Capítulo III
LUZ se despertó con la respiración agitada y el cuerpo sudoroso, sobresaltada aún por las sensaciones extrañas y terribles del sueño que acababa de tener. El recuerdo, aunque reciente, era confuso. Se había visto caer a través de un cielo estrellado mientras se sentía cada vez más vacía, sola y perdida. Las imágenes eran vagas, ambiguas, y se entremezclaban sin sentido. Quiso arrancarlas de su mente mientras se repetía que sólo había sido un sueño. Tardó unos minutos en ubicarse, tras inhalar una larga bocanada de aire y relajarse.
El despertador en la mesilla de noche indicaba que eran las tres de la madrugada, estaba en su habitación de hotel, vestida con la ropa del día anterior, incluso aún llevaba puestos los zapatos, y con la sensación de sufrir una horrible resaca. Aunque sabía que no era así. Recordó la tarde con Alfonso, primero en la Casa de las Muertes y, después, en la universidad, y lo extraña que se había sentido. Todo le resultaba confuso y desconcertante, pero estaba segura de que habían estado trabajando toda la tarde, hasta la hora de la cena, y no había posibilidad de que su malestar fuera la consecuencia de otra borrachera. Alfonso y ella habían estado en la universidad hasta su regreso al hotel. Habían hablado sobre el manuscrito, la originalidad del relato y la posible relación con los demás objetos hallados en la cripta. Seguramente, hubieran seguido especulando sobre ello, trazando un plan de trabajo, hasta altas horas de la madrugada, si ella hubiera podido. Pero se había encontrado francamente mal. A pesar de sus ganas de ponerse a trabajar de inmediato había estado distraída, o incluso ausente, desde que había acabado de leer el manuscrito, y la sensación de malestar había ido empeorando tal y como transcurría la tarde. Alfonso estaba convencido de que todo lo que le ocurría se debía al cansancio por el viaje y creía que debería de haberse tomado aquel primer día libre. Finalmente, no había tenido que esforzarse demasiado para convencerla de que fuera a descansar y dejara el trabajo para el día siguiente.
Recordaba vagamente como se habían despedido en la puerta del hotel y lo aliviada que se había sentido al quedarse a solas. No había querido que Alfonso se diera cuenta de lo mal que se encontraba en realidad, estaba mareada y aturdida, y una extraña corriente eléctrica recorría todo su cuerpo. Al fin sola en su habitación, se había dejado llevar por el malestar. Debía de haberse quedado dormida de inmediato, pensó, y comprobó que la sensación de la tarde anterior no había desaparecido del todo, aunque era ahora mucho más llevadera. Se quedó tendida en la cama, con la mirada perdida en la oscuridad, pensando en por qué se sentía de aquella manera. Lentamente, se fue tranquilizando y una sensación de paz la inundó hasta que fue quedándose otra vez dormida.
Ángel observó a Luz dormir mientras se preguntaba qué demonios había ocurrido y cómo había ido a parar a su habitación. Era relajante verla dormir, tan sumida en aquel sueño inquieto. Tuvo la tentación de colarse en su pensamiento, averiguar qué la alteraba, pero se reprimió ante la duda de si esa sola concesión podría desencadenar otro desastre como el que había provocado que se encontrara en ese momento recostado sobre su cama. La contempló durante horas hasta que ella lo sobresaltó al despertarse bruscamente, asustada, en mitad de la noche, y trató de tranquilizarla, con mucho cuidado de que ningún contacto con ella pudiera provocar una nueva pérdida de control. En esta ocasión no pasó nada más allá de sus intenciones, y quiso felicitarse por ello, justo antes de darse cuenta de que, realmente, así era como se suponía que debían de ser siempre las cosas. Luz fue calmándose y él se permitió sumirla en un sueño relajado y tranquilo. Era necesario que la mujer descansara bien si quería que se pusiera a trabajar cuanto antes en el manuscrito. Cuando ella por fin pareció dormir plácidamente, Ángel se permitió relajarse y distraerse observando sus delicadas facciones, la suave piel de su rostro, sus largas pestañas, y su respiración lenta y pausada. Siempre había encontrado algo fascinante en el sueño de los humanos. Justo en esas horas en las que la conciencia desaparecía era cuando aquellas criaturas estaban más cerca de su propia naturaleza, y él se entretenía observándolos, a veces mirando indiscretamente en sus mentes, para sorprenderse con lo extraño de sus sueños, o por el simple placer de verlos dormir, ajenos a sus propias existencias. Pensó en el tiempo que había pasado desde la última vez que se había dejado maravillar por el sueño de un humano, aunque, rápidamente, descartó ese pensamiento al darse cuenta de que la respuesta, como en tantas otras cosas, era un rotundo demasiado.
Se centró en lo que había ocurrido en las últimas horas no sólo una vez, sino tres. Luz parecía estar ligada a él de alguna manera, como si su alma tuviera algún tipo de conexión con él que no comprendía. En toda su existencia jamás le había ocurrido nada similar, y tampoco a ninguno de los suyos, estaba convencido de ello. Podría tratarse de cualquier estupidez, sino fuera por el efecto que había tenido sobre ambos el maldito sello de Gabriel. Recordó cómo el alma de Luz se había fundido casi por completo con su espíritu, y después, sin motivo aparente, el sello los había enviado a ambos al abismo. No era en absoluto algo imposible, pero sabía perfectamente lo difícil que resultaba que un alma humana se abriera de tal modo. Y, más aún que él mismo permitiera tal conexión. Aunque, de hecho, no la había permitido. El alma de Luz había estado totalmente entregada, y él en ningún momento había opuesto resistencia alguna, porque no había sido consciente de lo que estaba ocurriendo. Simplemente, había ocurrido. Resopló. Aún más complicado que eso era que el juguete sagrado de Gabriel tuviera aquel efecto incluso sin contacto, aunque la sacudida, sin duda, había sido menor. Si hubiera podido habría deseado que la ira creciera en su interior, y, por un segundo, habría podido jurar que así lo hacía, hasta que Luz se giró, junto a él, dándole la espalda y dejando de nuevo el tatuaje de su nuca al descubierto. Por un instante, pensó en la posibilidad de que fuera el maldito símbolo maorí lo que la unía a él, aunque, en realidad, no lo creía. Aquellos símbolos no tenían poder alguno más allá de la fe en ellos de los brujos y chamanes que los realizaban, y de quienes los portaban. En cualquier caso nada capaz de afectarlo a él, a no ser que alguno de los suyos hubiera decidido premiar a aquellos humanos con algún don al respecto. No tenía forma de saberlo, llevaba demasiado tiempo sin preocuparse de esos asuntos, pero, aún así, descartó de inmediato la idea. Ninguno de ellos era tan estúpido como para dotar de poder un símbolo que estaba directamente relacionado con él.
Observó con calma los trazos del tatuaje en la espalda de Luz. Conocía perfectamente aquel símbolo y su significado. Era una prohibición sagrada directa para él. Como si no hubiera suficientes. De todos modos, era la primera vez que veía el dibujo tatuado en la piel de un humano. Era uno de los símbolos más sagrados de aquel pueblo, un simple amuleto de protección, a pesar de su nombre, que ninguno de los grandes brujos se había atrevido a marcar sobre su piel, ni sobre la de nadie. Sonrió con arrogancia, satisfecho con el efecto que causaba en los humanos, y pensó que, aunque alguno de los suyos hubiera otorgado algún poder a los símbolos mágicos maoríes, tampoco habría explicado en absoluto que el alma de Luz estuviera vinculada de modo alguno a él. En todo caso, el maldito tatuaje debería tener el efecto exactamente contrario. Era una protección contra él, no un nexo de unión. De todos modos, no podía evitar preguntarse por qué absurdo motivo los chamanes habían marcado la piel de una extranjera con un símbolo que ni ellos mismos se atrevían a tatuar en la suya propia.
Vio amanecer, absorto en aquellos pensamientos, y ya entrada la mañana siguió a Luz, repitiéndose su intención de no perderla de vista para proteger su manuscrito. Hasta que finalmente flaqueó en su propósito. Pudo soportar las tediosas presentaciones, los saludos hipócritas y vacíos, los besos y abrazos de algunos compañeros que llevaban años sin verla, y que, en realidad, no habrían lamentado que transcurrieran otros tantos hasta volver a encontrarse. Soportó aquello y más, pero de ninguna manera estaba dispuesto a aguantar, de nuevo, a todos los académicos reunidos, junto a técnicos y políticos, regocijándose en sus vanidades y soltando una estupidez tras otra sobre su manuscrito. De todos modos, pensó, nada importante iba a ocurrir en aquella enorme sala en la que el equipo de investigación se había reunido para trazar un plan de trabajo. Y, en todo caso, lo que necesitaba saber sobre la conversación que mantuvieran podía obtenerlo después de la mente de cualquiera de ellos. Dejó a Luz, que parecía tan incómoda como él mismo habría estado en su situación, trabajando en aquella sala en la que de entre todas las virtudes que faltaban destacaba claramente la humildad, y salió de la universidad.
Ángel siguió pensando en la noche anterior, en cómo había podido perder el control de aquel modo, y en por qué demonios el alma de aquella mujer parecía ligada a él. Trató de repasar sus recuerdos de lo ocurrido y, de pronto, un pensamiento lo asaltó, dejándolo paralizado por un instante. El alma de Luz, más allá de aquel dolor que ya había observado en varias ocasiones, era distinta al resto de almas que había conocido. La había sentido junto a él, fundida en él, se recriminó, aunque la experiencia hubiera sido demasiado confusa para recordarla con exactitud. A pesar de todo, en la sala de reuniones de la universidad en la que la había dejado, había sido evidente esa diferencia. Y él a duras penas había prestado atención. Ella no era como el resto de los académicos que había en aquel lugar, ni como los técnicos, los directivos, los políticos, o el resto de buitres que se frotaban las manos con el hallazgo de la cripta. En realidad, se dijo, no era como ningún humano que hubiera observado con anterioridad. No había en ella vanidad, ni ambición, ni envidia, ni avaricia o soberbia. En ella había, creciendo incluso por encima del dolor que la torturaba, curiosidad. Una curiosidad enorme. Pero ni rastro de los sentimientos oscuros que crecían en el interior de los demás. Se centró en lo que sabía de ella, que era mucho más de lo que pretendía después de haberla sentido como parte de él mismo, y se rió amargamente al pensar en la poca atención que le había otorgado mientras ambos eran arrastrados al abismo por el sello de Gabriel.
Ella había visto sus recuerdos, que no podría recordar o que, de hacerlo, pensaría que no eran más que parte de un extraño sueño, pero él también había visto los suyos, aunque, por supuesto, estaba demasiado inmerso en su propia agonía como para prestarles la debida atención. Ese era el efecto del maldito sello de Gabriel. Una recopilación de los peores momentos de su existencia, revividos uno tras otro hasta la extenuación, recreando en una mezcla perfecta la más terrible de las angustias, y provocándole el peor dolor imaginable. Todo ello en el preciso instante en el que él rozaba cualquier cosa que estuviera protegida o que cualquier ser con poder sobre el sello decidiera ceñirlo contra su espíritu. Había que reconocer el mérito del invento, pensado para tener un efecto devastador sobre él, suficiente como para evitar que hiciera, tocara, o incluso pensara, cualquier cosa que Gabriel se hubiera propuesto. Y para que, de repente, todos se creyeran con derecho a sentirse superiores a él. Una ocurrencia fantástica, capaz de dejarlo inmóvil, retorciéndose en su propia agonía, por tiempo indeterminado.
El efecto del sello sobre Luz había sido prácticamente el mismo, aunque a escala humana. A pesar de que ningún humano debería tener suficientes recuerdos dolorosos para que, de ser posible que el sello sagrado lo afectara accidentalmente, le provocara un dolor tan intenso. Pero esa mujer había sufrido más de lo que cualquiera consideraría posible. Y aquella experiencia, que aún no se explicaba cómo había podido llegar a suceder, le daba la respuesta que necesitaba: Amor. Sonrió, sarcástico, al comprenderlo. Ella era, sin duda, incluso más brillante que cualquiera de los que se encontraban en la sala de reuniones en la que la había dejado, pero lo era por el mismo motivo por el que nunca alcanzaría los mismos reconocimientos que el resto. Porque el amor podía ser el más poderoso de los sentimientos, capaz de hacer que cualquiera cometiera la mayor de las estupideces, pero, a todas luces, insuficiente para conseguir nada bueno con ello. Para eso, lo había comprobado, era mucho más efectivo cualquier otro sentimiento, y, aún mejor, cualquier intención desprovista por completo de emoción alguna. Pero todo lo que Luz hacía, lo hacía por amor, y ella ni siquiera lo sabía. El amor a su trabajo la hacía ser infinitamente mejor que los demás, pero ese mismo amor la hizo abandonarlo todo por seguir a un hombre. Y ese mismo amor era también la causa de todo el dolor que ahora soportaba su alma. Ángel se rió amargamente de ese pensamiento, que se esfumó al instante cuando reconoció una presencia familiar tras él.
—Hola Miguel —dijo, sin volverse para mirar.
—Hola, hermano.
Miguel se detuvo a su lado, mientras él comprobaba que había vagado por la ciudad, absorto en sus pensamientos, hasta acabar ante el altar de un bello templo gótico. Reconoció al instante la iglesia del Sancti Spiritu. El templo había cambiado desde la última vez que estuvo en su interior, aunque la transformación no era suficiente como para no identificarlo de un solo vistazo.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez —habló, aún sin girarse—. ¿Te has tomado unas vacaciones?
Caminó, alejándose del altar, dándole la espalda a Miguel, y se dejó caer sobre uno de los bancos.
—Es una manera de verlo. ¿Cómo estás? —Miguel habló con voz pausada y tranquila, mientras seguía sus pasos y se situaba a su lado.
—No quieres oír la respuesta.
—Ciertamente, no —reconoció, con la vista fija en el antiquísimo crucifijo sobre el altar—. Pero, en ocasiones, que alguien te escuche puede ayudar a sobrellevar las penas.
—¿Y cargarte a ti con ellas? —Ángel miró fijamente a Miguel que sólo hizo un leve movimiento con la cabeza—. ¿A qué has venido?
—A verte, a hablar contigo, a escucharte, si así lo deseas. —Hizo una pausa, pensativo—. Digamos que te echo en falta.
—A estas alturas ya deberías de estar más que acostumbrado a mi ausencia.
La voz de Ángel estaba cargada de ironía, y Miguel lo miró fijando en él los hermosos ojos ambarinos, escrutando su rostro.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Miguel, cambiando de tema—. Sé que hay algo más de lo habitual.
Ángel rió quedamente y permaneció en silencio.
—¿No me lo vas a contar? —insistió.
—Creía que ya lo habrías visto por ti mismo.
Ángel no ocultó la sorpresa en su voz y Miguel se tensó en el asiento.
—No tengo interés en saber nada que no quieras que sepa.
—Supongo que ya lo sabía —dijo, sintiendo la incomodidad de Miguel—. Es una mujer. Es diferente, tanto que no lo comprendo.
Ángel se sorprendió al oír sus propias palabras y vio como una media sonrisa se formaba en los labios de Miguel.
—¡Y eso es lo único capaz de fastidiarte en todo mundo! —exclamó Miguel, sin evitar que la diversión se colara en el tono de su voz, pero él no protestó porque, en realidad, tenía razón—. Llevas demasiado tiempo entre ellos —concluyó, con seriedad, aunque mantenía una amplia sonrisa en su rostro, como si hubiera llegado a una comprensión del asunto que él fuera incapaz de alcanzar.
—Supuestamente el tiempo debería causar el efecto contrario. Tendría que comprenderlos mejor. —Ángel dudó un instante antes de continuar hablando, irritado—. Los comprendo mejor. Los conozco mejor que ellos mismos. Pero…
—Pero no a esa mujer —sentenció Miguel, antes de reír quedamente, aún con ese aire de comprensión en su mirada que hacía que estuviera cada vez más irritado, o deseando, en realidad, poder estarlo—. No puedo ayudarte tampoco en este asunto —dijo, finalmente, sin resto alguno de alegría en su voz.
—Eso no es una novedad.
—En realidad, quería advertirte —dijo Miguel, con voz grave—. Aunque supongo que ya lo sabes. Gabriel está aquí.
Ángel lo miró, prestándole de nuevo atención y alejando a Luz de sus pensamientos.
Lo cierto era que no sabía que Gabriel estuviera allí, aunque hubiera debido sospecharlo, y se maldijo por no haberlo hecho.
—Por eso hemos venido —concluyó Miguel.
Él se limitó a asentir mientras sumaba un nuevo problema a una lista ya demasiado larga. Si en alguna ocasión sus planes habían parecido imposibles, de entre todas, aquella era la más evidente.
—Pero lo cierto es que no esperaba en absoluto encontrarte en este estado —dijo Miguel, entre risas, rompiendo el pesado silencio.
Ángel fijó en él su mirada, desconcertado, tentado de leer su pensamiento y averiguar, por fin, qué se le escapaba del comportamiento de Miguel, pero rechazó de inmediato la idea al recordar que él no lo había hecho antes, y quiso odiarlo por ello.
—¿En qué estado?
—Simplemente, te pido que no pongas las cosas demasiado difíciles. —Miguel cambió de tema, pero su mirada reflejaba aún aquel molesto brillo de comprensión que lo estaba sacando de quicio.
—Creo que hablas con la persona equivocada —replicó, olvidando de momento la otra cuestión—. Es Gabriel quien se empeña en interferir en mis planes. No al revés. No veo qué interés…
—Por favor. —Miguel lo interrumpió, con sequedad—. Hablas como si no lo supieras cuando conoces perfectamente el motivo.
Se puso en pie, mostrando en su mirada sólo parte de la ira que podía llegar a acumular en su interior, y Miguel hizo una pausa, pidiéndole con un gesto que se calmara, y esperó a que se tranquilizara antes de seguir hablando.
—Te concedo que la versión de los hechos de Gabriel no es en absoluto exacta —dijo, al fin, claramente aliviado—. Pero tampoco la tuya…
—Es más exacta que las demás —protestó él, dejándose caer de nuevo sobre el banco.
—Posiblemente. Pero sales claramente favorecido…
—Y en el resto perjudicado —lo interrumpió—. Además, la intención no es favorecer a nadie sino explicar…
—Lo que no deberías. —Miguel no le permitió terminar y él asintió.
—Exacto —dijo, mientras trataba de contener la ira ajena acumulada en su espíritu, que sabía que Miguel no quería ver—. Aunque mi relato fuera totalmente fiel a los hechos, nada cambiaría. Gabriel seguiría empeñada en impedir que los hombres lo conocieran. No veo cómo puedes darle tanta importancia a unos pequeños detalles…
—¿Detalles? —la voz Miguel fue un grito y él sonrió—. Dos guerras no son detalles en absoluto.
—Llamar guerras a un par de escaramuzas tampoco ayuda, Miguel.
Se recostó en el banco, esperando una conversación que le aburría, que se sabía de memoria, y que jamás variaría ni lo más mínimo.
—Nunca nos pondremos de acuerdo —concedió Miguel con un suspiro, evitándole el sermón—. Pero no quiero más escaramuzas —añadió, con seriedad, fijando de nuevo la mirada en su ojos—. Y menos por esto.
Ángel permaneció en silencio, queriendo decir algo que acabara con aquella conversación, pero no encontró las palabras adecuadas. Hubiera querido explicarle que ya había perdido la cuenta de los siglos en los que ya nada de aquello le había importado. Hubiera querido decirle que ya no era nada ni nadie más que un ser que vagaba sin fin o propósito alguno. Y, sobre todo, hubiera querido contarle que ya no era capaz de sentir, que las emociones que una vez habían llenado su espíritu habían desaparecido, que ya no quedaba en él odio, ni ira, ni amor, ni nada. Pero se quedó en silencio, mirando a Miguel, deseando que, al menos, alguien lo comprendiera.
—Sólo no lo compliques ¿de acuerdo?
Ángel asintió, incapaz de hablar, porque no podía mentir y, por supuesto, no quería contarle la verdad a Miguel. Tal vez ya no fuera ni la sombra de quién un día fue, pero no tenía intención de darse por vencido, no de aquella manera, y trataría de ponérselo a Gabriel tan difícil como le fuera posible. O, lo que era lo mismo, trataría de salirse con la suya hasta que el último humano en la faz de la tierra exhalara su último aliento. Miguel asintió de vuelta, sabiendo perfectamente que su gesto no era más que una manera de dar por terminada una conversación que no quería mantener.
—¿Qué tal si rezas un poco? —dijo, sonriente, señalando al altar—. Eso también suele ser de ayuda, al igual que hablar en lugar de encerrarse en uno mismo.
Él dejó escapar una sonora carcajada, en parte ante la absurda idea, en parte por lo molesto que le había resultado descubrir aquella certeza que no comprendía en el rostro de Miguel cuando le había hablado de Luz.
—Totalmente de acuerdo —consiguió decir, entre risas—. Ambas cosas parecen ser igual de inútiles. La primera porque sé que Él no me escucha y, de hacerlo, no me comprende. La segunda, porque soy yo el que no te comprende y acabo por dejar de escucharte.
—Te equivocas —sentenció Miguel, con una sonrisa, al tiempo que se levantaba. Caminó, dándole la espalda, y se arrodilló ante el altar, con un gesto demasiado ceremonioso, antes de volver a girarse—. En ambas.
Observó a Miguel alejarse y él permaneció en la iglesia, contemplando el altar y tratando de rechazar los recuerdos que había despertado aquella conversación. Tal vez sí habían sido guerras, pero no por su causa, aunque sí por su culpa. Quiso haber sido capaz de rezar y buscar la comprensión que no encontraría. Pero en lugar de sentir su antigua ira ante la absurda idea que Miguel le había metido en la cabeza, se sorprendió pensando de nuevo en Luz, molesto por no comprender la reacción de Miguel cuando le había hablado de ella. Debía de ir en su busca, seguramente ya estaría trabajando en el manuscrito y quería estar cerca de ella mientras lo hiciera.
Luz pensaba en el relato del manuscrito mientras Alfonso discutía con políticos, funcionarios y directivos sobre el plan de trabajo que habían cerrado aquella misma mañana. Ya habían calculado los días libres y festivos del calendario propuesto y, ahora, la conversación se centraba en el tema económico. Estaban evaluando el posible beneficio que podrían sacar no tanto del descubrimiento, la investigación y sus conclusiones, sino del montaje en torno a todo ello. Que la investigación se hubiera convertido paulatinamente en un circo para conseguir la financiación necesaria para llevarla a cabo, era algo a lo que se había tenido que ir acostumbrando a lo largo de los años, pero lo que aún le resultaba imposible soportar era ver cómo políticos y otros buitres eran finalmente los más beneficiados con el espectáculo. Las constantes preguntas de los políticos y directivos sobre cómo podrían obtener una mayor ganancia económica con el hallazgo, para la ciudad y para ellos mismos, y las risotadas del vicerrector de la universidad al responderlas, interrumpían constantemente el hilo de su pensamiento, sacándola de quicio. Y pensó, bromeando consigo misma, que de existir el Infierno, probablemente se pareciera a esa sala de juntas.
Habían pasado todo el día reunidos, pero nada de lo que habían hecho podía ser calificado como trabajo ni de lejos. No entendía por qué los técnicos y los investigadores debían de estar presentes en esas absurdas reuniones, con merienda, aperitivo y almuerzo incluido. Buscó la mirada de Marcos Vicente, deseando encontrar complicidad, pero el historiador parecía tan entretenido con la conversación banal como el resto de los que se encontraban en la sala. Como todos, menos ella, se recriminó. Se recostó en el respaldo de la silla en la que ya llevaba sentada más tiempo del que consideraba necesario y suspiró. Aguardó durante un tiempo más, que le pareció eterno, antes de despedirse, con un tono más cercano a la grosería que a la educación, y salió de aquella sala, que se había convertido en una auténtica cámara de tortura.
Pensó en la pérdida de tiempo que había supuesto esa jornada mientras miraba el reloj del teléfono móvil, que marcaba ya las cinco de la tarde. Si no quería culparse por haber desaprovechado el día completamente más le valía ponerse a hacer algo útil. Caminó por los pasillos de la universidad, que parecía más solitaria que el día anterior, hacia el departamento de Alfonso, intentando no perderse. Al menos, la primera parte de la reunión, antes de que llegaran los representantes de la universidad, los del ayuntamiento y los del gobierno autonómico, había servido para que Alfonso y Marcos la pusieran al día sobre la investigación. Y aquel momento era tan bueno como cualquier otro para consultar las notas de ambos. No era lo mismo saber lo que le habían explicado que leer por sí misma sus conclusiones. En especial, estaba interesada en una línea de investigación sobre el posible origen de la cripta de la que Alfonso no le había hablado, según él porque no tenía ninguna importancia, aunque su intuición le decía todo lo contrario. De entre todas las leyendas de Salamanca una llamaba poderosamente su atención, y más aún teniendo en cuenta el material que habían encontrado bajo la Casa de las Muertes, la de la Cueva del Diablo.
Según la vieja historia, en aquella cueva, el Diablo había impartido lecciones sobre conocimientos prohibidos a siete aventajados alumnos de la universidad salmantina a cambio de que, una vez finalizado el aprendizaje, uno de ellos le cediera su alma. La leyenda se había llegado a extender de tal modo que incluso en Latinoamérica se había bautizado con el nombre de salamancas a ciertas cuevas, supuestamente malditas, en las que se decía que se ha aparecido el Diablo o en las que se habían practicado ritos supuestamente mágicos. Todo ello en honor, precisamente, a la leyenda en torno a la cueva de Salamanca. Si bien no se había encontrado nada que apuntara a favor o en contra de la historia que dio lugar a la leyenda cuando se excavó la famosa cueva, que había formado parte de la derruida Iglesia de San Cipriano, todo lo que se había hallado ahora bajo la Casa de las Muertes bien podría haber sido el material que, cualquiera que creyera en esas historias, hubiera esperado encontrar en la sala de estudios del mismísimo Satán.
En el solitario departamento rebuscó entre la documentación de la investigación hasta que dio con la información que quería. Marcos había reunido un buen número de archivos en torno a aquella leyenda, a la propia Cueva del Diablo y su excavación. Lo más interesante de todo lo encontró en algunas notas que apuntaban que del mismo modo que, según la fábula, el Diablo instruía a siete alumnos en las artes ocultas, otros siete tenían encomendada la misión de impedir que Lucifer terminara con las lecciones. De cualquier manera, según la leyenda, el Diablo se había salido con la suya y había compartido sus conocimientos con los siete estudiantes, teniéndose que quedar uno con él a modo de pago. Contaba la historia que el desafortunado que quedó en manos del Diablo fue Enrique de Villena, quien habría conseguido finalmente escapar de su encierro en la torre situada junto a la cueva y que recibía su nombre. Aunque, la historia aseguraba que, durante su fuga, habría perdido la sombra. Enrique de Villena fue, sin duda, un personaje peculiar, al que se llegó a conocer como el Nigromante a causa de sus múltiples estudios y escritos sobre magia y ocultismo, la mayoría de ellos desaparecidos o directamente quemados por la Inquisición. No sería en absoluto descabellado pensar que, quizás, uno de los libros sobre magia de Villena podría haber sobrevivido a la censura eclesiástica, oculto a buen recaudo en un lugar como la cripta de la Casa de las Muertes.
Esa línea de investigación, que Alfonso parecía rechazar directamente, podía ser prometedora, y Luz se sumergió en la información reunida por Marcos, tratando de encontrar qué posible relación podía existir realmente entre los nuevos hallazgos y la antigua historia popular.
—Aquí estás. Llevo buscándote un buen rato. —La voz de Alfonso la sorprendió, sacándola de su ensimismamiento, y obligándola a apartar la atención de los datos y detalles sobre viejos mitos y leyendas.
—Quería comprobar la teoría de Marcos sobre la relación de la cripta y la Cueva del Diablo —explicó, señalándole a su amigo los documentos esparcidos sobre la mesa, junto al manuscrito, para invitarlo a que se uniera a ella. Pero la mueca de disgusto que se formó en el rostro de Alfonso le dejó claro que nada estaba más lejos de sus intenciones.
—Lo cierto es que quería invitarte a cenar.
—¿A cenar? —preguntó, sorprendida, aunque tan rápido como las palabras salieron de su boca, tomó consciencia de que ya había oscurecido y la lámpara de escritorio que tenía encendida era la única iluminación del departamento.
Había perdido totalmente la noción del tiempo, concentrada como estaba en el montón de documentos y, en realidad, no le apetecía en absoluto parar en ese momento.
—Quería terminar de leer…
—Pues terminarás mañana —la interrumpió Alfonso.
—Está bien, vamos —accedió, mientras recogía rápidamente la documentación esparcida sobre la mesa.
Luz sabía perfectamente que no podía negociar con él en aquellas circunstancias, y la verdad era que tenía hambre. Además, pensó, tal vez, después de cenar, podrían dar un paseo hasta la famosa cueva, y así saciar su curiosidad por el lugar, antes de seguir trabajando sobre todas las leyendas que se habían construido en torno a ella.
Al regresar a la universidad, Ángel había encontrado a Luz en el Departamento de Historia y no en la sala de reuniones donde se suponía que debía de estar, y en la que seguían el resto de aburridos humanos. Se quedó junto a ella mientras revolvía entre papeles, pero, en esta ocasión, guardó prudentemente las distancias. Ella estaba sentada demasiado cerca del manuscrito, que aún conservaba íntegro el sello de Gabriel, como para que la excesiva proximidad los mandara de nuevo a ambos al abismo. La observó mientras trabajaba, tomando notas, rebuscando entre libros y corrigiendo las notas que otros habían tomado sobre el tema en el que se afanaba. Algo que no era lo que esperaba, porque no estaba estudiando su manuscrito, ni tampoco en las notas sobre él. Sintió que, de ser posible, la rabia hubiera crecido en su interior, y procuró contener las emociones ajenas acumuladas en su espíritu. No entendía en qué demonios estaba perdiendo el tiempo aquella mujer y no tuvo más remedio que acercarse un poco más, lo justo, para poder mirar por encima de su hombro, sin arriesgarse a estar demasiado cerca de ella, ni del manuscrito. Y, entonces, toda la ira que quiso haber sentido un segundo atrás se transformó en orgullo. Estaba leyendo sobre la Cueva del Diablo.
Sólo hacía un día que había llegado a la ciudad y ya buscaba en la dirección correcta, cuando los otros, torpes, tardaron días en darse cuenta y, al hacerlo, desestimaron la idea. Los había observado, les había dado pistas y también los había guiado hacia el lugar. Y todo ello, para nada. Para que acabaran metiendo en una caja todas las conclusiones y siguieran con aquella absurda pantomima. Si los ineptos que se habían topado con su manuscrito hubieran seguido los pasos que ahora estaba siguiendo Luz no habría tenido que arriesgarse a robar el legajo, ni tratar de convencer a aquel humano absurdo de que lo hiciera por él, ni intentar, como último recurso igual de inútil, negociar con uno de ellos. Aunque todo aquello ya daba igual. Si Luz seguía aquella dirección, tal vez, podría debilitar el maldito sello. O romperlo. Quizás, incluso, podría llegar a descifrar el manuscrito. Sin importar cómo lo hiciera, terminaría con esa maldita tortura que ya duraba demasiados siglos.
Cuando Alfonso la interrumpió, él hubiera querido matarlo en aquel mismo instante y condenar su alma por toda la eternidad. Cómo se atrevía a intervenir de aquella manera, en un momento tan importante. En un principio pensó que Luz lo ignoraría y seguiría trabajando, pero no lo hizo, y creyó que, de ser posible, podría haber estallado de furia. Nada había que pudiera hacer más que seguirlos, maldiciendo porque ella hubiera dejado todo su trabajo para irse a cenar con aquel tipo, inútil, absurdo y aburrido. Finalmente, se resignó, observó mientras cenaban, hablando de estupideces, de recuerdos que tenían en común, y que hubiera querido arrancar uno a uno de la cabeza de Luz, que desperdiciaba su brillante mente en acumular historietas absurdas que había vivido con Alfonso. Afortunadamente, ella cambió de tema, demasiado tarde para su gusto, y después arrastró a Alfonso en un paseo por la ciudad. Ángel hubiera hecho temblar la tierra para interrumpir aquel momento de intimidad entre ellos, de no haber sido porque necesitaba a la mujer y no podía permitirse que nada que pudiera impedirle trabajar le ocurriera.
Los siguió a una distancia prudente, tratando de controlar lo que pasaba en su espíritu, y que no conseguía comprender, hasta que se detuvieron ante un lugar que le resultaba vagamente familiar. Trató de concentrarse con todas sus fuerzas, preguntándose qué hacían aquellos dos allí parados. Le llevó un rato tomar conciencia de la calle, las malditas luces de las farolas, el cielo apenas estrellado, y los edificios que había ante él. Siguió la mirada de Luz y todo lo que antes había tratado de contener en su interior estalló, haciendo que perdiera el poco control que le quedaba. Ella había llevado al profesorucho hasta la Cueva del Diablo. Estaban parados ante la entrada de la cueva, hablando entre ellos, pero él no prestaba atención a sus palabras, estaba demasiado ocupado tratando de recuperar el control de su ser. De pronto, vio como Luz se agachaba para observar algo en el suelo, y comprendió que estaba mirando fijamente su marca, la que había tallado para señalar la entrada y que estaba convencido de que ya no estaría allí. Pensaba que con los siglos habrían puesto encima cualquier otra cosa, pero allí seguía, y ella la había encontrado, como una aguja en un pajar. Tal vez si cinco siglos atrás hubiera encontrado a alguien como ella no habría tenido que perder el tiempo escribiendo el maldito relato, pensó, y, de pronto, tuvo la certeza de que si alguien podía encontrar la espada de Uriel dentro de la cueva, ésa era Luz. Llevado por esa idea, y casi sin pensarlo, hizo que la reja que impedía la entrada en el recinto de la cueva se abriera.
Oyó, sin prestar la más mínima atención, las quejas de Alfonso mientras caminaba detrás de Luz, adentrándose en la plazoleta ahora accesible. Todos sus sentidos estaban puestos en la mujer, y en aquellos ojos negros, que otra vez volvían a mostrar el brillo inquisitivo que ya había visto en ellos cada vez que se enfrentaba a algo que consideraba un reto. La oyó maldecir por lo bajo, y enseguida entendió que la iluminación era insuficiente para que pudiera observar con detalle los restos que quedaban de la vieja cueva. Consiguió detenerse justo a tiempo antes de llenar el lugar de luz. Eso no habría hecho más que asustar a aquella pareja que ya parecía demasiado tensa, aunque tal vez sí podría indicarles cómo iluminarlo. No se arriesgó a entrar en la mente de Luz y se limitó a influir a Alfonso para que se acercara lo suficiente a la pared y tropezara con la caja eléctrica, que estaba abierta y que contenía el interruptor de la luz. Ella sonrió cuando el lugar se iluminó, y él asintió, satisfecho, aunque las palabras de agradecimiento se las llevara el profesorucho que no había hecho otra cosa que dar un afortunado, y dirigido, traspié.
Se olvidó de Alfonso y devolvió su atención a Luz, que observaba cada pequeño detalle, hasta que se detuvo ante la angosta escalera y sintió una oleada del miedo que la invadía. Quiso animarla a subir, aunque no podía influir en esa decisión, y se limitó a esperar. De cualquier modo, ella tardó menos de lo que él esperaba en reunir el valor necesario y subir por la escalinata de la que, los que creían en las leyendas, pensaban que era la antesala del Infierno. Quiso reír cuando oyó la advertencia que Alfonso le hacía a Luz desde el exterior. Estaba claro que el profesor no iba a traspasar la reja que debía proteger las ruinas, y ella lo ignoró. Una vez más, la vio repetir el mismo ritual que la primera vez que entró en la cripta de la Casa de las Muertes, extendiendo la mano y acariciando suavemente la pared, como si a través del tacto aquellos muros pudieran desvelarle algo más de lo que podía llegar a ver. La siguió, cada vez más cerca, intentando no olvidar que no debía tocarla, y deseando llegar hasta donde se encontraba la espada del arcángel a la que había dejado escapar, dando lugar a otra absurda leyenda. Quiso convencerse de que no la encontraría y se repitió una y otra vez aquel pensamiento, como un mantra que pudiera protegerlo de la desilusión, hasta que vio como ella se agachaba para tocar algo que sobresalía entre los viejos ladrillos. Oyó voces que venían de arriba, pero las ignoró, devolviendo toda su atención a Luz, que trataba de desencallar la empuñadura de la espada de Uriel. No conseguiría sacarla de aquella manera, pero estaba disfrutando de ver cómo ella había encontrado lo que muchos habían buscado y otros tantos habían pasado por alto. Las voces crecieron en intensidad justo en el momento en el que sintió que de nuevo caía en el abismo. Quiso maldecir, pero no tuvo tiempo. Estaba siendo arrastrado por la oscuridad, sintiendo como el dolor se adueñaba de él, y notando a su lado la presencia de un alma que no debería estar allí.
Por primera vez en toda su existencia había algo más importante que su propia agonía en aquel tormento que le hacía revivir su caída una y otra vez, y se aferró a ello como si fuera lo más importante que jamás hubiera habido sobre la faz de la tierra. Sintió el dolor del alma que estaba junto a él más intensamente que el propio y notó cómo su ser se tensaba con cada oleada de agonía de… «de Luz». Era Luz quien se precipitaba con él en el abismo, retorciéndose con un dolor que, se dio cuenta, para ella era también físico. Debía sacarla de allí sin importar lo que pudiera costarle. Luchó como nunca antes lo había hecho contra el tormento que lo sepultaba cada vez más hondo en unos recuerdos tan vívidos como terribles y dolorosos. Trató, con todas sus fuerzas, de detener la agonía de la mujer, que era arrastrada junto a él por un tormento que no debía recibir, y su dolor fue más lejano cada vez, mientras el de Luz se volvía más intenso. Sabía que debía retomar el control de su ser, escapar de la pesadilla, y sacar a la mujer de donde fuera que estuviesen para apartarla de aquello que los había lanzado a ambos al abismo. Con un gran esfuerzo consiguió recordar que estaban en la Cueva del Diablo, aunque ambos se sintieran en aquel momento muy lejos de cualquier lugar físico. Recordó la espada de Uriel, oculta en el sillar donde la dejó el arcángel cinco siglos atrás, y los intentos de Luz por arrancarla de los bloques que la protegían. Maldijo con todas sus fuerzas el momento en el que decidió dejar salir con vida al arcángel de la torre en la que la había encerrado. Maldijo su debilidad y clamó contra el cielo como hacía mucho tiempo que no lo había hecho. Estaba seguro de que el cielo no respondía a sus palabras, aunque sintió como la presión de su agonía disminuía mientras el alma que había sido arrastrada con él seguía siendo atrozmente atormentada. Supo que podía escapar y, con un último esfuerzo, consiguió salir del abismo, agotado y confuso, para tratar de salvar a Luz de un castigo que no merecía.
Tardó unos instantes en orientarse y darse cuenta de que estaba en el exterior de la cueva. Luz estaba arrodillada, abrazándose a sí misma, como si sufriera el peor dolor que jamás hubiera sentido. Y así era. Se acercó a ella y pudo ver el horror y el dolor en su rostro, retorcido en una mueca que lo desfiguraba, con los ojos exageradamente abiertos, perdidos en el vacío. Alfonso estaba de pie junto a ella, su atención dividida entre la agonizante mujer y un hombre que le hablaba de forma amenazadora. No prestó atención a las palabras, pero reconoció aquella voz de inmediato. Era la misma que había oído e ignorado instantes atrás, en el interior de la cueva, antes de ser arrastrado al abismo. Un abismo en el que todavía estaba Luz. Debía sacarla de allí y alejarla de lo que fuera que les había provocado tal tormento. Su única opción era recurrir a Alfonso, que seguía discutiendo con el desconocido. En primer lugar debía deshacerse de la presencia de aquel hombre o el profesor no podría llevarse a Luz de allí. Juntó las escasas fuerzas que le quedaban, después de escapar de la tortura a la que había sido arrastrado, para meterse en la mente del hombre y apartarlo de aquel lugar.
—Ni se te ocurra. —Una voz femenina retumbó en su interior.
—Uriel —gruñó, sin disimular el odio que se filtraba en su voz—. Debería de haberte matado cuando tuve la oportunidad.
—Cállate, Satán —gritó el arcángel—. Esa oportunidad pasó y no volverá a repetirse. Ahora no estás en condiciones de enfrentarte a mí —dijo, substituyendo la ira de su voz por burla— y yo aún no he recuperado mi espada…
—Ni lo harás —la interrumpió—. De eso me ocupé hace ya mucho tiempo.
—Cómo te atreves. ¡Maldito!
Uriel estaba ahora verdaderamente enfadada, pero él no podía enfrentarse a ella en aquellas condiciones. El golpe recibido en la cueva lo había cogido totalmente desprevenido y lo había debilitado demasiado. Además, pensó, lo importante en aquel momento era sacar a Luz de allí, no envolverse en una pelea que no conduciría a ningún lugar. Debía actuar deprisa, o Luz acabaría perdiendo el sentido, y no tenía ni idea del efecto real que el dichoso sello podía tener en un humano.
—Tienes razón —dijo, sin apartar su atención de Luz, tratando de que su voz pareciera despreocupada—. Ahora no es un buen momento para enfrentarnos. Pelear contra un arcángel desarmado es de lo más aburrido.
—En cambio, a mí me parece de lo más divertido mandarte de nuevo al abismo del que no deberías haber salido jamás.
Por un momento Ángel creyó ver la resplandeciente figura de Uriel sobre la entrada de la cueva, pero no tenía fuerzas ni tiempo para llevar la conversación a buen término y a la vez preocuparse de localizarla. Luz había empezado a temblar y debía sacarla de allí de inmediato.
—¿Y qué, Uriel? —preguntó entre risas, intentado con toda su voluntad que el esfuerzo pasara inadvertido— ¿Y hacerme revivir por enésima vez mi caída? Puedo asegurarte que después del primer millón de veces la experiencia no es ni de lejos tan horrible. Es más —continuó hablando, con siglos de experiencia que trabajaban a su favor para parecer lo más despreocupado e irónico posible, ocultando el esfuerzo y el dolor—, la repetición me ha permitido observar los pequeños detalles, reconocer la belleza de la escena.
Uriel hizo un sonido que bien podría haber pasado por un gruñido, aunque él sabía que era un lamento del arcángel, que empezaba a dudar de su posición de superioridad.
—Pero eso, en realidad, no es importante —siguió hablando, aprovechando la leve ventaja—. Lo verdaderamente esencial, lo que te ha traído hasta aquí, es tu espada. Quieres recuperarla ¿verdad, Uriel? —preguntó, pero el arcángel no contestó—. Quinientos ochenta años es mucho tiempo en este mundo, aunque a ti te parezca un suspiro. Más que suficiente para que tu espada sea ahora mía.
Uriel permaneció en silencio, pero Ángel podía sentir la indignación del arcángel creciendo y llenando el lugar. Saboreó las emociones ajenas, más intensas que las de los humanos, y se permitió recuperar algo de fuerza, casi sintiendo como si su antiguo poder creciera en su interior, y soltar una sonora carcajada que, a buen seguro, había hecho estremecer a Uriel. Ese era el momento que había esperado. El arcángel dudaba de su ventaja y él debía sacar a Luz de allí antes de que perdiera el sentido. Los temblores que habían azotado el cuerpo de la mujer eran ahora espasmos. Alfonso ya no prestaba ninguna atención al desconocido, que seguía chillándole autoritario mientras él, con preocupación, le indicaba que necesitaba ayuda para su amiga. Pero ni el desconocido iba a ceder, bajo la influencia de Uriel como estaba, ni ninguna ayuda humana podía hacer que Luz saliera de ese estado. Y él, en realidad, no tenía ningún interés en comprobar cuáles podían ser los efectos de aquel tormento en ella. Lo único que quería era sacarla de allí, y hacerlo enseguida.
—Puedo devolverte la espada —dijo, y su voz mostró más ansiedad de la que él hubiera deseado—. Pero, por supuesto —continuó, despacio, tratando de moderar la urgencia de sus palabras—, todo tiene un precio…
El arcángel no contestó. Nunca habían sido buenos negociadores, pensó, aunque en aquel momento no tenía tiempo para ese tipo de diversión. Debía terminar con aquello y salir de ese lugar.
—Quiero que alejes a la mujer de aquí —exigió.
Ángel sintió la sorpresa de Uriel y la saboreó.
—Nuestro juego no es apto para los humanos, Uriel.
—Antes pensabas exactamente lo contrario… —se quejó ella, que fue incapaz de ocultar el asombro en su voz.
—Lo que piense no es importante —la interrumpió, con rabia—. Es el precio por tu espada. ¿Aceptas o no?
Estaba a punto de amenazar a Uriel con rebanarle las alas con su propia espada si no dejaba marchar a la mujer cuando vio como los dos hombres se ponían en pie. El desconocido levantó a Luz y comenzó a caminar, alejándose del lugar y cargando con ella en sus brazos. Mientras tanto Alfonso se quedó inmóvil ante la entrada mal iluminada de la vieja cripta. Él no había dicho nada sobre el profesor, y se maldijo por haberse olvidado de él, aunque en realidad no le importaba lo más mínimo lo que le ocurriera a aquel hombre, que parecía ahora absorto, con la mirada vacía, perdida en la noche. Uriel era mejor negociadora de lo que había pensado en un principio y no había tardado en influir al humano. No había nada que hacer por él, lo había perdido, y tampoco le importaba.
Sintió la desconfianza del arcángel crecer y se obligó a reunir todas sus fuerzas para, con un ligero gesto, levantar el sello que cinco siglos atrás había puesto sobre la dichosa espada. Entonces había pensado que si él no podía usar el arma era justo que ningún arcángel pudiera hacerlo, ahora esa idea le parecía una estupidez. Era obvio que Uriel en algún momento querría recuperar su arma, aunque sus momentos fueran terriblemente largos. Levantar el maldito sello lo había dejado completamente exhausto. Sin fuerza alguna, ni poder, sentía como la condena que le había sido impuesta al comienzo de los tiempos se ceñía sobre él sin remedio, ni posibilidad para resistirse. Estaba a punto de desfallecer, pero no lo haría en presencia del arcángel. Jamás se permitiría mostrar dolor o debilidad alguna ante ellos. No de aquella manera, y menos en aquel momento.
Uriel apareció ante él. Era una imagen de luz cegadora y de una extraordinaria belleza, un recuerdo innecesario de la Gracia que le había sido negada. Pero, aún así, no pudo dejar de maravillarse ante la imagen del ser sagrado mientras sentía cómo estaba a punto de perder el control y desvanecerse de nuevo en el abismo. Se obligó a resistir.
—Ahora mismo podría acabar contigo.
Oyó la voz del arcángel, más clara que antes, mientras la silueta de luz brillaba aún con más intensidad, dejando entrever una figura femenina.
—No tienes ese poder —respondió él con rotundidad, aunque, en el fondo de su ser, dudaba de la verdad de aquellas palabras.
Realmente Uriel no podía matarlo, sólo mandarlo de un golpe al peor de los infiernos, al que, de cualquier modo, ya se encaminaba a más velocidad de la que él pensaba que fuera posible. Lo que no sabía era qué efecto tendría el poder de Uriel sobre él en el estado en el que se encontraba. Pero no había manera de que el arcángel supiera hasta qué punto estaba débil en ese momento, y él no tenía intención de hacérselo notar.
—He cumplido mi parte del trato. La próxima vez que nos encontremos no me importará que tengas o no arma —dijo, mirando directamente a la forma de luz.
Sus fuerzas estaban agotadas y la amenaza en su voz era fruto de su propia rabia ante esa verdad. Hizo un esfuerzo más, el último, antes de dejarse vencer.
—Te mandaré al maldito cielo de una patada, Uriel. O, mejor, te encadenaré en la tierra para que me hagas compañía. Sea como sea, sufrirás. Te he dejado escapar en dos ocasiones, te aseguro que no habrá una tercera —la amenazó, procurando que su voz fuera tan terrible como siempre había sido, aunque no sabía si lo estaba consiguiendo porque estaba demasiado ocupado resistiéndose a la atracción irrefutable del abismo—. Así que te aconsejo que no vuelvas a perder tu maldita espada, arcángel.
Las fuerzas de Ángel se desvanecieron por completo al escupir con rabia aquella última palabra y alejarse rápidamente de Uriel. No pudo llegar muy lejos antes de que el más terrible de los sufrimientos lo tomara por completo, haciéndole perder la noción del espacio, del tiempo y de su propia existencia, arrastrándolo al más absoluto de los vacíos.