Capítulo XI
CUANDO los labios de Luz acariciaron los suyos con más ternura y amor de lo que nunca antes lo habían hecho, todos los argumentos en los que había estado pensando para convencerla de que debía alejarse de él, sin importar lo que le sucediera, se derrumbaron de inmediato, perdiendo toda su fuerza, y simplemente se le olvidaron cuando al fin se permitió sentir de nuevo su alma fundida con su espíritu, y todo el amor que ella sentía por él lo llenó, desarmándolo. Aquel simple beso, tierno y casi inocente, le devolvió la fe en sí mismo y en todo lo que creía y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que, en realidad, valía la pena su condena. Estaba tan inmerso en sus propias emociones, en las de Luz, y en sus cuerpos uniéndose como si fuera la primera vez, que no fue consciente de la presencia de Haniel hasta que la esencia sagrada del arcángel llenó la cámara, inundándola con una brillante luz dorada.
Con un gesto rápido, y más brusco de lo que pretendía, protegió a Luz detrás de su espalda cuando el arcángel se materializó, sosteniendo en lo alto su espada. Estaba desarmado y no había manera de alcanzar su espada sin dejar desprotegida a Luz, a merced de Haniel. Enseguida sintió su miedo, golpeándolo, y comprendió que el brillo del arcángel no la había cegado porque ella había tenido los ojos cerrados hasta ese mismo instante, en el que veía a aquel ser sagrado frente a ellos, desafiante. La ira lo llenó, aumentado su poder hasta tal punto que apenas pudo contenerlo para no hacerle daño a Luz, antes de apartarla bruscamente de él, cuando Haniel trató de mandarlo al abismo usando su poder contra el sello que aún quedaba en su espíritu. Sintió de inmediato la fuerza sagrada estrangulando su ser, oprimiéndolo, pero sin el poder suficiente para que no pudiera hacerle frente, y utilizó todo el dolor y la rabia que lo asfixiaban para aumentar su propia furia y dejar que lo envolviera, sumiendo a su ser en las tinieblas y enfrentándose al arcángel que lo miraba con los ojos desorbitados.
—¿Qué demonios pretendes, Haniel? —Su voz fue un gruñido y toda la rabia que en algún momento había sentido en su interior se vio reflejada en sus palabras.
El arcángel retrocedió, en silencio, blandiendo aún su espada al aire. Las enormes alas de luz dorada se extendían a su espalda como un recordatorio inoportuno de la Gracia que le había sido arrebatada, y Ángel dejó que la esencia sagrada de Haniel rozara su espíritu, aumentado su furia, alimentándolo junto a las intensas emociones de Luz, que lo llenaban más de lo que creía posible. Avanzó lentamente hacia él, acorralándolo, y con una embestida lo lanzó contra el suelo.
—¡Contesta, arcángel!
—Satán —musitó Haniel, tratando de nuevo de forzar el sello que encadenaba su espíritu, sin éxito.
—Aquí y ahora no soy yo el enemigo de nadie, Haniel —gruñó, mientras se acercaba despacio y amenazante al arcángel, que lo miraba desesperado desde el suelo, y se deleitó saboreando su miedo, mayor incluso que el terror que sentía de la mujer que estaba a su espalda—. ¿No te ha advertido Gabriel que el sello se ha debilitado? No, claro que no. —Negó con la cabeza, arrogante, disfrutando de la recuperada superioridad ante el ser divino que estaba a sus pies—. Nadie te ha dicho nada, porque nadie sabe lo que estás haciendo aquí. ¿No es cierto, arcángel?
El ser sagrado permanecía en el suelo, mirándolo lleno de rabia, derrotado a sus pies, pero aún empeñado en cumplir una misión que nadie le había encomendado. Estaba esperando, atento, un instante, un despiste, que de ninguna manera llegaría, para abalanzarse contra Luz y atravesarla con su espada, y esa certeza lo sacudió, aumentando su fuerza.
—¿A qué juegas arcángel? —dijo y su voz fue profunda y terrible, llena de la rabia que, con todas sus fuerzas, trataba de contener para no verse sometido a las tinieblas que había en su interior.
—¡Ella debe morir! —gritó Haniel, señalando a Luz, que permanecía inmóvil, mientras su miedo crecía hasta el punto de hacerla temblar, golpeándolo e incrementando su poder.
Una ira indescriptible, mayor de la que jamás hubiera sentido, lo llenó de forma inesperada y toda la furia que había contenido lo embargó, tomándolo por completo y sumiéndolo en la oscuridad de su espíritu, acabando con todo lo demás. No fue consciente del golpe que acabó con el arcángel hasta que sintió el tintineo sordo del metal de su espada golpeando contra el suelo. El fogonazo de luz en el que se había convertido Haniel le reveló el resultado de su furia, obligándolo a centrarse en el lugar donde estaba, percatándose de su ser envuelto en sombras y sintiendo en su interior el pánico de la mujer aterrorizada que seguía a su espalda.
Se agachó y cogió la espada de Haniel sin sentir apenas la quemazón que la esencia sagrada provocaba en su cuerpo y en su espíritu. Maldijo entre dientes al arcángel que había osado enfrentarlo, se maldijo a sí mismo por ser incapaz de controlar su ira y por no haber tenido a mano su espada. Había matado a Haniel sin necesidad alguna de usar su arma, sólo con desearlo. Su poder había crecido sin darse cuenta hasta el punto de transformar su cuerpo para evidenciar con su aspecto la naturaleza maldita de su espíritu. Había protegido a Luz del arcángel, pero no tenía ni idea de cómo demonios iba a protegerla de él mismo, de la bestia en la que se había convertido, la que en realidad era, aunque ella se negara a creerlo. Sintió el desconcierto, el miedo y la conmoción que abrumaban a Luz, atormentándolo. Dejó que sus sensaciones atravesaran su espíritu, entremezclándose con él, y permaneció inmóvil, incapaz de mirarla, mientras sostenía entre sus manos el arma sagrada del arcángel. Quiso calmarse, sentir el dolor que debía provocarle el contacto con aquella espada, pero su espíritu absorbía aún con más intensidad las emociones de Luz, dejándolo indefenso ante sí mismo.
La luz sagrada del arcángel la había deslumbrado, pero no lo suficiente para que no pudiera verlo, y esa certeza bastaba para que todo el odio y el dolor en su interior crecieran, impidiéndole serenarse y recuperar su forma, aunque ya no importara. Ella ya conocía la verdad que hasta aquel momento se había negado a creer, y toda su curiosidad no era suficiente para empequeñecer el terror que albergaba su alma. Sonrió, cerrando el puño con rabia sobre la espada sagrada, que seguía sin provocarle dolor alguno, antes de erguirse y girarse hacia ella. Esa era su naturaleza. La misma a la que ella no se quería enfrentar pero que tarde o temprano habría acabado conociendo.
—Esto es lo que soy —dijo, y lanzó la espada del arcángel al suelo, con brusquedad, antes de avanzar hacia Luz, enfrentándola, saboreando su miedo que alimentaba aún más su poder desatado—. Esto es lo que hasta ahora te has negado a creer. Y este es el motivo por el que no vas a renunciar a Él.
Se detuvo ante ella, que mantenía fija en él su mirada a pesar del terror que había en su alma, y observó como las sombras que envolvían su cuerpo la rodeaban, acariciándola.
—Te equivocas al creer que lo que pretendo es evitar que te veas privada de Él —explicó, sin dejar de mirarla—. Sólo hay un motivo por el quiero evitar tu condena, y nada tiene que ver con tu salvación.
Luz lo miraba fijamente, con dureza, aunque toda la confusión que había en su interior se reflejaba en su rostro sin que ella pudiera evitarlo. Estaba inmóvil, contra la pared, junto a su espada que arrojaba con más furia que antes su energía, la misma que le impedía serenarse, dominar su esencia, controlar su forma, y que regresaba a él para evidenciar el vínculo que lo ligaba a ella. Las tinieblas que surgían de su ser se enredaban en torno al cuerpo de Luz, permitiéndole sentirla tan cerca como cuando estaba en su interior, notar cada uno de sus sentimientos y sentir como propios su miedo y confusión, como si ella no fuera más que una parte de su espíritu maldito.
—Se acabaron las preguntas, por supuesto. —Sonrió con malicia, tratando de hacerla reaccionar, de que se enfrentara a la realidad que tenía delante, aún sabiendo que de algún modo, por leve que fuera, el sello que Haniel había ceñido contra su espíritu también la había afectado a ella, confundiéndola—. Pero aún tengo algunas respuestas para ti. Corres más peligro del que hasta ahora has querido creer, aunque en el fondo ya lo sabías. No sé por qué, pero alguien allí arriba quiere matarte. Claro que estaba dispuesto a no permitirlo, y lo sigo estando, aunque tienes otra opción, que de ningún modo voy a consentir. Ellos quieren mi manuscrito y ahora tú eres la única que puede dárselo, porque nadie sabe dónde demonios ha ido a parar el original. Si lo haces, suponiendo que yo lo permitiera, esta pesadilla habrá terminado para ti —dijo, dejando que la amenaza se filtrara en su voz, y absorbió todo el miedo que despertó en ella, saboreándolo—. Volverás a tu aburrida vida en la que no seré más que el recuerdo borroso de una experiencia que tu mente no tendrá ningún problema para racionalizar, justificando lo imposible y dotándolo de lógica y coherencia. Por supuesto, no lo harás. No lo consentiré.
—No te tengo miedo —dijo ella en un alarde de admirable valentía, que lo hizo sonreír.
—Sí lo tienes. —Se acercó más a ella, notando como su temor crecía y quiso llevarla al límite, presionarla para que de una vez por todas se obligara a comprender—. Puedo sentirlo. Puedo sentir absolutamente todo lo que sientes y debo decir que es bastante placentero. Tus emociones aumentan mi poder más que ningunas otras, y todo el pánico que hay en tu interior ahora mismo es lo que me hace más terrible de lo que, evidentemente, eres capaz de soportar. —Acercó su rostro a ella, obligándose a no tocarla, y apoyó una mano contra la pared, junto a su cara, acorralándola—. Pero ahora tienes que prestarme atención, más allá de ese miedo que te embarga. Vas a proteger esas fotografías y no se las darás a nadie. Y vas a romper el maldito sello que aún encadena mi espíritu. A cambio te aseguro que saldré de tu vida. Será como si nada, jamás, hubiera sucedido.
—¿Por qué iba a querer eso? —preguntó, y sus ojos negros se clavaron intensamente en él.
Por un instante toda su resolución se tambaleó y, por primera vez desde que Haniel había aparecido en la cámara, tuvo que esforzarse por alimentar las tinieblas que lo rodeaban.
—Te conozco. Conozco cada milímetro de tu alma como si fueras una parte de mí. —Sintió de nuevo el miedo crecer en el interior de Luz y lo absorbió, aprovechándose de él—. No quieres vivir en un mundo con un Dios al que no comprendes, al que temes. No quieres vivir sabiendo que miles de diablos se alimentan cada día de vuestras emociones, ni que las almas condenadas vagan sin memoria durante más tiempo del que puedes imaginar, ni que eso a lo que llamas maldad es, en realidad, la esencia retorcida de tu propia especie. No quieres saber la verdad, aunque siempre la hayas buscado. Te abruma, te aterra y llena esa cabecita curiosa que tienes de mil preguntas de las que, realmente, tampoco quieres conocer la respuesta.
—Tampoco quiero vivir en un mundo sin ti.
Sintió las palabras como un golpe que tambaleó su espíritu, pero aunque todo en ella lo negara, el miedo en su interior crecía a cada momento. Se obligó a ignorar los pensamientos que había en la mente de Luz y aquellos sentimientos que estaban ahogados aún por el pánico que había crecido en ella, y forzó su sonrisa, terrible, mirándola fijamente.
—Es posible —aceptó y se apartó de ella, dándole la espalda, incapaz de seguir hablando mientras aquellos ojos negros sostenían su mirada con más entereza de la que nadie jamás lo hubiera hecho, a pesar todo el terror que sentía—. Aunque, al contrario de lo que crees, esa no es tu decisión. ¿Qué piensas que ocurriría si decidieras permanecer a mi lado a pesar de todo? Él no lo consentiría, tu alma sería condenada y, en el mejor de los casos, dejarías de ser tú hasta que Su misericordia te liberara. En el peor, tu condena sería eterna.
—¿Y qué si mi alma es condenada? Hasta que entré en esta sala no creía que tuviera una. De hecho, aún me cuesta creerlo. No tenía esperanza de una existencia más allá de esta vida, que, por cierto, era un desastre hasta que te conocí. ¿Por qué debería privarme de ser feliz durante una vida que hasta ahora pensaba que era la única que existía?
La rabia en la voz de Luz lo cogió desprevenido, al igual que el odio que embargaba ahora su alma. Un odio que no sentía hacia él. A él, simplemente, le temía. Un odio que conocía perfectamente y que provocó que su ser se complaciera con el envite de las tinieblas que lo envolvían, aumentando aún más su poder.
—La eternidad es mucho tiempo, Luz. De nuevo hablas sin comprender ni lo más mínimo lo que dices —contestó con furia, incapaz de mirarla.
—Perfecto —dijo ella, mostrando una determinación mayor de la que creía posible y que acentuó la ira que había en sus palabras—. Ambos estaremos condenados ad eternum.
—¡No! —gritó, y todo el dolor que sentía se filtró en su voz sin que pudiera evitarlo, mezclándose con su furia—. Yo estaré condenado eternamente, tú dejarías de ser lo que eres. ¿En serio crees que si tu condena supusiera mantenerte a mi lado eternamente no lo consentiría? Por favor, Luz, soy el maldito Diablo, no tu puñetero ángel de la guarda. Si eso conllevara que pudiera tenerte conmigo, lo haría, no lo dudes ni por un instante. No comprendes las consecuencias. Nada de lo que ahora eres permanecería en tu alma, salvo aquello más retorcido que hubiera en tu interior. No quedaría curiosidad, amor, generosidad. Nada. Sólo odio, dolor y rencor. Dejarías de ser tú, sólo habría sufrimiento.
—¿Y cuál es mi pecado para recibir semejante castigo? —escupió las palabras, indignada—. ¿Qué tipo de Dios me condenaría por amarte?
—Ese mismo al que sé que prefieres seguir ignorando —dijo y se volvió, enfrentándola de nuevo, dejándole ver su verdadera naturaleza, y sintió otra vez el miedo creciendo en su interior—. El mismo para el que las jodidas reglas son incluso más sagradas que Su divina naturaleza. El mismo que me condenó a mí y a miles de ángeles por negarnos a someternos a Su voluntad. El mismo cuyos ángeles parecen empeñados en matarte, aunque, por todos los demonios, te juro que no sé por qué.
—¿Qué es lo que pretendes? —preguntó y se acercó a él, desafiante, y, por primera vez, la valentía de Luz surgió por encima del miedo que sentía, y él no pudo más que sentirse orgulloso de ella—. Quieres que rompa el sello que te ata ¿eso es todo? Bien, cuál es el problema, estoy segura de que podrías haber conseguido que hiciera eso sin que yo me diera ni cuenta. Tú lo has dicho, eres el maldito Diablo.
—No es tan sencillo. —Sonrió—. Si fuera así ya lo habría hecho ¿no crees? Puedo influir en ti, pero no en tus decisiones.
—Pero no lo has hecho.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó y avanzó hacia ella, satisfecho de las nuevas emociones que había en su interior, absorbiéndolas, dispuesto a presionarla al máximo, a llevarla a enfrentarse a lo que no quería admitir, a ir más allá de lo que su razón jamás le había permitido—. Cómo sabes que no he guiado tus pasos desde que llegaste a aquí. Qué te hace pensar que no fui yo quién te empujó a seguir investigando en esta dirección a pesar de la negativa del profesorucho ese al que consideras tu amigo. Dime, Luz, ¿cómo sabes que esos sentimientos que hay en tu interior y por los que dices que estás dispuesta a condenarte eternamente realmente te pertenecen? ¿Cómo sabes que no los alimenté para que crecieran como lo han hecho y acabaras metiéndome en tu cama?
—Puedo ser muchas cosas, pero no soy imbécil —replicó con rabia. El miedo y la confusión habían crecido de nuevo en ella, pero no lo suficiente para menguar su determinación ni la ira que sentía—. Es posible que pueda no saber si lo que siento es real, pero sé lo que sientes tú y por eso mismo sé que no lo has hecho.
—¿Y cómo explicas que de la noche a la mañana desapareciera el dolor que te había estado ahogando desde que murió tu marido? —Sintió el estremecimiento de Luz y un miedo nuevo, diferente, creciendo en su alma, mientras él se acercaba más a ella, acorralándola—. ¿Cómo explicas que la angustia que te ha torturado durante toda tu vida se esfumara, que el vacío en tu interior desapareciera?
Todo el terror que había habido en ella se convirtió en confusión y las ideas se agolparon en su mente, abrumándola. Sintió una a una sus emociones, torturándose con el sufrimiento que le provocaban y que a la vez le daban la fuerza necesaria para seguir adelante, para hacer que entendiera qué era él en realidad, para forzarla a enfrentarse a una verdad que la superaba y que su mente racional seguía negándose a admitir. Luz retrocedió, apoyándose en la pared y dejándose caer en el suelo, confundida, al tiempo que su temor aumentaba y su cabeza juntaba cada una de las piezas de lo que había ocurrido. Él avanzó hacia ella, lentamente, y se detuvo antes de estar demasiado cerca, dejándose llevar por los recuerdos que había en su mente.
—Tú lo has dicho, sabes lo que siento por ti —habló despacio, en un susurro, deseando que comprendiera—. También sabes que soy el ser más egoísta que ha pisado jamás este mundo. Tu alma está ligada a mí de algún modo que no soy capaz de comprender, pero es así hasta el punto de que el sello sagrado puede afectarte casi con tanta intensidad como a mí. Eso es lo que te ocurrió la primera vez que fuiste a la Cueva del Diablo. No ha sido la única, pero sí la peor. —Se agachó ante ella, buscando su mirada, que estaba fija en el suelo mientras seguía analizando sus confusos recuerdos—. Simplemente, no pude evitarlo. No soporté verte sufrir porque sentí tu sufrimiento como si fuera el mío propio.
Se quedó en silencio, observándola, sintiendo lo que ella sentía, siguiendo el hilo de sus pensamientos, y esperando a que alguna de sus emociones surgiera finalmente sobre las demás, obligándola a creer, a admitir una verdad que, de cualquier modo, tardaría mucho tiempo en asimilar.
Luz no podía apartar la mirada de las sombras que se escurrían por el suelo y trepaban por su cuerpo, enredándose en ella, acariciándola y haciéndole sentir aquella misma electricidad que recorría su piel cuando acariciaba a Ángel. Aquel ser imposible seguía ante ella, en silencio, pero era incapaz de mirarlo, incapaz de comprender, e, incluso a pesar de sus propios sentidos, incapaz de creer. Él le había arrancado el dolor por la muerte de David, aquel sentimiento que la había ahogado durante los últimos trece meses hasta casi acabar con ella, pero que era lo único que le quedaba del hombre al que había amado hasta el punto de abandonarlo todo por él. Y junto a ese dolor se había llevado también el desasosiego que siempre había habido en su interior. Estaba atemorizada, confundida e indignada porque le hubiera arrebatado algo que era parte de sí misma y se hubiera metido en su mente, manipulándola hasta un punto que era incapaz de imaginar, y, a pesar de todo, algo en ella le decía que el amor que sentía por aquel ser mitológico, que se había convertido en realidad delante de sus ojos, era verdadero. Aunque su cabeza fuera incapaz de asumir aún todo lo que le había contado, todo lo que había visto, aquella emoción permanecía inalterable. Estaban unidos. Ella estaba unida a él de algún modo que, como todo lo que le había explicado, era incapaz de comprender, que ni él mismo parecía ser capaz de entender. Un lazo entre ambos que la sobrecogía y conmovía al mismo tiempo, porque, a pesar de él, o tal vez por su causa, seguía sintiendo como propios y ciertos los sentimientos que había en ella, como si fueran lo único verdaderamente real que en toda su vida hubiera sentido.
Las sombras que se alargaban hasta ella, trepando por su cuerpo y fundiéndose en su piel, se atenuaron ligeramente y su hermoso color violeta se diluyó mostrando infinidad de tonalidades en un instante, hasta que un ligero color anaranjado se impuso sobre los demás. Siguió con la vista las lenguas de luz que surgían del cuerpo del ser que estaba ante ella, y se obligó a mirarlo, sobrecogiéndose de nuevo cuando sus ojos lo encontraron sentado frente a ella, envuelto en las mismas sombras que la rodeaban, con un gesto de absoluta soberbia, que se reflejaba también en su rostro. Nada en él era ya ni remotamente humano. El tono dorado de su piel se veía acentuado por el resplandor que desprendía. Sus manos, entrelazadas con suavidad y a la vez tan tensas que exponían cada tendón, cada músculo, tenían un aspecto similar a garras y aún así increíblemente bello. Todo su cuerpo parecía estar sometido a un esfuerzo constante, a una fuerza sobrehumana, que, a pesar de su actitud despreocupada, lo mantenía rígido, delatando la tensión de su musculatura incluso bajo su maltrecha ropa. Era tremendamente hermoso a pesar de lo terrible de su aspecto, como si cada rasgo en él, por terrorífico que fuera, no tuviera más función que la de aumentar aquella belleza que estaba más allá de todo lo que había creído posible.
Y era el mismo ser al que amaba, a pesar incluso de sentirse traicionada, casi violada, porque hubiera arrancado de su interior lo último que conservaba del amor que había sentido por David. Notó su mirada fija en ella y se obligó a mirar su rostro, que reflejaba toda la rabia y el dolor que sabía que había en su interior. El cabello oscuro cayendo a cada lado, ensombreciendo su cara, no conseguía ocultar la expresión crispada y terrible de su rostro, que no se había suavizado ni por un instante, y resaltaba aún más sus ojos imposibles, inhumanos, tan diferentes de los que conocía y a la vez tan familiares, que un temblor la recorrió cuando su mirada se fijó irremediablemente en ellos. Tal vez aquellos ojos, hechos de intenso fuego dorado, fueran lo único que quedara en él de su origen divino, aunque todo su cuerpo evidenciara cuál era su verdadera naturaleza. Sintió variar levemente el contacto de las sombras entrelazadas sobre su piel y se sorprendió cuando él le sonrió, arrogante, a la vez que las enormes alas de su espalda se movían, obligándola a fijarse en ellas. Comprendió que él no había dejado de saber ni por un instante qué sentía, qué pensaba, y aún así había permanecido inmóvil, impasible, mientras ella trataba de forzar su mente para comprender. Pero ni las dos grandes alas negras replegadas en su espalda, ni la brillante llama que era el iris de sus ojos, ni las sombras que los envolvían a ambos, podían cambiar los sentimientos que había en su interior, aunque, tal vez, esos sentimientos no fueran suyos. No tenía fuerzas ni valor para resistirse a ellos y se sentía demasiado cansada para tratar de comprender un mundo que le era completamente ajeno, más allá de lo que siempre había creído, de lo que consideraba posible.
Se levantó y avanzó hacia él, tratando de controlar el miedo que la mera existencia de aquel ser le provocaba por todo lo que implicaba. Se agachó ante él, sin apartar la mirada de sus ojos, mientras sentía crecer la intensidad del contacto de las sombras que la envolvían. Con cuidado, apartó el pelo de su rostro, descubriendo la terrible belleza que ocultaba, y se esforzó para reunir el valor suficiente, alagar su mano y acariciar aquellas impresionantes alas negras que, por un instante, temblaron por el contacto. Eran suaves y fuertes, aunque parecieran excesivamente delicadas, surcadas por gruesos nervios, unidos en los extremos en una afilada garra, que les daba un aspecto aterrador.
—Te he prometido respuestas y las tendrás —dijo él, con voz suave, casi en un susurro, profundo y aún lleno de ira.
Cerró los ojos, privándola de la luz que emanaban, y se sintió repentinamente vacía cuando las sombras que hasta aquel momento la habían abrazado se desprendieron suavemente de ella para rodearlo a él y brillar con más intensidad justo antes de oscurecerse, absorbiendo toda la luz que había en la cámara. Su mano quedó suspendida en el aire y notó como él se levantaba antes de que, lentamente, la luz azulada que había iluminado el lugar regresara, permitiéndole ver de nuevo.
Ángel estaba frente a ella, de pie, mirándola con media sonrisa arrogante. Era de nuevo el mismo hombre al que conocía y, aunque ya nada en él le pareciera humano, tampoco nada evidenciaba que fuera el ser fantástico que había tenido segundos antes frente a ella. Se levantó y fijó su vista en los ojos verdes que la miraban, llenos de una luz que no era más que un lejano reflejo del fuego dorado que antes había habido en su interior. No pudo evitar recorrer su cuerpo con la vista, incrédula, y si no hubiera sido por las rasgaduras en su ropa, antes hubiera creído que había perdido completamente el juicio a que realmente hubiera sido posible aquella transformación.
—Vamos, estamos cerca de lo que andas buscando.
Ángel comenzó a andar, despacio, a la vez que la misma luz que había llenado aquella enorme sala en la que su vida había cambiado por completo se extendía por los pasillos, iluminándolos y descubriendo cada mínimo detalle. Lo siguió, tratando de controlar el cúmulo de sentimientos en su interior, y procuró concentrarse en cada rincón, en cada pequeña característica de los pasillos que recorrían. Él caminaba ante ella, altivo y elegante, guardando una distancia que en cualquier otro momento le hubiera parecido excesiva, y que, a pesar de toda su confusión, la incomodaba. Distinguió al fondo una nueva apertura del túnel que recorrían, llena de la misma luz azulada que parecía haber inundado por completo los pasadizos que conformaban las entrañas de la ciudad e, inconscientemente, contuvo el aliento al comprender a dónde la estaba llevando.
—Es allí —indicó él, sin girarse a mirarla—. La legendaria aula del diablo. Una simple sala subterránea que vuestra imaginación, para mi propio regocijo, transformó en antesala del Infierno.
Entraron en la cámara, mucho más pequeña que la que habían abandonado minutos atrás, y se sorprendió analizando detenidamente cada pared, cada sillar, cada detalle. Todo el miedo y la confusión habían desaparecido en su interior para dejar paso a una concentración que la alivió de inmediato. Caminó acariciando las paredes con la mano, recorriendo el contorno de la sala, y descubrió una pared diferente, más tosca y descuidada, seguramente también más moderna. El aire fresco se filtraba a través de los viejos bloques aliviando el ambiente de aquella cámara.
—Esta pared separaba la cueva de los túneles, antes era una única sala, ahora comunica con el exterior. Aquí escribí el manuscrito —explicó con suavidad—. La Casa de las Muertes está a pocos minutos, siguiendo ese pasillo —señaló y ella siguió con la mirada su gesto descubriendo un corredor, más estrecho y bajo que el que los había llevado hasta allí—. El camino es prácticamente recto, aunque la salida está igualmente sellada. No encontrarás nada más que indique relación alguna entre ambos lugares, aunque esto debería ser suficiente para demostrar tu teoría. Si es que quieres seguir adelante.
—¡Por supuesto!
Ángel rió estrepitosamente y ella se sorprendió de la súbita indignación que se había filtrado en su voz. Aquella tarde se había derrumbado por completo el mundo que conocía, se había planteado y cuestionado temas que daba por hechos desde su infancia, y había dudado de todo, incluso de ella misma, pero ni por un sólo instante se le había ocurrido detener su investigación. Nada le impediría publicar sus conclusiones sobre aquel manuscrito, aunque ahora supiera que lo había escrito el mismísimo Diablo.
—No lo había dudado ni un instante —dijo él, aún entre risas, antes de que la seriedad regresara de golpe a su rostro—. Pero si quieres seguir con esto, y de paso hacerme el favor de liberarme del ingenio de Gabriel, tienes que ir con más cuidado del que piensas. Nada puedes hacer tú contra un montón de ángeles que, vete a saber por qué, han concluido que tienen que matarte. De eso ya me ocuparé yo, matar ángeles es mi especialidad, y eso no es ni de lejos lo más complicado.
—Los sellos en el piso de Marcos —comprendió, y se estremeció al pronunciar en alto aquellas palabras.
—Exacto. Todo suele empeorar cuando os da por jugar con ángeles y diablos. —Los gestos y la voz de Ángel se agravaron, llenándose de nuevo de duro sarcasmo, pero dejando entrever la rabia real y el dolor que había en él—. No sé de qué va esta historia, pero antes me fío de mil demonios desquiciados que de un solo humano obsesionado. —Resopló, y fijó de pronto los ojos en ella, antes de girarse y echar a andar con rabia—. Sé que Gabriel, para variar, ha hablado más de la cuenta, y que los humanos en los que confió le han salido rana. Si es que tiene un ojo…
—¿Alguien más sabe…? —lo interrumpió, sorprendida.
—En realidad no puedo saber qué saben. —Ángel se encogió de hombros—. La paloma mensajera no suele ser generosa en detalles. Además, una cosa es lo que ella les haya contado y otra lo que hayan interpretado. —Bufó, negando con la cabeza—. La cuestión es que estoy seguro de que los tipos que te atacaron en el callejón buscaban las fotografías que, afortunadamente, no encontraron. Y ten por seguro que seguirán buscándolas. Aunque no sé para qué narices las quieren ahora que tienen el manuscrito, pero, después de la desaparición del historiador y el espectáculo en su piso, puedo hacerme una idea.
—¿Tienen el manuscrito?
Él asintió, pensativo.
—Antes has dicho que nadie sabía a dónde había ido a parar —protestó ella.
—Y no lo saben —contestó, despistado, como si aquella conversación repentinamente hubiera dejado de interesarle—. Yo tampoco, pero sé quién no lo tiene. El resto es evidente.
—¿Para qué podrían quererlo?
—Tú misma lo has dicho esta mañana y ya te he explicado que, por defecto y sin excepción, a la que Gabriel abre más de la cuenta la boca las consecuencias suelen ser todo lo contrario de lo que esperaba. Claro que eso suele ser divertido, salvo cuando acaba involucrándome.
—Quieren invocar al Diablo. —Las palabras salieron de su boca sin pensar y él asintió, con un gesto de burlona obviedad.
—Alguien debería explicaros algún día que eso no es posible. Aunque, si lo fuera, tampoco surtiría efecto. ¿Por qué narices creéis que estoy aquí abajo, por acudir como un perro faldero cuando mi amo me llama? —Resopló, airado—. Pero sí, eso es lo que quieren esos imbéciles que tienen mi manuscrito, y no me extrañaría que pensaran que lo han conseguido.
—¿Cómo? —preguntó y Ángel fijó otra vez en ella sus ojos, con una nueva intensidad.
—Digamos que un demonio descerebrado tiene sueños de grandeza —explicó, quitándole importancia a sus palabras con un gesto de la mano antes de acercarse a ella—. Lo que debe preocuparte no es lo que esos idiotas crean ni el porqué, sino el peligro que supone para ti que sepan que tienes las fotografías. No tengo intención de permitir que te pase nada, pero que fueras con cuidado facilitaría las cosas. No te fíes de nadie. Ni de tu sombra.
—No acostumbro a…
—De nadie, Luz —dijo, enfatizando sus palabras y sin dejarla terminar—. Ni de Alfonso, ni del rector de la universidad, ni del inspector de policía. —La voz de Ángel se volvió más profunda y terrible, pero con un matiz totalmente diferente de cualquiera que antes hubiera tenido—. Si quieres, no te fíes ni de mí, al fin y al cabo, sería lo más lógico que podrías hacer. No me importa mientras me asegures que hasta que esto se arregle no confiarás en nadie.
—¿Cómo no voy a fiarme de ti? —protestó— ¿Y de Alfonso…?
—¡Alfonso está influido por Uriel! —gritó Ángel, desconcertándola y sobrecogiéndola al comprender sus palabras—. Desde aquella noche en la que encontraste ahí abajo la espada del arcángel. Así que hazme el favor, o háztelo a ti misma, de no confiar en nadie.
—¿Su espada? —preguntó, confundida, al tiempo que recordaba el extraño objeto que había encontrado cuando había explorado la escalinata de la cueva de la que ahora sólo la separaba una pared de sillares.
—Ella fue quién te mandó al abismo conmigo, quería recuperar la espada que perdió cuando la encerré en la torre después de que matara a mis alumnos, y, por casualidad, nos encontró aquí. Yo estaba a tu lado, activó el sello y nos envió a los dos de golpe al Infierno. Conseguí ponerte a salvo, pero me olvidé de Alfonso —explicó, y se encogió de hombros—. Y ahora debería sacarte de aquí. Tienes mucho en lo que pensar, y yo tengo que resolver algunas cosas.
—¡Espera! —Lo detuvo cuando se dio la vuelta y echó a andar—. ¿Qué va a pasar ahora?
—No tengo ni la menor idea. —Se acercó de nuevo a ella, más de lo que lo había hecho hasta el momento, y sintió que su cuerpo se estremecía ante un contacto que no llegaba a producirse—. De momento en lo único que puedo pensar es en mantenerte a salvo y en romper de una maldita vez el sello que falta.
—¿Cómo puede romperse el sello? —preguntó, y su voz fue un susurro.
Sin apenas darse cuenta había decidido que rompería el último sello y lo liberaría de aquella carga. Era lo único que podía hacer por él, y, tal vez, lo único para conseguir que permaneciera a su lado.
—El que me quede contigo o no poco tiene que ver con el maldito sello —explicó él, y un matiz de ternura se filtró en su voz—. Tiene que ver con lo que tú seas capaz de comprender y aceptar, y con las consecuencias que pueda tener esa decisión.
—No me importan las consecuencias —replicó con rabia, y Ángel sonrió.
—A eso me refiero, aún no lo entiendes, Luz —suspiró y pareció repentinamente cansado, antes de darse la vuelta y ponerse a andar—. No hablaba de las consecuencias que tus decisiones conlleven para ti, sino de lo que impliquen para mí. Si lo que quieres es librarme del invento de Gabriel, sólo tienes que contar lo que sabes. Cuanto más descubras y cuentes, mejor —explicó, volviéndose de nuevo hacia ella, que lo seguía de cerca—. Da a conocer el contenido del manuscrito, nada más. Publica tu estudio, escribe un libro, o da una conferencia. Incluso un artículo bastaría, mientras cuentes todo lo que sepas.
—¿Eso es todo? —preguntó sorprendida, deteniéndose.
—¿Qué esperabas? —dijo, repentinamente divertido—. ¿Tener que oficiar una jodida misa negra?
Guió a Luz a través de los túneles tratando de ignorar sus emociones. Todo el miedo que había en el interior de ella parecía ridículo en comparación a la ansiedad que le había supuesto pensar en separarse de él, y apenas había podido contener la necesidad de encerrarla entre sus brazos cuando esa emoción había crecido hasta un límite que no había imaginado como posible, sorprendiéndolo y extasiándolo. Sabía que, tarde o temprano, debería enfrentarse a los sentimientos de Luz, y a los suyos, pero eso no ocurriría mientras ella siguiera en peligro. Necesitaba poder pensar con claridad sobre las opciones que tenía para poder permanecer junto a ella, y, definitivamente, le era imposible mientras estuviera más preocupado en mantenerla con vida que en averiguar cuáles eran las posibilidades para ambos.
La cercana presencia de Belial y Asmodeo, que había notado mientras le mostraba a Luz la conexión entre la dichosa cueva y la cripta de la Casa de las Muertes, se intensificó por la proximidad y la impaciencia de los dos diablos que lo esperaban en la catedral, y rompió el hilo de sus pensamientos incluso antes de llegar a la cámara de acceso a la escalera que comunicaba los viejos túneles con el templo, obligándolo a pensar en cómo mantener a Luz segura mientras él no pudiera estar con ella. Ningún tipo de engaño sería válido para mantenerla relativamente a salvo en el hotel, y menos ahora que le había dado motivos para querer ponerse a trabajar cuanto antes. Respiró profundamente y se detuvo al pie de la angosta escalera, dispuesto, finalmente, a enfrentarse a ella y hacer lo único que podía asegurarle una victoria. Negociar.
—Me están esperando fuera y no tengo más remedio que ocuparme de este asunto ahora —explicó y Luz fijó en él los ojos, llenos de curiosidad y miles de preguntas, y tuvo que esforzarse por mantenerse serio al ver su expresión—. Lo cierto es que llevan un buen rato esperándome, tanto que no sé cómo no han venido a buscarme aquí abajo. Te acompañaremos hasta el hotel y sería de gran ayuda que te quedaras en mi habitación, tranquilita, hasta que vuelva.
—¿Quiénes? —La voz de Luz fue sólo un leve murmullo, pero su determinación y curiosidad finalmente le hicieron sonreír.
—¿De verdad quieres saber eso?
Ella asintió de inmediato, casi compulsivamente.
—Son famosos —dijo, divertido— seguro que en alguno de esos libros antiguos que te sabes casi de memoria habrás leído varias historias sobre ellos, ninguna agradable.
—Acabo de saber que eres Lucifer, Heylel o Satanás, como quieras. El Diablo, no uno del montón, sino el primero de todos ellos. —Toda la determinación que había en ella por fin se mostraba en su voz y en sus ojos, tan negros y brillantes que parecían capaces de atraparlo en su interior—. Sean quienes sean estoy segura de que no sonará peor que eso. Y, aunque sea así, si tengo que caminar junto a ellos, te aseguro que prefiero saber quiénes son.
—Belial y Asmodeo —dijo, y sonrió con picardía, cuando ella simplemente asintió, manteniéndose impasible a pesar de la oleada de incertidumbre y miedo que la sacudió de inmediato—. Saciada tu infinita curiosidad, dime, ¿serás capaz de quedarte en el hotel durante algunas horas, o mejor te dejo atada a la cama?
—No veo motivo para que me tenga que quedar encerrada. Yo…
—¡Por supuesto que no lo ves! —Rió con ganas por su reacción cuando tuvo que cerrarle el paso para que no subiera las escaleras, repentinamente indignada y olvidado ya cualquier temor que hubiera habido en ella—. Pero te aseguro que lo hay. Y es un motivo más que convincente: tu propia seguridad. Si eso no te basta puedo añadir que podré ocuparme de mis asuntos con más comodidad si sé que estás medianamente a salvo.
—Supongamos que me quedo en tu habitación —dijo, hablando despacio, acercándose a él, aún con la indignación reflejada en la mirada—. Exactamente qué diferencia supondría eso para un montón de ángeles que, te recuerdo, parecen empeñados en matarme.
No pudo evitar reír por su terquedad, pero, al menos, ella misma había acabado cayendo en su propia trampa, y se sintió repentinamente satisfecho por haber ganado una negociación que, en realidad, en ningún momento había tenido opción alguna de perder.
—Puedo proteger una habitación de hotel, incluso un hotel entero, o varios, para que ningún bicho sagrado con alas, sea ángel o paloma, se te acerque. Lo que de ninguna manera puedo hacer sin provocar un mal mayor es alejarlos de toda una maldita ciudad. Esa es la simple diferencia. —Sonrió triunfante al sentir la rabia previa a la rendición en el interior de Luz—. Ahora, dime, ¿será necesario que te ate a la cama?
—En todo caso, mejor en otra circunstancia —dijo, y sonrió, maliciosa, clavando en él sus ojos, antes de agacharse y escurrirse por debajo de su brazo en un alarde de orgullo que lo llenó por completo, haciéndole sentir, por un momento, infinitamente satisfecho, a la vez que todas las intensas emociones que ella despertaba en él bulleron en su interior sólo el instante antes de verse sobrepasadas por una lujuria como jamás pensó que fuera capaz de sentir.
Sintió cómo el alivio que invadió a Luz al abandonar los corredores subterráneos se mezcló al instante con todas sus emociones. Trató de serenarse y se concentró de nuevo en las emociones de Luz, cuyo alivio inicial al salir de los túneles había dado paso a la incomodidad al llegar a la enorme nave central de la catedral y distinguir ante el altar a los dos diablos, y, de inmediato, notó también su enorme curiosidad, elevándose, y él no pudo más que satisfacerla.
—Vuestros templos son sólo eso, templos —explicó, y ella fijó otra vez sus ojos en él, deteniéndose en mitad del pasillo—. No hay nada aquí, ni en ningún santuario de cualquier religión, que pueda hacernos daño o impedirnos entrar. Como mucho son un recordatorio innecesario del Paraíso que jamás volveremos a pisar, y también uno de los pocos lugares que pueden hacernos sentir, por decirlo de algún modo, como en casa.
Ella asintió, sin apartar aún la mirada de él, que sintió de inmediato su incertidumbre y pasó despreocupado un brazo sobre sus hombros, acercándola a su cuerpo, disfrutando del ansiado contacto del que hasta aquel momento se había privado, y convenciéndose de la necesidad de hacerla sentir segura ante los dos imponentes ángeles caídos que los observaban. Al instante lo golpeó la rabia de Asmodeo y sonrió, divertido, al reconocer la expresión de comprensión en el rostro de Belial por la súbita emoción en el interior del otro diablo.
—Vamos —le susurró a Luz, dejándose llenar por sus emociones, entre las que destacaba ahora la satisfacción de sentirlo a su lado.
Caminaron hacia el altar y se detuvieron ante él, guardando las distancias con los dos diablos. Lo último que quería era que Luz se sintiera en aquel instante más incómoda de lo necesario. En especial cuando el temor que pudiera sentir por los dos seres que tenía delante, a los que miraba curiosa de arriba a abajo, se fundía con el terror que sentía hacia la imagen del Cristo Juez coronando el hermoso retablo del Juicio Final del altar, y del que apartaba temerosa la mirada.
—Salgo favorecido ¿no crees? —dijo en su oído, y ella lo miró al instante, desconcertada—. La bestia verde, esa de las fauces abiertas que engulle condenados —señaló, obligándola a mirar el fresco sobre el retablo—. Creo que el artista captó a la perfección todos mis rasgos. —Sonrió, fijando en ella sus ojos al sentir su incomodidad—. Tanta realidad hay en ese retrato como en el del Cristo que no te atreves a mirar. Ahora mismo hay otras cosas a las que deberías temer. Empezando por Asmodeo.
El diablo hizo un gesto de sumisión al instante con la cabeza, y Belial caminó hacia ellos deteniéndose delante de Luz, mirándola un instante, antes de clavar la vista en él.
—¿Qué demonios ha pasado?
—Haniel flota ahora etéreamente junto a su Padre —explicó, encogiéndose de hombros.
—De eso ya nos hemos dado cuenta, Lucif… —se interrumpió—. Nosotros y todos ellos.
—Si lo haces por ella no te prives de pronunciar ese nombre, Rey del Infierno, aunque se me ocurren miles de mejores y menos crispantes —dijo—. Vamos, primero la llevaremos hasta su hotel, luego nos ocuparemos de esos arcángeles que tanto os preocupan.
—¿Es por ella? —La potente voz de Asmodeo retumbó en los gruesos muros de la Catedral Vieja, y el temor de Luz lo golpeó al instante—. ¿Por eso está aquí Miguel de nuevo?
—No, Asmodeo, es por el jodido manuscrito —replicó, fijando su mirada en el diablo y permitiéndole ver toda la furia que en aquel momento sentía—. Pero si fuera por ella tus opciones serían exactamente las mismas que ahora.
—No me interesan mis opciones, Lucifer —el ángel caído caminó hacia ellos y se detuvo ante ambos, inclinando levemente la cabeza, en un gesto casi imperceptible—. Pero quiero saber por qué me juego el cuello.
—Tu cuello no correría peligro alguno salvo que fuera yo el que quisiera rebanarlo, y lo sabes. —Suspiró, cerrando levemente su mano sobre el hombro de Luz, queriendo tranquilizarla—. Pero ahora ya conoces el motivo por el que vas a atravesar un montón de cuellos angelicales, así que, deja de joder, y vamos.
Caminaron en silencio por las calles del casco antiguo, con uno de los diablos a cada uno de sus lados. Belial se había situado junto a Luz, guardando una distancia prudente, ligeramente incómodo, pero queriendo evitar una discusión con Asmodeo. Mientras tanto, sintió cómo crecía la curiosidad de Luz, que se mantuvo en silencio, rodeando con un brazo su cintura, y el suave contacto de su cuerpo lo despistó lo suficiente para que le pasara desapercibido el aumento de la curiosidad de Belial.
—No pareces asustada —murmuró el diablo, con la vista en el suelo, y Luz se sobresaltó arrancándole una sonrisa que apenas consiguió contener.
—No lo estoy —mintió ella descaradamente, antes de comprender que de nada servía negar sus emociones—. Tal vez un poco desconcertada sí…
—¿Por qué? —preguntó Asmodeo y él ya no pudo evitar sonreír mirando la expresión de mutuo recelo de Luz y los dos diablos.
—Pues supongo que es porque hasta hace unas horas no creía en nada —respondió dubitativa, antes de atreverse a mirar finalmente a Asmodeo, que la miraba lleno de curiosidad—. Y ahora tengo que pasar de la absoluta nada a…
—¿En nada? —La voz de Asmodeo fue un grito—. Todos creéis en algo. Siempre.
—No veo por qué —replicó convencida, y Ángel disfrutó de nuevo de su entereza—. Dime, qué pruebas solemos tener para poder creer. Es como si a ti te hubieran pedido que creyeras en nosotros antes de nuestra existencia.
—Y lo hicieron —le reprendió él—. Y creí.
Ángel rió con ganas y al instante Belial se sumó a sus risas, recordando las dudas de Asmodeo en el Paraíso y su constante mal genio.
—Por supuesto, Asmodeo —consiguió decir Ángel—. Pero sólo porque no tenías más remedio, como todos nosotros.
El diablo los miró, desconcertado, antes de sumarse a sus risas, siguiendo el hilo de sus pensamientos, y Ángel sintió de nuevo la confusión y la incomprensión de Luz golpeándolo.
—Asmodeo consiguió ser conocido como el ángel con peor humor de todo el puñetero Paraíso —explicó—. Creo que nadie, ni poniendo en ello toda su voluntad, podría sentirse tan tremendamente jodido en el lugar teóricamente más maravilloso que jamás haya existido.
—Una celda de oro y diamantes sigue siendo una celda. —Asmodeo se defendió.
—¡En eso sí que estamos de acuerdo! —dijo Luz, repentinamente animada, sorprendiéndolo, y de inmediato sintió también el asombro de los dos diablos que caminaban junto a ellos, que la miraron fijamente atenuando sus risas—. Me vais a encerrar en la mejor habitación del hotel, con servicio de habitaciones incluido, pero daría lo que fuera por poder fugarme y largarme ahora mismo a una buena biblioteca. —La frustración se coló en su voz a la vez que bajaba la cabeza, resignada.
Los tres rompieron a reír a la vez y, por primera vez, Ángel sintió que los dos diablos que los acompañaban comprendían, aunque fuera sólo mínimamente, todo lo que había de especial en aquella mujer.
—¿Qué? —los reprendió, enfadada—. Yo no veo la gracia.
—Pues la tiene —dijo Belial, mientras se paraban frente a la puerta del hotel—. Sólo alguien que prefiriera una jodida biblioteca a algunas horas de lujo, descanso y servicio de habitaciones podría haber hecho perder la cabeza al maldito Príncipe de las Tinieblas.
Luz clavó su mirada en él, con una intensidad como nunca antes había visto, llena de satisfacción, haciéndole olvidar por completo el peligro que corría, las risas que un segundo atrás había conseguido arrancarle a él y a aquellos dos terribles diablos, y el mundo que había a su alrededor. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para concentrarse y obligarse a dejar a Luz, refunfuñando, pero más tranquila, en la seguridad del maldito hotel.
—Mi cabeza, Rey del Infierno, sigue sobre mis hombros —replicó, sonriendo, al tiempo que fijaba su mirada en Belial y se esforzaba en mostrar una ira que no sentía en absoluto—. La tuya en cambio puede dejar de estarlo si no cuidas tus palabras.
—Vamos Lucifer, no me digas que…
—No te digo nada —lo interrumpió—. Simplemente, calla.
En un instante, aquellos tres hombres, que no parecían más que viejos amigos, se convirtieron de nuevo en los seres increíbles que eran, sin necesidad alguna de cambiar su apariencia. Al igual que en Ángel, no le costó encontrar en los otros dos rasgos evidentes de su verdadera naturaleza, a pesar de su aspecto, completamente humano. Asmodeo parecía, directamente, terrible y peligroso, y aunque fuera algo más bajo que los otros dos hombres, su cuerpo era imponente, acentuado por su aspecto, ligeramente salvaje. No le costaba en absoluto imaginarse a aquel ser como el único ángel malhumorado del Paraíso, porque esa era precisamente la impresión que daba. Belial, en cambio, tenía un aspecto tranquilo y sosegado, como de quién está acostumbrado a templar sus nervios cuando es necesario, aunque por nada del mundo hubiera deseado verlo irritado. Era con diferencia el más alto de los tres y su cuerpo era enorme y tosco, al contrario de la ligereza y elegancia de Ángel. Tampoco parecía en absoluto un cuerpo en exceso musculoso, como el de Asmodeo, aunque sí increíblemente fuerte. El pelo oscuro y recogido acentuaba la dureza de sus rasgos, incrementada aún más por la profundidad de su mirada y la voz grave y pausada.
—Vamos, te acompañaré a tu celda dorada. —Ángel sonrió de nuevo, mientras la empujaba ligeramente hacia la puerta—. Estoy seguro de que no será tan terrible como crees.
Por primera vez desde que habían salido de la catedral Ángel se separó de ella y le abrió la puerta, invitándola a pasar, con la misma elegancia despreocupada de siempre. Ella se detuvo a esperarlo, pero él se limitó a seguirla, sin volver a abrazarla, y se sintió repentinamente vacía. Quiso buscar su mirada, convencida de que él sabía exactamente lo que sentía, pero sólo encontró una repentina frialdad, como si aquel trayecto desde su salida de los túneles no hubiera sido más que una tregua momentánea en una batalla mucho más larga. Se detuvieron ante el ascensor y vio la media sonrisa maliciosa de Ángel reflejada en el espejo cuando, repentinamente, se abrieron las puertas, y comprendió que, en efecto, simplemente se había tratado de una pausa.
—Tienes mucho en qué pensar —explicó él, mientras avanzaba al interior del ascensor y se recostaba contra el mismo espejo que lo había delatado.
—Tú también, por lo que veo.
Por primera vez la seguridad pareció esfumarse de la mirada de Ángel por un instante, antes de regresar con más intensidad, pero permaneció en silencio hasta que las puertas se abrieron de nuevo, en el último piso del hotel, y salió, decidido, sin esperarla.
—¿No vas a decir nada? —preguntó, y lo miró con toda la rabia de la que fue capaz cuando se pararon ante la habitación y él le mostró la tarjeta para abrir la puerta.
—Sí —contestó, sonriendo otra vez con picardía—. Pide lo que quieras, que lo carguen en la cuenta de la habitación, usa lo que te dé la gana, duerme, piensa, descansa. Siéntete como en tu casa, pero ni se te ocurra salir hasta que vuelva.
—¿Eso es todo?
Cogió con rabia la tarjeta que él le ofrecía con descaro.
—De momento —respondió él, y amplió su sonrisa con una arrogancia que no hizo más que aumentar su enfado.
—¡Perfecto!
Se dio la vuelta, furiosa, e introdujo con torpeza la tarjeta en la ranura para abrir, pero Ángel la cogió del brazo, llevándola hacia él con fuerza y abrazándola, a la vez que fijaba en ella aquellos ojos, llenos de nuevo de más luz de la que era posible pensar.
—En realidad, no —murmuró rozando su boca—. Lo cierto es que nunca se me ha dado bien no hacer lo que me viene en gana, y ya tendrás tiempo de sobras para odiarme, no hace falta empezar tan pronto.
Quiso decirle que jamás sería capaz de odiarlo, que no sabía por qué sentía lo que había en su interior, pero que lo amaba como nunca había creído que fuera capaz de amar, y que nada más que eso le importaba, pero la intensidad de la sensación eléctrica que recorrió su cuerpo justo antes de que él atrapara con fiereza sus labios le impidió decir ni una sola palabra.
Sintió el cuerpo de Ángel con viveza junto al suyo, tanto que podría haber pensado que, en realidad, eran un único ser si él no se hubiera separado de sus labios, demasiado pronto, para clavar en ella con inusitada fuerza su mirada.
—Tengo que irme —murmuró, con la voz entrecortada—. Y tú deberías descansar y aclarar tus ideas.
Luz lo miró, con una súplica en los ojos, deseando decirle que sus ideas estaban más que claras, aunque sabía que él notaba el abismo que había crecido en mitad de su pecho como si fuera suyo, y, de pronto, regresó el miedo a tener que enfrentarse a aquel mundo nuevo y completamente distinto del que conocía.
—Volveré pronto. —Ángel se separó tiernamente de ella y abrió la puerta de la habitación, indicándole que entrara. Se sobrecogió ante la idea de quedarse sola, y él sonrió con picardía—. Tranquila, te aseguro que estarás a salvo mientras no salgas.
—Fíate del Diablo —bromeó, con una forzada sonrisa, y él la miró con fingida indignación.
—No te fíes de nadie. Menos aún del Diablo —dijo él, con burla, antes de que su voz recobrara toda la gravedad—. Pero no salgas.
—Está bien.
Entró en la habitación, resignada, dispuesta a enfrentarse a todas las ideas que bullían en su mente y a los sentimientos de su interior, que amenazaban con torturarla. Quiso besar de nuevo a Ángel, pero él la miró con media sonrisa, a la vez que hacía aquel gesto de burlona obviedad levantando una ceja, que ya conocía tan bien, y Luz comprendió, de inmediato, que no le iba a permitir ni una sola concesión más hasta que no se hubiera enfrentado a los miedos que había en su interior y a todas aquellas nuevas ideas. Suspiró y lo observó cerrar la puerta, sin apartar de ella su mirada, hasta que se quedó al fin a solas, y comprendió que estaba mucho más confundida y asustada de lo que en ningún momento se había atrevido a admitir.
Se dejó caer sobre la cama, derrotada, y recordó la primera vez que había despertado en aquella habitación, después de que la asaltaran la misma tarde en la que había fotografiado el manuscrito, justo antes de que lo robaran. Aquellas imágenes lo habían desencadenado todo, y por ellas estaba también ahora en peligro, encerrada en aquel cuarto en lugar de rodeada de los libros que con tanta ansiedad quería comprobar. Todo lo que esa tarde le había contado Ángel, todo lo que había visto y había sentido, cambiaba no sólo el significado de lo que creía saber sobre el mundo, sino de todo lo que a lo largo de los años había estudiado y refutado, punto por punto, dándolo por falso e inventado, o mitológico en el mejor de los casos. Pero ninguna de aquellas creencias, historias, teologías o leyendas que tanto la atraían eran falsas o inventadas. Tal vez se tratara de mil y una versiones creadas por el hombre para explicar unos acontecimientos demasiado antiguos, demasiado poderosos, para que hubieran llegado con un sentido plenamente histórico a nuestros días, pero aún así todas tenía una base absolutamente cierta y real, al igual que terrible.
Sintió un dolor sordo en su interior crecer precipitadamente y un enorme vacío ciñéndose sobre ella. No era el mismo dolor que la había torturado desde la muerte de David, y que Ángel le había arrebatado, librándola de su agonía pero también privándola de la única unión física que le quedaba con el hombre al que tanto había querido. Ese dolor era distinto y viejo, remotamente conocido. El mismo sentimiento de soledad y vacío que había sentido en las noches frías en el convento donde se había criado. El mismo temblor en lo más profundo de su ser cuando, en la quietud de la noche, siendo apenas una niña, se escabullía de su habitación y se iba a llorar a la pequeña capilla, fría, vacía y lúgubre, para preguntarle a aquel Dios que nunca contestaba, para exigirle saber, por qué ella había sido privada del amor de unos padres. Recordaba cómo había pedido perdón, arrodillada, notando el frío atravesar el fino camisón blanco hasta que se le entumecían las piernas, por los pecados que hubiera cometido para haber recibido semejante castigo. Pero Dios jamás había respondido, sólo había encontrado vacío y frío junto a las viejas y descuidadas esculturas apenas iluminadas, nunca consuelo o alivio. Finalmente, ella había dejado de preguntar, y también de culparse por las circunstancias de su vida, y había buscado en otro lugar sus respuestas, uno que, sin duda, podía incluso llegar a doler más. Sabía que era mejor creer en un Dios mudo y sordo que en ninguno. La falta de Dios arroja irremediablemente al hombre a la nada, y ella había escogido la nada porque, a pesar del dolor, del vacío, del desasosiego, en la nada no había rabia, ni culpa.
Pero se había equivocado, y con esa certeza, de golpe, había vuelto la rabia. Una rabia inmensa e infinita hacia aquel Dios sordo, ciego y mudo que la había abandonado. Un dolor inmenso que intensificaba la ira hacia un Creador que callaba y consentía el dolor, el abuso, la crueldad, no sólo entre los hombres sino también en su nombre. Una furia incontenible hacia aquel ser que no se mostraba más que como juez implacable, incapaz de perdonar los pecados de los seres a los que había creado, abandonándolos en la más absoluta de las oscuridades. Una ira que ahora se veía incrementada al pensar en que aquel mismo Dios lejano, al que no comprendía, al que temía y casi odiaba, había condenado al ser al que amaba y la llenaba, permitiéndole sentir la felicidad de una manera que jamás hubiera imaginado.