Capítulo VI
CUANDO Luz se separó de él, Ángel notó como todos los nuevos sentimientos que habían crecido en su interior, inundándolo y confundiéndolo, se desvanecían para dejar paso a una rabia e ira terribles y antiguas, prácticamente iguales a las que substituyeron al dolor tras su caída. Sintió el poder crecer en su interior, recordándole quién era, asombrándolo con su propia fuerza, y tuvo que darle la espalda a Luz antes de lo que hubiera deseado para que ella no pudiera ver la amenaza que asomaba ya en su mirada, y que crispaba su rostro en tensión, delatando su verdadera naturaleza en su semblante.
Fijó sus ojos en Asmodeo, que miraba airado hacia él, y cruzó la calle dejando que con cada paso todo su poder se concentrara en su mirada. Cuando estuvo junto al Príncipe del Infierno, encendió un cigarrillo y esperó a que Luz entrara en el hotel antes de hablar, pero el diablo se le adelantó.
—¿A qué demonios juegas, Lucifer? —La voz de Asmodeo reflejaba toda la rabia y frustración por el desenlace del combate contra Legión, junto a una antigua repugnancia, que identificó al instante—. ¿Qué eres ahora, un grigori?
—Aquí no —dijo, agarrando al ángel caído por el cuello de la camiseta y empujándolo para que caminara.
El cuerpo de Asmodeo estaba en tensión y trató de resistirse a sus envites, pero acabó cediendo, dejándose arrastrar hasta un callejón, y, en mitad de éste, se volvió, para enfrentarse a él, mostrando en la mirada todo el poder que Ángel ya sabía que tenía.
—¿Qué quieres, diablo, unirte a Legión en su revuelta?
La voz de Ángel fue terrible pero Asmodeo no se amedrentó. En su lugar, forzó su poder para transformar aquel antiguo cuerpo, casi humano, recuerdo de su naturaleza divina, en el cuerpo del ser condenado que ahora era. Mientras Ángel lo empujaba contra una pared, las sombras envolvieron a Asmodeo Sus músculos se tensaron antinaturalmente, el suave marrón de sus ojos se transformó en un brillante rojo, partido en dos por alargadas pupilas, y dos enormes alas negras surgieron con violencia de su espalda, empujándolo como un resorte, y alejando a Ángel de él con un fiero golpe.
—Dímelo tú, Príncipe de Este Mundo —dijo Asmodeo, con voz gutural y profunda, casi como un gruñido—. ¿A quién debo mi lealtad?
—Asmodeo… —advirtió.
—Podrías haber acabado con Legión de un solo golpe, Lucifer. —El ángel caído hablaba despacio, a la vez que extendía sus alas, acabadas en garras en su parte superior. Nada quedaba de divino en aquel ser condenado, y tampoco nada parecía ya humano en él—. Pero en cambio te quedaste ahí, inmóvil, mirando junto a una humana —continuó Asmodeo—. ¿Para qué, Lucifer? ¿Para protegerla?
Ángel escuchaba las palabras del diablo mientras sentía como perdía el control sobre su ira, pero no quería cambiar su forma, por todos los demonios que aquel recordatorio de su condena era lo último que quería experimentar. Trató de controlar sus emociones, centrándose en su poder, mientras mantenía la vista fija en el ángel condenado que extendía ante él al máximo las alas de fina membrana de piel elástica y negra como el carbón.
—Dime, Lucifer —continuó gruñendo Asmodeo, acercándose ahora a él, lentamente, con las alas aún extendidas— ¿Acaso es esto en lo que se ha convertido el Portador de la Luz, el primero entre los ángeles, al que seguimos hasta la condena eterna, por el que luchamos en dos guerras, al que servimos en Este Mundo? ¿Es ahora el Tentador un ser débil? ¿Es este que tengo ante mí el que pretende ser el Señor de Este Mundo?
—AS-MO-DE-O —gritó Ángel, liberando en un estallido toda su ira y dejando que su cuerpo explotara, transformándose en la abominación que ahora era, burla del príncipe de los ángeles que un día fue, al tiempo que blandía su espada contra el ser que tenía delante, y lo obligaba retroceder—. No te atrevas a provocarme, condenado. No oses pronunciar mi nombre sin esperar que caiga sobre ti el peor de los tormentos. Y no dudes de mi poder, diablo, o haré que lo recuerdes durante toda tu eterna condena, ensombreciendo el recuerdo de tu caída.
Sintió el miedo de la bestia que tenía ante él, pero no pudo detenerse ni contener su ira. En cambio, lo saboreó, deleitándose con su intensidad y tumbando a su contrincante en el suelo con una explosión de poder. Puso un pie sobre el pecho de Asmodeo, que se retorcía de dolor ante la embestida de su furia. Quiso mantenerlo allí por un tiempo, recordarle cuál era el orden en su reino, pero, al bajar la mirada, y ver sobre el pecho de su adversario aquel pie, convertido en una grotesca forma similar a una garra, el odio de toda una eternidad lo envolvió, cegando la poca razón que conservaba. Levantó su espada y apareció en el aire una hoja de luz cegadora.
—¡NO!
Sólo una parte de él oyó el grito desesperado de Asmodeo, pero ya era demasiado tarde para que su espíritu condenado reaccionara ante cualquier súplica. Sus músculos se tensaron, dispuestos a asestar el golpe final al ángel caído que estaba tendido a sus pies, cuando una mano tomó con fuerza su muñeca, impidiendo que matara a la bestia. Quiso maldecir y aniquilar al ser que lo había detenido sólo el instante antes de tomar consciencia de lo que estaba ocurriendo, y abrir la mano para dejar caer la espada. La brillante hoja de luz desapareció, de igual modo que un instante atrás se había formado en el aire, y la empuñadura de plata rebotó contra el suelo ruidosamente. Se volvió para fijar su mirada en Belial que, desde su espalda, aún sostenía con fuerza su muñeca.
—Mi señor —el ángel caído soltó su mano, inclinando ante él la cabeza.
Ángel respondió a su gesto y se giró hacia Asmodeo, que estaba ahora arrodillado ante él, con la frente en el suelo, entre las manos tendidas. Sintió la firmeza y determinación del ángel caído y se deleitó saboreando los restos del miedo que, un instante atrás, lo había hecho temblar bajo su pie.
—Levántate, Asmodeo —dijo, al tiempo que recuperaba su forma casi humana.
Cerró los ojos, mientras su cuerpo recuperara su antigua imagen, cercana a la apariencia del que una vez había sido el más bello de todos los ángeles, pero que, en realidad, no era más que un reflejo lejano de una naturaleza que ya no le pertenecía, más próxima a la humanidad que a la condición sagrada que había perdido.
—¡Rafael! —llamó, y su voz fue una orden.
El arcángel había presenciado la escena y podía sentir su miedo e inquietud, mezclándose con los de Asmodeo, junto a la creciente oposición a la idea que ya había leído en su mente.
—Tranquilo, no voy a pedirte que incumplas tus órdenes —añadió, con la voz aún ronca por los restos de la ira acumulada en su interior, antes de darle al arcángel la excusa que necesitaba para que le diera vía libre, al menos, durante una noche—. Pero estoy convencido de que Gabriel agradecerá que la informes de lo que has visto aquí.
Al mismo tiempo que percibió el alivio de Rafael, notó como el arcángel se alejaba y él mismo se sintió más tranquilo. Si de algo estaba convencido era de que el ser sagrado no quería presenciar la cacería de demonios que iba a llevar a cabo esa misma noche. Aunque, en realidad, pensó mientras echaba a andar seguido de cerca por sus generales, tal vez fuera él quién no quisiera que Rafael fuera testigo involuntario de la matanza.
Luz se dejó caer sobre la cama, confundida, queriendo encontrar un sentido a los sentimientos que crecían dentro de ella y sentirse culpable por ellos. En aquel momento, ya sin Ángel a su lado, no comprendía qué le había pasado, qué había despertado él en su interior, en su alma, aunque se sintiera absurda por aquella idea que, en cierto modo, era ya una certeza. Deseaba recuperar el dolor perdido por la muerte de David y reprenderse por aquella tarde con Ángel, por el fuego que él había despertado en ella. Pero no conseguía encontrar el viejo dolor, que, inexplicablemente, había desaparecido, y se culpó por ello, a la vez que luchaba contra aquella nueva sensación que la inundaba, haciendo que se sintiera extasiada, feliz. Quiso llorar, pero las lágrimas no acudieron a sus ojos. Deseó con todo su ser culparse por aquella nueva y agradable sensación, que la llenaba de una manera que jamás hubiera podido imaginar, pero fue incapaz de ello y, sin poder evitarlo, todos los sentimientos que trataba de contener se desbocaron. Recordó la tarde con Ángel, sus palabras, sus gestos, aquella mirada que parecía capaz de hipnotizarla y esa sonrisa, apenas esbozada, que le hacía perder el sentido, olvidándose de su propia existencia, y, finalmente, el tacto de sus labios, a los que se había entregado por completo, como nunca antes lo había hecho.
La luz del amanecer colándose por las cortinas entreabiertas de la ventana de la habitación la sacó de su ensueño. Aunque apenas había dormido se sentía llena de energía y, por un instante, pensó que con la luz del día se habían alejado todos los miedos que pudiera haber sentido durante la noche. Estaba convencida de que algo había cambiado en su interior, una nueva sensación que había crecido en ella, llenándola, pero decidió firmemente no tratar de buscarle un significado. Por una vez quería disfrutar de lo que fuera que le estuviera ocurriendo, sin tratar de encontrar una explicación o un sentido. Se levantó de la cama, como si despertara de un sueño extraordinariamente reparador, dispuesta a encarar el día que tenía por delante, con ánimo renovado para enfrentarse a su trabajo. Tenía ganas de comprobar sus teorías sobre los túneles que podían comunicar la cripta de la Casa de las Muertes con la antigua Cueva del Diablo, pero antes quería echar una nueva ojeada al manuscrito. Quería verificar que nada de aquel documento le había pasado por alto, y también revisar los objetos a los que todavía no había tenido tiempo de prestar la atención adecuada.
Se dio una larga ducha antes de bajar a la cafetería a desayunar y no se permitió desilusionarse al no encontrar a Ángel allí. Recordó las palabras con las que él se había despedido y quiso no pensar en que realmente no habían quedado de ninguna manera para aquel día, pero no lo consiguió. No fue hasta que llegó a la universidad cuando, por fin, se deshizo de todas sus dudas e inseguridades y pudo centrarse en el trabajo. Era temprano y aún nadie había llegado, eso le daba tiempo para entretenerse observando los objetos que aún no había podido analizar, aunque hubiera repasado las notas de Alfonso y Marcos sobre ellos.
La colección estaba sobre la misma mesa en la que la había visto la primera vez que entró en el departamento, pero las piezas le parecieron ligeramente distintas. Si bien aquel primer día el cofre había centrado toda su atención, en ese momento se preguntaba cómo había podido ignorar la originalidad del resto de objetos. Dos cálices, uno de oro y otro de plata, ambos bellamente decorados, eran los objetos que más destacaban del extraño conjunto. Los repasó con atención sin encontrar detalle alguno que desvelara un uso distinto del que sus colegas habían supuesto. Al igual que las dagas de plata, ambos cálices tenían una función claramente ritual, del mismo modo que el sencillo crucifijo de marfil situado a su lado, y un atril de madera delicadamente tallado. No pensaba lo mismo de los otros dos objetos, que junto a unas ropas de época, completaban la colección extraída de la cripta de la Casa de las Muertes. Eran dos objetos metálicos, posiblemente realizados con algún tipo de aleación de plata, que sus colegas habían clasificado como báculos, también de uso ritual. No obstante, había algo en esas dos piezas que le llamaba la atención. A pesar de que sus compañeros bien podrían estar en lo cierto, su instinto le decía que los dos objetos metálicos escondían algo más que podrían haber pasado por alto. Los examinó con cuidado, repasando cada detalle, y descubrió que estaban decorados con sendos grabados, ocultos por capas de suciedad, y que parecían haber pasado desapercibidos.
No tenía el material necesario, ni la autorización, para limpiar los objetos y tratar de descubrir los grabados. Aunque si realmente se trataba de plata una simple solución de agua y bicarbonato podía, si bien no limpiar completamente las piezas, al menos permitirle hacerse una idea de lo que escondían, sin dañarlas. Automáticamente sacó el tubo de antiácidos que llevaba en la pequeña mochila que hacía las veces de bolso, y disolvió en un vaso de agua una pastilla efervescente con base de bicarbonato. Cuando la solución estuvo preparada, frotó con suavidad el primero de los báculos con un algodón humedecido. Vio como una serie de líneas se oscurecían lentamente, y frotó con algo más de intensidad. El metal fue variando su color a la vez que aquellas finas líneas se tornaban cada vez más oscuras, posiblemente, porque el líquido no llegaba a alcanzar los surcos interiores, que debían de ser más profundos de lo que pensaba. Eso le permitió distinguir con claridad los extraños símbolos que se descubrían con el contacto del algodón empapado.
Los signos grabados verticalmente bien podían haber formado una palabra y, aunque le resultaban extrañamente familiares, estaba segura de que no pertenecían a ningún alfabeto antiguo. Repitió la misma operación con la otra pieza y obtuvo idéntico resultado. Era evidente que esas dos piezas pertenecían a un mismo conjunto. De los cuatro caracteres grabados en ellas los dos primeros eran iguales y sólo los últimos eran totalmente distintos, aunque con múltiples similitudes con el resto de símbolos. Los trazos, alargados y coronados con pequeñas circunferencias, delataban la relación entre ambos, a la vez que le hacían preguntarse dónde había visto con anterioridad algo similar a lo que en aquel momento examinaba. Decidió que no tenía tiempo para pensar en ello y optó por tomar un folio y reproducir aquellos extraños grabados, para, posteriormente, entretenerse en la búsqueda de un posible origen o significado. Después, se centró de nuevo en la lectura del manuscrito. Estaba convencida de que había pasado algo por alto. Aunque, de cualquier modo, una única lectura nunca era suficiente para enfrentarse a un reto como el que esa obra suponía. Se acomodó en la que pensó que debía de ser la mesa de Alfonso, con el manuscrito frente a ella y, armada con su bloc de notas, se dispuso a analizarlo, palabra por palabra. Fuera lo que fuera que estuviera escondido en ese texto, estaba decidida a encontrarlo.
Ángel trataba de contener su ira mientras observaba fijamente a Semyazza, que estaba de pie, frente a él, con la cabeza ligeramente inclinada. No dudaba de la lealtad del superior de los grigoris, nunca le había dado motivos para ello, y tampoco compartía la antipatía que el resto de los suyos tenían hacia aquellos ángeles que se habían condenado, conscientes de ello, por compartir el lecho de los humanos. Nunca había comprendido sus motivos, pero tampoco los había juzgado por ello. Aunque, en aquel momento, con el recuerdo del tacto de Luz demasiado reciente y las palabras de Asmodeo resonando aún en su cabeza, se sentía más cerca de lo que nunca lo había hecho de aquel imponente ser que tenía enfrente, y una nueva oleada de ira azotó su espíritu por aquel pensamiento.
El grigori había acudido rápidamente a su llamada y sus palabras coincidían con las de Belial y Asmodeo, los demonios habían crecido en número y poder en los últimos tiempos y, ante su prolongada ausencia, habían tratado de rebelarse en varias ocasiones. No era algo que no hubiera previsto, aunque, sin lugar a dudas, los condenados no podían haber escogido un momento peor. No entraba entre sus prioridades poner orden en su gobierno, al menos, hasta que hubiese recuperado el maldito manuscrito.
—Está bien —dijo al fin— acabemos con esto. Esta noche.
Belial y Asmodeo empuñaron de inmediato sus espadas, a la vez que Belcebú, Forneus, Astaroth, Orobas y Raum aparecían tras ellos, igualmente preparados para la lucha. Las sombras comenzaron a rodear a Semyazza y su hermoso cuerpo se transformó en el del ser condenado que en realidad era. Ángel se permitió disfrutar de la satisfacción de los diablos por la inminente batalla y dejó crecer su poder, sintiendo como las tinieblas se ceñían sobre él, tomándolo y recordándole el peso de su condena. Cerró los ojos mientras sus músculos se tensaban y su mente se expandía. Fue consciente, durante un fugaz instante, del estremecimiento de los ángeles que estaban a su alrededor cuando notaron la intensidad de su poder, justo antes de percibir todas y cada una de las esencias de los seres condenados a los que gobernaba. Trató sin éxito de localizar entre ellas la presencia de Legión. Tal vez la espada de Rafael le hubiera causado más daño del que pensaba y aún no se hubiera recompuesto, aunque, después de cómo se había ocultado antes del ataque, no podía confiarse. Esa idea provocó que su ira aumentara y notó su poder crecer de nuevo en un violento estallido.
Abrió su espíritu y dejó que se fundiera con el de sus generales, que temblaron por el súbito contacto, al tiempo que él sentía su propia incomodidad al sostener sobre su ser la condena de los ocho ángeles caídos. No tenía más opción. Si quería acabar cuanto antes con Legión y el resto de demonios que se habían rebelado junto a él, debían dividir sus fuerzas, y unir los espíritus de sus generales al suyo era la mejor manera de mantener el contacto, a pesar de sumar al sufrimiento de su esencia el de los primeros entre los ángeles condenados. Sintió como su espíritu se estremecía bajo la presión de la aumentada condena, y el dolor se transformó de inmediato en ira, que aumentó de golpe al pensar, primero, en la afrenta del viejo demonio, y, después, en el estúpido ataque de aquella noche, que había puesto en peligro a Luz. Sus pensamientos se encadenaban rápidamente y toda su ira se desbocó al recordar que a causa de aquel maldito demonio había tenido que separarse de Luz. Sintió el movimiento de su cuerpo sin ser consciente de él, más allá del viento que lo azotaba, a la vez que notaba la lejanía de los ángeles caídos cuyos espíritus mantenía enlazados al suyo. Se deleitó saboreando la rabia que desprendían aquellos ocho seres, que a su vez absorbían la ira de los diablos a los que dirigían, y que aumentaba la suya propia. Su poder se elevó y estalló estrepitosamente mientras disfrutaba de la fuerza recuperada que desprendía su ser. Se dejó cegar por los atroces sentimientos que retorcían su espíritu, a la vez que aumentaban el añorado poder, hasta que el mundo desapareció para él, quedando sólo su furia desatada, con la que se estremecía y gozaba en igual medida.
Un terrible alarido lo devolvió de golpe a la realidad. Abrió los ojos y se encontró blandiendo su espada contra un demonio que se retorcía a sus pies, encogido sobre sí mismo y musitando, entre quejidos, algo a lo que no estaba dispuesto a prestar atención. Bajó su espada con violencia y atravesó el cuerpo de aquel ser miserable, dejándolo tendido entre las sombras de otros cuerpos mutilados, que se desvanecían ante él. Miró a su alrededor, mientras sentía en la distancia los espíritus de sus generales, y trataba de contener el poder desatado que lo embargaba. Había perdido el control y la noción del tiempo, llevado por la furia y la intensidad del poder que había regresado completamente a su condenado espíritu. Miró a su alrededor sin reconocer el lugar en el que estaba. La humedad era alta y el polvo cargaba un ambiente casi irrespirable. Tampoco percibió la presencia de ningún demonio a su alrededor, y trató de olvidar la batalla y concentrarse. Donde fuera que estuviera el sol se estaba poniendo y se sorprendió pensando en qué debía de haber estado haciendo Luz durante aquel tiempo, pero apartó rápidamente ese pensamiento, concentrándose de nuevo en mitigar su poder, que se había extendido mucho más de lo que pretendía, aunque a pesar de ello no había encontrado ni rastro de Legión. Uno de los diablos bajo el mando de Asmodeo había localizado al demonio que había tratado de atacarlo junto a él en Salamanca, pero no había obtenido ninguna información sobre el paradero de Legión. Belial, por su parte, le hizo saber que habían acabado con todos los rebeldes. Todos, salvo el más importante, pensó, antes de liberar los espíritus de sus generales y sentir, de inmediato, el alivio en su ser, permitiéndole aumentar el control sobre su poder, aún desatado.
Todo a su alrededor era destrucción y resopló al contemplar con detenimiento el desastre. Una inmensa nube de polvo se asentaba sobre edificios derruidos y el asfalto de las calles, que se retorcía formando extrañas figuras y descubriendo enormes grietas. Los escombros dejaban entrever cuerpos parcialmente enterrados, y oyó gritos de auxilio que provenían del interior de los edificios, convertidos en amasijos de hierro y piedra. No sabía cuánto tiempo habían invertido en aquella locura, pero, sin lugar a dudas, había sido el suficiente para que el mundo entero temblara por la devastación de sus tropas. Y la suya propia, pensó, al comprobar que no había en ese lugar ningún otro ángel caído más que él. Su espada todavía ardía en su mano, y maldijo entre dientes al comprender que aún demasiada energía recorría su ser para tratar de comprobar los daños causados sin provocar nuevas catástrofes. De pronto, sintió junto a él una presencia conocida, que lo sacó de sus pensamientos.
—Me envía Semyazza.
Ángel se giró hacia Sahariel al oír su voz suave y musical, como un repiqueteo de cascabeles, que, sin duda, era lo único que recordaba la antigua esencia sagrada en el cuerpo condenado de la mujer alada que lo miraba, con la cabeza levemente inclinada. La belleza inhumana de sus facciones parecía terrible contrastada con aquellos enormes ojos rojos que estaban fijos en el suelo. En sus manos, retorcidas como garras, sostenía aún una llameante espada y su agitada respiración provocaba un ligero balanceo en las enormes alas recogidas en su espalda.
—Habla grigori —ordenó, sin poder controlar aún la ira que reflejaba su voz.
—Hay un demonio que dice saber algo importante sobre Legión.
—¿Y para eso me interrumpes? —La voz de Ángel fue un trueno que hizo retumbar los ya castigados muros de aquella ciudad.
Sahariel se estremeció, y, de inmediato, agachó de nuevo la cabeza a la vez que hincaba una rodilla en el suelo ante él, que la miró, airado, aunque sorprendido por su propia reacción.
—No creo que sepa nada —dijo, más suavemente, tratando de controlar su propia voz, aún llena de furia—. Será un intento desesperado de salvar su alma condenada.
—Mi señor… —Sahariel dudó—. Nosotros pensamos lo mismo hasta…
—Continúa —ordenó cuando ella titubeó.
—Hasta que dijo que no hablaría con nadie salvo con el Príncipe de Este Mundo.
La voz de Sahariel fue un susurro y él saboreó el miedo de su espíritu, disfrutándolo.
—¿Dónde está?
—En España, señor —susurró, y él clavó en ella su mirada—. En Salamanca.
El espíritu de Ángel se sobrecogió y una nueva oleada de su furia hizo temblar las ruinas de aquella ciudad. Sintió cómo Sahariel se retorcía en el suelo por el dolor que le había provocado la inesperada embestida, y se concentró por completo, no para controlar de nuevo su poder desatado, sino para coger al grigori que yacía ante él y volver rápidamente a Salamanca, mientras en su mente, en aquel momento, no había más que una palabra. Luz.
Luz estaba completamente concentrada en el manuscrito, tomando notas de todos los detalles que pudieran tener alguna importancia y de las referencias literarias que se le ocurrían en aquella segunda lectura. La originalidad del texto era indudable, pero, aún así, no entendía cómo durante su primera lectura no había advertido ciertas coincidencias con algunos textos religiosos y antiguos grimorios. De inmediato recordó lo extraña que se había sentido en aquel primer día en Salamanca cuando se había enfrentado por primera vez al texto, y concluyó que necesitaba volver a repasarlo con calma. Seguramente aquel documento contenía muchas más claves que le habían pasado desapercibidas y que, quizás, sirvieran para relacionarlo directamente con la antigua demonología. La importancia de aquel hallazgo estaba mucho más allá de su valor literario. El documento que tenía entre las manos podría llegar a arrojar valiosos datos sobre la literatura, los ritos y las prácticas de carácter místico y mágico de la época. E incluso, tal vez, también sobre las supuestas prácticas ocultistas que según las leyendas se habían llevado a cabo en la Cueva del Diablo.
—Aquí estás.
Luz se sobresaltó al escuchar a su espalda la voz de Alfonso, al que no había oído llegar.
—He ido a buscarte al hotel —continuó él antes de que ella tuviera tiempo de saludarlo—. Pensé que te habías quedado dormida, pero no estabas. Tampoco has contestado al teléfono, te he llamado varias veces al móvil.
No se le había ocurrido avisarlo de que no pasara a recogerla, y él parecía verdaderamente enfadado, aunque a ella no le parecía que ese fuera un motivo suficiente para su reacción.
—He venido temprano…
—Ya veo —interrumpió él, sin permitirle terminar su explicación, acercándose a la mesa—. Supongo que de nuevo para perder el tiempo con ese absurdo de la Cueva del Diablo. Luz, no te he llamado para esto.
—No es un absurdo. Mira esto.
Luz no le dejó acabar con la reprimenda. No estaba dispuesta a que le dijera cómo hacer su trabajo, y menos aún si eso implicaba descartar, sin más, una línea de investigación tan interesante como aquella. Estaba decidida a corroborar su teoría o a agotar su posibilidad, pero de ningún modo a aparcarla. Y menos aún después de la conversación con Ángel, que la había convencido todavía más de la posible relación entre ambos lugares. Observó perpleja como Alfonso ojeaba con desgana las notas que le había entregado. El mal humor de su amigo era mayor de lo que había imaginado, pero aún así su comportamiento le pareció exagerado y nada habitual en él. Al contrario, Alfonso siempre había luchado por comprobar cualquier vía posible de investigación, por sorprendente o descabellada que pareciera, antes de abandonarla. Precisamente esa actitud, para muchos arriesgada, era la que lo había situado en la prestigiosa situación profesional en la que ahora se encontraba.
—¿Demonología? —preguntó con desdén, arrojando los papeles sobre la mesa.
—Es una posibilidad, no lo puedes negar.
—Este es un proyecto serio, Luz —dijo con condescendencia, apoyándose sobre la mesa.
—Precisamente por eso hay que agotar todas las vías y comprobar cualquier hipótesis posible —insistió.
—Es absurdo.
—Absurdo o no, voy a seguir adelante con ello hasta confirmarlo o descartarlo por completo.
Alfonso hizo un gesto despectivo con la mano, dando por terminada la conversación, a la vez que dejaba las llaves sobre su mesa y se giraba, apartándose de ella.
—Bien. —Luz se levantó y trató de serenarse con todas sus fuerzas, dejando libre la mesa de trabajo de Alfonso—. Necesitaré que me dejes una de las copias del manuscrito y fotografías de los objetos para…
—No hay ni copias ni fotografías —la interrumpió él, sin siquiera mirarla.
—¿Qué? —preguntó, casi con un grito.
No daba crédito a sus palabras. Cómo era posible que no se hubieran hecho copias del manuscrito y fotografías de todo lo que se había encontrado, primero en su disposición original en el lugar y, posteriormente, de los detalles de los objetos.
—Ya lo has oído —replicó él con brusquedad.
—¿Por qué? —consiguió decir, atónita.
—Es un tema complejo, como estoy seguro que comprendes, y la dirección de la Universidad ha preferido no sólo que no se haga público el material encontrado, sino que no haya pruebas del mismo que pudieran suponer un riesgo antes de haber llegado a las conclusiones pertinentes.
—¿Un riesgo? —gritó Luz, sin poder contener la indignación que se mezclaba con su asombro, caminando hacia él, que aún le daba la espalda, ojeando distraído la correspondencia—. El único riesgo que yo veo es que no haya copia o prueba alguna de la existencia de este material. Más aún cuando tú mismo me contaste que ya han intentado robarlo en dos ocasiones, y, una de ellas, ni más ni menos que un miembro de tu propio equipo de investigación. ¿Y aún así permites que te impongan esa absurda negativa?
—Debes comprender que ésa fue una condición inamovible para poder hacerme cargo de la investigación.
—¿Una condición inamovible? —lo interrumpió—. ¿Y qué ocurre si alguien consigue robar el material? Reconocerás que decir que las medidas de seguridad son escasas es incluso ser generoso…
—¡Basta! —gritó Alfonso, dejando los sobres con un golpe sobre la mesa, y ella se asombró por la violencia de su gesto—. Es posible que no lo entiendas, no lo dudo, llevas apartada de este mundo demasiado tiempo —dijo con desdén, encarándola—. Pero no tuve opción. O aceptaba sus condiciones o no me daban el proyecto.
—Está bien. —Luz recogió sus cosas y se dirigió hacia la puerta—. Pues ya tienes tu proyecto, con sus condiciones. ¡Aprovéchalo!
Cerró con un golpe la puerta tras ella, indignada. Conocía a Alfonso lo suficiente para saber que algo no iba bien, pero no estaba dispuesta a quedarse para escuchar como argumentaba a favor de un sinsentido. Era absurdo, además de arriesgado, que no pudieran ni hacer fotografías de lo que habían encontrado en la cripta, pero no tenía tiempo para perder con discusiones que no la llevarían a nada. Tomó aire para tranquilizarse y decidió que más tarde trataría de convencerlo de lo ridículo que era trabajar en esas condiciones, y, si no lo conseguía, al menos insistiría para que aumentara la seguridad de la colección, antes de que tuvieran que lamentar haber aceptado aquella imposición ridícula.
Tenía trabajo del que ocuparse, aunque en ese momento estaba demasiado alterada para meterse en una biblioteca a hurgar entre textos antiguos sobre ángeles, demonios, conjuros mágicos y otras supersticiones. Inhaló profundamente de nuevo, frustrada, y se descubrió a sí misma pensando en Ángel. Eso era todo lo que le faltaba, pensó, dejarse llevar de nuevo por el recuerdo de aquel hombre y los sentimientos que hasta ese instante había conseguido ignorar, pero no tuvo tiempo de recriminarse por ello cuando una idea cruzó por su cabeza, súbitamente, al recordarle. No había tenido intención de ocuparse de la teoría de los pasadizos subterráneos hasta que no hubiera comprobado la posible relación del manuscrito con prácticas ocultistas, y, por lo tanto, con la cripta de la Casa de las Muertes y la Cueva del Diablo, pero, en aquel momento, rebuscar entre viejos planos y mapas le parecía una idea mucho más alentadora que pasarse el día entre antiguos grimorios y tratados mágicos.
Se sorprendió de las facilidades que le dieron en el archivo municipal para consultar los mapas históricos de la ciudad, ya que, por lo general, para acceder a aquel tipo de documentos hacía falta cursar una solicitud y esperar una respuesta que, con suerte, tardaba varios días. En esa ocasión, en cambio, sólo con decir que trabajaba en el equipo de investigación de la Casa de las Muertes, todas las puertas se abrieron automáticamente para ella, y no pudo evitar pensar que, a pesar de todo, Alfonso estaba haciendo un buen trabajo con la dirección del proyecto si había solicitado incluso el acceso a los archivos municipales.
Como era de esperar, los planos de época no mostraban acceso oculto alguno que comunicara los edificios religiosos de la ciudad entre sí, pero en los mapas posteriores, tal y como se habían ido redescubriendo los antiguos y olvidados túneles, aparecían someras referencias a los mismos. Era a partir de finales del siglo XIX y principios del XX donde la información sobre los viejos pasadizos era más extensa, aunque, seguramente, incompleta. No obstante, sí figuraba un antiguo pasillo subterráneo que unía bajo tierra las dos catedrales de la ciudad con algunas iglesias, tal y como era de esperar. Aquella pequeña victoria la animó a seguir buscando, y se sumergió por completo en los libros y mapas que tenía delante.
Semyazza soltó de inmediato al demonio que sostenía cuando Ángel apareció ante él, apretando su espada contra el cuello de aquel ser que se retorcía al tiempo que dejaba caer el cuerpo de Sahariel, aún aturdida por el golpe de su furia.
—Habla —gruñó, caminando hacia el demonio.
La criatura, encarnada en un ser de apariencia más animal que humana, se retorcía sollozando en el suelo, dejando escapar un agudo sonido entre sus dientes. No era un demonio poderoso, ni siquiera antiguo, y aquel asqueroso cuerpo no podía ser más que una concesión de un ser más poderoso que él a cambio de algún tipo de favor. Su rabia aumentó al pensar en las maniobras de Legión y en sus trucos baratos para convencer a los demonios más jóvenes para que se unieran en su absurda revuelta.
—Demonio —dijo lentamente entre dientes, mostrando en su voz todos los matices de su condena y del poder concentrado en su interior—. Puedes elegir cómo acabar tus días —continuó, acercando aún más la espada al cuello del monstruoso ser, provocando quemaduras en su carne que desprendían un fétido olor—. Te aseguro que te dolerá. De ti depende cuánto.
—Yooo… yo… Mi Señor… —dijo el demonio, hablando entre temblores, tan aterrado que apenas conseguía articular las palabras—. Yoooo… Os sirvo a vos…
—¡HABLA!
—Le… Leeeegión —sollozó la criatura— ellos meee… promeeeet… meeee promeeeetieron un… un… un cueeeerpo…, —Ángel acercó aún más la espada, rasgando la carne del demonio, y el hedor llenó por completo el aire, que se volvió irrespirable—. Yo teee… teeenía queee… queee…, Eeencontraros. Queee encontraros a vos, Seeeeñor.
—¿Por qué?
—No séeee…, mi Seeeeñor —gritó el demonio—. No meeee dijeeeeron… Yo os sirvo a vos, mi Seeeeeñor.
—¿Eso es todo? —gruñó, levantando su espada para acabar con el demonio.
—¡NO!… ¡Nooooo! —La voz del demonio era estridente y sus gritos hicieron que Sahariel temblara entre los brazos de Semyazza, que la sostenía—. ¡Hay rumoreees! Diceeeen… —el demonio hablaba rápido, tratando desesperadamente de salvar su miserable existencia— ¡Ellos dicen que sois débil! ¡Yo os sirvo a vos! —Ángel apretó aún más la espada contra su maltrecho cuello, forzándolo a continuar—. Pero eeeellos diceeen que os pueeedeeen deeerrocar. ¡No leeees creeí, mi Seeeñor! ¡Yo os sirvo a vos! ¡Sólo a vos!
—¿Quién está con Legión?
—¡Yo no, mi Señor! —aulló el demonio.
Con un ligero movimiento de su espada Ángel arrancó un trozo de carne del cuello de la bestia, que gritó con horror.
—¡Sé dónde se reúnen! —La voz del demonio reflejaba toda su desesperación mientras hablaba entre sollozos y aullidos—. Leeegión y los suyos seeee alimeeeentaban deee un grupo deee humanos… —el demonio sorbió, luchando contra su propio llanto para continuar—. Eeeellos leees adoraban… ¡Se hacían pasar por vos!
—¿Dónde?
—No eeestoy seeeguro…, —respondió y Ángel gruñó mientras buscaba en la mente del demonio la información que necesitaba—. ¡Eeen las afueeeras…! —Siguió confesando la bestia—. Un caseeeerón… Al sur… No eeeestoy seeeeguro…, ¡Sólo fui una veeeez! ¡Yo os sirvo a vos!
Al fin, vio el lugar en la mente del demonio y distinguió en sus recuerdos la presencia de otros condenados, además de Legión. Los recuerdos de aquel ser eran confusos, y su ira aumentó.
—¿QUIÉN MÁS ESTÁ CON LEGIÓN? —estalló.
—¡Noooo… no lo séeee! Pero no yo. Yo os sirvo a vos ¡Os sirvo a vos, mi Señor!… ¡Yo sólo a…! —La estridente voz del demonio se fundió con un grito de desesperación y su cuerpo desapareció en una nube oscura cuando Ángel lo atravesó con su espada.
No había nada más que aquel ser le pudiera contar, pero, sin duda alguna, Legión seguía en Salamanca, tal vez, incluso, alimentándose de los mismos incautos de los que lo había hecho hasta el momento. Y esa podía ser la fuente de su aumentado poder, un puñado de humanos jugando con lo que no eran capaces de controlar ni comprender. Gruñó. No tenía más remedio que averiguar qué habían hecho aquellos humanos y hasta qué punto habían aumentado el poder de Legión.
—¡Belial! —sintió junto a él la presencia de su general antes incluso de haber terminado de pronunciar su nombre—. Comprueba lo que ha dicho este miserable…
—Me haré cargo de esos humanos —asintió el diablo.
Ángel no contestó, aunque sabía que seguramente sería necesario acabar con los humanos que habían estado alimentando a Legión. El demonio los habría influido hasta el punto de que no quedara en sus almas ni una sola parte sana. Aunque, tal vez, sería más útil mantenerlos con vida, al menos si Legión tenía intención de seguir usándolos para aumentar su poder.
—No —gruñó—. Infórmame cuando localices el lugar.
Sintió la duda de su general, pero Belial no protestó, simplemente reunió a los suyos y se marchó. Cuando había humanos de por medio todo se complicaba más. Mucho más. Resopló. Aunque, en realidad, absolutamente todo lo relacionado con las almas condenadas era complicado.
De todos los seres malditos bajo su custodia los demonios le resultaban particularmente insufribles. Los diablos, al fin y al cabo, no eran más que sus hermanos caídos, condenados o no por su causa, pero podía tolerar una eternidad custodiando sus espíritus malditos. Los demonios, en cambio, eran las almas corrompidas de los humanos condenados tras su muerte. No había perdón posible para ellos, ni tampoco para él, condenado a ocuparse de ellos, a gobernarlos. Soltó una maldición entre dientes. Mil demonios podían haber muerto en sus manos aquella noche, y mil nuevos demonios habían surgido al instante. Desmemoriados, perdidos en el abismo, privados de sus cuerpos monstruosos, pero iguales en esencia, corrompidos por los mismos pecados que los habían condenado. Trató de no pensar en ellos, en Legión, en su condena y en su espíritu maldito. Debía recuperar el control sobre sí mismo o el resultado de aquella cacería podría acabar siendo aún peor de lo que ya había sido, y no estaba dispuesto a consentirlo de ningún modo. Menos aún allí, en la misma ciudad en la que, en algún lugar, Luz seguía trabajando en su manuscrito. Al recordarla, saber que la tenía tan cerca, sintió que su espíritu se sosegaba y que, lentamente, retomaba el control sobre su poder. Respiró profundamente y el familiar aroma de la cera fundida y el incienso, mezclado aún con el hedor del demonio al que acababa de matar, lo inundó.
Centró su atención en el lugar en el que estaba, concentrándose en aquel espacio, en aquel momento. Recorrió la amplia estancia con la vista, era una catedral. La Catedral Vieja de Salamanca. Su espíritu se calmó y caminó hacia el altar, deleitándose con los familiares dibujos del hermoso retablo gótico al tiempo que se perdía en antiguos recuerdos de un tiempo casi olvidado.
—Lucifer.
La voz de Semyazza lo sacó de sus pensamientos, obligándolo a centrarse en la presencia de los ángeles caídos, de los que se había olvidado por completo.
—Sahariel se recuperará —dijo, queriendo tranquilizar al primero de los grigoris, aunque su voz aún revelara la reciente ira que lo había invadido—. Ha sido una descarga fuerte, pero se repondrá…
—Lo sé.
El grigori lo interrumpió, llamando su atención. Se volvió hacia él, en busca de una explicación y se encontró con la antigua figura de Semyazza, majestuosa y espléndida. Recordó cómo era aquel ángel antes de su caída, tan parecido al ser que tenía delante, y a la vez tan diferente. Su cuerpo, ahora sin alas, conservaba sin duda la antigua belleza, a pesar de la Gracia y el esplendor perdidos. Y recordó el motivo, la mujer, que lo llevó a renunciar a ellos. No necesitó leer en los ojos del grigori la pregunta que no se atrevía a formularle.
—¿Cómo fue, Semyazza? —preguntó, y su voz salió en un grave susurro.
—No hay palabras para describirlo —dijo el ángel caído, sentándose en uno de los bancos de la desierta catedral—. Sólo puedo decir que valió la pena. —Suspiró—. Ni por un solo instante me he arrepentido de ello.
Él lo miraba, asombrado ante la determinación que llevó a Semyazza, junto a doscientos ángeles más, a abandonar al Creador. Ellos habían tenido elección, pero habían escogido la eterna condena a cambio de poder compartir la corta vida de unos humanos, que, igualmente, fueron condenados. Conocía los pecados de la carne, las necesidades que llevaban a los humanos a cometer desde los actos más heroicos a las más impensables atrocidades. Conocía esas pasiones y creía entenderlas, aunque nunca las hubiera sentido. Se había deleitado y divertido utilizándolas, jugando con los humanos, exacerbando sus instintos e inclinándolos a satisfacerlos. Pero siempre había estado convencido de que ellos no habían sido creados con ese fin. Su cuerpo no era más que una forma de su esencia, una expresión material de su espíritu. Y, aún así, doscientos de los suyos descendieron a la tierra para saciar unos apetitos que creía que no debían sentir. Que no podían sentir.
—Aún hoy, es lo que le da sentido a mi existencia —continuó Semyazza—. Si otra vez volviera a estar en el mismo lugar, sin dudarlo, obraría de igual modo.
—No lo entiendo —confesó, sentándose junto al grigori.
—Lo sé. No es fácil de entender —suspiró Semyazza, fijando la vista en el suelo—. Y aún así eres el único que nunca nos ha juzgado por lo que hicimos. Pero ninguno lo entiende. Ninguno que no lo haya sentido.
Ambos permanecieron en silencio, perdidos en sus pensamientos, y creyó ver durante un instante un brillo de nostalgia en los ojos de Semyazza. No era la nostalgia del Paraíso que todos sentían, ni siquiera nostalgia por la antigua Gracia arrebatada. Aquel ángel condenado extrañaba algo que él no era capaz ni de imaginar y, por un momento, pensó que la suya, tal vez, podía no ser la peor de las condenas.
Luz no consiguió encontrar ningún plano en el que figurara el pasadizo que estaba buscando, aunque los mapas desvelaban una verdadera ciudad subterránea, casi íntegramente conectada bajo tierra. Esto evidenciaba que la existencia de otros pasadizos, tal vez menos importantes o simplemente ocultos por otros motivos, era más que probable. Animada por la idea siguió investigando, no entre planos, sino en los registros de antiguas obras y excavaciones llevadas a cabo en los últimos dos siglos en la ciudad. Finalmente, encontró dos anotaciones en un registro de finales del siglo XIX que hacían referencia a los túneles que estaba buscando. La primera de ellas se refería a la existencia de un corredor subterráneo que, tal y como había sospechado, unía el convento de San Esteban con el de las Dueñas, ambos muy próximos a la legendaria cueva. El hallazgo no la sorprendió, era más que común encontrar ese tipo de pasadizos, que comunicaban entre sí los conventos de órdenes masculinas y femeninas, para poder faltar, sin temor a ser descubiertos, al voto de castidad. Prácticamente no había en toda España convento anterior al siglo XIX que no estuviera unido bajo tierra con uno en el que convivían religiosos del sexo contrario y, además, con la iglesia o catedral más cercana. Igualmente, el corredor que unía en este caso ambos conventos, tal y como era costumbre, los unía bajo tierra también con el conjunto catedralicio.
La siguiente anotación era más confusa, pero incluso más esperanzadora que la primera. Hacía referencia a la clausura de un acceso subterráneo durante unas obras de restauración de la Torre de Villena, situada junto a la Cueva del Diablo, y en la que según la misma leyenda estuvo encerrado Enrique de Villena, apodado el nigromante. La información sobre el túnel, al que supuestamente se accedía desde la famosa torre, era escasa, pero, por su proximidad con el pasadizo de los vecinos conventos, era más que probable que estuviera directamente conectado con la red que unía bajo tierra los principales edificios de Salamanca. Las leyendas sobre el conocido como marqués de Villena, aunque en realidad no ostentara tal título, hacían aún más plausible la existencia del corredor subterráneo, pues decían que, como pago por las lecciones impartidas, había quedado preso del Diablo en la torre a la que aún se conocía por su nombre, aunque, a pesar de la condena, había conseguido escapar. Fuera cual fuera la historia sobre la que se habían construido esas leyendas, si había modo alguno de escapar de la torre, tenía que ser bajo tierra. Y ella estaba decidida a bajar allí si con ello conseguía confirmar la relación entre ambos lugares, y de esa manera poder demostrarle a Alfonso cuál era la vía correcta de investigación.
El único acceso abierto a la red de túneles estaba en la Catedral Vieja, y eso reducía las posibilidades que tenía para comprobar si su teoría era cierta. No era fácil obtener un permiso de la Iglesia para poder llevar a cabo investigaciones de ese tipo. Menos aún si implicaban, como en aquel caso, destapar una historia que de buen grado preferirían mantener olvidada. No era la primera vez que se encontraba con pasadizos como aquellos y, en ocasiones, conseguir un permiso para acceder a ellos había llevado incluso años. No era de extrañar si se tenía en cuenta que, en muchos lugares, algunos de los secretos más oscuros de la historia del catolicismo español permanecían enterrados en su interior. Esos túneles habían servido de improvisada cripta para numerosos cadáveres, que por lo general desvelaban complejas tramas e historias olvidadas. Incluso, era más que habitual encontrar entre los cuerpos restos de recién nacidos abandonados allí para morir, y salvar así la honra cristiana de sus descorazonadas madres, que, supuestamente, habían optado por dedicar su vida a la Iglesia. Historias de una vieja y poderosa institución que había gobernado, en la luz o en las sombras, una oscura España.
A pesar de todo, quería intentarlo, y se detuvo en el Obispado para informarse sobre cómo tramitar los permisos. Hacerlo le llevó menos tiempo del que había pensado y se alegró de haber encontrado facilidades para realizar la solicitud. Aún era temprano y no estaba de humor para regresar a la universidad y enfrentarse de nuevo a Alfonso, por lo que decidió acercarse hasta la catedral y visitar su biblioteca. Al fin y al cabo no se le ocurría un lugar mejor para contrastar la información que había extraído del manuscrito.
Ángel sintió la presencia de Rafael en la Capilla de San Bartolomé en la que Semyazza y él se habían refugiado de la vista de los curiosos y turistas que comenzaban a llegar al templo, pero no pudo evitar sorprenderse cuando vio al arcángel frente a él. Su presencia le devolvió a la mente las imágenes de la devastación que había causado, y sintió una nueva oleada de ira en su interior. Rafael lo miró fijamente, serio, pero con una expresión de comprensión que no era capaz de entender.
—Ha sido un desastre —dijo el arcángel, finalmente—. Pero no tan grave como crees.
Fijó su vista en él, sorprendido, y, por una vez, no le molestó que Rafael hubiera estado hurgando sin su permiso entre sus pensamientos. Estaba intranquilo por los efectos de la cacería, y no había querido ni averiguar hasta qué punto había sido catastrófico. Semyazza se revolvió incómodo en el asiento esperando una nueva oleada de ira, que no llegó.
—Dos ríos desbocados en América del Norte, lluvias torrenciales en Europa y parte de Asia, un par de temblores de tierra en África y Sudamérica… —explicó Rafael, encogiéndose de hombros—. Todos con muy pocas víctimas humanas…
Él lo miró con furia. Aquello bien podía ser consecuencia del poder de los ángeles caídos cazando a los demonios, pero no tenía nada que ver con lo que había visto a su alrededor antes de acabar con aquel último demonio.
—De acuerdo —concedió el arcángel—, media Australia en llamas, afortunadamente en una zona prácticamente deshabitada, y un terrible terremoto en Indochina. Que, supongo, —suspiró e hizo un leve gesto hacia él— debemos agradecerte a ti personalmente.
—Supongo —respondió, y oyó a Semyazza ahogar una tenebrosa risa.
—Podría haber sido peor… —Rafael negó con la cabeza, levantando la vista hacia el techo—. Si hubieras encontrado a Legión, prefiero no imaginar…
—En algún momento lo encontraré —lo interrumpió.
—Y yo me ocuparé de estar a tu lado cuando eso pase —afirmó el arcángel con rotundidad—. No queremos ningún desastre. ¿Verdad Semyazza? —Rafael sonrió al tiempo que asentía hacía el ángel caído, que mostraba una sonrisa petulante—. Mejor os dejo solos —añadió de inmediato, alejándose de ellos, sin darle oportunidad a Ángel de protestar—. Tenéis mucho de que hablar…
Cualquier simpatía que hubiera podido sentir hacia Rafael se esfumó al instante, pero enseguida pensó que tenía razón. Había mucho de lo que quería hablar con Semyazza, incluso más de lo que él mismo estaba dispuesto a reconocer.
La hermosa biblioteca de la Catedral de Salamanca le recordó a Luz la del viejo convento en el que se había criado, y no pudo evitar sentir cierta nostalgia antes de perderse entre antiguos tratados de teología, un tomo con las obras completas de Santo Tomás de Aquino y San Agustín de Hipona y una antigua Biblia. Quiso comparar con aquellos libros los datos del manuscrito hallado en la Casa de las Muertes, y aunque sabía que muchos de ellos coincidían con la historia bíblica, se sorprendió al comprobar que también lo hacían las afirmaciones que le resultaban menos evidentes e, incluso, eran numerosas las coincidencias con la mayoría de afirmaciones de los tratados de teología medievales. La historia del Ángel Caído narrada en el manuscrito coincidía en ciertos detalles con la teología medieval, como en la descripción de Lucifer, no cómo un ángel más, sino como la más preciada creación de Dios, sólo por debajo de Él en perfección, y por encima del resto de ángeles, fuera cual fuera su posición en la jerarquía celestial.
Igual de interesante le pareció la etimología de aquel nombre, que iba mucho más allá de la mitología romana. El nombre de Lucifer, a pesar de haberse relacionado con el antiguo Eósforo griego, era en realidad una simple traducción del hebreo Heylel y, en ambos casos, no era más que una adaptación del nombre que supuestamente Dios había otorgado a su primera creación. Según la mayoría de teólogos medievales los nombres de los ángeles no eran otra cosa que la descripción de su principal atributo, y en ése sentido el primer ser que hizo el Creador fue al Portador de la Luz que iluminó su obra, así que él fue La Primera Luz o la Luz de la Mañana, coincidiendo con numerosas deidades antiguas o historias mitológicas. A partir de este punto no todos los teólogos coincidían en su descripción del primero de los ángeles, pero en ningún caso se alejaban del relato del manuscrito. Para los primeros teólogos ésa primera luz, que era Lucifer antes de su caída, era la de la Creación misma, el contraste con las tinieblas o el vacío anterior; para otros era la luz del conocimiento, encarnada en aquel ser fantástico al que describían, en un tono similar al del manuscrito, como la criatura más bella de la Creación y el poseedor de la sabiduría; otros coincidían con el relato de la Casa de las Muertes al adjudicarle la potestad de otorgar el conocimiento al resto de criaturas. Finalmente, en especial a partir del siglo XV, todos los teólogos parecían pasar por alto los atributos de aquel primer ángel y centrarse en sus faltas y pecados.
Precisamente, en el punto del pecado de Lucifer empezaban las primeras discrepancias entre los diversos teólogos, el relato bíblico y la historia del manuscrito que estaba analizando. El original de la Casa de las Muertes se refería a tres conflictos entre Lucifer y Dios, mientras que la mayoría de teólogos citaban como mucho dos de ellos y algunos un único punto de divergencia entre ambos seres mitológicos. Las coincidencias llegaban, pues, hasta la disputa entre el ángel y su Creador porque éste compartiera su poder en primer lugar y después a causa del hombre. Algunos textos parecían indicar que ambos conflictos se disputaron a un mismo tiempo, mientras que otros distinguían entre ellos. No obstante, no había tampoco un argumento común respecto a la pugna relacionada con el hombre, y ahí sí que de ningún modo el relato del manuscrito coincidía con las fuentes teológicas, antiguas o modernas. En este punto los teólogos se centraban en la exaltación del hombre por encima de los seres celestiales, en el hecho de que Dios decidiera que su Hijo fuera hombre o, principalmente en los textos más modernos, en el hecho de situar a la Virgen por encima de ellos, no por su condición de humana, sino de mujer, argumento este último al que no prestó atención por considerarlo más como un reflejo de la misoginia de la Iglesia que no como un aspecto teológico relevante.
Por lo demás, prácticamente nada se citaba en aquellos tratados del tercer conflicto que contemplaba el manuscrito, el del Libre Albedrío, y todos los teólogos parecían coincidir en que los ángeles habían sido dotados de libertad para ejercer su voluntad desde el momento de su creación. Luz recordó que, en cambio, la mayoría de grimorios y tratados ocultistas sobre angelología y demonología que recordaba no coincidían en aquel punto, sino que, al igual que el manuscrito, citaban el Libre Albedrío como uno de los principales puntos de conflicto entre los seres celestiales. Tomó nota de ese detalle que podía ser un indicativo más que suficiente para pensar que el texto de la Casa de las Muertes estaba relacionado con algún tipo de práctica ocultista, aunque no pudo evitar pensar que, en realidad, parecía más lógico que el libre arbitrio no fuera una cualidad de los ángeles en su creación, pues, por la propia naturaleza que la teología les otorgaba, no podían actuar con total libertad.
Siguió comprobando, primero en la Biblia y luego en los libros de teología, todos los puntos que había anotado durante la mañana en la universidad, y detalló las innumerables coincidencias. Pero, más allá de la historia de Lucifer, estaba interesada en la descripción y clasificación que el manuscrito hacía del Cielo y el Infierno. Salvo por pequeños detalles, encontró que la clasificación del Paraíso al que se refería el texto era prácticamente un compendio de las diversas descripciones que habían hecho los teólogos y seguía con bastante exactitud la categorización clásica atribuida a Pseudo Dionisio Areopagita. Más interesante le resultaba la descripción del Infierno que, al igual que para los primeros teólogos y para los más modernos, no era en absoluto un lugar, sino un estado, el de la existencia privada de la Gracia Divina. Los seres que lo conformaban se dividían según su naturaleza y rango dentro del escalafón angélico al que en su día habían pertenecido. Así, por encima de todos ellos, gobernaba Lucifer, seguido y apoyado por los ángeles de mayor rango en la jerarquía antes de su caída. Por debajo de éstos el manuscrito situaba a los ángeles caídos que acompañaron a Lucifer en su rebelión y justo detrás a otros ángeles, los grigoris. En ambos grupos, los ángeles caídos mantenían, dentro de su propio escalafón, su jerarquía celestial, y eran calificados como diablos por el manuscrito, distinguiéndose de los demonios y las almas condenadas. No encontró en ninguno de los libros que consultó tal referencia a la diferenciación entre los primeros ángeles caídos y los grigoris, pero sí una amplia descripción en las diversas fuentes sobre almas condenadas al infierno.
Luz buscó sin éxito entre los libros de la biblioteca alguno de los grimorios elaborados por los propios padres de la iglesia medieval para profundizar en aquel tema. Tampoco encontró ningún compendio de conocimientos ocultistas antiguos, ni siquiera de angelología, que recogiera los datos que necesitaba. Mucho menos encontró el apócrifo Libro de Enoch, en el que aparecían los grigoris, y se conformó con releer el breve fragmento del Génesis que hacía referencia a aquella historia.
«Y ocurrió que cuando el hombre empezó a multiplicarse sobre la tierra y le nacieron hijas, los hijos de Dios vieron que las hijas del hombre eran buenas y tomaron para sí mujeres, cada uno según su elección. Y dijo El Eterno: «Mi espíritu ya no permanecerá por siempre en el hombre, pues él no es más que carne; sus días serán ciento veinte años». En aquellos días los gigantes estaban sobre la tierra, y también después, cuando los hijos de Dios desposaban a las hijas del hombre, quienes les daban a luz. Ellos eran los poderosos, que, desde la antigüedad, eran hombres de fama.»
Aquella era la afrenta que provocó la ira de Dios y el Diluvio Universal, doscientos ángeles liderados por uno de ellos, Semyazza, habían tomado esposas entre las humanas, procreado con ellas y, lo que parecía aún peor, según el apócrifo de Enoch, les habían transmitido conocimientos secretos.
Pensando en la historia de los grigoris, Luz regresó a la Universidad y fue directamente a la biblioteca a buscar los libros que no había podido encontrar en la Catedral, pero antes de centrarse en ellos releyó el Libro de Enoch. Aunque conocía perfectamente las visiones allí descritas y la historia de los doscientos ángeles rebeldes que, al ver su belleza, tomaron esposas humanas y engendraron a los monstruosos nephelim, que sembraron el terror sobre la tierra. Más allá de las represalias de aquel Dios vengativo del que hablaba el libro o de los gigantes hijos de los ángeles, siempre había pensado que aquel texto encerraba una hermosa historia de amor y, una vez, más no le costaba imaginar a aquel ser alado llamado Semyazza renunciar a todo, junto a sus compañeros, para poder estar junto a la mujer a la que amaba. Porque el Libro de Enoch no hablaba de lujuria, hablaba de amor. Y, por extraño que fuera en un texto religioso, tampoco culpaba a la mujer del pecado cometido por aquellos ángeles, aunque ella no pudiera comprender que el amor, fuera del tipo que fuese, pudiera ser considerado como un pecado bajo ninguna circunstancia. No encontró en aquel libro más que la historia que ya conocía, tan bella y a la vez tan atroz, y de poco le sirvieron para su trabajo sobre el manuscrito las descripciones del cielo y el infierno que Enoch hacía de sus visiones.
Ángel permaneció en silencio junto a Semyazza, esperando a que Rafael se alejara de ambos, con la vista perdida en la hermosa cúpula de la pequeña capilla de la Catedral Vieja, admirándose de nuevo con la capacidad del hombre para dotar a sus iglesias de aquella majestuosidad arquitectónica digna del Cielo. Cuando sintió la esencia de Rafael lo suficientemente lejos, respiró profundamente, queriendo apaciguar su espíritu antes de hablar.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó, finalmente, al ángel caído que estaba junto a él.
—En realidad creo que no lo supe hasta que fue demasiado tarde —confesó Semyazza—. Ninguno de nosotros creía que fuera posible que nuestro espíritu albergara ningún tipo de amor más allá del que conocíamos en el Paraíso. Al principio, simplemente, me sentía muy protector hacia ella, no era capaz de dejarla sola por nada del mundo, la seguía a todas partes, la observaba en silencio. ¡Incluso en ocasiones hablaba con ella, como si pudiera oírme! —Rió, con la vista perdida en sus recuerdos—. Luego supe que algo muy parecido habían sentido el resto de los míos… Y también cometimos el mismo error —continuó, negando con la cabeza mientras hablaba—. Nos justificamos pensando que sólo llevábamos a cabo la tarea que nos habían encomendado. En ocasiones dudé de mí mismo, pero enseguida pensé que simplemente aquella humana era más débil que los demás y que por eso me sentía impulsado a protegerla con mayor intensidad. ¡Qué ciego estaba! ¿Cómo pude siquiera pensar que Atheret fuera débil? —Semyazza se levantó y se estiró antes de girarse y mirarlo fijamente, con repentina seriedad—. Supongo que debí de sospechar lo que ocurría cuando decidí dejar que me viera.
Ángel asintió, confundido al reconocerse a él mismo en el relato del superior de los grigoris.
—Pero no lo hice, no me di cuenta de que en realidad estaba enamorado de ella hasta que la tuve entre mis brazos…
Semyazza se quedó callado, perdido en unos recuerdos casi tan viejos como el hombre, y él no pudo más que pensar en las sensaciones que lo habían invadido cuando se encontró a Luz bajo su abrazo, finalizado el peligro que lo había impulsado a protegerla, a acercarla a él. Pensó en el momento en el que su cuerpo tomó el control de su ser y recordó el suave roce de sus labios. Nunca en su larga existencia había sentido emociones como aquellas, ni siquiera cuando se había deleitado saboreando los sentimientos que crecían en el interior de los humanos a los que durante siglos había observado. No podía comparar con nada lo que había sentido, porque a nada que conociera se parecía aquella sensación, la imperiosa necesidad de sentir a Luz cerca de él, de sentir su cuerpo, y la rabia que había crecido en su interior al verse obligado a separarse de ella.
—La primera vez que hicimos el amor supe que no quería nada más que estar con ella —confesó Semyazza, en un susurro que lo atravesó e hizo estremecer—. Para mí ya no había nada más que ella. Yo no renuncié a Su Gracia —continuó el grigori, dejándose caer sobre el escalón en el que él estaba sentado— porque el amor de Atheret la había eclipsado. Mi condena y mi salvación se produjeron en el mismo momento.
—Pero ella era una simple humana. —Ángel protestó y Semyazza le sonrió con complicidad.
—Compartir su corta vida humana era el mejor regalo que jamás pudiera imaginar. Sólo por compartir uno de sus años de vida ya me habría sentido excesivamente afortunado. Mi salvación fue amarla, no tenerla.
Quiso comprender lo que Semyazza le contaba, pero no alcanzaba a imaginar nada que pudiera compararse a la Gracia de Dios y, mucho menos aún, nada capaz de redimir su condena. Pero Semyazza no se consideraba un condenado, ninguno de los grigori lo hacía. Por eso el resto de ángeles caídos los envidiaban, algunos incluso los despreciaban, por creer que, tal vez, el peso de la condena impuesta hubiera sido menor para ellos. Él sabía que no era así, había sentido el espíritu de aquellos seres condenados entrelazado con el suyo, el peso de su tormento sobre él, y, a pesar del dolor que sabía que sufrían, aquellos ángeles caídos se sentían afortunados.
—Es cierto que fue duro dejarla marchar —continuó Semyazza, con la vista de nuevo fija en el suelo—. No era capaz de condenarla por mi causa, por mi egoísmo, y mucho menos de imaginar el sacrificio que ella haría… Pensé que la despedida sería para siempre, pero me bastó pensar en que ella sí podría disfrutar de Su Gracia para aliviar mi pesar.
—Y ella renunció —Ángel pensó en voz alta, sin comprenderlo—. Renunció a Su Gracia por ti.
Semyazza asintió.
—Atheret le quita importancia, pero ambos sabemos lo que eso significa —sonrió levemente, señalándose a ambos con un gesto rápido—. No fue fácil para ella, pasaron dos mil años en la tierra, los peores de mi existencia, hasta que ella tomó su decisión. Fue un ángel bellísimo —dijo, casi en un susurro, y su vista se perdió en el pequeño altar sobre el sepulcro que presidía la capilla, llena de recuerdos—. Aunque no me extraña, su alma era tan bella a pesar de la afrenta que hizo al Creador al aceptarme y tomarme por esposo, llevar a mis hijos en su vientre… —suspiró—. Él tuvo que perdonarla y, aún así, incluso habiéndose convertido en un ángel, renunció a Él.
Ángel lo miraba lleno de fascinación.
—No imaginas lo afortunado que soy. Nunca podría sentirme condenado —concluyó.
—No todos los tuyos tuvieron tanta suerte —su voz fue un susurro— y aún así…
—No, muchos siguen en el Paraíso —explicó—. Malkiram, el marido de Sahariel, por ejemplo, sigue siendo una simple alma. Algunos no pueden evolucionar a causa de la nostalgia, y no pueden renunciar precisamente porque no son ángeles. Otros como Eliora, la esposa de Daniel, son ángeles que han decidido no renunciar a la Gracia de Dios. Aún así, ninguno de nosotros se arrepiente. En el amor, Lucifer, no cabe condena…
Ángel asintió. Entendía sus palabras, pero no su significado. El único amor que había conocido era el del Creador. Un amor que le había permitido amar a sus hermanos, a sí mismo, y también al ser humano. Pero aquello no tenía nada que ver con el amor del que le hablaba Semyazza. Aquel grigori le hablaba de un amor como el que sentían los humanos, pero sabía que ese amor no podía prolongarse en el tiempo. No, el que describía aquel ángel no era un amor humano, sino divino. Un amor sagrado que no conocía ni comprendía. Semyazza pareció leer la duda en sus ojos.
—Imagina sólo un instante tu existencia sin ella —dijo el Grigori, y él asintió—. Imagina ahora no que ella esté en el Paraíso, sino que ella jamás hubiera existido.
Su espíritu se encogió por aquella idea y se encontró incapaz de imaginar un mundo en el que no existiera Luz, en el que nunca hubiera existido o en el que jamás fuera a existir. Sintió el peso de su condena ceñirse sobre él por aquel pensamiento, se estremeció y de inmediato se dio cuenta de que el dolor de su interior era diferente, más intenso, peor. No, aquel dolor no era el de su condena, era otra cosa. Y no pudo soportar la idea de seguir imaginando un mundo sin ella.
—Exacto —dijo Semyazza— eso es. Ahora, imagínalo a la inversa.
Y Ángel lo comprendió todo de inmediato.