Capítulo IX
ÁNGEL era incapaz de apartar la mirada de Luz, que se había quedado dormida entre sus brazos, recostada sobre su pecho. No comprendía lo que aquella mujer había provocado en su espíritu por mucho que se esforzara en tratar de entender esas nuevas emociones, que lo llenaban completamente y hacían que su ser maldito se estremeciera, rompiendo todas las cadenas a su alrededor. Todas las tinieblas que atormentaban su ser se habían disuelto estando dentro de ella, y, por un instante, incluso habían llegado a desaparecer cuando se había derramado en su interior, elevándose hasta el punto de creer que podía recuperar su naturaleza sagrada. Cada milímetro de su cuerpo aún palpitaba con la reciente sensación y su espíritu, de nuevo sometido, aún se sobrecogía por la luz que, durante un instante, lo había inundado, curándolo y liberándolo del peso de su condena, permitiéndole sentir algo que sólo podía comparar con la sensación de haber recuperado la Gracia que le había sido negada. Aunque, pensó, ni la antigua Gracia podía compararse con lo que había sentido, y en aquel instante supo que no cambiaría un solo segundo de aquello que Luz le hacía sentir, de lo que sentía por ella, ni por toda una eternidad en el Paraíso.
Luz se removió entre sus brazos y vio como sus labios se curvaban en una leve sonrisa, invitándolo a asomarse a su mente. No pudo resistir la tentación de perderse de nuevo en su alma y sintió que todo su ser se expandía cuando comprobó que estaba soñando con él. Quiso penetrar aún más en el alma de aquella mujer, un alma que ya conocía como su propio espíritu, que sentía tan familiar y de una manera tan placentera junto a él, que apenas llegaba a comprenderlo. Se sumergió en ella, recordó todo el dolor que una vez la había atormentado, y, en silencio, le prometió que jamás permitiría que volviera a sufrir, justo antes de comprender que él era, precisamente, quién un mayor sufrimiento podía llegar a provocarle. Se maldijo por ser lo que era, porque, de entre todos los seres, fuera él quien se hubiera acercado a ella, porque, de entre todas las criaturas, ella hubiera abierto su corazón a la más maldita. Debería alejarse de ella, dejarla ser feliz, no condenarla a sufrir con él una existencia demasiado dolorosa. Pero no podía. Maldijo su egoísmo con todas sus fuerzas y, a la vez, se dio cuenta de que había algo más, algo que lo ataba a ella, que lo mantendría ligado a su alma aunque él hubiera sido capaz de alejarse. Debería de haberse dado cuenta antes, la primera vez que la vio, la primera vez que el sello de Gabriel los mandó juntos al abismo. ¿Cómo había sido posible que el efecto del poder del arcángel la afectara también a ella? Con una caricia retiró el cabello de Luz, descubriendo el tatuaje de su espalda, y una oleada de ira lo invadió cuando comprendió que su soberbia le había impedido entender lo que aquel maldito dibujo maorí implicaba.
Conocía aquel símbolo, igual que conocía todos y cada uno de los ritos, sortilegios, oraciones y demás tonterías que los humanos habían probado a lo largo de la historia para protegerse de él y de los suyos, en el mejor de los casos, y para tratar de contactar e influir en algo que eran incapaces de controlar ni comprender, en el peor de ellos. Pocos eran los que realmente tenían algún efecto, y, en su mayoría, él mismo se lo había otorgado, o alguno de los suyos, o bien Gabriel, en uno de sus alardes de generosidad comunicativa. Pero él no le había dado ningún poder a aquel o cualquier otro símbolo maorí, y sabía perfectamente que detrás de aquello no estaba tampoco el poder de ninguno de los diablos, ni siquiera de los arcángeles. Aquel símbolo tatuado era una simple protección, sin efecto alguno, pero tatuada en su carne con la mejor de las intenciones.
Los recuerdos de Luz del día en el que un chamán maorí cortó su piel para teñir la carne con pigmento y dibujar la bella forma que decoraba su piel eran claros, y él contempló la escena en su mente una vez más. «Eres la luz que atrapará a las tinieblas», le había dicho el sacerdote cuando la invitó a participar en el antiguo ritual. Ella no dudó ni un solo segundo en aceptar, a pesar del dolor que sabía que conllevaba el rito de paso al que se iba a someter. No había fe en su interior, y tampoco le otorgaba crédito alguno a aquellos rituales arcaicos que se empeñaba en estudiar, analizar y desmenuzar para encontrar en ellos un sentido lógico y racional del que en realidad carecían. En cambio, su curiosidad, el ansia de saber y comprender, eran en ella mayores de lo que nadie pudiera imaginar, y para saciarlas hubiera estado dispuesta a participar en infinitos ritos y ceremonias, sin ser consciente de que, en realidad, nunca podría alcanzar las respuestas que buscaba, al menos no mientras rechazara albergar en su interior cualquier tipo de fe. Cuando, después de tres días de ayuno y varios rituales de purificación, Luz se tumbó desnuda sobre un altar rústico y bellamente decorado, dispuesta a dejar que su carne fuera cortada con herramientas afiladas y sin esterilizar, sólo para cumplir con todos los pasos de aquella ceremonia, algo en su interior había cambiado. La mujer que se levantó de aquel altar, con la piel de la espalda ensangrentada y recubierta de una mezcla espesa y oscura cubriendo sus heridas, no era la misma que se había tumbado dispuesta únicamente a vivir una nueva experiencia para comprender un poco más, para saber más de aquellas gentes que la habían acogido. Ella nunca se había permitido reconocer que el cambio se hubiera producido en su interior, pero, en lo más profundo de su ser, sabía que así había sido.
Ese símbolo maorí, sin ningún efecto ni poder real, había provocado una transformación en su interior, había despertado algo en ella que siempre había estado allí. Sin saber cómo había sido posible, el sacerdote maorí había acertado al escoger a aquella extranjera de entre todas las personas a las que podía marcar con aquel símbolo tan sagrado como prohibido, con aquella vana protección. Porque ella, en efecto, había atraído, y atrapado hasta unirlo a su propia alma, al espíritu más oscuro que jamás hubiera caminado sobre la tierra. Ella había acogido en el interior de su cuerpo y de su espíritu a la mismísima encarnación de las tinieblas de las que aquel símbolo, supuestamente, debía protegerla. Pero qué demonios era lo que había despertado aquel ritual en su alma. Qué había en aquella mujer que él no era capaz de comprender.
La presencia de Belial en la habitación rompió el hilo de los pensamientos de Ángel, que acarició la suave piel de Luz, antes de besarla suavemente, y sumirla en un sueño más profundo, del que no despertaría hasta el amanecer. Lo último que deseaba era apartarse de ella, pero le debía una explicación al Rey del Infierno sobre lo que había ocurrido aquella tarde, y debía organizar la búsqueda de Legión si no quería que el demonio le diera todavía más problemas de los que ya le estaba dando. Colocó a Luz suavemente sobre la almohada, se levantó, y se visitó en silencio. Le echó una última ojeada antes de salir, y se le ocurrió que, tal vez, no debía influir en ella de aquella manera, pero no quería que se despertara en su ausencia, y decidió no pensar en ello. Frente a la entrada del hotel, encendió un cigarrillo y esperó a que el diablo fuera a encontrarlo.
—Debería de haberme dado cuenta antes —masculló, antes de llevarse el pitillo a la boca y aspirar con rabia, cuando Belial llegó a su lado—. Legión está aquí por el mismo motivo que yo, quiere el manuscrito —explicó al diablo, que lo miró confundido, y ambos comenzaron a caminar por las tranquilas calles de la ciudad—. No sé cómo, pero supo de la rotura de los sellos, y supongo que pensó que un documento escrito de mi puño y letra era prueba más que suficiente para presentarse como el Príncipe de Este Mundo ante los humanos.
—Y así alimentarse de ellos a placer —concluyó el diablo y Ángel asintió.
—Aunque creo que eso ya lo ha estado haciendo. —Dio dos caladas rápidas al cigarrillo antes de tirarlo al suelo y seguir hablando—. Los infelices del caserón y los que hemos visto esta tarde no son más que una parte de todos los idiotas que le están siguiendo el juego. En algún sitio hay más, mejor preparados, e imagino que en contacto continuo con él… Esa manera de esfumarse delante de mis narices… —Gruñó con rabia por el recuerdo—. La única explicación es un sacrificio.
—¿Qué quieres que hagamos?
Sabía que la pregunta de Belial no era más que una formalidad. Aquel poderoso ángel caído, que había sido el primero en seguirlo en el Paraíso y que desde entonces había permanecido siempre fiel a su lado, estaba dispuesto a arrasar con todo ser vivo en un radio suficiente como para acabar con cualquier imbécil que estuviera jugando a los pactos con Legión. Y una parte de él quería hacer lo mismo, si no fuera porque sabía que en realidad aquel demonio antiguo no estaba más que aprovechándose de un error suyo, y de la ineptitud de los lerdos que lo adoraban. Ninguno de aquellos absurdos humanos tenían ni la menor idea de con quién estaban tratando realmente, al contrario, los muy idiotas pensaban que trataban con él. Cargarse de un golpe a cualquiera que, aunque sólo fuera durante un instante, hubiera sentido algún tipo de curiosidad, simpatía o fascinación por él, no le parecía ni de lejos lo más adecuado. Ninguno de esos imbéciles tenían la culpa de que él hubiera decidido tomarse unas vacaciones demasiado largas, de que ya no sintiera ningún tipo de aprecio o curiosidad por su frágil naturaleza, de que cualquier interés hacia ellos hubiera desaparecido tres siglos atrás. Además, estaba Luz. Si tenía intención de acabar con cualquier rastro de vida en aquel lugar, antes debía sacarla a ella de allí. Y eso no haría más que dificultar su propósito de romper definitivamente el último sello de Gabriel. A pesar de que deseaba acabar con aquello tanto, o incluso más, que el enorme diablo que caminaba a su lado, sabía que esa no era en absoluto una solución.
—Hay que encontrar a Legión —dijo, al fin, con voz firme, dejando claro que no había discusión posible.
—¿Para que vuelva a desaparecer?
La voz de Belial fue un gruñido y Ángel fijó con rabia sus ojos en los de su general.
—Para que lo pueda matar con mis propias manos.
—Está bien —aceptó finalmente el diablo— pero no creo que todos entiendan tu decisión.
—¿Tú lo comprendes? —preguntó, a pesar de saber a qué se refería Belial, que se limitó a asentir con la cabeza, manteniéndole la mirada—. Pero crees que Asmodeo no lo hará…
—Él, y algunos más, piensan que ésa mujer te hace débil. —Belial mantenía sus ojos fijos en él mientras hablaba, pero Ángel sintió su incomodidad, primero, y su miedo, después, al pronunciar aquellas palabras—. No lo comprenden, Lucifer. Y debo reconocer que yo tampoco entiendo qué te ocurre, actúas como…
—Como un grigori —terminó la frase por su general, mostrando una sonrisa terrible. Belial asintió y él saboreó su miedo—. Es posible. Aunque Asmodeo, precisamente, debería comprenderlo.
El diablo lo miró confundido y él rió.
—Te contaré una historia, pero no quisiera que él se enterara, soy el único que sabe qué pasó en realidad, y me temo que no se siente muy orgulloso de ello…
—No te comprendo —confesó Belial.
—¿Nunca te has preguntado a qué se debe el odio que Asmodeo siente hacia los grigoris? No es como la incomprensión del resto, ni como la envidia que algunos sentís porque pensáis que su condena es menor que la vuestra, más soportable. —Clavó los ojos en los de Belial que agachó levemente la cabeza al reconocerse entre los diablos a los que se refería—. Fue al principio de los tiempos, muchos de los nuestros, la mayoría, aún luchaban contra las cadenas del castigo que nos habían impuesto, éramos muy pocos los que habíamos conseguido liberarnos de la oscuridad y controlar nuestra forma maldita y las tinieblas que nos ahogaban. Los hombres en aquella época habían avanzado mucho, cuando los vi por primera vez después de la caída apenas me lo podía creer.
Ángel se detuvo y se apoyó en una pared, con la mirada perdida, llena de recuerdos e imágenes de un tiempo anterior, de un mundo viejo y desaparecido hacía ya demasiado tiempo.
—Cuando Asmodeo se liberó tardé un tiempo en encontrarlo —continuó explicando—, y él había empezado a vagar sin comprender lo que había ocurrido. Como tú, él fue de los primeros, es fuerte y terco, un digno Príncipe del Infierno. —Sonrió, sin ocultar su orgullo—. Observó a los hombres, en la distancia, y presenció la caída de los grigoris. Fue entonces cuando al fin lo encontré, antes del maldito diluvio. Estaba asombrado por la valentía de los doscientos que renunciaron al Paraíso por amor, no lo comprendía, y yo tampoco, debo decir, pero sus dudas iban más allá que las mías. Se acercó a las humanas, las observó, las siguió, hasta diría que las acosó, buscando una respuesta que de ninguna manera encontraba. Hasta que se topó con Sarah.
—¿Sarah? —preguntó Belial, asombrado con aquel relato que le era lejanamente conocido, y, a la vez, lleno de rabia por el recuerdo del primer tiempo después de su caída, del dolor, de las cadenas atándolo a la tierra, retorciendo su cuerpo y su espíritu, inundándolo en la oscuridad. Ángel asintió.
—No comprendí hasta qué punto se había obsesionado por entender los sentimientos que habían llevado a los grigoris a actuar como lo hicieron, y, en aquella época, yo ya estaba lo suficientemente ocupado buscando a cada uno de los nuestros como para preocuparme por las tonterías de Asmodeo —continuó, negando con la cabeza—. Fue demasiado tarde cuando comprendí hasta qué punto no eran en absoluto tonterías. Al principio pensé que se había obsesionado con Sarah y al no conseguir lo que quería, bueno —dudó y sonrió recordando la furia del diablo—, actuó como lo hizo. Ahora tengo mis dudas —sentenció, fijando su mirada en Belial, que seguía mostrando aquella expresión entre la rabia y la incredulidad por su relato.
—¿Qué ocurrió? —preguntó el diablo, intrigado.
—No es ningún secreto, incluso quedó testimonio de su hazaña en varios textos que en su momento fueron venerados como sagrado por los humanos. De hecho, algunas versiones de aquella historia, más adulteradas que otras, todavía se consideran sagradas. —Ángel explotó finalmente en una sonora carcajada.
—¿Entonces es cierto? —preguntó Belial y él asintió, aún entre risas— ¿lo derrotó Rafael?
—Sí, pero sólo después de reducir a polvo unas siete ciudades… Aunque sí, eso fue lo que ocurrió.
—¿Y por qué lo niega? —Belial, dudó antes de continuar—. Una demostración de fuerza como esa, aunque el arcángel al final lo detuviera…
—Ya te he dicho que no estaba muy orgulloso de lo ocurrido, en especial de la parte de la derrota, pero tampoco de perder el juicio como lo hizo por Sarah…
Ángel se interrumpió al sentir la presencia de Rafael acercándose a ellos y sintió la tensión del diablo que estaba frente a él.
—Lo niega porque no quiere que sepáis que después de todo el dolor aún es capaz amar. —La voz de Rafael era más profunda de lo habitual y Ángel sintió como lo golpeaba una oleada de la incomodidad del ser sagrado por la presencia del diablo—. Hola, Belial.
—¿Y tú cómo sabes eso? —El Rey del Infierno lo reprendió con dureza.
—Porque le gusta demasiado saber lo que no debe —sentenció Ángel, con burla, al tiempo que saludaba con un leve gesto de la cabeza al arcángel—. ¿Qué ha pasado esta tarde, Rafael?
Belial los miró a ambos, desconcertado, antes de apoyarse en la pared, junto a Ángel y examinar con la mirada al arcángel, que se encogió de hombros como toda respuesta.
—No me jodas, Rafael. —Ángel encendió un pitillo mientras observaba de arriba a abajo al arcángel—. Todavía brillas, por si no te has dado cuenta —continuó—. Y supongo que el numerito de la luz divina de esta tarde ha tenido alguna consecuencia más allá del fulgor que te envuelve, y que, permíteme que te lo diga, me resulta bastante desagradable, por no hablar del aroma a santidad que desprendes…
—No ha pasado nada. —Rafael lo interrumpió, repentinamente serio—. Y eso, precisamente, es lo que me preocupa.
Él asintió en silencio, intentando comprender qué significado tenía la pasividad de los arcángeles y esperando a que Rafael se explicara, pero el ser sagrado se limitó a permanecer callado, con la mirada perdida.
—¿Por qué lo has hecho?
—No hace falta que me lo agradezcas —dijo Rafael, y su voz fue un grito que hizo que Belial se revolviera, incómodo.
—No me has contestado…
—¡Maldita sea, Heylel! —El arcángel habló con una rabia que lo cogió desprevenido, no se suponía que debiera sentir eso, o al menos no de aquella manera—. Eres mi hermano.
—Cuidado con lo que sientes, arcángel.
Ángel sintió la incomodidad de Belial y le indicó con un gesto que se marchara, antes de comenzar a caminar, disfrutando de la quietud de la madrugada. Lo último que necesitaba era una pelea entre el arcángel y el Rey del Infierno por una estupidez como aquella.
—Tu manía de recordarnos que hemos perdido Su Gracia te costará la cabeza el día menos pensado —dijo, mientras Rafael lo seguía, en silencio—. ¿Por qué no me cuentas qué demonios ha pasado esta tarde?
—Ya te lo he dicho. —La voz del arcángel era más tranquila ahora, aunque aún había en ella cierta tensión que lo incomodó—. No ha pasado absolutamente nada. Pensaba que Gabriel estaría hecha una furia, pero no creo que ella tuviera nada que ver.
Ángel clavó sus ojos en él, llenos de rabia e incredulidad, queriendo comprender sus palabras.
—No es que tenga un interés especial en discutir con Gabriel —continuó el arcángel—, ni mucho menos con Miguel, pero me preocupa más que ninguno de los dos haya siquiera mencionado el tema.
Ángel asintió. Aquel maldito arcángel se había jugado por él no sólo el cuello, sino la Gracia del Creador. Si aquella orden hubiera venido de Gabriel, Rafael no estaría en aquel momento a su lado brillando como una condenada luciérnaga en mitad de la noche. No tenía sentido que hubiera intervenido entre los ángeles y Luz, pero menos aún lo tenía que nadie hubiera pedido cuentas por su actuación.
—Tal vez quieren ponerte prueba —dijo, y su voz no fue más que un susurro.
No quería reconocer lo que en el fondo de su ser sabía perfectamente. Rafael estaba cada día más próximo a él que a los suyos, y eso era algo que no estaba dispuesto a tolerar. No de Rafael.
—No creo. —Rafael negó con la cabeza, dejando ver una antigua pena que lo atravesó como un puñal—. Y aún así, he obrado según mi naturaleza, Heylel. Aunque lo hubiera ordenado Miguel, aunque hubiera sido una orden de Él…
—¡No digas estupideces! —estalló, deteniéndose frente al arcángel que le sostenía la mirada.
—¿Estupideces? —preguntó Rafael y su ira lo golpeó, sobrecogiéndolo. Si aquel ser sagrado era capaz de sentir esas emociones con tanta intensidad, su situación era incluso más delicada de lo que había pensado—. La vida de los humanos no es una estupidez. Cada una de ellas es valiosa, y tú sabes eso incluso mejor que yo. —El arcángel suspiró, relajándose, antes de continuar—. Mira, Heylel, no me importa cuál sea su falta, sólo sé que no seré yo quien permita esta aberración…
Ángel lo miró con reproche, tratando que su mirada mostrara una desaprobación que en realidad no sentía. La existencia en la tierra de los humanos no tenía valor para ninguno de ellos, salvo tal vez para él. No era más que una ínfima parte de una existencia mayor y más compleja, el inicio de un camino que los hombres ni siquiera intuían, pero del que él consideraba que no debían ser privados. Era posible que los ángeles tuvieran, entre otras tareas, la de custodiar la Creación, no obstante, cualquier misión encomendada carecía de validez ante una orden de un superior. Si había que cargarse a toda la Creación con un maldito diluvio, se hacía, y punto. Si se tenía que acribillar a plagas a un pueblo, se acribillaba. Si era el turno de matar a todos los malditos primogénitos sobre la faz de la tierra, se mataban. Y sin rechistar. Eran las reglas, las normas, las órdenes que él se había negado a acatar, y esa negativa era un billete directo, y sin opción de vuelta, al jodido Infierno. El arcángel se encogió de hombros ante él al leer su pensamiento y Ángel se estremeció al comprender lo que implicaba su gesto.
—¿Qué demonios estás haciendo, Rafael?
—Deberías preocuparte por lo que estás haciendo tú, Heylel. Mis decisiones son cosa mía. Gracias a ti, por cierto.
Ángel cogió al arcángel por los hombros, acercándose a él y fijando en sus ojos su mirada, al tiempo que sentía como la ira crecía en su interior, aumentada por el dolor que le provocaba pensar en que aquel ser pudiera acabar condenado a causa de su estupidez.
—No sabes lo que dices —gruñó, aproximándose amenazadoramente al arcángel—. Tus decisiones me atañen porque, como has dicho, eres mi hermano. Y no consentiré que hagas una estupidez, aunque para evitarlo tenga que atravesarte yo mismo con mi espada. —Rafael lo miraba, impasible, y su ira aumentó—. ¿Tienes idea de lo que es el dolor eterno? ¿El sufrimiento constante? ¿La agonía ciñéndose sobre ti en todo momento, impidiéndote pensar, ser, existir? ¿Puedes imaginar lo que es mantener una lucha constante contra las tinieblas para evitar que te aplasten con todo su peso sólo para poder seguir existiendo? —Ángel hablaba despacio y su voz estaba llena del sufrimiento que lo había torturado durante siglos, mostrándoselo al arcángel como sabía que no quería verlo—. Piensa en el peor dolor que hayas sufrido en tu existencia. Imagínate ese dolor constantemente en tu ser, en todo momento, sin descanso, ni alivio, ni paz. Eso, Rafael, no es ni una millonésima parte de lo que yo siento.
Ángel sintió el miedo crecer en el interior de Rafael, seguido de la angustia y la duda, y todo ello unido a su determinación, que se reflejaba en los ojos, que mantenía, inmutable, fijos en los suyos.
—¿Por qué? —preguntó, finalmente, al entender que nada de lo que dijera él podría variar la opinión del arcángel.
—Ya lo sabes —respondió con firmeza.
Por supuesto que lo sabía, siempre lo había sabido. Rafael no tuvo el valor de seguirlo, pero tampoco pudo luchar contra él. Sabía que siempre había considerado terriblemente injusto estar separado de sus hermanos, que los echaba de menos, y que pensaba que aquella condena no era más que algo temporal e inmerecido. Una separación antinatural, le había oído decir en una ocasión. Pero no lo era, aunque alguno de los suyos se hubiera arrepentido, hubiera sucumbido al dolor y, de algún modo, hubiera podido conseguir el perdón, la mayoría de ellos preferirían desaparecer, diluirse en el éter y dejar de existir antes que regresar. Mejor desterrado que esclavizado, solía resumir Asmodeo. Y, de cualquier manera, eso tampoco era posible para él, tal vez sí para todos los suyos, pero no para él que había visto multiplicado su poder hasta el punto de poder gobernarlos a todos.
—Condenándote no arreglarás nada, al contrario —dijo Ángel, más calmado—. Seguiremos estando separados. Tú estarás separado de ellos. De Él. Igual que nosotros.
Notó como la determinación del arcángel se quebraba, aunque no lo suficiente como para pensar que le había sacado aquella absurda idea de la cabeza. Había algo más en el interior de aquel ser sagrado que lo empujaba a actuar como lo hacía, algo que no comprendía, que se le escapaba. No sin esfuerzo consiguió tocar el espíritu del ser divino, dejar que su esencia sagrada lo quemara, casi hasta el punto de anularlo, sumiéndolo en un abismo, y recordándole el peso de la condena impuesta, el dolor y el sufrimiento; pero allí encontró lo que buscaba. La respuesta no podía ser otra. De hecho, no comprendía cómo no se había dado cuenta de qué era lo que empujaba a Rafael a ir más lejos de lo que en toda su larga existencia había estado dispuesto.
La súbita presencia de Miguel lo sobresaltó y rompió su conexión con el arcángel.
—Vaya dos… —murmuró Miguel, que estaba ante ellos, majestuoso, espléndido.
Rafael lo miró fijamente a la vez que Ángel lo saludaba con un leve gesto, casi inapreciable.
—¿Qué ha pasado esta tarde? —preguntó, fijando su vista en Rafael, que permaneció en silencio, inmóvil.
—Eso mismo estaba intentando averiguar yo —dijo Ángel, encendiendo otro pitillo—. Aunque, tal vez tú tengas más suerte —continuó, y Miguel asintió—. Supongo que después del, digamos, incidente, debo entender que has cambiado de opinión.
—¿A qué te refieres? —preguntó Miguel con la atención puesta en Rafael, que seguía sin mirarlo.
Ángel estalló en una sórdida carcajada que retumbó en el silencio de la noche.
—Por favor Miguel… ¿Desde cuándo tus ángeles han cambiado la lira por la espada como instrumento musical? —dijo, y Rafael lo miró fijamente, sin decir palabra—. Aquí, el arcángel vengador —añadió, señalando a Rafael—, se ha visto obligado a ponerse entre dos de los tuyos y una humana.
—¿Rafael? —preguntó Miguel, incapaz de evitar que el asombro se filtrara en su voz mientras buscaba que el arcángel desmintiera aquellas palabras, pero, en lugar de eso, Rafael permaneció en silencio.
—Venga, Miguel, no te pongas tremendo… —Ángel se acercó a Miguel, rodeándolo con un brazo apoyó sobre sus hombros—. Ha actuado por instinto, además, me temo que no había orden directa de no hacerlo, así que, técnicamente…
—Técnicamente, Lucifer, estoy intentando comprender de qué hablas —Miguel lo interrumpió, hablando con contundencia, pero sin poder ocultar aún su asombro—. He venido porque estaba preocupado por Rafael. —Hizo una pausa, y fijó sus ojos en él, que seguía a su lado, con el brazo posado con descuido sobre su espalda—. Gabriel me ha contado que habíais tenido una pequeña discusión y que Rafael se había quedado contigo y pensé…
—Sé lo que pensaste. —Ángel lo interrumpió—. Estabas seguro de que el ángel malo lo tenía secuestrado, como a Uriel. —Miguel asintió y él no pudo evitar dejar que su poder golpeara con una embestida al arcángel, que tembló ligeramente—. Pues mira tú, que, para variar, no he sido tan malo. El arcángel vengador se ha quedado porque le ha apetecido, y si Gabriel no hubiera omitido, como seguramente ha hecho, parte de la… —dudó un instante, separándose de Miguel, y absorbiendo el humo de su cigarrillo—. Llamémosla conversación, que mantuvimos, posiblemente, por una vez, no hubieras venido corriendo a señalarme con el dedo.
—Está bien, está bien… —Miguel levantó ambas manos hacia Ángel para tranquilizarlo, aunque mantenía la vista puesta en Rafael, que seguía en silencio, con la mirada clavada en el suelo—. ¿Qué tal si me contáis qué ha pasado?
—Está a punto de salir el sol. —Ángel negó con la cabeza, les dio la espalda y comenzó a caminar, despacio, alejándose de ellos—. Mejor ponte al día con tu protegido, te sorprenderás.
—Tú y yo tenemos que hablar —dijo Miguel, en tono firme, llamando su atención.
—¿Ah, sí? —Se volvió sorprendido para mirarlo—. ¿De qué?
—De lo que sientes, Lucifer. —Ángel se dio la vuelta para enfrentarse a Miguel. Rafael había levantado la vista, por primera vez desde que apareciera el arcángel, y la mantenía fija en él, lleno de curiosidad—. La amas ¿verdad?
Ángel no contestó, se quedo quieto, mirándolo, dejando que Miguel pudiera sentir su condena ciñéndose sobre él, permitiendo que sintiera como bullían en su interior el dolor y la rabia, tomando su espíritu y creciendo hasta rozar su esencia sagrada, zarandeándola.
—¿Lo vas a negar? —preguntó el arcángel, sosteniéndole la mirada a pesar de la embestida de las tinieblas que lo rodeaban.
No lo iba a negar. No podía. Por supuesto que la amaba, aunque no pudiera comprender cómo su espíritu condenado era capaz de albergar en su interior aquel tipo de amor, aunque no entendiera que aquel amor fuera posible para él. Pero tampoco lo iba a admitir. Absorbió el humo de su cigarrillo, antes de lanzarlo al suelo hacia los dos arcángeles, se dio la vuelta y se alejó de ellos, sintiendo sus miradas y la maldita Gracia que llenaba sus seres. Una Gracia, pensó, sonriendo, que no era nada en comparación a lo que le proporcionaba la mujer que lo esperaba, durmiendo, tranquila y ajena a todo, en su cama.
Luz no quería despertar, se sentía tan a gusto que temía que si abría los ojos todo desaparecería a su alrededor y aquel sueño se convertiría en una pesadilla. Se movió inquieta, aún con la mente nublada por el sueño, y deslizó una mano sobre el torso en el que estaba recostada, tan increíble y a la vez tan real. Sintió una cálida mano recorriendo su espalda, acariciándola, y no pudo evitar, finalmente, abrir los ojos para comprobar que realmente estaba despierta y entre los brazos de Ángel.
—Buenos días. —La voz de Ángel fue un suave susurro mientras le retiraba el pelo de la cara para colocárselo detrás de la oreja.
No pudo responderle más que con un murmullo sin sentido mientras se removía entre sus brazos, acariciándolo.
—Es temprano —dijo él— aún puedes descansar un rato más.
Miró a su alrededor y vio que la habitación estaba a oscuras, pero a través de las cortinas se filtraba un haz de luz que caía a los pies de la cama.
—¿Qué hora es? —consiguió preguntar con un hilo de voz.
—Está amaneciendo.
Ángel tenía razón, podía dormir un par de horas más, pero ahora que había comprobado que la noche anterior no había sido un sueño, que estaba despierta y seguía entre sus brazos, lo último que quería era dormirse. Quería disfrutar de aquel momento, de la sensación que la embargaba, y prolongar aquel idílico despertar. Se desperezó, estirándose sin separarse del cuerpo de Ángel, a la vez que fijaba en él sus ojos y le sonreía. Él parecía estar completamente despierto y su mirada conservaba el mismo luminoso brillo que había visto en ella la noche anterior. Acarició su pelo, más despeinado de lo habitual, y con un dedo recorrió el contorno de su rostro.
—No vas a dormirte de nuevo ¿verdad? —preguntó él, con un ligero reproche en la voz que sus manos desmintieron al apretar su cuerpo aún más contra el suyo, acercándola a su rostro. Ella negó con la cabeza—. Eso me temía…
La voz de Ángel se perdió entre sus labios y ella se dejó llevar de nuevo por aquellas sensaciones, que, aunque recientes, ya añoraba. Perdió la noción del tiempo y casi el sentido entre las caricias de aquel hombre que creía capaz de llevarla al cielo sólo con un beso y que parecía conocer a la perfección todos y cada uno de los rincones de su cuerpo.
La luz que inundaba la habitación la sacó de su ensueño mientras su cuerpo temblaba aún por el reciente placer. Si la noche anterior le había parecido mágica no tenía palabras para describir aquella madrugada, que deseaba que nunca acabara. Aún así, sabía que debía levantarse y enfrentar su día, y a Alfonso, aunque hubiera preferido mil veces quedarse entre los brazos de Ángel y perder para siempre la noción del tiempo y el sentido. Él pareció leer sus pensamientos y, al instante, le dio un suave beso en la cabeza, se levantó, rebuscó entre su ropas que seguían en el suelo, a los pies de la cama, para sacar del bolsillo del pantalón un paquete de tabaco y un mechero, y encendió un cigarrillo. Abrió completamente las cortinas y la ventana, y se quedó de pie, con aquel gesto ya familiar de ligera irreverencia, mirando al exterior. Viéndolo allí, a la luz de la mañana, fumando de pie, completamente desnudo, con el pelo cayendo desordenado a ambos lados de su cara, Luz pensó que anteriormente en ningún momento había hecho justicia a su belleza. Ángel parecía del todo irreal, un ser sacado directamente de sus fantasías que se había colado en su vida sin que se diera apenas cuenta, pero que por nada del mundo quería que se fuera. Se levantó, se acercó a él y acarició su espalda, atravesada por una larga cicatriz que descendía desde el final de su cuello hasta la parte inferior, siguiendo el recorrido de la columna. Había notado la extraña marca la noche anterior, una leve rugosidad que formaba una curiosa forma, similar a un doble reloj de arena a lo largo de su espalda, pero aún así se sorprendió al ver su envergadura y simetría.
—¿Y esto? —susurró mientras acariciaba con suavidad la cicatriz.
—Heridas de guerra —contestó él, quitándole importancia, mientras agachaba ligeramente la cabeza y se apoyaba con una mano en el marco de la ventana.
Ella continuó con su caricia antes de besar con suavidad la marca, pero se detuvo de inmediato al notar que el cuerpo de Ángel se tensaba con el contacto.
—¿Te molesta?
Ángel negó con la cabeza.
—Al contrario —susurró, y Luz creyó adivinar por primera vez cierta nota de vulnerabilidad en su voz—. No te imaginas como siento eso…
Apenas tuvo tiempo para reaccionar cuando Ángel se dio la vuelta, rápidamente, cogiéndola entre sus brazos para llevarla de nuevo a la cama y recorrer con la boca cada centímetro de su cuerpo. Cuando el teléfono móvil sonó, vibrando estrepitosamente sobre la mesilla de noche, estuvo a punto de lanzarlo contra la pared, pero él pareció prever su movimiento, y se lo impidió con agilidad, mientras continuaba deslizando los labios sobre su piel.
—Contesta —susurró él contra su cuerpo—. Podría ser importante…
—Nooo…
—Contesta —insistió, levantándose y dejándola sobre la cama, mientras mantenía agarrada la mano en la que ella, aún amenazante, sostenía el teléfono.
Ángel la miró fijamente, asegurándose de que no arrojaría el teléfono, antes de soltar su mano y sonrió triunfante cuando ella, al fin, descolgó el aparato y se lo acercó a la oreja. Estaba más pendiente del cuerpo de Ángel, que se había recostado contra la pared, mirándola intrigado, que de la vocecilla al otro lado de la línea, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para comprender que se trataba del inspector Sánchez antes de poder hablarle con normalidad.
—Sí, estoy aquí, buenos días —consiguió articular cuando se hizo el silencio al otro lado del teléfono.
—La espero dentro de media hora en la comisaría, señora Martín.
—¿Puedo saber para qué? —preguntó, indignada.
—Necesito hablar de nuevo con usted, no puedo darle más detalles ahora.
—Está bien —aceptó— nos vemos en media hora.
La conexión se cortó y Luz lanzó el teléfono con furia, segura de que aquel ridículo hombrecillo había colgado sin siquiera sentir la necesidad de despedirse. El aparato podría haber quedado destrozado por el golpe si Ángel no lo hubiera cogido, con una sorprendente destreza, antes de que se estampara contra la pared en la que él continuaba apoyado.
—¿Qué te ha hecho exactamente el móvil para que tengas tantas ganas de matarlo? —dijo con media sonrisa, mientras se acercaba a ella, tendiéndole el teléfono.
—Era el inspector, quiere verme en la comisaría —explicó, con rabia.
Ángel musitó algo en señal de asentimiento mientras volvía a posar los labios sobre su piel, en el mismo lugar exacto donde antes había parado, y ella pensó que sería incapaz de continuar hablando.
—Dentro de media hora —consiguió decir, entre suspiros.
—Será imbécil —protestó Ángel, fijando de golpe sus ojos en los de ella con una intensidad que creyó que podría hacerle perder el sentido—. Tendremos que seguir después… —se resignó, dándose la vuelta en la cama y dejándose caer sobre su espalda, junto a ella—. ¿Quieres que te acompañe?
—¿Quieres acompañarme? —preguntó sorprendida, pero él sólo la miró, como si la respuesta fuera tan obvia que no necesitara contestación alguna—. No sé cuánto tardaré y tú debes tener cosas que hacer…
—Está bien. —Se levantó de golpe—. Pero intenta que no vuelva a encontrarte desvanecida en el lugar menos esperado. ¿Qué tal si nos vemos a la hora de comer en el restaurante del hotel?
—¿Es una cita? —preguntó Luz, divertida.
—Más bien una precaución… —bromeó él, pero el teléfono sonó de nuevo, interrumpiéndolo—. ¡No lo lances! Sólo contesta, suele dar mejores resultados.
Luz rió mientras descolgaba y caminaba hacia el cuarto de baño para asearse antes de ir a la comisaría. Contestó sin ganas, convencida de que era otra vez el maldito inspector que se había propuesto estropearle el día, pero se equivocaba. La voz al otro lado de la línea era femenina y agradable.
—Señora Martín, llamo de la Delegación Diocesana de Patrimonio Artístico y Cultural de Salamanca en referencia a una petición para acceder a los túneles subterráneos de la Catedral. —Luz escuchaba atónita a la mujer que hablaba con voz extremadamente pausada al otro lado de la línea, incapaz de responder ante lo inesperado de aquella llamada. Sabía que tarde o temprano tendría una respuesta a la solicitud que había realizado, pero estaba convencida de que la respuesta llegaría tarde, mucho más tarde, que tan temprano—. Quería comunicarle que se le ha concedido el acceso, de forma puntual, dadas sus credenciales académicas. Si le parece bien puedo citarla para esta misma tarde.
—¿Esta tarde? —preguntó, sin dar crédito a lo que estaba escuchando y no pudo evitar que su voz saliera casi con un grito.
—Si a usted le va bien, por supuesto. —La mujer al otro lado de la línea dudó—. Si lo prefiere podemos acordar cualquier otra fecha…
—No, no, esta tarde es perfecto —la interrumpió ella.
—De acuerdo ¿a las cinco le parece bien?
—Allí estaré —contestó sin dudarlo.
—El Padre Benito la esperará a las cinco en la conserjería. Un saludo.
Luz tardó un instante antes de reaccionar y asimilar que aquella misma tarde podría bajar a los viejos túneles que recorrían las entrañas de Salamanca, y, cuando quiso darse cuenta, Ángel estaba detrás de ella con una expresión de satisfacción en la mirada.
—¿Alguna novedad? —preguntó, divertido.
—Me han dado el permiso —contestó ella, asombrada aún por la noticia—. Para bajar a los túneles —explicó, y Ángel asintió mientras la abrazaba y besaba en el cuello—. Esta tarde, a las cinco.
—¿Esta tarde? —Él parecía ahora tan sorprendido como ella misma, fijando sus ojos en su reflejo en el espejo—. Y por supuesto has dicho que sí. No bajarás sola ahí abajo.
—¿Por qué no? —Luz se dio la vuelta, encarándose a él.
—Podría darte un montón de razones, pero debería bastarte con que quiero acompañarte.
Hubiera protestado y discutido con él hasta convencerlo de que estaba más que preparada y capacitada para bajar sola a aquellos túneles y a dónde fuera, pero tenía que llegar a la maldita comisaría en menos de veinte minutos y no podía dedicarse a pelear con Ángel sobre eso.
—Está bien —dijo al fin.
—¿Está bien, así, sin más? —Ángel pareció sorprendido.
—No, lo discutiremos a la hora de comer —dijo, sonriendo con picardía—. Ahora tengo que darme prisa si no quiero que el inspector Sánchez sume a su larga lista otro motivo para sospechar de mí.
La mañana era increíblemente clara y una suave brisa se movía en lo alto, aumentando la plácida sensación de tranquilidad que le proporcionaba la espléndida panorámica desde la aguja de la torre de la Catedral Nueva. La vista se perdía siguiendo el curso del Tormes hasta donde los edificios de la ciudad se confundían con la llanura y el claro horizonte. Desde que había puesto un pie en aquella ciudad no había conseguido disfrutar ni por un instante de la belleza que le ofrecía, ni de aquella calma que tiempo atrás tanto había agradecido. Allí arriba creía que podría llegar a fundir su etéreo ser con el viento, desaparecer confundido en el juego travieso de las corrientes, perderse entre el vapor de agua que flotaba formando esponjosas figuras, disolverse con la Creación y ser únicamente un elemento más, sin espíritu, ni forma, ni personalidad, sólo una parte más, igual de prescindible que necesaria, de aquel hermoso lienzo en movimiento que había ideado su Padre. Durante mucho tiempo, más del que recordaba, había deseado poder desaparecer, dejar de ser, redimir la culpa de su equivocada existencia. Por supuesto, no era posible, Él no lo permitía, y no había ser, ni siquiera él mismo, que pudiera acabar con su agonía. Nunca había conseguido entender los motivos de su creación, pero comprender por qué había estado condenado a existir incluso más allá de su voluntad, era algo que simplemente le resultaba imposible.
El dolor jamás desaparecería de su interior, su espíritu torturado no podía conocer una existencia en la que no tuviera que sufrir por el mero hecho de ser. La libertad era lo único que en algún momento lo había empujado a seguir, una libertad sin más ataduras que las de sus propias consecuencias, que eran, ni más ni menos, que las malditas cadenas de su condena. Un don tan grande y tan valioso que pocos podían comprender, y muchos menos aún soportar, a veces, ni siquiera él. Y aún así, no lo cambiaría por nada, si estaba condenado a existir, sería libre, de ningún otro modo sería posible. Y, por primera vez en más tiempo del que era capaz de pensar, en un tiempo que, de hecho, no podía pensarse, volvía a sentirse libre. No había en él nada que lo impulsara a querer ser simple viento, nada que lo llevara a desear fundir su espíritu con el éter y dejar de existir. Desde el momento de su creación, nunca había sentido su espíritu tan pleno, tan completo, como en aquel instante, allí arriba, azotado por una brisa con la que de ningún modo se iba a diluir, contemplando un mundo que era suyo y un cielo que le era tan ajeno como siempre le había sido. Pero no había más dolor por ello, ni rabia, ni odio, ni pena. No había para él más Paraíso posible que el que ya poseía, y que nada tenía que ver con la maldita Gracia divina.
—Ni toda tu soberbia bastaría para describir la belleza que contemplo. —La voz de Miguel retumbó en su interior, devolviéndolo a la realidad—. No hay condena capaz de arrebatarte lo que eres. Y eres, simplemente, porque debes ser.
Descender de golpe desde un lugar como aquel, dejando que el aire atravesara su espíritu, sintiendo el calor atravesar su inmaterial ser, era lo más parecido a hallarse de nuevo junto al Padre, pero aquella mañana la sensación le pareció ridícula en comparación con lo que pocas horas atrás había sentido. Un descenso vertiginoso que no conducía al abismo sino a la salvación, una caída en picado hacia el placer, la plenitud del espíritu y la imposible concreción del cuerpo. Nada podía comparase con la satisfacción de sentirse uno, completo, terminado, perfecto y único. Esa era la salvación que había encontrado junto a Luz.
—Soy la tentación, el pecado, el dolor, la enfermedad y la muerte, el desconsuelo, la mentira, el miedo que empuja a rendirse y la temeridad que hace continuar. Soy la sangre derramada, el ardor, la necesidad, la búsqueda infinita de lo que jamás se va encontrar, el vacío, el abismo, la absoluta oscuridad, la falta de sentido y la única razón. Soy la tiniebla en la que ninguna luz es posible, jamás. —Clavó la vista en el arcángel que esperaba frente a la Portada del Nacimiento, embelesado por la belleza de los relieves que la decoraban—. Soy muchas cosas, Miguel, pero absolutamente ninguna de ellas es bella.
—Eres lo que eres, Lucifer. —Miguel suspiró, apartando finalmente la vista de la espléndida puerta decorada de la Catedral y fijándola en él—. Y eres como Él te creó, más hermoso que todos nosotros, más próximo a Su naturaleza de lo que ninguno de los nuestros jamás lo será y, a la vez, tan alejado de Él como ningún alma o espíritu pueda siquiera imaginar ni soportar.
Ángel dejó que las sombras de su espíritu asomaran sobre su ser, que sobresalieran envolviéndose con su recién recuperado cuerpo, acariciando como oscuras lenguas de fuego la Gracia de Miguel, degustando el sufrimiento que la simple presencia del arcángel le provocaba, haciendo estremecer al ser sagrado que estaba junto a él.
—Sin tinieblas, no habría luz —continuó Miguel, sin apartar de él su mirada—. Sin tentación, no habría fortaleza. Sin pecado, no habría perdón. Sin dolor, no habría placer. Sin enfermedad, no habría salud. Sin muerte, no habría vida. Sin desconsuelo, no habría esperanza ni consuelo. Sin mentira, no habría verdad. Sin miedo, no habría valentía. Sin temeridad, no habría prudencia. Sin ti, Lucifer, no habría nada más.
—Y más importante aún, sin mí, la maldita Creación sería aburrida de cojones. —Bufó y echó a andar—. Lo he pillado. Y tu misericordia infinita me da náuseas, arcángel.
—Ni tú puedes evitar tu naturaleza, ni yo la mía.
—¿Y Rafael? —preguntó y saboreó el miedo de Miguel, que se tensó repentinamente—. ¿Qué pasa con su naturaleza?
—¿Qué te ha contado? —preguntó el arcángel, y él negó con la cabeza—. Entonces me temo que el único que tiene una respuesta a esa pregunta es él. ¿Lo has visto?
—Más bien lo he sentido —explicó al arcángel, que lo miraba con curiosidad e incertidumbre—. Primero fue su ira, después la pena, la nostalgia y, finalmente, el amor.
Miguel asintió.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó.
—Eso sólo lo saben Harahel y él —dijo Miguel sin ocultar su propia confusión.
—¿Harahel? —Ángel había sentido el amor, ese tipo de amor que el creía imposible en seres de su naturaleza, en el espíritu de Rafael. Sabía que el arcángel se debatía entre dos sentimientos tan inmensos e inigualables que cualquier palabra de consuelo era inútil, lo que no sabía era hasta qué punto la situación era complicada—. ¿Un maldito serafín? No me jodas… —gritó y Miguel asintió—. ¡Es imposible!
—Evidentemente, no.
—Está bien, imaginemos que es posible, que Rafael y la vidente se aman. Al menos serán capaces de evitar un mal mayor, ella puede preverlo y él no puede ser tan estúpido… —Ángel hablaba rápido, nervioso. De todas las situaciones absurdas que pudiera haber visto desde antes del principio de los tiempos, esa, sin duda, las superaba con diferencia—. No, ni siquiera Rafael puede ser tan estúpido para no darse cuenta de eso…
—Más que de estupidez es una cuestión de voluntad. —Miguel lo interrumpió—. Ella no sólo puede preverlo, sino que lo supo desde el principio, y desde entonces su decisión, la que sea —añadió, negando lentamente con la cabeza—, está tomada.
Ángel continuó caminando, en silencio, junto a Miguel, tratando de comprender lo que el arcángel le explicaba, cómo era posible y las consecuencias que podría tener.
Hasta hacía pocos días estaba convencido de que el único tipo de amor posible para espíritus sagrados como aquellos era el de Creador, nada ni remotamente parecido al amor que pudieran sentir los humanos, nada que tuviera que ver con el romanticismo o la sexualidad. De hecho, para qué demonios debían de ser capaces de amar de ese modo si la única finalidad de ese tipo de amor era la reproducción. Los grigoris se habían reproducido con humanos, no era difícil imaginar cómo ni entender por qué, tomar una forma material implica hacerlo con todas sus consecuencias, y la reproducción era propia de la naturaleza material. Incluso en eso había cierta lógica que había sido capaz de aceptar. Por supuesto, en los últimos días todo lo que hubiera creído saber sobre ese tema se había desmoronado ante sus narices y no tenía más remedio que aceptar que eran capaces de amar, que él era capaz de amar. Asimilar esa verdad era lo suficientemente complicado como para, además, tratar de comprender que ese amor pudiera ir más allá de las barreras materiales de un cuerpo, de una forma. ¿Podían dos seres espirituales amarse de ese modo? No era tan ingenuo como para tratar de aventurar una respuesta, aunque si era así, Rafael era el único maldito ser de toda la puñetera Creación que podía imaginar experimentando ese tipo de amor.
—No he venido para hablarte de la situación de Rafael. —Miguel interrumpió el hilo de sus pensamientos y él lo miró, intrigado, antes de comprender cuál era el motivo de aquella visita que, obviamente, nada tenía que ver con la cortesía—. Comparto la opinión de Gabriel sobre la necesidad de evitar que cometas un error demasiado peligroso para este mundo. Y si el precio para evitarlo son algunas almas, ciertamente, no es alto en comparación con las consecuencias de no actuar. —Las palabras del arcángel súbitamente encendieron su ira, haciendo que golpeara a Miguel que se estremeció con la embestida—. Sin embargo, ninguna orden ha sido dada a ese respecto, Lucifer. Confío en que tú mismo evitarás…
Ángel dejó de escuchar. Miguel estaba dispuesto a acabar con algunas vidas humanas con tal de impedir, de nuevo, que él consiguiera salirse con la suya. No le sorprendía en absoluto, no sería la primera ni la última vez que los arcángeles pusieran por delante de cualquier existencia humana su propia misión, la única diferencia era que, por primera vez, él estaba demasiado interesado en una de esas vidas humanas como para permitir que acabaran con ella. Y en eso era precisamente en lo que confiaba aquel maldito arcángel que seguía hablando de la vida de Luz como de la minúscula partícula que para él era. Aquel simple pensamiento podría haber hecho que estallara y mandara a Miguel a unas largas vacaciones incorpóreas en el Paraíso, si no fuera porque aseguraba que nadie había actuado en ese sentido, sino que estaban esperando simplemente a que él actuara, como de costumbre, empujado por su maldito egoísmo, y dejara correr el tema, al menos, mientras la vida terrenal de Luz estuviera en juego. Tenía lógica, incluso hubiera sido posible que así fuera de no ser porque su soberbia era mayor incluso que su egoísmo, y, junto a la terquedad, formaban un cóctel explosivo. El mismo que tanto tiempo atrás le había costado las alas, la Gracia y la maldita luz de la Creación en el instante exactamente anterior a caer de bruces contra el suelo, perforando el terreno con su condenado cuerpo. Resopló. Podría haber tenido lógica si él mismo no hubiera visto a aquellos dos ángeles avanzando hacia Luz dispuestos a mostrarle antes de tiempo el significado de la eternidad.
—Rafael está tratando de averiguar qué ocurrió exactamente. —Miguel seguía hablando, más preocupado por la irregularidad que suponía una confusión como aquella entre sus filas, que por sus consecuencias—. Estarás contento de librarte de él hasta que lo consiga, aunque te recomiendo que no hagas ninguna estupidez y, si realmente amas a esa mujer… —dijo, elevando las manos indicando que se desentendía del asunto—. Ocúpate de vigilarla hasta que sepamos qué ha pasado. Sería una lástima que por un malentendido…
—¿Un malentendido? —estalló, interrumpiendo a Miguel—. Un malentendido son las cagadas de Gabriel cada vez que tiene la brillante idea de hacer llegar un mensaje a la humanidad. Un malentendido fue que Semyazza tuviera la genialidad de explicarles a los humanos lo que podía llegar a pasar si se fundía el hierro y se mezclaba con los elementos correspondientes. Incluso, si me apuras, mi afición a coleccionar nombres propios puede haber llegado a provocar algún jodido malentendido. Que dos ángeles quieran, sin más, porque sí, cargarse a Luz no es en absoluto un malentendido, Miguel.
—Se ha malinterpretado a Gabriel, eso es todo —explicó el arcángel—. No hay otra explicación, pero aún así, por tu propio interés, vigílala.
La calma y autoridad con la que hablaba el arcángel lo sacaba de quicio, pero quería averiguar qué demonios había ocurrido y para eso necesitaba a Miguel y no su etéreo ser privado de cualquier rastro de memoria o personalidad. Por supuesto que vigilaría a Luz. Y la mantendría a salvo aunque tuviera que acabar con todos los malditos seres divinos de la Creación.
Durante más de media hora Luz estuvo sentada, esperando, en la pequeña habitación a la que la habían acompañado nada más llegar a la comisaría. Aquel minúsculo habitáculo, sin ventanas al exterior, amueblado con una vieja mesa de oficina y cuatro sillas de metal picado y con los asientos y respaldo pobremente acolchados, debía de ser, sin lugar a dudas, una sala de interrogatorios, aunque poco o nada tenía que ver con las que había visto en las películas policíacas. Estaba convencida de que nadie la estaba vigilando desde detrás de ningún falso espejo, porque no había ningún espejo en aquella sala que pudiera realizar tal función. Las desnudas paredes estaban forradas de un material similar al corcho que había absorbido los olores de los largos años en los que había cubierto aquellos tabiques. Tampoco podía imaginarse ningún tipo de sofisticado sistema de grabación, oculto y camuflado, que pudiera permitir a nadie estar observándola, pues no había posibilidad alguna de ocultarlo, ni parecía factible que aquella paupérrima oficina de policía tuviera la posibilidad de costear un sistema como aquel si aún conservaba un mobiliario que podía ser incluso anterior a la Transición. Ese lugar parecía más bien una sala de aislamiento en la que, simplemente, confinaban a los sospechosos para que no pudieran hablar con ningún otro sospechoso o con un eventual testigo antes de ser interrogados. ¿Cuánto tiempo podían legalmente mantenerla allí encerrada? No pudo evitar ponerse nerviosa imaginando que aquel absurdo comisario tuviera la intención de retenerla allí, aislada, mientras él buscaba por toda la ciudad alguna prueba que le permitiera acusarla formalmente de un delito que no había cometido. Estaba convencida de que, aunque así fuera, tarde o temprano deberían darse por vencidos y soltarla, porque era evidente que ella no tenía las piezas robadas, pero lo que le importaba, en realidad, era si la dejarían salir de allí a tiempo para acudir a su cita en la catedral. A no ser que hubieran encontrado la tarjeta de memoria con las imágenes, porque de ser así, estaba convencida de que estaba perdida.
El inspector Sánchez abrió bruscamente la puerta, rompiendo el hilo de sus pensamientos, y Luz no pudo más que tranquilizarse al verlo entrar. De ninguna manera podía concebir que aquel hombrecillo fuera capaz de encontrar nada en ningún lugar, de hecho, no podía evitar preguntarse cómo había llegado a ocupar un puesto de inspector. Su aspecto era incluso peor que el del día anterior, parecía cansado, agotado, y a su triste apariencia esa mañana se sumaban una reciente barba y unas abultadas ojeras que estropeaban aún más aquel rostro, ya de por sí prematuramente envejecido. Sánchez dejó la puerta de la habitación abierta, permitiendo que el aire algo más fresco del pasillo aliviara el cargado ambiente del cuartucho, y se sentó ante ella, en silencio, dejando sobre la mesa su libreta de notas y una vieja carpeta de cartón con las tapas azules y desgastadas. De inmediato, otro hombre entró en el cuarto, tomando asiento junto al hombrecillo, y se presentó como el inspector Carvajal. El recién llegado no hacía sino empeorar la impresión que Sánchez le causaba. Si el primero de los inspectores le parecía un pobre hombre cansado y maltratado por la vida, el segundo era todo lo contrario. Más que de policía, tenía aspecto de militar. Era alto y fornido, aunque una prominente barriga indicaba que el ejercicio físico no formaba parte de su rutina, los hombros y brazos, anchos y fuertes, y un cuello increíblemente desarrollado, evidenciaban que no siempre había sido así. Su rostro era duro e inexpresivo, de facciones cuadradas y bien definidas a pesar de la edad, y resaltadas por el pelo cano.
Sánchez permaneció en silencio, hurgando en su libreta y tomando indescifrables notas, mientras el inspector Carvajal le preguntaba a Luz sobre la última vez que había visto a Marcos Vicente y si había notado algo extraño en su comportamiento. Ella contestó a todas sus preguntas, mientras recordaba el almuerzo a deshoras con el historiador y la tarde en el Departamento de Historia, el mismo día que habían llegado los análisis de datación de las piezas, había discutido con Alfonso y, posiblemente, habían robado la colección. Marcos había abandonado el departamento justo después de que Alfonso se fuera, junto a algunos de los técnicos. Había estado trabajando en los resultados de los análisis, como los demás, y lo único extraño que ella había podido notar en su comportamiento era su innegable voluntad de permanecer en el proyecto, incluso si no podía seguir la línea de investigación que deseaba. Aunque aquello en ningún modo podía ser calificado como una actitud poco habitual, cuando lo más importante para la mayoría de académicos era conseguir el mayor reconocimiento posible por la publicación de los resultados fruto de su participación en proyectos como aquellos, a pesar de que en ocasiones no se llegara ni de lejos al fondo de la investigación. Marcos le había dejado claro que, al igual que ella, sospechaba de una más que evidente conexión entre los hallazgos de la cripta y la leyenda de la Cueva del Diablo, e igualmente se había mostrado dispuesto a convencer a Alfonso para ahondar en esa teoría. No obstante, no había intervenido en la discusión que Luz y Alfonso habían mantenido, de igual modo que anteriormente no había dudado en aparcar sus pesquisas en torno a la leyenda de la cueva cuando Alfonso se lo había pedido.
—No, de ningún modo veo capaz al doctor Marcos Vicente de robar un material como este —contestó, convencida y algo sorprendida por la pregunta del inspector Sánchez, que por primera vez había abierto la boca desde que había entrado en la sala.
—¿Desde cuándo se conocen? —preguntó con brusquedad el inspector con pinta de militar que había llevado la conversación hasta el momento.
—Hace más de diez años —respondió, tratando de recordar la primera vez que había coincidido con él—. Trabajamos juntos en algunos proyectos antes de que yo…
—¿Ha mantenido un contacto constante con el señor Vicente? —la interrumpió Sánchez, con la vista en su libreta de notas.
—No, simplemente hemos colaborado en algunas ocasiones —explicó, y Carvajal asintió mientras Sánchez apuntaba algo descuidadamente en su libreta.
Luz no comprendía por qué insistían tanto en su relación con Marcos ni el interés que podían tener aquellos dos policías en el historiador, aunque tampoco sabía qué podía haberles contado él. De todos modos, era incapaz de imaginarse a aquel académico señalando con el dedo hacia ella, no porque confiara en una supuesta lealtad, sino porque ella no suponía una competencia directa para él. Sus campos de trabajo estaban demasiado alejados para que ella fuera un obstáculo, y aquel era el único motivo por el que alguien como Marcos podría pretender señalar a otro académico en un asunto tan grave como ese.
—¿Está segura de que no ha visto al señor Vicente desde el lunes? —preguntó Carvajal, con voz algo más profunda, más seria, como si se tratara de una cuestión crucial, aunque ya le había preguntado al menos cinco veces por la última vez que había visto a Marcos. Ella asintió—. ¿Y no ha estado usted en el domicilio del señor Vicente en Salamanca desde su llegada a la ciudad?
—No, nunca he estado en su casa, ni ahora ni en ninguna ocasión anterior.
El inspector Carvajal cogió con un gesto rápido y firme la descolorida carpeta de delante de Sánchez y rebuscó en su interior, alternando miradas entre los documentos que guardaba, mientras ella lo miraba con curiosidad, sin comprender a dónde querían ir a parar con aquellas preguntas.
—¿Qué puede decirme de esto? ¿Reconoce alguna de estas marcas? —preguntó, y, con un golpe, puso sobre la mesa la carpeta abierta frente a ella.
Luz miró la carpeta y no pudo evitar sorprenderse al ver cuatro fotografías que mostraban el interior de una casa, la de Marcos, imaginó, desordenada y con los muebles revueltos y descolocados. Las paredes, blancas y desnudas, estaban manchadas con enormes trazos rojos.
—¿Es sangre? —preguntó asombrada, con la vista aún en las imágenes que tenía delante, tratando de comprender lo que veía.
—No —contestó Sánchez con rotundidad—. Pero tampoco es pintura…
—El laboratorio está trabajando en ello —interrumpió el otro inspector—. ¿Reconoce estos dibujos?
Por supuesto que los reconocía. Las fotografías mostraban diversas habitaciones de la casa, todas igualmente destrozadas, revueltas y decoradas con aquellos trazos rojizos que, sin lugar a dudas, habían sido copiados del manuscrito. En las últimas páginas del legajo, junto a las numerosas fórmulas y extrañas explicaciones en las que aún no había tenido tiempo de trabajar, había una serie de signos que todavía no había identificado. Los había copiado en su libreta para trabajar en ellos, pero se la habían robado la noche anterior a la desaparición del manuscrito. Ahora, al verlos allí, ampliados y en aquel intenso rojo, reconoció algo que antes había pasado por alto. Aquellos símbolos parecían sellos mágicos, como los que aparecían en algunos viejos grimorios para invocar a los demonios. No eran iguales que los sellos de la Clave Menor de Salomón, estaba segura de ello, pero tampoco podía negar el parecido, y no comprendía cómo no se había dado cuenta antes.
—Aparecen en el manuscrito de la cripta, el que han robado —musitó, analizando aún las imágenes.
—¿Y éstas? —preguntó el inspector Carvajal, moviendo con ambas manos las imágenes y descubriendo otras cuatro fotografías.
Luz asintió, sin dar crédito a lo que veía. Los cuadros que debían de haber decorado aquellas paredes, ahora marcadas de rojo, tenían en su parte posterior símbolos, dibujados en negro, que no podían ser otra cosa que letras del alfabeto de Malaquías.
—Es escritura angélica, el alfabeto de Malaquías —contestó después de un rato, incapaz de retirar la vista de aquellas imágenes.
—¿Qué utilidad tienen estos símbolos? —preguntó Sánchez, y su voz le pareció más segura y confiada de lo que ella recordaba.
—¿Utilidad? —dijo, sorprendida, fijando su vista primero en un inspector y luego en el otro. Sánchez asintió—. Ninguna, que yo sepa…
—¿No se usa en ceremonias o algo así? —preguntó Carvajal—. Alguna secta, tal vez.
—Algunos libros medievales lo incluyen como parte de antiguos ritos, hechizos o invocaciones —contestó, de manera automática—. Si algún fanático lee uno de esos libros no quiero imaginarme qué uso podría llegar a darle a este alfabeto.
Los inspectores se interesaron en los rituales de los viejos grimorios y Luz les explicó, con toda la paciencia de la que fue capaz, algunas de las supuestas funciones que los antiguos tratados de ocultismo recogían en sus páginas, y se sorprendió al encontrar una nueva posible conexión entre el manuscrito y los viejos rituales mágicos. ¿Acaso podría dar aquel legajo las instrucciones para una supuesta invocación al mismísimo Lucifer? Trató de no pensar en ello mientras respondía a todas y cada una de las preguntas de los inspectores, que, finalmente, le explicaron que Marcos había desaparecido, sin dejar rastro, igual que Anabel Ruiz. Aunque aquellos signos encontrados en su casa eran una prueba más que evidente de las diferencias entre ambas desapariciones, o al menos, eso era lo que aquellos dos hombres le dijeron, mientras seguían mostrándole las fotografías, antes de indicarle que podía marcharse y pedirle que, si se le ocurría algún otro posible significado de aquellos signos, se lo comunicara de inmediato.
—De todos modos, señora Martín, le agradecería que nos informara si tiene usted intención de abandonar Salamanca —dijo Carvajal, que sostenía abierta la puerta del cuarto invitándola a salir, mientras Sánchez la miraba despectivamente de arriba abajo desde la silla en la que permanecía sentado.
—Por supuesto —respondió, antes de salir de la habitación y dejar atrás a los dos inspectores y las terribles fotografías.