció, dando por zanjada la cuestión y se volvió hacia Asmodeo que de inmediato rodeó a dos humanos con los brazos y el resto de diablos lo imitaron—. Aquí están tus humanos, pregonera. ¿Qué hacemos con ellos en esta ocasión? ¿Cuántas muertes inocentes han sumado esta pandilla de imbéciles a tu cuenta?
—No harás nada, Lucifer. —Gabriel mantuvo la voz firme, y él se volvió hacia ella, que estaba ante los humanos, junto al altar—. Y mi cuenta es cosa mía, hermano.
—Está bien —concedió, acercándose a ella—. Sólo uno de todos estos me interesa y no es de los tuyos, era de Uriel. ¿No es cierto, Alfonso? —preguntó, volviéndose hacia el profesor, y sintió su miedo golpearlo mientras forcejeaba en los brazos de Asmodeo—. ¿Por qué vendiste a tu amiga? ¿Dinero? No, no lo creo, tu avaricia está saciada. ¿Amor? No, no era amor, sino lujuria. Sí, eso fue, el deseo frustrado e incrementado… Ellos exacerbaron tu lujuria hasta que te pareció una buena idea satisfacer tus más oscuros deseos a cambio de unas cuantas vidas para el demonio más antiguo y poderoso que ha pisado esta tierra. ¡Imbécil! ¿De verdad creías que ese espanto de Legión era yo?
—¡No! —Fue la voz de Luz la que llamó su atención y de inmediato sintió, como un filo que lo atravesaba, su inmensa compasión hacia el profesorucho que la había traicionado, que había estado dispuesto a matarla—. No lo hagas. Déjalo vivir. Por mí —suplicó, desde los brazos de Rafael, que la sostenía sonriente al sentir la fuerza de su convicción y la misericordia que había en ella.
Él la miró, incrédulo, sintiendo como las tinieblas que envolvían su ser desaparecían y su ser retomaba el control de su cuerpo, al ver los ojos de Luz otra vez llenos de vida.
—Me dijiste que me darías cualquier cosa, lo que yo te pidiera, que me harías tu reina —dijo, mirándolo casi con desesperación, recordándole sus propias palabras—. Eso es lo que te pido, lo que quiero.
La compasión del interior de Luz lo golpeó de nuevo, desarmándolo. Trató de entender los sentimientos que había en ella, las razones por las que a pesar de que no pudiera perdonar a ninguno de aquellos humanos tampoco deseara su muerte, pero Asmodeo se precipitó y mató, demasiado pronto, a los humanos que sostenía, presionándolos entre sus brazos. De inmediato el resto de diablos lo siguieron, y toda la compasión que había habido en el interior de Luz se convirtió en pánico primero y un inmenso dolor después. Él quiso chillar, explicarse, pero Gabriel se lo impidió. Cuando comprendió su intención y se volvió hacia ella, ya había puesto la mano sobre el manuscrito que había estado sobre el altar durante todo aquel tiempo, y no tuvo ocasión de avanzar hacia ella antes de que un nuevo sello, más fuerte y poderoso que los tres anteriores, encadenara su espíritu lanzándolo contra el suelo, derrotado, y devolviéndolo al abismo del que, seguramente, jamás debería de haber salido.
Luz no pudo evitar chillar cuando vio a Ángel caer, derrumbándose, como si un rayo lo hubiera atravesado, dejándolo tendido en el suelo. Quiso correr hacia él, pero unos brazos la apretaron, impidiéndoselo. Luchó con todas sus fuerzas contra aquella presa que le impedía ir a ayudar a Ángel, pero sólo consiguió que el abrazo que la ataba se hiciera más fuerte, hasta impedirle siquiera resistirse o moverse.
—No puedes acercarte a él ahora, Luz. —La voz de Rafael fue un susurro en su oído—. El sello te mandaría al abismo con él.
Las palabras del arcángel que la sostenía cobraron un nuevo sentido cuando vio que todos los diablos de la sala habían caído al suelo igualmente, mientras Gabriel sonreía, victoriosa, mirando a Ángel, con una mano sobre el altar. De inmediato comprendió que el manuscrito había estado allí todo el tiempo, que seguramente había sido Alfonso quien lo había robado para usarlo como invocación a un supuesto Lucifer después de que Uriel lo influyera para hacerlo. Todos y cada uno de los sellos rotos e, incluso, el sello debilitado, habían sido ahora repuestos, y Ángel se debatía entre las tinieblas que se ceñían sobre él mientras aquellas hermosas sombras violáceas envolvían de nuevo su cuerpo, tensándolo, transformándolo, hasta que dos alas negras se desplegaron de golpe a su espalda y, con un gruñido terrible, se incorporó, enfrentándose a Gabriel.
—¡Mensajera! —dijo, y su voz fue un trueno cuando se levantó y avanzó hacia ella—. Millones como tú no son suficientes para hacerme frente a mí, Gabriel.
El arcángel sonrió con prepotencia, levantando una mano, y un terrible alarido de los diablos que había tras ella, encogidos en el suelo, hizo retumbar las paredes. Ángel se tambaleó, hincando una rodilla en el suelo, antes de levantarse de nuevo y caminar hacia Gabriel, forzando su respiración, que se había convertido en un terrible ronquido.
—¡Sigue! —gritó, retándola—. Yo también tengo curiosidad de saber hasta dónde puedo llegar. ¡Sigue, si tienes valor, pregonera!
Gabriel rió, y su risa retumbó como mil cascabeles en las paredes de la habitación, al tiempo que Ángel caía de nuevo, más lentamente ahora, antes de levantarse entre los aullidos de dolor de los diablos que seguían tendidos en el suelo ante él, justo detrás del arcángel que ceñía el sello contra ellos.
—¡No es suficiente, Gabriel! —gritó Ángel, y un nuevo gesto de la mano del arcángel arrancó nuevos rugidos de las bestias que se retorcían tras ella, pero en esta ocasión él no cayó y, en cambio, las sombras a su alrededor se intensificaron—. ¡Sigue!
Luz se debatió de nuevo entre los brazos de Rafael, que respiraba aceleradamente contemplando la escena, con la vista puesta en Miguel, que observaba, impasible, apoyado en una pared. No consiguió deshacerse de él, y una nueva serie de alaridos de los diablos la hicieron estremecer, a la vez que vio a Ángel caer de nuevo sobre una rodilla, antes de romper a reír con una carcajada tenebrosa y llena de dolor.
—¡Basta! —Rafael gritó con furia, avanzando hacia Gabriel y aflojando la presa alrededor de Luz, pero Gabriel sonrió y forzó una vez más el sello, haciendo que Ángel se retorciera de nuevo ante ella, entre los rugidos de dolor del resto de los diablos—. ¡Para ya, Gabriel!
—¿Por qué? —Gabriel sonreía complacida, exultante, sin apartar la vista de Ángel—. Lo merece, es una bestia, Rafael. Esta es sólo su condena.
—No, su condena es la que se le impuso al principio de los tiempos —explicó el arcángel que la sostenía mientras Ángel se levantaba de nuevo—. Este es tu juego sobre ella. Miguel —llamó, volviéndose hacia el otro ser sagrado que contemplaba la escena, en silencio, manteniendo fija su mirada en Ángel, que avanzaba con lentitud hacia Gabriel—. ¿Por qué?
Miguel no contestó. Rafael quiso avanzar hacia él y Gabriel aprovechó el momento para presionar aún más el sello que había impuesto sobre el espíritu de Ángel, derrumbándolo en el suelo otra vez, y Luz, al fin, pudo desprenderse del abrazo de Rafael para ir a ayudar a Ángel, que estaba en el suelo, temblando. Oyó a su espalda el grito desesperado de Rafael llamándola y la voz de Miguel fundirse en el espacio cuando, finalmente, se agachó junto a Ángel, rodeándolo con sus brazos, queriendo incorporarlo, y todo a su alrededor desapareció.
Ángel sintió la presión de las viejas cadenas que ataban su espíritu ceñirse con nueva intensidad sobre él, oprimiéndolo, lanzándolo al Infierno que había en su interior y en el que había estado perdido durante los primeros tiempos de su condena, y que los humanos habían calculado en mil años. Notó su cuerpo tensarse y retorcerse como si fuera la primera vez, transformándose en una bestia que ya nada tenía que ver con aquello que era. Sintió la fuerza de la negrura atraerlo y llamarlo, pero se resistió a ella con toda su furia. La ira y el dolor regresaron con más fuerza, así como la convicción y la determinación que lo habían guiado en cada uno de sus actos. Y, junto a ellos, regresaron también los recuerdos, tan fuertes y claros como si las escenas que desde el inicio de los tiempos habían torturado su espíritu sucedieran de nuevo, conociendo el fatal desenlace que, a pesar de todo, lo motivaba a seguir adelante.
Recordó su propia creación, la belleza de obtener por primera vez conciencia de su ser, del vacío que lo envolvía y tomaba forma, de la fuerza y omnipotencia de la energía de la que había surgido y que todo lo abarcaba. Revivió aquella primera visión y el sentimiento, inmenso, hermoso, terrible, que lo llenó por completo desde el primer instante. Y el vacío. La angustia creciente, sutil primero, aterradora después, que se había apoderado de su espíritu desde el principio. Las escenas se sucedían veloces y las sensaciones, atroces, lo atravesaban, justo antes de empujarlo hacia la oscuridad del abismo, arrastrándolo hacia él, aprisionándolo en el interior de una noche negra y eterna donde el vacío era peor que cualquier otro dolor, que cualquier otra sensación.
El dolor de los diablos que eran empujados a las tinieblas con él lo golpeó y lo llenó, sobrecogiéndolo al tiempo que un nuevo dolor, distinto pero aún más intenso lo atravesó, dándole la fuerza necesaria para resistirse a la atracción de las sombras que lo atrapaban, obligándolo a luchar como hacía tiempo que no lo hacía, y despertando en su interior un nuevo sentimiento, una nueva fuerza, que no reconocía pero que le era familiar, cercana, como el eco de un recuerdo robado.
Se enfrentó a Gabriel, resistiendo a la negrura con todas sus fuerzas, deleitándose ahora con su propio dolor, el de sus diablos, y el de aquel ser que lo llamaba y atraía desde algún lugar que no podía definir, impidiendo que regresara de nuevo a las sombras de su condena. Saboreó la furia del arcángel, sus ansias de venganza y aquel odio que habitaba en su interior, que ella no reconocía y que no debería sentir, pero que lo llenaba más que todo el dolor acumulado en aquella habitación. El arcángel ciñó con ira aún más las cadenas que lo sujetaban pero sólo consiguió reavivar su furia, alimentando un poder ya desatado, que lo empujaba y estremecía, a la vez que los recuerdos lo azotaban de nuevo, torturándolo.
Revivió el instante de la primera Creación material, la plenitud al contemplarla y la envidia que surgió en su interior al verla. Se retorció de dolor por la antigua comprensión de su naturaleza deformada, sedienta de libertad de la fuerza y envidiosa de la que él había surgido. Una fuerza a la que era increíblemente similar, pero a la vez tan distinto que le dolía. Y aquella agonía vieja, antigua, lo lanzó de nuevo al vacío, y sintió un estremecimiento en su interior, una llamada, desconocida y próxima, que lo levantó. De nuevo, la angustia de aquel ser, tan cercano y alejado al mismo tiempo, lo llenaba y empujaba a luchar. Una vez más, la rabia y la furia de Gabriel alimentaron su poder hasta un límite que no era capaz de situar, levantándolo, obligándolo a enfrentarse a ella, a su rabia, a su ser y a su condena eterna.
El arcángel forzó de nuevo el sello sobre su espíritu y una nueva oleada de recuerdos lo embargó, haciéndole perder ya por completo la noción del tiempo y del espacio. Recordó el deseo de ser libre y la inquietud por saberse capaz de romper las cadenas que lo ataban, la lucha interior y el vacío que lo atraía y aterraba. Revivió la soledad absoluta, las ideas que lo atormentaban, el exilio voluntario en busca de respuestas que lo asustaban. De nuevo, sintió el viejo temor a lo desconocido, a su propio ser, a su poder y, sobre todo, a su naturaleza, tan distinta a todas las demás, tan similar y a la vez tan alejada de la del poder del que él había surgido y con el que había dado lugar a la Creación. Volvieron las preguntas y el miedo, el vacío y la tristeza, la oscuridad de su espíritu y la luz de su consciencia obligándolo a comprender, a buscar, a preguntar y a experimentar. A pesar del temor y del dolor que cada pequeña pregunta, y cada nueva respuesta, le provocaba.
Regresó al momento de la Creación de la obra máxima y se maravilló ante la imagen que de nuevo contemplaron sus ojos. Vio al nuevo ser, material, perfecto, superior en todo a los demás, que miraba al cielo, desolado, asustado, sin comprender, y recordó la imposibilidad de interferir. Sintió lástima del solitario ser sin consuelo, y lo observó como si aquella vez fuera la primera, como si realmente en ese instante naciera el ser perfecto ante él que, impotente, sólo podía contemplarlo en la distancia, diluido en el éter. Se compadeció de su soledad y quiso otorgarle la comprensión y el conocimiento que podrían guiarle, pero recordó de nuevo la imposibilidad, como una atroz prohibición que se lo impedía, y se retorció otra vez en su dolor, provocado ya no sólo por saberse único, diferente, extraño, sino retorcido y equivocado, deseoso de hacer lo que sabía que no debía ser hecho.
Sintió las cadenas impuestas tiempo atrás sobre su ser y volvió la vista hacia Gabriel, abandonando el pasado, centrándose en el arcángel, odiándolo a la vez que sentía su odio, y se alimentó de su propio sufrimiento, levantándose, surgiendo de entre las sombras que lo atraían con más fuerza de la que jamás lo hubieran hecho desde que fuera condenado. Y, una vez más, aquel eco, aquella vieja y lejanamente conocida voz, retumbó en su interior, obligándolo a resistir, impulsándolo a seguir a pesar de su tormento, de la atracción sobre su espíritu del castigo eterno.
De nuevo, el sello de su espíritu se retorció y las sombras que lo absorbían aumentaron la intensidad, llevándolo junto a ellas, transportándolo a un lugar más allá del espacio y a un tiempo antes del tiempo, cuando aún no existía nada más que la fuerza de la que había surgido y que todavía su ser, cuando nada en él se había retorcido y cuando el poder con el que ahora luchaba por sobreponerse a su condena era utilizado para resistirse a su errónea naturaleza. Vio una vez más ante sus ojos a la nuevo ser y cómo, ante su mirada, la nueva criatura se dividió en dos, formando una compañera que era una parte de él. El ser había sido dividido en dos y cada nueva mitad no era sino una parte del ser antiguo, que se complementaban y amaban como no era posible para ningún otro ser de la Creación. La envidia, con más fuerza que nunca, se desató en su interior. Él, que al igual que la fuerza de la que había surgido, y que aquel primer ser completo que ahora eran dos, era único en toda la Creación, había deseado desde el primer instante en que tuvo consciencia de su propia existencia, tener un igual, un ser como él al que amar y comprender. Tener lo que ahora tenía el nuevo ser, que ya no miraba desconsolado hacia el abismo sino que estaba embelesado en la parte de sí mismo que era la nueva criatura.
La furia lo atravesó igual que si por primera vez se enfrentara a aquella escena terrible y a la certeza de que nada en él era como debía ser. Vio a los nuevos seres vivir y desarrollarse, y se sorprendió al verlos sufrir, a pesar de su suerte, de su compañía, de sentir un amor que consideraba imposible porque nada tenía que ver con el amor obligado hacia la fuerza de la que él había surgido. Comprendió que aquellos seres eran libres y que sólo en la libertad podía darse ese tipo de amor. Y deseó la libertad con más furia que antes, porque quería amar como aquellas criaturas se amaban. Aunque no tuviera igual, descubrió que podía amarse a sí mismo, por ser como era, único y perfecto, indudablemente mejor que el resto de seres que existían a su alrededor, y completo, a diferencia de aquel ser material, supuestamente perfecto, que ya no era uno solo, sino dos.
Luchó contra las cadenas que lo ataban, sintiendo la resistencia de la fuerza de la que había surgido y que todo lo llenaba derrotándolo, dejándolo rendido y asustado por su propia reacción. Se recreó en el sufrimiento de aquellos seres, que tenían lo que él ansiaba, pero su propio sufrimiento aumentó, dotándolo de una fuerza no conocida, que rebasó todas las barreras, todas las cadenas, todos los límites, y que anuló el dolor. Sobre la envidia y el odio que lo llenaban surgió una inmensa compasión, y quiso aliviar el sufrimiento de aquellos seres, igual que había hecho desaparecer el suyo, y los dotó de comprensión, conocimiento y sabiduría. Se enorgulleció de su obra y, por primera vez en toda su existencia, no sintió vacío en su interior, sino sólo amor. Un amor diferente, que nada tenía que ver con lo que había sentido hasta aquel momento, un amor hacia sí mismo, hacia su naturaleza, pero también hacia aquella criatura finita e indefensa, que ahora tenía también una parte de él mismo. Pero todas esas nuevas emociones desaparecieron cuando al instante entendió que ese amor, nuevo, diferente y mejor no debería haber sido posible, y se estremeció al comprender que no sólo había quebrantado la única prohibición que se le había impuesto, sino que, además, había superado unas barreras que se suponían infranqueables, y que había intentado respetar durante toda su existencia en contra de sus deseos y de su propia voluntad. Y un dolor más intenso y brutal de lo que jamás había sentido lo retorció e inmovilizó. El abismo y las sombras se ciñeron sobre él, transformándolo en un nuevo ser, aumentando su poder, retorciendo su esencia, variando su naturaleza. Sólo quedaban en él la rabia y el terrible vacío, que parecía de nuevo incapaz de desaparecer. Un relámpago con furia atravesó su ser, dividiéndolo, mutilándolo, partiéndolo en dos, a la vez que la oscuridad aumentaba en su interior y en el universo que lo rodeaba, ya sin Gracia y sin perdón, ajeno a la fuerza de la que él había surgido antes de que nada más existiera.
Tomó consciencia de las cadenas sobre su espíritu, rodeándolo, asfixiándolo y recordó a Gabriel. Buscó a tientas en su propia oscuridad, aquella voz, aquel eco, aquel recuerdo lejano que lo había empujado a resistir, pero no lo encontró. Quiso centrarse en el odio del arcángel que lo torturaba, pero se dio cuenta de que su propio odio era mayor, y de nada le servía aquel sentimiento ante la fuerza del sello que lo empujaba hacia el abismo al que ya apenas podía resistirse. Trató de centrarse en sus diablos, pero sus presencias no eran ya más que oscuridad y dolor, aumentando la fuerza de atracción del agujero negro que lo reclamaba. Las sombras sobre su ser se intensificaron, arrastrándolo, y su voluntad casi se doblegó justo antes de sentir junto a él, hundiéndose en la oscuridad, una presencia que reconoció de inmediato porque no le era ajena, sino que era una parte de él, una mitad que le había sido arrancada y arrebata. Recordó el dolor y el vacío desapareciendo, justo antes de volver. Revivió la búsqueda incesante de aquella parte de su ser que de la había sido privado, encerrada en la oscuridad, y la antigua fuerza regresó. Todo desapareció a su alrededor, salvo aquel ser, aquella parte de sí mismo que se fundía ahora con él, y comprendió que nada más importaba salvo evitar que aquella brillante luz, que en un tiempo había formado parte de él, cayera en el abismo que los atraía a ambos irremediablemente hacia la negrura eterna, hacia el tormento continuo.