Capítulo VIII
LUZ se encontró con Alfonso en el Departamento de Historia, donde una decena de policías uniformados estaban recogiendo una serie de artilugios y colocándolos dentro de lo que le parecieron maletas de herramientas. Un hombre al que no reconoció estaba sentado junto a Alfonso, ojeando una libreta.
—Te estábamos esperando —dijo Alfonso, con seriedad, mientras los policías uniformados, que parecía que ya habían terminado su trabajo, se marchaban hablando distraídamente entre ellos—. Él es el inspector Sánchez, quiere hacerte algunas preguntas. Inspector —llamó, girándose hacia el hombre, que seguía enfrascado en su lectura—. Ella es Luz Martín.
El inspector asintió con la cabeza, sin dignarse ni a dirigirle la mirada.
—Os dejo solos, estaré en el Departamento de Antropología, si me necesitáis.
Alfonso salió del departamento, después de dedicarle a Luz una mirada de reproche. Era evidente no sólo que todos consideraban que era la principal sospechosa, sino también que Alfonso ya la había sentenciado, sin necesidad siquiera de juicio. No podía creer esa reacción de quien durante años había considerado un auténtico amigo.
—Tome asiento, por favor —indicó el tal Sánchez, que, por su aspecto, tenía pinta de cualquier cosa menos de inspector, con la vista clavada aún en aquella ridícula libreta—. Ajá —dijo, dignándose al fin a mirarla a la cara—. Licenciada en historia y antropología y doctorada en… ¿historia religiosa?
—De las religiones —corrigió ella—. Seguramente hubiéramos terminado antes si me lo hubiera preguntado directamente.
—¿Es correcto? —El inspector se levantó y dio una serie de golpecitos con el bolígrafo en su libreta.
—Correcto, aunque parcial.
—¿Parcial? —preguntó, mirándola de abajo a arriba, analizándola, y ella asintió.
—Faltan las especializaciones.
—No tiene usted aspecto de… —dudó durante unos instantes, buscando una palabra que le pareciera adecuada— académica —dijo finalmente.
—Ni usted de inspector.
Y, definitivamente, no lo tenía, pensó Luz, viéndolo allí de pie, frente a ella. Era alto y extremadamente delgado, y aunque no debía tener más de treinta y cinco años, aparentaba mucha más edad. El pelo, despeinado y grasiento, y las ropas demasiado holgadas, no hacían más que empeorar el conjunto.
—¿Por qué vino a Salamanca? —preguntó el hombrecillo, buscando de nuevo entre las notas de su cuaderno.
—Porque Alfonso Vázquez me lo pidió.
El inspector asintió mientras golpeaba de nuevo sobre la libreta con el bolígrafo.
—Pero usted tenía un trabajo en… —pasó una página del cuaderno—. ¿Gerona? —preguntó.
—Y lo sigo teniendo, o eso espero.
—¿Entonces, por qué vino? —preguntó de nuevo y la miró fijamente, como si con ese gesto pudiera obtener una respuesta distinta a la anterior.
—Ya se lo he dicho, porque me lo pidió Alfonso —explicó ella, con cierta condescendencia—. Es una simple colaboración, algo habitual, más en este tipo de proyectos.
—¿Qué tipo de proyectos? —El inspector rebuscó de nuevo entre sus notas, moviendo rápidamente las páginas—. ¿A qué se refiere?
—Pues a aquellas investigaciones que por su especial relevancia, interés, originalidad o dificultad, necesitan de equipos interdisciplinares y, por lo general, también, de expertos en ciertos temas concretos y con suficiente experiencia.
—¿Y se considera usted uno de esos expertos? —preguntó, haciendo un ridículo gesto con los dedos simulando unas etéreas comillas.
Luz se encogió de hombros como respuesta.
—¿Discutió usted ayer con el profesor Vázquez?
—Creo que había bastantes testigos que pueden hablarle sobre eso.
—Le he preguntado a usted. —El inspector volvió a mirarla fijamente y Luz pensó que sus ojos, de un tono marrón claro, le daban a aquel hombre cierto aire de animalillo indefenso, en lugar de la dureza que él parecía creer que transmitía.
—Sí, discutimos —respondió.
—Ajá. —Sánchez dio de nuevo varios golpecillos sobre el cuaderno con el bolígrafo, con un gesto más rápido que los anteriores—. ¿Sobre qué?
—Sobre la línea de investigación a seguir.
—Ajá —repitió, mientras pasaba de nuevo varias páginas adelante y atrás, rápidamente, buscando algo sin éxito—. No están de acuerdo sobre… la línea de investigación…
Luz asintió, aunque el inspector no pudo verla porque seguía con la mirada fija en la libreta.
—Y usted, entonces… después de la discusión… —siguió hablando el hombre, aún inmerso en sus notas.
—Mire inspector —lo interrumpió Luz, perdida ya la poca paciencia que le quedaba—, Alfonso y yo discutimos, sí. No estoy de acuerdo con la línea de investigación que defiende, en absoluto. Pero tampoco lo estaba con las nulas medidas de seguridad existentes en esta sala en la que estamos y se encontraba el material, y, mucho menos, con que no se hubieran tomado fotografías, o incluso realizado copias, de los objetos que han sido robados. —El enfado de Luz iba aumentando a medida que hablaba e ignoró los torpes intentos del inspector para hacerla callar—. También es cierto, que supongo que es lo que está buscando en esa libreta, que ayer fui la última en abandonar el departamento, pero siento decirle que no fui yo quien robó las piezas. Yo quiero participar en esta investigación, quiero llegar hasta el fondo de este tema, por eso discutimos ayer Alfonso y yo. Y, dígame, ¿cómo voy a continuar con la investigación si hago desaparecer las únicas pruebas sobre las que trabajar?
El inspector la miró desconcertado, fijando en ella sus ojillos de animal asustado antes de intentar recomponerse y buscar de nuevo en la libreta con sus notas.
—¿Tal vez para seguir la línea de investigación que usted deseaba? —preguntó el hombre, apoyándose con ambas manos sobre el escritorio de Alfonso y clavando de nuevo su mirada en ella.
—¿Y cómo supone que podría hacer eso en la clandestinidad? —Luz le sostuvo la mirada, desafiante—. O, mejor, dígame ¿qué interés tendría, para alguien como yo, investigar en la sombra sobre algo que jamás se va a publicar y, de paso, arriesgándome a arruinar mi carrera?
El hombrecillo trató de mantenerle la mirada, en silencio, sin éxito. Finalmente se dio la vuelta, cerró con un gesto rápido la libreta que sostenía y la escondió junto al bolígrafo en el bolsillo del pantalón, antes de volverse de nuevo hacia ella.
—Es usted una de las principales sospechosas, señora Martín —dijo con tono de amenaza—. No se marche de Salamanca, seguramente necesitaré hablar con usted de nuevo.
—Por supuesto.
El inspector salió del departamento, cerrando la puerta tras él, y dejándola sola mientras se debatía entre la indignación y el asombro que le había provocado aquel hombrecillo. Estaba claro, desde el principio, que todos iban a apuntarla con el dedo. Pero también lo estaba que no tenían nada en su contra. Resignada, se levantó y comprobó que la puerta estaba cerrada antes de abrir el cajón donde la noche anterior había escondido el tomo sobre la Clave de Salomón. Recogió el tratado de ocultismo, escondiéndolo entre otros libros, y se fue hacia la biblioteca.
Ángel se movía a gran velocidad, sintiendo la ira que aumentaba en su interior e ignorando la presencia de Rafael, que continuaba a su lado. Mientras buscaba a Gabriel su mente retrocedió hasta el día en el que el arcángel había intervenido para impedir que contara su historia. Fue quinientos ochenta años atrás, pero el tiempo se había parado para él en el momento en el que ella había puesto los sellos sobre su manuscrito y encadenando su espíritu. Se maldijo por no haber desconfiado de la presencia del arcángel cuando la notó, pero estaba inmerso en las enseñanzas que impartía a aquellos siete aventajados alumnos de la Universidad de Salamanca, nada más que revelarles sus secretos le importaba, y Gabriel era una simple mensajera que no debía suponer ningún peligro. En ningún momento había contemplado la posibilidad de que se mostrara ante los humanos y les encomendara la misión de detenerlo, hasta que fue demasiado tarde.
Sabía que Gabriel se había arrepentido de aquel descabellado plan cuando conoció las consecuencias, y no era capaz de comprender cómo había podido cometer de nuevo el mismo error. Un error aún peor, pensó. Lo sagrado acostumbra a causar un efecto extraño en los humanos, envileciéndolos y cegándolos más allá de lo imaginable. Pero el arcángel no lo comprendía, o no le importaba, y la misión que había encomendado a los hombres había acabado con la vida de los siete inocentes que él había tomado bajo su tutela, derrumbando de paso su plan. Todo el esfuerzo que había invertido en sus enseñanzas se había quedado en nada. Aunque a él la muerte de aquellos siete infelices no le había importado más allá del grave inconveniente que le había supuesto, a Gabriel la había visto llorar por ellos. Pero, por supuesto, aquello no había sido suficiente para que ella cediera en su empeño y él, por su parte, había decidido que aquella tarea era realmente demasiado importante para arriesgarse de nuevo a dejarla en manos de mortales. Así que escribió de su puño y letra lo que no iban a permitirle explicar de otro modo. Ni por un instante había sospechado que los arcángeles pudieran volver su plan en su contra y, en un solo día, había completado el trabajo que se había propuesto.
Sabía que los humanos no comprenderían nada de lo que él pretendía, salvo, quizás, alguno increíblemente lúcido. Por ese motivo había acudido al único lugar donde podía encontrar alguna mente humana especialmente brillante, y aunque de los siete que había escogido de entre los mejores estudiantes de aquella universidad ninguno había resultado especialmente inteligente, hubieran servido para su propósito, si hubieran seguido con vida. Su objetivo entonces fue que el manuscrito fuera lo más atractivo posible para llamar la atención de una mente lo suficientemente despierta como para comprender lo que había en él, y pensó que nada mejor que darle un toque de misteriosa solemnidad. Si de algo sabía era de las pasiones de los humanos, y ninguno medianamente espabilado podría resistirse a un tenebroso toque ceremonioso. Encargó un cofre de madera e hizo grabar sobre él marcas arcanas, similares a las que los interesados en los conocimientos alquímicos estudiaban en un vano intento por dominar unas artes que la humanidad ya hacía mucho que había olvidado. Parecía un cebo perfecto, y de buen seguro lo hubiera sido, si no hubiera caído en la burda artimaña de los arcángeles.
Esa misma noche Miguel lo había atacado mientras él terminaba de preparar su manuscrito y lo guardaba en el cofre. Habría podido deshacerse del arcángel con un sólo golpe de poder, mantenerlo atado a la tierra retorciéndose por el dolor de verse injustamente privado de la Gracia de Dios. Habría podido hacerle sufrir, como él mismo sufría constantemente, dejándolo sumido en un abismo de tinieblas mientras él terminaba con los preparativos. O, incluso, habría podido atravesarlo de un golpe con su espada cuando notó su esencia, antes de que se lanzara sobre él. Y lo hubiera hecho gustoso si hubiera sido cualquier otro maldito ser sagrado el que hubiera osado incordiarle en aquel momento, pero no con Miguel. Aquel arcángel era realmente el único que suponía para él un aliciente, aunque no pudiera vencerlo. Su poder era mucho mayor que el del arcángel y, además, el Creador no permitiría que su agonía terminara tan fácilmente, pero, durante la Primera Guerra, le había otorgado a Miguel poder suficiente para detenerlo, y eso era bastante para que sus combates fueran de lo más divertidos. Miguel era el único enemigo digno al que podía enfrentarse, siempre que él jugara limpio, por supuesto, y tener de vez en cuando un buen combate era una tentación demasiado grande a la que no le apetecía en absoluto resistirse. Los arcángeles lo sabían y, por primera vez, lo usaron en su contra. Miguel luchó con fiereza sólo durante el tiempo justo para distraerlo mientras los hombres de Gabriel conseguían el manuscrito. Cuando los humanos se lo entregaron, ella no tuvo más que poner los malditos sellos que habían encadenado su espíritu hasta aquel mismo día, impidiéndole no sólo recuperar su relato, sino contárselo de palabra a ningún humano. Su historia, su verdad, quedaba sellada y fuera del alcance de cualquier humano, a no ser que éste lo averiguara e hiciera las preguntas pertinentes. Pero eran demasiado lerdos. Algunos tenían miedo, pero a la mayoría simplemente no les importaba en absoluto lo que él tuviera que decir. Por más tiempo que esperara ni uno de esos seres, finitos y limitados en aquel mundo, se interesaría por el conocimiento que él pudiera otorgarles.
Cuando, finalmente, se hubo convencido de que era imposible tratar de llegar al manuscrito, había intentado durante un tiempo llamar la atención de algunos humanos para que la curiosidad los llevara a descubrir lo que no debían, pero al cabo de los siglos había acabado desistiendo. La estupidez era, definitivamente, la peor enfermedad de aquella especie. Todos sus intentos por atraer a los humanos habían sido inútiles hasta que, al final, había dejado de intentarlo, olvidándose de su propósito e, incluso, hasta de sí mismo. Y así habría seguido, de no ser porque, casualmente, los hombres habían roto dos de los sellos que aprisionaban su ya demasiado castigado espíritu.
—¿Qué quieres?
La voz de Gabriel lo sacó de sus pensamientos y la encontró de pie, frente a él, majestuosa. Rafael se puso al lado de la mensajera y él deseó acabar con ambos en aquel mismo instante.
—¿Qué has hecho? —preguntó entre dientes, sin ocultar la rabia que, casi sin ser consciente de ello, se había acumulado en su interior.
—Ya lo sabes —respondió el arcángel con voz firme, casi autoritaria.
—¿Es que te has vuelto completamente loca? La última vez murieron catorce…
—Veintiuno —replicó ella—. Sólo siete de ellos a causa de la revelación. El resto, fue cosa tuya…
Ángel recordó, aumentando la propia furia que sentía en aquel momento, la ira inundándolo cuando, en plena lucha con Miguel, había sentido el primero de los sellos de Gabriel sobre su espíritu. Rememoró la carrera frenética hasta la Casa de las Muertes, los dos arcángeles muertos a sus manos, y los cuerpos ya sin vida de los humanos de Gabriel a su alrededor. Pero había llegado tarde, de nada había servido su ira, ni su poder, porque la mensajera ya había puesto el último sello en la cripta, añadiendo un nuevo peso a su condenado ser.
—¿Qué diferencia hay? Murieron por tu causa, al fin y al cabo. Por tu intromisión, pregonera —escupió las palabras con rabia.
—Te equivocas de nuevo, Lucifer —dijo Gabriel, y la calma en su voz le pareció exasperante, provocando que el viejo odio bullera en su interior—. Murieron por tu absurdo empeño en revelar lo que no debes. Y si en esta ocasión muere alguno de ellos, será igualmente por tu culpa.
—No lo creo, arcángel, si tenemos en cuenta que tú solita te has revelado, encomendándoles una misión que, por lo que se ve, no tienen intención de cumplir —dijo, negando con la cabeza—. El error, querida, en esta ocasión, es sólo tuyo… Y aunque mueran en mis manos, cosa que no dudes que sucederá si se meten donde no deben o le tocan de nuevo un solo pelo de la cabeza a la persona equivocada, habrá sido por tu causa —siguió hablando mientras sentía cómo la ironía en su voz iba dejando paso paulatinamente a la rabia y su cuerpo se tensaba, ajeno a su voluntad—. En cualquier caso, la culpable de que esa pandilla de infelices acabe en el maldito Infierno, serás, única e indiscutiblemente, tú.
—¿De verdad crees que me preocupan esos infelices? —preguntó Gabriel y, por un instante, Ángel creyó ver una sombra de duda en su mirada, al tiempo que sintió como lo atravesaba una oleada de la compasión del arcángel. Gruñó—. Sus almas ya estaban condenadas antes de que yo cometiera la imprudencia de apelar a nuestra antigua alianza. Los tiempos han cambiado y ninguno de los viejos lazos parece ahora válido —añadió ella, con un gesto de desprecio de su mano—. El alma que me preocupa, diablo, es la de tu protegida.
El arcángel suspiró con una mueca de desagrado cuando Ángel dejó que la furia de su interior la golpeara, atravesando su sagrado espíritu.
—Lo sé, lo sé, lo sé, hermano… —siguió diciendo ella, despacio, alzando las manos con las palmas abiertas hacia él—. Pero te advertí que te alejaras de ella…
El poder de Ángel aumentó de golpe, llenándolo por completo, alimentándose del odio, el dolor y la rabia acumuladas, y se encontró empuñando su espada contra Gabriel mientras la sujetaba del cuello, empujándola contra una pared. Rafael quiso sujetarlo, pero, sin siquiera tocarlo, Ángel lo lanzó a varios metros de distancia. Se acercó más a Gabriel, saboreando su miedo mezclado con aquella insufrible misericordia que sentía hacia él. Apretó aún más la espada contra su cuello, justo por encima de donde mantenía firme el agarre con su mano, disfrutando de aquel momento a la vez que se estremecía sólo de pensar en que los arcángeles pudieran hacerle algo a Luz.
—No la tocarás —gruñó.
—Ha roto el último sello —dijo el arcángel con un hilo de voz temblorosa, luchando contra la presión que él ejercía contra su cuello.
—No, pregonera —su voz fue profunda y sombría, igual que su mirada fija en los ojos de Gabriel—. No lo ha roto. Y aunque lo hubiera hecho, no la tocarás. No acabarás con la vida de ningún humano. No intencionadamente.
—Es un pequeño precio a pagar para evitar un mal mucho mayor —dijo Gabriel, y sonrió, provocándolo.
—¡Heylel! —gritó Rafael, haciéndole entrar en razón justo a tiempo, antes de atravesar el cuello del arcángel con un solo movimiento de su espada—. Nada arreglarás si matas a Gabriel.
Rafael caminaba lentamente hacia ellos y él sentía su aplomo creciendo por encima de la primera oleada de miedo que había llenado el espíritu del arcángel. Él mantenía la vista fija en Gabriel, que lo miraba con aquella sonrisa de superioridad, convencida de que aunque en aquel mismo instante acabara con ella, renacería de nuevo repleta de la Gracia de su Padre. Ángel gruñó. Rafael tenía razón, matándola no arreglaría nada. Privaría al arcángel durante algunos siglos, insignificantes para ella, de su memoria, de su personalidad e incluso de sus diversas formas corpóreas. Nada que no acabara recuperando en un tiempo que, en el Paraíso, no era en absoluto largo. Tal vez no volvería a ser igual, pero su maldita esencia jamás cambiaría y acabaría siendo, de nuevo, la insoportable pregonera que era.
—Es posible que matándola no solucione nada —contestó él, sintiendo como su cuerpo temblaba, amenazando con transformarse—. Pero tampoco perderé nada.
—¡Sí lo harás! —gritó Rafael, deteniendo súbitamente el movimiento de su mano con una firmeza que Ángel pensaba que no poseía—. Le demostrarás que tiene razón —continuó el arcángel, con calma, sin soltar la presa de su mano en su muñeca—, que no eres más que la bestia en la que piensa que te has convertido. Pero, en realidad, la «maldita» luz de la creación, Heylel, jamás podrá serte arrebatada.
Ángel apartó la mirada de los ojos petulantes de Gabriel, prestándole a Rafael toda la atención de la que era capaz en ese momento.
—Aunque la mates ahora, otros acabarán su labor. Aunque nos mates a todos nosotros, otros vendrán a acabar lo que hemos empezado…
Ángel fijó de nuevo sus ojos, llenos de ira, en Gabriel. Rafael tenía razón, cualquiera acabaría lo que aquella maldita mensajera había empezado, sin importar a cuántos matara mientras tanto. Había otro modo de acabar con aquello sin empezar una nueva guerra, que no conduciría a nada ni podría evitar que la vida de Luz acabara si los arcángeles se lo habían propuesto. Tenía que haberlo.
—Si le hacéis daño —dijo con voz grave, casi gutural—. Si simplemente la tocáis, aunque sólo sea un leve roce, no me importará empezar una maldita tercera guerra, pregonera. —Sintió el miedo y el estremecimiento de Gabriel y se deleitó con ellos—. Ese ya no será en ningún caso un precio pequeño. ¿Lo has entendido, Gabriel?
El arcángel asintió y él, lentamente, fue disminuyendo la presión contra el cuello de Gabriel, sin apartar la espada. De inmediato el cuerpo del ser sagrado brilló con intensidad, fundiéndose con la propia luz que desprendía.
—¡Ni un solo roce! —gritó con rabia al halo de luz dorada que brillaba alrededor de su espada.
Cuando el resplandor en el que se había convertido el arcángel hubo desaparecido completamente, se apoyó con una mano contra la pared en la que había aprisionado a Gabriel. Rafael se apartó de él, que, finalmente, bajó la mano en la que empuñaba su espada, sintiendo como la energía del arma regresaba a su interior y lo llenaba, aumentando su propio poder. Perdió la noción del tiempo mientras se concentraba, tratando de calmar su espíritu, y se sorprendió cuando, al conseguirlo, percibió aún la presencia de Rafael a su lado.
—¿Cómo has sabido que me detendría? —preguntó, controlando su voz, sin moverse ni mirar al arcángel.
—Soberbia.
No necesitó verlo para reconocer en el tono de Rafael aquel gesto suyo, encogiéndose de hombros con inocencia infantil por la obviedad de su respuesta.
—Mi pecado… —susurró.
—Tú favorito, de toda una larga lista ¿no? —dijo el arcángel y él no pudo evitar sonreír al reconocer de nuevo en boca de Rafael sus propias palabras, a la vez que notaba, atravesándolo como una puñalada, la confianza en él que sentía el arcángel.
La súbita presencia de Belial lo sorprendió, interrumpiendo aquellas sensaciones en las que, en realidad, no quería pensar. El diablo al que los humanos habían otorgado el rango de Rey del Infierno descendió sobre ellos, desplegando unas enormes alas negras que otorgaban cierta majestuosidad a su forma maldita, y que él que no conseguía recordar cuándo había visto por última vez en aquel ser.
—Tenemos a Legión —rugió el ángel caído antes, incluso, de llegar a posarse en el suelo.
Belial no necesitó decir ni hacer nada más para que la ira y el poder, que tanto le había costado contener, llenaran incluso con más fiereza el cuerpo de Ángel, que salió despedido detrás del diablo, sintiendo muy cerca de él la presencia de Rafael. Maldijo en silencio al arcángel por no haberse esfumado junto a Gabriel cuando habría tenido que hacerlo. Lo último que quería en aquel momento era que ese estúpido e infantil ser sagrado presenciara lo que de buen seguro iba a ocurrir cuando atrapara a aquel maldito demonio y comprendiera que él, en realidad, sí era la bestia que instantes antes había demostrado no creer que fuera.
Luz se refugió en una mesa del fondo de la biblioteca, después de esquivar a la estudiante que se afanaba en ordenar los libros de una estantería y que el día anterior le había permitido llevarse, en contra de todas las normas habidas y por haber, el ensayo sobre la Clave de Salomón que llevaba ahora en sus brazos, oculto entre otros textos. Comprobó que no había nadie a su alrededor antes de sacar del bolsillo del pantalón un cortaúñas y un tubo de pegamento. Con sumo cuidado, introdujo en la esquina inferior de la tapa posterior del tratado sobre ocultismo medieval una de las hojas apenas afiladas de la pequeña herramienta de manicura, y, sin dificultad, separó la cubierta de la decorada hoja que protegía el interior de la encuadernación. Rescató, de un improvisado escondite en el interior de su camiseta, la diminuta tarjeta de memoria que contenía las imágenes de las desaparecidas piezas halladas en la cripta, y la protegió envolviéndola con un trozo de plástico transparente. Con delicadeza, situó la tarjeta en su envoltorio sobre la punta desnuda de la encuadernación del viejo libro, la cubrió con un recuadro de papel, algo más grande que el trozo de plástico que escondía, y esparció sobre él dos gotas de pegamento antes de colocar suavemente en su lugar la hoja llena de florituras de la encuadernación original. Con dos dedos mantuvo la presión sobre la esquina del libro en la que había estado trabajando, a la vez que contenía la respiración, y, finalmente, comprobó que el escondite era tan discreto como lo imaginaba. El papel del interior, oscurecido por el paso del tiempo, no desvelaba rastro alguno de su manipulación, ni del pegamento utilizado para fijarlo de nuevo en su posición original. El discreto bulto de la diminuta tarjeta, así como de las finas capas que la protegían, quedaba totalmente disimulado por las magulladuras que aquel antiguo tomo había sufrido a lo largo de los años en sus cubiertas y, en especial, en las esquinas inferiores, que estaban descoloridas, retorcidas y deformadas. Ni siquiera al tacto se notaba el fino perfil del trozo de plástico negro que contenía las imágenes tomadas ilícitamente.
Respiró hondo antes de levantarse silenciosamente y dirigirse al mostrador para devolver el libro. Estaba convencida de que no constaba registro alguno del préstamo clandestino al que la joven bibliotecaria había accedido la tarde anterior, pero, aún así, decidió asegurarse de que ningún documento pudiera relacionarla con el que se había convertido en el refugio de la única prueba que quedaba de los hallazgos de la cripta. La estudiante encargada de la biblioteca seguía colocando mecánicamente libros en las estanterías y Luz llamó su atención, señalando el tomo que sostenía en su mano. La muchacha le hizo un gesto de precaución antes de dirigirse apresuradamente hacia ella, confirmando sus sospechas de que no había quedado constancia alguna de su relación con el libro.
—Por favor, déjelo en su sitio —susurró la chica al llegar junto a ella con la vista puesta en el libro—. Si se enteran de que he permitido sacar este libro me quitarán la beca…
Luz rápidamente escondió el viejo tomo entre los otros libros que sostenía y que había llevado con ella con el único propósito de ocultarlo.
—Tranquila, no diré nada —respondió, cómplice—. En realidad, si el director de mi equipo de investigación se enterara de que pierdo el tiempo con esto me sacaría a la calle de una patada… —explicó y la joven sonrió, traviesa—. Será un secreto entre ambas.
—Claro —respondió animada, antes de acercarse más a Luz y hablar en tono de confidencia—. En esta facultad, en ocasiones, son un poco carcas…
Luz sonrió divertida y con un gesto le indicó que iba a devolver el libro, separándose de la joven que ahogaba una risita maliciosa. Dejó aliviada el ensayo en el lugar que le correspondía y salió de la biblioteca tan rápido como pudo. Una vez en el pasillo, finalmente, se permitió relajarse. Más tranquila por haber dejado en un lugar seguro la tarjeta, regresó al departamento para devolver los libros con los que había ocultado el ensayo sobre la Clave de Salomón, pero encontró a Alfonso sentado en su mesa, y sonrió por haberse decidido a llevar consigo aquellos libros y no otros para camuflar el tratado de ocultismo.
—Pensaba que seguirías en el Departamento de Antropología. Quería darte esto —dijo, tendiéndole los libros a Alfonso, que la miraba sorprendido—. Ayer los trajo un alumno tuyo, justo antes de que yo me marchara. Te agradece el préstamo, me dijo que le fueron muy útiles.
—¡Ah, sí! Almagro, de tercero… —musitó Alfonso, cogiendo los libros que ella le había ofrecido y mirándolos uno a uno.
—¿Me necesitas para algo más? —preguntó y Alfonso levantó la vista, mirándola con dureza, con el mismo gesto desagradable con el que la había recibido esa misma mañana.
—En realidad, no. Y, de hecho, si no recuperamos el material perdido, no voy a necesitarte más —dijo con sequedad, devolviendo la atención a los documentos que tenía sobre la mesa.
—¿Te sabría mal explicarme qué demonios te pasa? —dijo con dureza, llamando de nuevo la atención de Alfonso—. En los últimos días apenas te reconozco…
—¿De verdad necesitas que te lo explique, Luz? —Alfonso se levantó, enfrentándose a ella—. Primero asaltas en plena noche un lugar histórico, con el tremendo susto que ambos nos llevamos por tu falta de cordura. Después haces lo que te da la gana y trabajas en una absurda hipótesis que no puede llevarnos a nada. Te enfrentas a mí, que, no lo olvides, soy el director de esta investigación, más allá de que seamos o no amigos, cuando te pido que te centres en la línea de investigación principal. Y, finalmente, desaparece todo el material, dando la casualidad de que tú fuiste la última en salir de aquí y sin que nadie te viera hacerlo. En fin, creo que está bastante claro lo que me pasa.
—Así que ya está —dijo, sin poder disimular la pena que se filtró en sus palabras—. Priorizas un desacuerdo profesional sobre nuestra amistad y después me atribuyes un delito, que te aseguro que no he cometido, basándote, como única prueba, en la falta absoluta de pruebas que apoyen o desmientan tus ideas. Muy bien, es todo lo que necesitaba saber.
Luz se dio la vuelta dispuesta a salir cuanto antes del departamento, pero albergando en su interior la esperanza de que Alfonso se lo impidiera, que le diera, sino una disculpa, al menos una explicación convincente de su comportamiento. Pero él no dijo ni una palabra y ella se resignó a marcharse sin mirar atrás.
Debía de ser mediodía y no tenía ganas de volver al hotel ni de enfrentarse a nada que la obligara a pensar en lo ocurrido durante los últimos días. Una parte de ella deseó estar con Ángel en aquel momento. A su lado se sentía extrañamente protegida y a salvo de todo, pero no tenía manera de localizarlo y pensó que era poco probable que él estuviera en el hotel. Suspiró, tratando de detener aquellos pensamientos, salió de la universidad y se dedicó a caminar sin rumbo por las calles de Salamanca. No se fijó en los pequeños detalles que normalmente hubieran llamado su atención, ni en los hermosos edificios que formaban el casco antiguo de la ciudad. Tan sólo caminó, intentando no pensar, hasta que llegó frente a un lugar que le pareció increíblemente tranquilo. Se fijó en su alrededor y se dio cuenta de que era un enorme parque que se abría entre las calles atestadas de coches, y decidió perderse en su interior. Caminó entre los setos, cuidadosamente recortados, y las numerosas fuentes, hasta que, finalmente, se sentó en un banco, algo apartado de los caminos más concurridos por las parejas, familias y grupos de turistas que disfrutaban del agradable espacio ajardinado.
No fue consciente del tiempo que estuvo allí sentada, observando distraída el ir y venir de la gente, hasta que se dio cuenta de que la luz anaranjada del atardecer desvelaba nuevos colores en el paisaje. Se levantó, dispuesta a pasear y disfrutar del nuevo aspecto de aquel hermoso parque hasta que el sol se ocultara por completo, pero, cuando hubo dado cinco escasos pasos, se sintió mareada. Pensó que no había comido nada en todo el día y quiso maldecirse por ello mientras buscaba, sin éxito, algo en lo que apoyarse. Repentinamente se le nubló la visión, como si un intenso haz de luz la hubiera cegado. Buscó apoyo a tientas, sin encontrarlo, y se dejó caer de rodillas en el suelo, antes de provocarse un mal mayor.
Ángel siguió a Belial hasta un viejo edifico destartalado a las afueras de la ciudad y, de inmediato, sintió la disimulada presencia de Legión en el interior, junto con el nerviosismo de Rafael, que acababa de situarse a su lado. Bufó. Comprobó que en el interior del viejo edificio había al menos cincuenta humanos, además de Legión y otros tres demonios, mucho más jóvenes y menos poderosos que el antiguo condenado.
—¡Lárgate! —gruñó hacia el arcángel, que se limitó a negar con la cabeza.
Notó, resignado, como toda la inquietud de Rafael se transformaba en resolución, primero, y en anticipación ante un posible combate, después. Belial le indicó con un gesto que los diablos bajo su mando ya rodeaban el edificio, al tiempo que dejaba crecer su rabia y lenguas de oscura sombra rodeaban su cuerpo maldito, acariciándolo, y creando intrincadas formas a su alrededor. Ángel le dedicó una leve mirada de advertencia a Rafael antes de avanzar con paso firme hacia el edificio y dejar que su poder invadiera la maltrecha estructura, haciéndola temblar a la vez que atravesaba la puerta. Sintió el estremecimiento de los demonios que se ocultaban en el interior, las esencias de las almas de los humanos debilitadas por la embestida y, casi en el mismo instante, la presencia del diablo y el arcángel que lo habían seguido quedándose un paso por detrás de su espalda. Se dirigió directamente hacia el lugar en el que sentía, más claramente ahora, la presencia de Legión, y Belial lo siguió de cerca mientras Rafael guardaba una prudente distancia. Sintió su propia repugnancia mezclándose con la de su general y el arcángel cuando se encontró con la figura terrible y retorcida del viejo demonio. Su cuerpo era tan grotesco como las almas condenadas que se habían unido bajo aquel antiguo nombre con la única finalidad de aumentar su poder. Las almas de los humanos más oscuros y corrompidos que en algún momento hubieran pisado la tierra estaban encerradas, encadenadas, en el interior de aquel cuerpo, más animal que humano. Todos los pecados y las atrocidades imaginables formaban parte de aquel ser condenado que, tanto en esencia como en forma, era una burla de la Creación.
Los ojos rojos, encendidos, sin párpado ni pupila, estaban fijos en Ángel, que sostenía su espada contra el cuerpo del demonio, abominable, sin pelo ni piel que cubriera la monstruosa musculatura, sólo recubierto por una película blancuzca y resbaladiza, que dificultaba su agarre. Con rabia, le dio una patada en el abultado pecho, una imitación grotesca de los senos femeninos, lanzándolo contra el suelo. Legión cayó de espaldas, con las patas terminadas en pezuñas hacia arriba, y los retorcidos y delgados brazos, con garras de uñas largas y negras, extendidos. Puso sobre la bestia un pie, apretándolo con fuerza contra el suelo, al tiempo que levantaba su espada para mandar al abismo a todas y cada una de las almas que habitaban en su interior. La boca de Legión se abrió en una mueca que pretendía ser una sonrisa, mostrando las hileras de enormes dientes en forma de colmillo, al mismo tiempo que él sintió, como un golpe que retorció su espíritu, que Luz, no sabía cómo ni por qué, se encontraba en peligro y, simultáneamente, que la esencia de Rafael se alejaba, en la dirección exacta en la que sabía que se encontraba la mujer. Con fiereza, concentrando en su arma todo el poder, la rabia, el odio y el dolor de su interior, bajó su espada contra el cuerpo de Legión, que, de algún modo, se las apañó para desaparecer bajo su pie, sin dejar rastro de su presencia, antes de que el filo de luz golpeara el suelo con fuerza, provocando un movimiento de tierra que zarandeó la ciudad entera y puso en peligro la maltrecha estructura del edificio en el que estaban.
Belial lo cogió de un brazo, llevándolo con él mientras preguntaba a voz en grito cómo había podido aquel demonio largarse sin dejar ningún rastro, a una velocidad que ni el propio diablo sabía si podía alcanzar. Él simplemente gruñó. Hubiera querido explicarle al ángel caído que el demonio se había estado alimentado de los malditos humanos hasta aquel momento, en aquel mismo lugar; que algún humano, incluso más imbécil que los demás, había realizado, en algún lugar, un maldito sacrificio en su honor justo en el preciso instante en el que él había bajado su espada, inundando al demonio de un poder del que en realidad carecía; que había más humanos implicados en aquella absurda conjura en su contra de los que habían imaginado. Hubiera querido decirle todo eso y mucho más, pero no lo hizo. Simplemente se liberó del agarre de Belial y salió como una exhalación detrás de Rafael, hacia donde sentía la presencia de Luz.
Su espíritu maldito se había estremecido ante una certeza que hacía perder importancia a la afrenta de Legión y de los imbéciles que, seguramente sin saberlo, lo apoyaban. Dos ángeles habían ido a buscar a Luz. Dos malditos enviados de Gabriel estaban dispuestos a acabar con una vida humana, la única que a él realmente le importaba, sólo por salirse con la suya e impedir que el tercer sello se rompiera definitivamente. Y Rafael había ido en su ayuda. Aquel maldito arcángel por el que un instante atrás casi había sentido lástima, del que prácticamente se compadecía, iba a matar a Luz si no llegaba a donde fuera que estuviera lo suficientemente rápido para impedirlo.
El tiempo y el espacio desaparecieron y todo ante él no fue más que vacío hasta que sintió a su lado el poder de Rafael expandiéndose y golpeándolo. Tardó un instante en comprender lo que estaba viendo y entender qué estaba haciendo el arcángel. Luz estaba en el suelo, arrodillada, apoyada sobre sus manos, y con la cabeza agachada, detrás de la esencia luminosa de Rafael, que impedía con su propio ser que los dos ángeles que avanzaban hacia ella pudieran alcanzarla.
—¡Sácala de aquí!
Sintió en su interior la silenciosa orden del arcángel haciendo vibrar su espíritu, retorciéndolo. No tuvo tiempo de protestar, ni de ser él mismo quien impidiera que los ángeles la atacaran con una sola oleada del poder que aún bullía en su interior, cuando entendió que Luz estaba consciente. El arcángel sólo la había confundido el tiempo necesario para poder frenar el ataque de los seres sagrados enviados para matarla. Sabía que nada podían hacer aquellos dos ángeles contra una orden de Rafael, y que sería otro arcángel el que finalmente se enfrentaría de algún modo a aquel ser de luz que protegía con su propia esencia la vida de una humana. Corrió hacia Luz y sintió su espíritu revolverse y su condena ceñirse sobre él cuando atravesó la etérea presencia de Rafael, pero ni todo el dolor de la maldita Creación hubieran podido en ese instante mandarlo al abismo e impedir que se ocupara de Luz, antes de que fuera consciente de lo que ocurría a su alrededor. Utilizó la reciente furia acumulada en su ser para hacer frente a la embestida de la esencia sagrada de Rafael, antes de coger a Luz en sus brazos y alejarla de aquel lugar, sin ser capaz todavía de pronunciar ni una sola palabra, mientras luchaba contra el sufrimiento que agitaba su esencia condenada.
Luz seguía arrodillada en el suelo, cegada y confundida. Se había dejado caer, apoyándose sobre las manos, pensando que en cualquier momento podría desmayarse, y no se atrevía a moverse, aunque, en realidad, ya no se sentía mareada. Lentamente comenzaba a recuperar la visión, aunque no conseguía aún distinguir nada con claridad, como si una potente luz directa se hubiera encendido ante sus ojos, deslumbrándola y cegándola. Respiró hondo, inmóvil, tratando de tranquilizarse mientras esperaba a recuperar completamente la visión, pero, antes de que eso sucediera, sintió un fuerte agarre a su alrededor, y comprendió que alguien, prácticamente sin esfuerzo alguno, la había alzado entre sus brazos. En lo que le pareció un rapidísimo instante, aquellos brazos se deslizaron suavemente a su alrededor, dejándola después sobre lo que le pareció un banco. Creyó ver, entre las centelleantes luces que aún la privaban de una correcta visión, que el paisaje a su alrededor había cambiado, no había setos, ni fuentes ante ella, aunque tampoco podía asegurarlo. Quiso frotarse los ojos para tratar de aclara su vista, pero una mano firme y cálida se lo impidió.
—¿Qué tal te encuentras?
—¿Ángel? —preguntó sorprendida, buscándolo inútilmente con la mirada, aunque hubiera reconocido su voz incluso en el mismísimo Infierno—. Creo que me he mareado.
—Eso parece… —sintió la mano de Ángel acariciándole el pelo y creyó distinguir su silueta, sentado, junto a ella.
—Empieza a parecer una mala costumbre que me encuentres tirada por los suelos.
—Depende de cómo lo mires —murmuró él, y Luz creyó distinguir con su aún nublada visión aquella sonrisa arrogante que tanto le gustaba.
Parpadeó varias veces, cerrando los ojos con fuerza, y sintiendo un inmenso alivio cuando fue distinguiendo, cada vez con más claridad, el paisaje a su alrededor. Seguía en el parque, aunque en un lugar totalmente distinto de donde se había mareado, que no reconoció.
—Esto ya está mejor… —dijo, fijando los ojos en el rostro de Ángel, que la miraba con preocupación.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó él, inquieto.
—No lo sé… —empezó a decir, antes de darse cuenta de que no era del todo cierto—. Bueno, la verdad es que puede haber influido que desde ayer no haya comido nada…
—Seguramente —sentenció él, con evidente alivio en su voz, antes de levantarse bruscamente del banco y tener una mano hacia ella—. Vamos a cenar.
Ella no protestó y se dejó guiar, disfrutando de la sensación de tranquilidad que la embargaba cuando estaba con Ángel y consiguiendo, por fin, olvidarse de todos los pensamientos que la habían atormentado desde que había abandonado la universidad. Cuando llegaron al hotel en el que ambos se alojaban ya había oscurecido completamente, una leve brisa enfriaba el ambiente y la hizo tiritar. Ángel la miró, de nuevo con aquella sombra de preocupación en el rostro, a la vez que abría la puerta haciéndola pasar.
—Estoy bien —dijo cuando pasó junto a él.
—Estarás mejor cuando hayas comido —contestó él, con seriedad, siguiéndola y soltando la puerta, que se cerró con un golpe tras ellos.
El restaurante del hotel estaba, como de costumbre, prácticamente vacío, y Luz devoró gustosa su cena mientras le contaba detalladamente a Ángel el absurdo interrogatorio al que la había sometido el inspector Sánchez y la discusión con Alfonso. Él la miraba con una expresión grave, que no supo identificar y que atribuyó, sin más, a que aún estaba preocupado por cómo se encontraba. Siguió contándole cómo había transcurrido la extraña mañana y le indicó, de pasada y sin entrar en detalles, que finalmente había ocultado en un lugar seguro la tarjeta de memoria con las fotografías. No fue hasta que terminó con su cena cuando se dio cuenta de que Ángel apenas había tocado la comida de su plato. Estaba más callado y taciturno de lo habitual y no había desaparecido, ni por un instante, la expresión severa de su rostro. Incluso sus ojos le parecieron más oscuros de lo normal.
—Será mejor que vayas a descansar —dijo él, finalmente, con seriedad, mientras se levantaba de la mesa sin darle oportunidad de preguntarle qué le ocurría.
Por un instante pensó que, simplemente, se giraría y se iría, dejándola allí, sola, sin más explicación ni una cortés despedida, pero, en lugar de eso, le indicó con un gesto al camarero que anotara la cena en su cuenta y tendió una mano hacia ella, que lo miraba desconcertada. La acompañó en silencio hasta su habitación y se detuvo a una distancia más que prudencial de su puerta, mirándola fijamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Luz, al fin, pero no obtuvo respuesta—. Hay algo que te preocupa…
—Esta tarde… —Ángel empezó a hablar, pero se detuvo y clavó en ella con más intensidad aún su mirada—. Me has asustado —dijo, después de un instante de silencio.
Ella asintió, en silencio, y avanzó hacia él. Una parte de ella comprendía que pudiera estar preocupado, la otra le decía que no era suficiente motivo para su actitud, pero, cuando estuvo frente a él, la cercanía hizo que se sintiera extrañamente aliviada, y la expresión de Ángel pareció relajarse. Tal vez sí que estuviera angustiado por el estado en el que la había encontrado, y aquel pensamiento se llevó de un golpe todos sus miedos y sospechas, despertando a su vez todos los sentimientos que aquel hombre provocaba en ella.
—Gracias —murmuró, mientras se levantaba sobre las puntas de los pies para rodearlo con sus brazos.
Él respondió a su abrazó y las emociones de Luz se desbordaron, llenándola y haciendo que todo lo demás desapareciera a su alrededor. Ángel estrechó su abrazo y ella, instintivamente, buscó sus labios, que le respondieron casi con desesperación. Todo su ser se estremeció con el contacto de su boca y su cuerpo tembló de placer. Nunca antes se había sentido tan unida a nadie como a aquel hombre, con el que, ahora estaba segura, podía llegar a fundirse. Sin apenas separarse de él lo guió hacia el interior de su habitación, cerrando tras ellos la puerta, y rindiéndose definitivamente entre sus brazos.
Al sentir el roce de sus labios, su ser se estremeció y su espíritu se abrió para acoger el alma de Luz, abrazándola, al tiempo que sus bocas se fundían. Toda la ira que se había acumulado en su interior, y que hasta aquel momento había tenido que esforzarse en contener, desapareció de inmediato cuando sintió su cuerpo tan cerca de él, y se dejó llevar por ella, que lo guiaba suavemente hacia algún lugar. Nada le importaba en aquel momento más que la mujer que tenía entre sus brazos, acariciándolo, y le correspondió alabando su cuerpo con sus manos. Cuando ella le quitó con brusquedad la camiseta y acarició su espalda, sintió el suave roce de sus manos sobre las antiguas cicatrices que marcaban su cuerpo condenado como si hubiera tocado directamente su espíritu, y su mente se nubló, perdiendo por completo la noción del tiempo y el espacio. Todo el universo desapareció para él y sólo quedó Luz, abrazándolo, besándolo, acariciándolo, hasta hacerle perder el control de sí mismo y la consciencia de su propio ser, sin darle opción de preocuparse por las desconocidas sensaciones que lo inundaban y la súbita pérdida de control. No pudo más que dejarse llevar por el fuego que ella había despertado en su interior, que lo abrasaba con una intensidad desconocida. No entendía qué le estaba pasando, jamás en su larga existencia había sentido nada parecido al sentimiento que crecía en su espíritu, llenándolo todo, haciendo que sintiera su propio ser de un modo diferente, como nunca antes lo había sentido.
Respiraba agitado, nervioso. Quería retomar el dominio de sí mismo, entender qué le pasaba, comprender aquel torbellino que lo agitaba, pero su cuerpo reaccionaba ajeno a su voluntad. Su boca acariciaba la de Luz violentamente, queriendo devorarla. Sus manos acariciaban aquel cuerpo, que le resultaba tan familiar y a la vez desconocido, deleitándose con el roce de la piel de Luz, tan suave al tacto y que, al contacto con la suya, desataba una corriente eléctrica intensa y agradable. Quiso sentirla más cerca, fundirse con su cuerpo igual que lo había hecho con su alma. Pero Luz se separó repentinamente de su boca, obligándolo a regresar a la realidad. Oyó su propia respiración, jadeante, y se dio cuenta de que sus labios seguían buscando los de ella, sin encontrarlos. Con un inmenso esfuerzo trató de tranquilizar su espíritu, abrió los ojos, y encontró fija en él la negra mirada de Luz, profunda y brillante, llena de un resplandor que no conocía. Ella estaba tan cerca de él que se maldijo por no haber estado lo suficientemente lúcido para haberse dado cuenta. Consiguió, no sin esfuerzo, tomar consciencia de su propio cuerpo desnudo, tumbado sobre ella, sintiendo el contacto de su piel sobre la suya, desatando esa sensación eléctrica que lo enloquecía, mientras ella seguía mirándolo fijamente de aquel modo que no alcanzaba a comprender. Una oleada del deseo de Luz lo golpeó, sorprendiéndolo, antes de mezclarse con el suyo propio como nunca había ocurrido, como no creía que fuera posible que ocurriera. Sintió que el cuerpo desnudo de Luz se estremecía bajo el suyo y se dio cuenta de que sus manos se movían acariciándola, ajenas a su voluntad, y disfrutando del tacto de su piel humedecida. Su cuerpo reaccionaba de una manera desconocida para él, tomando el control de una situación que no comprendía, que lo abrumaba y asustaba, pero que por nada del mundo quería interrumpir. No deseaba apartarse ni un solo milímetro de ella, al contrario, quería sentirla aún más cerca.
Ella cerró los ojos, privándolo de la luz de su mirada, al tiempo que su cuerpo se estremecía de nuevo por sus caricias. Quiso entender qué pasaba, pero de nuevo sus manos, moviéndose sin su permiso, acariciando a Luz y disfrutando con la energía que provocaba el contacto con su piel, hicieron que ella temblara y que de su garganta escapara un leve quejido. Consiguió apartar los ojos del rostro de ella, extasiado, para prestar atención a aquel cuerpo que temblaba bajo el suyo, y fue el quién se estremeció cuando una nueva y placentera sensación lo invadió ante la visión de aquella mujer que, completamente desnuda, se entregaba a él, mientras sus manos la acariciaban como si supieran exactamente como debían hacerlo, como si ya conocieran cada pequeño rincón de su cuerpo. Un nuevo impulso lo urgió a acercarse más a ella y se sorprendió deslizando los labios sobre aquel hermoso cuerpo, sintiendo con cada contacto nuevas emociones que jamás había sentido. Podría haberse pasado el resto de su existencia saboreando aquel cuerpo, acariciándolo, venerándolo como si fuera lo único sagrado que jamás hubiera conocido, si ella no se hubiera incorporado, interrumpiendo la alabanza que su propio cuerpo hacía de su ser. Se irguió para mirarla, buscando una explicación en sus ojos, que estaban encendidos con una nueva luz, y antes de que pudiera descifrar su significado, ella lo tomó entre sus brazos y acercó los labios a los suyos, provocando que el envite de su lujuria le hiciera perder de nuevo la conciencia del tiempo, del espacio y de su propio ser.
Disfrutó de aquella sensación y un nuevo fuego, aún más intenso que el anterior, se desató en su interior, dominándolo y tomando por él el control. Y, en un instante, se sorprendió sintiendo a Luz como nunca antes la había sentido. Su alma estaba unida a su espíritu más de lo que jamás lo hubiera estado, estaban entrelazados, mezclados como una sola esencia. Quiso disfrutar de la sensación, abrazar el alma de Luz aún con más intensidad, pero de inmediato entendió que no era su espíritu el que contenía su alma, sino que, en aquel momento, era él quién estaba en su interior. Dejó que su ser se entremezclara con el de ella y se asombró al sentir intensificado el tacto de Luz y comprender que también sus cuerpos se habían unido. Abrió los ojos, instintivamente, y se encontró con los de Luz, que lo miraba como nunca antes lo había hecho, atrapándolo en el fuego que ardía en su interior. Un nuevo sentimiento lo inundó y creyó que podría desaparecer en su intensidad. Se dejó llevar y disfrutó de aquella sensación, desconocida y placentera, asombrándose con sus matices, de una increíble belleza. El tiempo se detuvo para él, hasta que una nueva certeza lo inundó y comprendió que era amor lo que estaba sintiendo. Su propio amor por la mujer que lo acogía en su cuerpo y el amor de ella por él, fundiéndose y entrelazándose, arrastrando su espíritu a un lugar desconocido, del que no quería regresar. Todos los sentimientos de sus espíritus anudados se intensificaron, mezclándose con las sensaciones de su cuerpo, estallando finalmente en una explosión que lo sumergió, apartando de él todas las tinieblas, toda la pena, la nostalgia, la ira y el dolor, y se descubrió a sí mismo, por un instante, de nuevo lleno de la antigua Gracia.
Luz no podía apartar la mirada de Ángel que, jadeante, la miraba fijamente mientras aún estaba en su interior. Estaba inmóvil, respirando con agitación por el reciente placer, y pensó que podría perderse en sus ojos, que reflejaban mil matices indescriptibles. Su propia respiración seguía alterada y aún no podía creer las sensaciones que él había provocado en su cuerpo, del que parecía conocer cada rincón, cada secreto. Le sonrió, extasiada aún por el cercano recuerdo de aquellas nuevas sensaciones, pero él no respondió a su sonrisa. En cambio, sus ojos parecieron llenarse de comprensión en aquel instante y retomó con fiereza el movimiento entre sus piernas, que apenas unos segundos antes había detenido. Ella no pudo más que dejarse envolver de nuevo por las sensaciones que explotaban en su interior con cada una de sus embestidas, mientras él mantenía sus ojos fijos en los de ella. Ángel la besó, con dulzura y desesperación, como si su boca fuera lo único que lo mantuviera con vida, mientras la acariciaba, sin dejar de moverse, con violenta pasión, llevándola de nuevo a un orgasmo que empequeñecía todo el placer anterior. Un grito escapó de su garganta cuando el placer explotó y sintió como Ángel contenía al mismo tiempo un gemido, apretando los labios contra su cuello. Él relajó su cuerpo con suaves caricias, manteniendo su erección en su interior, y Luz quiso proporcionarle el mismo placer que ella había sentido. Se incorporó y, abrazándolo, lo guió para que se girara, tumbándolo sobre su espalda, mientras seguía el movimiento de su cuerpo, manteniendo su unión. Sonrió al ver el deseo y el asombro reflejados en igual medida en aquel rostro, que le pareció aún más hermoso, y lo besó a la vez que comenzaba a moverse sobre él, despacio primero, y con fiereza después, sintiendo cómo él se estremecía bajo la presa de sus piernas antes de acompañar sus movimientos casi con desesperación. Disfrutó observando en su rostro el placer multiplicándose con cada uno de sus movimientos y acarició aquel cuerpo, que podría haber hecho avergonzar a cualquier antiguo dios griego, hasta que sintió que ambos ascendían directamente al cielo cuando explotaron a la vez en un orgasmo mayor aún que los anteriores. Se dejó caer sobre él, moviéndose aún suavemente, aliviando mutuamente sus cuerpos, y no pudo evitar besar su clavícula, ascender por su cuello y recorrer suavemente su mandíbula para acabar alabando su boca con sus labios.
Ambos permanecieron inmóviles, con sus cuerpos entrelazados, en silencio, acariciándose. Jamás había sentido nada como lo que Ángel le hacía sentir y nunca había conocido un placer como el que él le había dado. Se descubrió sintiendo miedo por aquellos sentimientos, pero no quiso permitirse pensar en ellos, sino disfrutar de todas las sensaciones que aún bullían en su interior. Deslizó con suavidad una mano por su torso y siguió con la mirada su movimiento, hasta que, finalmente, toda su angustia desapareció cuando levantó el rostro y se encontró con los ojos de Ángel, fijos en ella, llenos de una nueva luz, y creyó poder distinguir todos los colores del arco iris reflejados en su interior.