Capítulo IV

LUZ despertó en su habitación de hotel. Estaba oscuro, aunque un brillante haz de luz que se colaba entre la unión de las cortinas opacas delataba que era de día. Quiso incorporarse para mirar el despertador y un dolor agudo la atravesó, anulando su propósito. Le dolía todo el cuerpo, como si hubiera recibido una tremenda paliza, y sentía la cabeza a punto de estallar. Dejó escapar un ronco quejido al darse por vencida, cerrando los ojos y hundiéndose en la cama. Sentía demasiado dolor.

—Descansa, Luz.

Reconoció la voz de Alfonso y abrió los ojos de nuevo, buscando a su amigo entre las sombras, pero no fue capaz de verlo.

—Alfonso —llamó, y una punzada terrible atravesó su garganta, obligándola a cerrar con fuerza los ojos en un inútil intento de controlar el dolor.

—El médico ha dicho que necesitas descansar. —La voz de su amigo sonaba ahora más cercana. Abrió otra vez los ojos y lo encontró de pie, junto a la cama—. No tienes que preocuparte por nada, mañana te encontrarás mejor.

—¿Qué hora es? —preguntó, enfrentándose al dolor y forzando la voz, débil y ronca. De inmediato se dio cuenta de que esa no era la pregunta que debía hacer—. ¿Qué ha pasado?

—Tuviste un ataque de ansiedad.

La voz de Alfonso era tranquilizadora, como si quisiera quitarle importancia a lo ocurrido. Ella no sabía cómo había llegado hasta allí, ni por qué todo el cuerpo le dolía. Todo era un borrón en su memoria y la terrible migraña no ayudaba en absoluto a recordar o a pensar con claridad. Pero, a pesar de todo, no creía que un simple ataque de ansiedad pudiera dejarla en aquel lamentable estado. Pensaba que la explicación adecuada debería de haber sido que había sufrido un accidente de coche, o que la habían atropellado, o que se había caído desde un décimo piso. Cualquiera de esas desgracias podría encajar con el estado en el que se encontraba, pero no un ataque de ansiedad. Alfonso seguía a su lado, junto a la cama, en silencio, y ella quería decir algo más, pero no encontró las palabras, ni la fuerza para pronunciarlas.

Lentamente, se dejó vencer por el sueño, mientras pensaba en el primer ataque de ansiedad que había sufrido. Había sido trece meses atrás, la noche en la que David había muerto. Lo recordaba terrible, había pensado que iba morir, que el oxígeno no volvería a llenar sus pulmones y que su corazón fallaría en cualquier momento. Los siguientes habían sido igualmente horribles, pero menos aterradores. Entonces ya sabía que lo que sentía no era la muerte ciñéndose sobre ella, sino sus nervios tomando el control de su cuerpo, impidiéndole respirar, sometiendo a su corazón a un ritmo exagerado, contrayendo sus músculos hasta hacerlos temblar y tensarse de forma antinatural. Poco a poco había conseguido averiguar qué los desataba. Después había aprendido a preverlos, a reaccionar a tiempo ante ellos, incluso en ocasiones a controlarlos, igual que había sabido controlar las lágrimas. Al cabo de un tiempo había rechazado la medicación para prevenirlos, que la dejaba atontada y le impedía pensar, y se había enfrentado a las embestidas de la ansiedad para conocerlas y dominarlas. Los ataques no habían desaparecido, pero las continúas crisis se habían espaciado en el tiempo, hasta que llegó a ser capaz de saber cuándo no podría dominarlas para huir y refugiarse en algún lugar donde nadie pudiera ver cómo perdía por completo el control de su propio ser. Sabía perfectamente cómo era un ataque de ansiedad, cómo la destrozaba, y qué efectos tenía. Y de algo estaba completamente convencida, fuera lo que fuera, lo que la había dejado en aquel estado no había sido un ataque de ansiedad.

Volvió a despertarse en varias ocasiones. En algunas, Alfonso había estado con ella en la habitación, en otras estaba completamente sola. Notó como el dolor iba desapareciendo paulatinamente de su cuerpo, aunque la cabeza seguía dándole vueltas, y los extraños sueños que la atormentaban mientras dormía impedían que la migraña desapareciera. En dos ocasiones rechazó la pastilla que Alfonso le ofrecía para el dolor. La tercera vez que se la dio se dio cuenta de que era de noche y que había pasado al menos todo un día en la cama, y la aceptó, con la esperanza de que la ayudara a sentirse mejor al día siguiente. De inmediato, cayó en un profundo sueño, esta vez sin imágenes o sonidos que la hicieran estremecer, y, por fin, descansó. Cuando volvió a despertar no sabía si el recuerdo del dolor era parte de una pesadilla o si había sido real. No fue hasta que quiso incorporarse y vio a Alfonso junto a su cama, con la recriminación reflejada en el rostro, cuando se convenció de que su convalecencia había sido totalmente cierta.

—Me siento mucho mejor —dijo inmediatamente antes de que él la obligara a quedarse tumbada.

—Ya lo veo. Pero aún así hoy deberías quedarte en la cama. Tienes que recuperarte del todo. —Alfonso se acercó a ella sonriendo—. Además hoy es sábado, puedes descansar tranquilamente.

Ella quiso protestar, pero se dio cuenta de que, aunque el dolor había desaparecido, no tenía ganas de pelearse con el mundo. Se sentía incómoda y extraña. Melancólica. O tal vez triste. En los últimos meses se había sentido tan mal, tan vacía, que todos los sentimientos negativos le parecían prácticamente iguales.

—Está bien —concedió— hoy descansaré. Pero me gustaría que me contaras qué me ha pasado.

—¿No lo recuerdas? —preguntó Alfonso, y en su voz se reflejó su sorpresa.

Ella negó con la cabeza y escuchó a su amigo contarle su incursión nocturna en la Cueva del Diablo. Recordó la cena, el agradable paseo nocturno y cómo se habían colado, a altas horas de la madrugada, en la cueva que debería de haber estado cerrada. Creía que había algo más que tenía que recordar, algo que había ocurrido en el interior de la zona vallada, pero era incapaz de saber el qué. Alfonso le explicó que un guardia de seguridad con muy mal humor los había atrapado en el interior y que los había sacado a golpes de allí. Eso había provocado el ataque de ansiedad del que ahora se estaba recuperando.

—El hombre fue un animal —explicó—. Te pegó un empujón que te dejó tirada en el suelo y entonces empezaste a temblar.

Luz no recordaba nada de aquello. Tampoco se acordaba de haber estado en el hospital al que Alfonso decía haberla llevado, y dónde, le contó, la medicaron y le recomendaron dos días de reposo.

—Sólo ha sido un ataque de ansiedad, Luz. Y no me extraña teniendo en cuenta lo que pasó —concluyó Alfonso mientras negaba con la cabeza.

Ella recordó el dolor, el malestar y la sensación que seguía oprimiéndole el pecho en aquel momento. Todo aquello seguía sin parecerle en absoluto el resultado de un ataque de ansiedad, aunque no quiso decírselo a él. No le apetecía hablar, ni siquiera con el que consideraba que era el único amigo que le quedaba en el mundo. Se limitó a disimular, a decirle a Alfonso que quería descansar un poco más, y a asegurarle que lo llamaría si necesitaba cualquier cosa. Cuando él, por fin, salió de la habitación, se dejó caer sobre la cama, derrotada, dejando que todas aquellas emociones que se habían acumulado en su pecho se apoderaran de ella.

Ángel observó a su alrededor, intentando situarse, y no tardó en reconocer el lugar en el que se encontraba. Estaba en Salamanca, frente a la catedral, y una multitud de personas paseaban a su alrededor, ruidosos y despreocupados. Era verano, no sabía de qué año o de qué siglo, y quiso obligarse a recordar, pero en su cabeza sólo encontró el rostro desencajado de una mujer. No tenía ni idea de qué demonios había pasado, y caminó sin rumbo durante un buen rato, rastreando en su memoria, buscando algún detalle más allá de la agonía de la que acababa de salir. Lentamente, las imágenes de sus recuerdos más antiguos, que aún parecían dolorosamente recientes, fueron perdiendo intensidad y le permitieron hurgar en su memoria más cercana. «Luz». Aquel nombre se repetía una y otra vez en su cabeza. Debía de ser el nombre de la mujer a la que recordaba agonizar, pensó, justo antes de maldecirse a sí mismo cuando al fin los recuerdos regresaron atropelladamente a su mente. Luz había sido arrastrada con él al abismo una vez más. No había ningún sello sagrado que hubiera podido causar aquello, así que había sido por obra y gracia de Uriel. Maldijo al arcángel y sus poderes mientras se dirigía como una exhalación hasta el hotel en el que ella se alojaba. Debía comprobar cómo estaba la mujer. Ella era a la única que creía capaz de romper el sello del manuscrito o, incluso, de desentrañar por sí misma la verdad oculta en él. Sonrió, sin pretenderlo, ante esa idea, y se concentró en llegar hasta ella lo antes posible.

Hubiera suspirado de alivio, si hubiera podido sentirlo, al encontrarla descansando en su habitación. Dormía con ese sueño inquieto que ya había observado en ella, tumbada sobre la cama, que parecía recién hecha. No tenía buen aspecto, pero sin lugar a dudas, después de lo ocurrido, podría haberla encontrado peor. No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde su encuentro con Uriel, pero Luz parecía estar recuperándose. Se puso a su lado, sobre la cama, y se dejó llevar por sus pensamientos, mientras observaba como la mujer dormía, preguntándose cuáles debían de ser sus sueños.

Lentamente, sin pretenderlo, se metió primero en su mente, y después en su alma. Era hermosa, aunque eso ya lo sabía. Una punzada de dolor lo sorprendió y la curiosidad se adueñó de él, que se perdió entre los recuerdos de Luz. Ella no había tenido una vida fácil, en absoluto, aunque tampoco se había quejado nunca por ello. Tampoco había culpado a nadie de su suerte. En su interior, tan bello y lleno de amor, no había ni un ápice de fe. Tampoco había esperanza. Aquella mujer era incluso más diferente del resto de los humanos de lo que había llegado a pensar. No creía en nada ni en nadie, más que en ella misma, y aún así había conseguido construirse una peculiar escala de valores que la había llevado hasta donde estaba. Pocas de sus experiencias eran alegres, y los únicos momentos de felicidad los había obtenido poniéndose a prueba.

Ella era fuerte, pero eso también lo sabía. Luz no había dejado escapar ninguna oportunidad para probarse a sí misma, para superarse o para dejarse llevar por la curiosidad. No era de extrañar que fuera tan distinta, no sólo del resto de académicos que la rodeaban constantemente, sino del resto de seres humanos. En ella no había miedo, nunca lo había habido, porque jamás había tenido nada que perder. Había vivido al límite, experimentando con todo lo que había estado al alcance de su mano, y aún así no se había echado a perder como tantos otros hombres y mujeres. Siempre había tenido un objetivo, algo por lo que luchar, y jamás lo había perdido de vista, ni en las situaciones más extremas. Lo único constante en su vida había sido ella misma. Era lo único que valoraba y la empujaba hasta que… Hasta que había encontrado a alguien más por quien luchar con la misma fuerza. Ella había amado a alguien. Ángel ya lo había visto, pero, aún así, no pudo evitar sobrecogerse al indagar en sus recuerdos, porque ese amor no había sanado su alma. Luz había guardado en su interior cada fracaso, cada derrota, cada dolor que en algún momento había sufrido. No, ella no había amado a nadie. Ella se había sentido amada. Una única vez en su vida había sentido que alguien realmente la amaba, y la pérdida de ese amor era la causa del dolor que sentía, y que había desatado todas aquellas emociones antiguas, de las que, en realidad, nunca había llegado a desprenderse.

Se dejó llevar por el alma de Luz, disfrutando de la curiosidad que guardaba en su interior y que parecía ser lo único que la movía. Aquella exagerada inquietud y la falta de miedo formaban una mezcla explosiva que explicaba prácticamente todas y cada una de las experiencias que había vivido. Se recreó en los recuerdos más oscuros, en las veces que su propia naturaleza le había hecho perder el control, que siempre había acabado recuperando. Disfrutó con el recuerdo de la primera calada de marihuana en el cuarto de baño de un convento, con su primera borrachera y la primera noche de sexo desenfrenado con un desconocido. Sintió, casi como propias, la excitación y la euforia que le provocó la primera raya de cocaína, las experiencias con sociedades tribales, la noche de peyote y rituales en América, y el día en que los maoríes habían marcado su piel. Se recreó en ese último recuerdo, saboreando las sensaciones que Luz había sentido: entusiasmo, excitación, alegría, nerviosismo, dolor, y alivio de tener a Alfonso a su lado. Una oleada de ira, que podría haber sido suya, hizo que Ángel rompiera la conexión con el alma Luz, y no pudo evitar maldecirse a sí mismo cuando se dio cuenta de que, de nuevo, se había dejado llevar hasta el punto de fundirse con ella.

Había observado sus sueños y rastreado en sus pensamientos durante no sabía cuánto tiempo hasta que algo había roto la conexión. Se fijó en la penumbra de la habitación de hotel, sólo rota por la tenue luz de una pequeña lámpara de escritorio en el otro extremo del cuarto. Era de noche, aunque hubiera preferido no saberlo y simplemente seguir conectado al alma de la mujer que estaba tumbada junto a él. O que debería de haberlo estado. La cama estaba vacía y la colcha arrugada delataba el sueño inquieto de Luz, pero ella ya no estaba allí, sino de pie, frente a él, mirándolo fijamente. Era imposible, ella no podía verlo. Pero, a pesar de esa certeza, se sorprendió a sí mismo comprobando que realmente seguía siendo tan etéreo como creía.

—Hola, Luz. ¿Cómo estás? —Ángel pronunció en alto y despacio cada una de las palabras sin ocultar su inquietud.

No hubo respuesta. Bien. No podía verlo. Tampoco podía oírlo. Se levantó de la cama, despacio, estirándose, sintiendo cada uno de sus movimientos, y se apartó del lugar en el que Luz mantenía fija su intensa mirada. Nada cambió. Ella permaneció con la vista fija en la cama en la que él había estado recostado hasta aquel instante y que, como debía ser, no delataba ningún rastro de su presencia.

—¿Qué demonios me está pasando?

El grito de Luz lo sorprendió.

—Eso mismo me pregunto yo —contestó él, con burla, como si ella pudiera escucharlo, mientras se recostaba contra la pared, observándola.

—Desde que he llegado a esta ciudad estoy… —Luz dudó y empezó a caminar, nerviosa, de un lado a otro de la habitación—. Estoy desquiciada —concluyó, casi con desesperación.

—Podría decir lo mismo —le recriminó, mirándola, con los brazos cruzados sobre el pecho, curioso y divertido por aquella inesperada reacción.

—Yo no soy así. —Luz siguió hablando mientras caminaba a grandes zancadas—. Aunque me haya absorbido un agujero negro, aunque esté más muerta que viva, aunque ahora se acabara el mundo…

—El mundo no se va acabar, querida —replicó él, por encima de sus palabras, mientras ella seguía hablando y caminando, inmersa en su enfado.

—Pues por mi podría irse el mundo a la mierda ahora mismo. ¿Qué más me da? —Luz detuvo bruscamente su absurda caminata en la habitación, como si de pronto algo la hubiera obligado a dejar de moverse.

—Esto se parece demasiado a una conversación —advirtió él, casi tan atónito como ella, y ya sin rastro de diversión en su voz—. Y tú no puedes oírme.

No hubo respuesta.

—¿Luz? —insistió, sin atreverse a hacer ningún movimiento.

Ella no contestó, pero sus ojos se fijaron en él, queriendo atraparlo en su mirada. Estaba seguro de que no podía verlo. También sabía que no podía oírlo. Pero era igual de evidente que sentía su presencia. No era posible, pero aún así se obligó a caminar hacia ella. Muy lentamente, sin desviar la vista de aquellos ojos negros que eran capaces de hacer que olvidara su propia existencia, se acercó a Luz hasta que estuvo a sólo unos milímetros de ella. Con suavidad, puso una mano en su barbilla queriendo elevar su rostro para contemplar de cerca su mirada, y ella, automáticamente, respondió a su intención, sin resistirse a él, y una lágrima escapó de sus ojos. Por un instante, ambos permanecieron allí, el uno frente al otro, como si fueran parte de un mismo ser, pero, enseguida, ella se derrumbó.

La vio caer al suelo, como si de pronto sus piernas no fueran capaces de sostenerla. Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Luz, en silencio, primero, y sin mudar su expresión. Pero, casi de inmediato, empezó a sollozar, a gemir, casi a gritar, como si no hubiera consuelo para su angustia. Ángel se quedó junto a ella, deseando ser capaz de hacer algo para confortarla, viendo como lloraba desconsoladamente durante más tiempo del que pensaba que alguien podía llorar. No sabía cómo reaccionar, no entendía qué le ocurría a la mujer, y se sentó frente a ella, que se había cubierto el rostro con ambas manos mientras se encogía sobre sí misma. Hubiera querido acariciarla, pero no lo hizo y, de pronto, recordó quién era él. Se convenció de que esa ocasión era tan buena para romper las reglas como cualquier otra, y abrió su espíritu por completo, hasta sentir que el alma de Luz se entremezclaba con su ser. De nuevo, encontró su alma increíblemente hermosa, aunque enseguida desterró esos pensamientos para concentrarse en lo que quería hacer, y extrajo uno a uno los sentimientos que la atormentaban. Ella lloró y dejó, sin saberlo, aunque tampoco podía estar seguro de eso, que él cargara con todo su dolor y sanara cada rincón de su alma. Finalmente, ella se durmió, entre leves sollozos, brotando aún lágrimas de sus ojos, y él se permitió acariciar su pelo, muy suavemente, casi sin tocarla, por miedo a que se despertara. Estaba exhausto. Cuánto tiempo hacía que no sanaba el alma de un humano, se preguntó, y rió, amargamente. «Cuánto tiempo hacía que no me preocupaba por ellos». Sintió en su ser el sufrimiento de Luz y se prometió conservarlo en su interior. La miró dormir y supo al instante que estaba a punto de cometer una estupidez.

—Estoy demasiado cansado para impedirlo —murmuró, mientras, con un último esfuerzo, sumía a Luz en un sueño más profundo, para asegurarse de que no se despertaría hasta la mañana siguiente.

Ante el cuerpo derrotado de Luz, que permanecía en el suelo, encogida sobre sí misma, Ángel dejó que todas las barreras que había puesto cuidadosamente a su alrededor durante siglos desaparecieran, y se materializó, a las tres de la madrugada de un lunes de julio, de algún año de principios del siglo XXI, en la habitación de un hotel de Salamanca.

Durante un instante permaneció sentado frente a Luz, sintiendo la electricidad que recorría su interior, absorto en su propio cuerpo, más cercano a lo divino que a lo humano, pero realmente alejado de ambas naturalezas. Se observó las manos, grandes y fuertes, las abrió y cerró rápidamente, como si quisiera comprobar que eran reales. Se levantó, despacio y con elegancia, orgulloso ante la reciente corporeidad de su ser e ignorando su desnudez. Con un gesto firme, y excesivamente lento, tomó con delicadeza a Luz entre sus brazos para dejarla con suavidad sobre la cama.

—Sueña con los angelitos —susurró y se rió de su propia ocurrencia.

Con cuidado, deshizo el ovillo de pelo en el que ella, en algún momento, había recogido su melena, y se tumbó a su lado, observándola de nuevo mientras dormía, satisfecho consigo mismo.

—Ahora ejerzo de ángel de la guarda —dijo, como si le debiera una explicación, con la voz profunda de aquel cuerpo que ya casi había olvidado—. Y, por lo que veo, tú andas falta de uno.

—Se puede saber qué diablos estás haciendo.

Ángel sonrió ampliamente ante la conocida voz que llenó la habitación de Luz e hizo temblar los cristales del ventanal.

—Tú misma te has respondido, Gabriel —contestó, divertido.

—No bromees conmigo —la voz de Gabriel era ahora más suave, pero igualmente firme.

—No acostumbro a hablar al aire, Gabriel —Ángel pronunció el nombre despacio, acariciando cada letra, deleitándose en la repetición.

No hubo más respuesta que un resplandor dorado, intenso, en mitad de la habitación que, seguramente, delataba para unos ojos que no estuvieran condicionados por barreras físicas la hermosa figura del arcángel.

—Tampoco con luces resplandecientes —añadió, con tono condescendiente.

Se asombró de su propio buen humor, a pesar del terrible cansancio que sentía, pero de inmediato la intensidad que cobró el resplandor que inundaba la habitación interrumpió el hilo de sus pensamientos, y se alegró de haber sumido a Luz en un sueño lo suficientemente profundo. Finalmente, una hermosa joven apareció desnuda en la habitación del hotel, surgiendo de la intensa luz dorada que parecía brotar ahora de su cuerpo. Los rasgos suaves del rostro de Gabriel se veían endurecidos por su mirada, de un intenso marrón oscuro. El pelo, castaño y despeinado, llegaba hasta la altura de los hombros, dándole un aire salvaje. El arcángel se apoyó en la pared, con la vista fija en él, que seguía tumbado en la cama, disfrutando de su corporeidad, con los brazos entrelazados formando un cojín tras su cabeza.

—Resplandeces —dijo, mirando de arriba abajo, con un descarado movimiento de cabeza, el cuerpo desnudo de Gabriel, que no se inmutó ante su gesto.

—¿Y bien? —La voz de Gabriel era ahora suave, acorde con el cuerpo de la joven en la que se había convertido.

—Y bien —repitió él, con sorna.

—¿Qué pretendes?

—Lo mismo de siempre, supongo.

—¿Caos? ¿Destrucción? —Gabriel hablaba despacio, como si recitara las opciones disponibles en un hipotético menú—. ¿Guerra? ¿Miseria? ¿Sufrimiento? ¿Agonía, tal vez?

Él la observó en silencio, con expresión burlona, y ella le hizo un gesto para que continuara él con la lista de opciones.

—Conocimiento, libre albedrío, poder… —respondió, separando cada palabra con increíble solemnidad—. Nada más.

—Nada más —repitió ella, imitando su tono, y él asintió, con una leve sonrisa—. ¿Y esto? —añadió la joven, abarcando toda la habitación con el movimiento de un brazo.

—No me gustan las normas, ya lo sabes.

—Lo sé. Pero no respondes a mi pregunta.

—Respóndeme tú a esto —dijo, señalando hacia Luz— ¿Esto es justo? ¿Esto es amor? —Ángel se incorporó, despacio, disfrutando de aquel cuerpo ya casi olvidado, y notando las contracciones y estiramientos de cada músculo. La incipiente sonrisa había desaparecido por completo de su rostro, que mostraba ahora una sombra de amenaza—. ¿En serio? —insistió, mientras caminaba hacia Gabriel, con los ojos verdes llenos de ira fijos en su rostro, y señalando con una mano a Luz, que seguía durmiendo profundamente en la cama.

—Esto no es tu problema —respondió ella, finalmente, sin inmutarse.

—¿No? ¿Y de quién es? ¿Tuyo? —preguntó, y su voz había perdido ya cualquier rastro de amabilidad llenándose en cambio de un matiz siniestro—. ¿Suyo? —añadió, separando cada letra mientras señalaba hacia arriba con un dedo—. No me hagas reír.

—Libre albedrío —dijo Gabriel, imitando el tono de voz que él antes había usado.

—Venga ya, Gabriel, no me jodas.

—Ella eligió —sentenció el arcángel.

—No, no lo creo —dijo Ángel, que estaba ahora frente a Gabriel, inmóvil, mirándola fijamente a los ojos—. No creo que ella eligiera ser abandonada por sus padres. No creo que eligiera la soledad y la traición de sus amigos. No creo que eligiera la muerte de su marido. —Hizo una pausa, escrutando el rostro del arcángel, que seguía sin variar su expresión—. No creo que eligiera el dolor que llevaba dentro. No creo que eligiera la absoluta falta de consuelo.

—Eligió no creer —interrumpió ella.

—Por supuesto —dijo Ángel, alargando las sílabas y exagerando una repentina comprensión—. A eso se reduce todo, como no. Ha infringido la más importante de las malditas reglas —gritó, con la vista fija en Gabriel, muy cerca ahora de ella—. Y ha sido condenada.

—Te equivocas otra vez. —La voz de Gabriel fue calmada, lenta, a pesar de la incomodidad que él sabía que sentía por tenerlo tan cerca—. Simplemente ha obtenido las consecuencias de su decisión. Ella no ha sido condenada. —El arcángel respiró profundamente antes de continuar—. Tú fuiste condenado, Lucifer.

Algo en lo más profundo del espíritu de Ángel se removió y, por primera vez en mucho tiempo, un sentimiento surgió en su interior, llenándolo completamente. Sintió añoranza del cielo. Añoranza de su Padre. Supo, de inmediato, que Gabriel lo había notado, porque un destello de asombro asomó en su mirada durante el tiempo justo para que él pudiera verlo.

—Sabes perfectamente que ese nombre no me pertenece —dijo, esforzándose en contener la nueva emoción, tratando con todas sus fuerzas que no se reflejara en su rostro o en su voz—. Me fue arrebatado, con todo lo demás. Tú lo has dicho, fui condenado.

—Pero ella no —insistió el arcángel, y el eco de una antigua pena se filtró en su voz—. Déjala en paz.

—Díselo a Uriel. Deberías atar más corto a tus perros, pregonera. —Toda la añoranza que había sentido se había convertido en ira, su propia ira, se percató, al recordar como Luz había sido lanzada, junto a él, a un abismo que ningún humano debería ver jamás—. Ella provocó esto. Y casi provoca su propia muerte. La próxima vez no tendré paciencia.

Vio la sorpresa reflejada en el rostro del arcángel, al mismo tiempo que sintió como su ira aumentaba, llenando en aquel momento toda la habitación, como no lo había hecho desde mucho tiempo atrás. Se regocijó ante la reacción del ser sagrado, no sólo por sus palabras, era evidente que Uriel no le había contado nada de su encuentro, sino también por haber recuperado un poder que hacía mucho que había perdido.

—De hecho, Gabriel, ahora mismo podría acabar contigo —dijo, animado por su recobrada fuerza. No sabía de dónde había salido o qué la había provocado después de tanto tiempo, pero no le importaba ni lo más mínimo—. Deberías darme una buena razón para no hacerlo.

—Podría decirte que en realidad no quieres hacerlo. —Gabriel parecía más tranquila de lo que él sabía que se sentía y saboreó su inquietud—. Pero lo cierto es que no lo harás porque se lo prometiste a Miguel.

—Yo no prometí nada —protestó y su voz sonó tan profunda y terrible que podría haber hecho estremecer a cualquier alma cercana que la hubiera oído, y maldijo al arcángel, que sonreía ante él, por haberse ocupado de que eso no ocurriera, sumiendo a toda una ciudad en un sueño tan profundo como el que él le había provocado a Luz.

—Si es así, diremos que porque le debes a él una pequeña revancha —dijo, sonriendo con ironía.

—Entonces, qué demonios quieres, Gabriel —preguntó, dejando que la ira desapareciera, pero reteniendo su recuperado poder, disfrutándolo.

—Que dejes tranquila a la humana.

—¿La dejarán tranquila los tuyos? —La pregunta de Ángel sonó como una amenaza, pero Gabriel no contestó, y él lo hizo en su lugar—. Por supuesto que no.

—¿Qué quieres de ella, Lucifer?

Sintió otra oleada de ira al escuchar de nuevo su arcano nombre en boca de Gabriel, pero esta vez consiguió contenerla y acumularla en el interior de su condenado ser. Se recordó cómo se había sentido cuando aún estaba tumbado junto a Luz, con su recuperada corporeidad, en lugar de estar a pocos centímetros del arcángel, intercambiando amenazas que no llevaban a nada. Se retiró unos pasos de ella y, después de dedicarle un despreocupado gesto de desprecio, se tumbó otra vez en la cama, al lado de Luz, disfrutando de nuevo de la situación, intensificada en esta ocasión por su recuperado poder. Gabriel repitió la pregunta interrumpiendo, de nuevo, el momento.

—Mi maldito manuscrito —contestó él, al fin—. El mismo que no he podido conseguir antes por la genial idea que tuviste de plantarle ese estúpido sello sagrado encima, encerrarlo en un cofre, también sellado, y todo ello en una maldita cripta, ¡oh, qué original!, igualmente sellada. —Su tono sarcástico destilaba odio y rencor, y ocultaba el dolor casi tan bien como recordaba, y se dejó llevar por su propio discurso. La soberbia era por algo el pecado del que más disfrutaba—. ¡Ah, sí! Se me olvidaba, también tuviste el detalle de vincular a mi ya de por sí maldito y torturado espíritu, aunque por lo visto no lo suficiente para tu gusto, esos jodidos sellos que apenas me han permitido existir durante los últimos quinientos años. Y, permíteme que te lo diga, Gabriel, encanto, aquí abajo quinientos años es mucho tiempo. Muchísimo tiempo. La puta hostia de tiempo. ¿Entiendes, eso? —La rabia había invadido por completo su voz y respiró, tranquilizándose, antes de continuar—. Así que, sí, ahora que no hay cripta sellada, ni cofre sellado, me gustaría poder recuperar lo que es mío. —Respiró profundamente de nuevo, calmando su ser—. ¿Eres capaz de entender eso?

—Lo que no soy capaz de entender, Lucifer —contestó Gabriel que había esperado, con gesto de exagerada resignación, a que él terminara con su discurso—. Lo que, la verdad, no comprendo de ninguna manera, es por qué motivo te empeñas en torturar a la humanidad con tus ideas.

Ángel suspiró y se acomodó en la cama. Estaba gozando con aquella discusión y no podía creer que se hubiera olvidado de lo mucho que se divertía incordiando a Gabriel.

—¿Torturar? No, pregonera. Yo no torturo a nadie. Me temo que es Él quién lo hace.

El rostro de Gabriel se torció en una mueca de disgusto y él no pudo evitar sonreír.

—De momento —continuó Ángel—, que yo recuerde, no he mandado diluvio alguno sobre la maldita Creación. Ni se me ha ocurrido ordenar matar a los primogénitos de nadie. —Disfrutó al ver como aquel recuerdo hacía que el espíritu de Gabriel se retorciera de dolor, casi tanto como lo hacía el suyo con el recuerdo de su maldita caída—. Tengo razón ¿verdad? Podría seguir, pero no quiero hacerte pasar un mal rato. Al fin y al cabo, no creo que tengas la culpa de seguir en el bando equivocado. Simplemente aún no has comprendido que Él ama a su Creación, pero ama aún más tener el poder absoluto sobre ella. Querida, si alguno de los dos ama realmente al hombre, permíteme que te abra los ojos, ése, sin lugar a dudas, soy yo.

—Sé que amas al hombre, Lucifer. —La evidente compasión en la voz de Gabriel casi le provocó una arcada y una oleada de ira lo inundó cuando el arcángel fijó por un instante su mirada en Luz, que seguía durmiendo plácidamente en la cama—. Pero no sabes lo que le conviene. Te crees poseedor de una verdad inexistente y obras del modo equivocado. ¿Acaso no te has detenido a observar cómo está el mundo últimamente?

Ángel no contestó.

—¿No te has parado a ver los efectos de tu obra en los últimos, digamos, mil años? —preguntó Gabriel.

Negó con la cabeza, sonriendo con exagerada condescendencia. Era evidente que el ser humano había perdido completamente el dominio sobre sí mismo y que se estaba cargando la Creación, pero era igualmente obvio que eso no era culpa suya, en todo caso, era más bien lo contrario. Gabriel le sonrió como respuesta a sus pensamientos y deseó arrancarle la sonrisa de la cara de un golpe. Ella desplegó las alas, que hasta entonces había mantenido ocultas, y la ira se multiplicó en el interior de Ángel, que, con un solo movimiento, se levantó de la cama y se puso frente a ella, hablándole a escasos milímetros de la cara.

—Nada de esto es mi culpa, Gabriel.

—¿Seguro?

La convicción en la voz del arcángel provocó que una oleada de furia saliera del cuerpo de Ángel haciendo vibrar las paredes del hotel y de los edificios colindantes. Sintió sobrecogerse el espíritu de Gabriel, pero ella no varió su postura ni la expresión de su rostro.

—Deberías hablar con los tuyos a ver si opinan lo mismo que tú —continuó el arcángel con aplomo—. Estoy segura de que hace mucho que no te ocupas de tu propia corte de demonios y renegados.

Ángel gruño y acortó aún más la distancia que lo separaba del arcángel, disfrutando al sentir como crecía su incomodidad.

—¿Qué vas a hacer, Príncipe de Este Mundo?

Consiguió ignorar la burla en la voz de Gabriel, y se limitó a apoyar una mano en la pared en la que ella estaba apoyada mientras mantenía la mirada fija en sus ojos.

—Quedarte aquí, por supuesto, y seguir con tu descabellado plan. No lo he dudado ni un instante. —Gabriel respondió a su propia pregunta—. Supongo que Miguel tenía razón. Esta visita ha sido de cortesía, hermano, la próxima no será tan agradable.

—Vete a tocar la trompeta, pregonera —contestó entre dientes, mientras la luz que desprendía el cuerpo de Gabriel se intensificaba a la vez que su figura se diluía en ella.

—Recupera tu espada, Lucifer. —La voz de Gabriel retumbó de nuevo en la habitación al tiempo que la luz dorada en la que se había convertido vibraba, destellante—. La necesitarás, si piensas seguir con esta locura.

Ángel permaneció apoyado en la pared en la que había estado recostada Gabriel, y dejó caer el rostro, derrotado, permitiendo ahora que aquella antigua emoción recuperada, y que instantes antes había transformado en ira, lo invadiera por completo. Sintió el viejo dolor, la angustia y la añoranza. Pero también sintió como una leve punzada de algo parecido a la esperanza crecía en su interior, y una media sonrisa asomó de nuevo en su rostro en el instante en que el resplandor del arcángel se diluía.

—¡Gabriel! —llamó y la ya atenuada luz dorada vibró como respuesta—. Consígueme algo de ropa —añadió, dejando salir una fuerte carcajada.

La luz dorada de Gabriel desapareció por completo dejando a oscuras la habitación y Ángel esperó hasta que sus ojos se acostumbraron de nuevo a la penumbra antes de volver a la cama, junto a Luz. No sabía qué unía a aquella mujer a su ser, pero estaba claro que su buen humor se debía a ella. Y, posiblemente, también el que de nuevo fuera capaz de sentir, después de tanto tiempo de vacío en su interior, supliendo sus propias sensaciones por otras ajenas, hasta el punto de haberse convertido en poco más que un ser errante. No sabía qué efecto causaba Luz en él, pero lo averiguaría, y mientras tanto disfrutaría de la sensación. Y de la compañía. Se quedó mirándola fijamente mientras dormía con tranquilidad, y se perdió de nuevo en su alma hasta que la salida del sol lo devolvió a la realidad. Las cortinas de la habitación del hotel no permitían que los primeros rayos de luz entraran en el dormitorio, pero sabía que exactamente en aquel momento el astro rey comenzaba a iluminar la ciudad. Sonrió ante la casi olvidada sensación de sentir un nuevo amanecer en aquel cuerpo. Respiró profundamente, mientras se desperezaba, disfrutando del placer que le proporcionaba la corporeidad, y concluyó que, en realidad, los inconvenientes eran poca cosa en comparación con las innumerables ventajas de aquel estado.

Luz aún dormía plácidamente a su lado, y, si había calculado bien, aún le quedaban algunas horas de sueño por delante. Se permitió quedarse tumbado en la cama durante un rato, relajado, viéndola dormir, y pensando en lo diferente que era observarla ahora, estirado junto a ella, en su cama, en lugar de como un ente incorpóreo que fisgonea en un universo que le es ajeno. Se habría quedado allí, mirándola, pero no quiso arriesgarse a que ella se despertara antes de lo que había previsto. Con un rápido movimiento, se levantó y sonrió cuando vio un montón de ropa cuidadosamente plegada a los pies de la enorme cama de hotel. Maldijo a Gabriel y sus bromas mientras se vestía y comprobaba que las prendas que le había dejado eran completa e impolutamente blancas. Se prometió a sí mismo que sólo las usaría el tiempo necesario hasta que encontrara cualquier otra cosa que ponerse. Y abandonó la habitación de Luz, no sin antes echar una última mirada a la mujer, que dormía plácidamente y con una bonita sonrisa en el rostro.

Era domingo y la ciudad descansaba aún cuando salió a la calle y tomó una profunda bocanada de aire. Le gustaba su recién recuperado cuerpo, se sentía bien, y había olvidado por qué demonios se había privado a sí mismo de ese pequeño placer durante tanto tiempo. Caminó unos metros pensando en dónde podía conseguir ropa decente, hasta que reconoció una figura familiar al final de la calle. Suspiró, resignado, antes de recorrer la distancia que lo separaba de la conocida silueta.

—¿Se puede saber dónde diablos te has metido? Llevo buscándote más de trescientos años, Lucifer.

Bufó, haciendo un esfuerzo para controlar su ira porque todos los malditos ángeles, caídos o no, parecieran haber escogido aquel día para recordarle cuál era el nombre del que había sido privado.

—Cuida tus palabras, Belial. Es posible que lleves tres siglos buscándome, pero no deberías olvidarte de quién soy —dijo con toda la calma de la que fue capaz—. Ven, invítame a un cigarrillo. —Señaló con un gesto el paquete de tabaco que el diablo guardaba en el bolsillo de su camisa, antes de empezar a caminar.

Belial inclinó la cabeza levemente, en señal de respeto, y le ofreció su paquete de tabaco y un mechero.

—Anoche sentí el estallido de tu poder y vine tan rápido como pude. La verdad es que ya no sabía dónde buscar, ni qué pensar.

—Tienes poder para hacerte cargo de todo en mi ausencia y mucho más —dijo Ángel, encendiendo un pitillo y poniendo una mano sobre el fuerte hombro del enorme diablo.

—Al menos podrías haberte puesto en contacto conmigo —replicó Belial, caminado junto a él—. Llegué a creer que…

—¿Qué? —Ángel lo cortó, riendo, nuevamente animado—. ¿Qué me había evaporado y fundido con la atmósfera?

El ángel caído rió con él, sin ganas.

—Las cosas se han complicado últimamente. Y por cierto, ¿qué demonios llevas puesto?

—Mejor no preguntes —respondió, negando con la cabeza, aún de buen humor, absorbiendo el humo del tabaco—. Vamos, ayúdame a encontrar algo mejor. Y, dime, qué es eso que se ha complicado hasta tal punto que mantiene inquieto a uno de los Reyes del Infierno.

—Es Legión. —Belial no pudo ocultar el orgullo en su voz después de oír de boca de Ángel el rango que en su día le habían asignado los humanos—. Cuando los rumores sobre tu ausencia quedaron patentes empezó a hacer de las suyas…

—Eso no es precisamente una novedad.

Ángel se detuvo para mirar el interior de una tienda de ropa a través del escaparate enrejado.

—No lo sería, de no ser porque empezó a usar tu nombre en cada una de sus travesuras —sentenció Belial.

Miró al diablo con dureza, mientras se maldecía a sí mismo por haberse permitido una tan larga ausencia entre los suyos. Que él no pudiera usar su propio nombre era algo que le había costado un par de milenios asimilar, que los demás lo llamaran por alguno de sus arcaicos nombres era algo que aún le costaba tolerar, pero que otros usaran su nombre en su lugar era lo último que estaba dispuesto a consentir.

—¿Cómo lo has permitido? —La amenaza en su voz podría haber hecho temblar a Belial, que, en cambió, permaneció impasible ante él.

—No lo he hecho, en realidad —contestó, irguiéndose—. Pero tampoco lo he podido evitar.

—Está bien —concedió mientras se entretenía en forzar la entrada de la tienda que le había llamado la atención—. Haz saber a todos que estoy de vuelta —ordenó mientras seguía jugando con la cerradura de la verja hasta que ésta cedió y pudo empezar a trabajar con la de la puerta de cristal que aún lo separaba de su objetivo—. En cuanto acabe con este asunto me ocuparé de Legión.

La puerta finalmente cedió, dejándole el paso libre, y se detuvo antes de entrar en la tienda.

—Y, Belial —llamó al ángel caído que se alejaba ya de él—, tráeme mi espada.

Ángel observó a Belial sonreír complacido por su petición antes de entrar por fin en la tienda, rebuscar entre la ropa y lanzar al suelo el cigarrillo para adueñarse de todas las prendas que podían serle útiles. Cuando salió de nuevo al exterior, cargado de ropa, notó a su lado una presencia conocida.

—Asmodeo, necesito tus brazos, no tu compañía —dijo al aire y esperó, apoyado contra una pared.

Un instante después, un joven alto y rubio salió de la tienda, vestido con un pantalón vaquero y una camiseta negra lo suficientemente ceñida como para que no quedara duda de la musculatura que escondía. Saludó a Ángel con un movimiento de cabeza y, resignado, tendió sus brazos para sostener las prendas que éste le entregaba.

—Tengo tu espada —dijo, mientras miraba con mala cara el montón de ropa que Ángel le acaba de entregar.

—Bien, pero primero vamos a desayunar.

Asmodeo suspiró y echó a andar detrás de él, dispuesto a cumplir con los caprichos de su superior y a tolerar su cambiante humor, y él no pudo evitar sentirse satisfecho de su reacción.

Dejaron el enorme montón de ropa en la mejor habitación del establecimiento, que, instantes antes, Ángel había reservado por tiempo indefinido, tras convencer a la recepcionista de que no quería cobrarle ni un euro por ella. Después se sentaron en una mesa de la cafetería del hotel.

—Veo que estás en forma —dijo Asmodeo, rompiendo el largo silencio.

—Eso parece.

—Supongo que a mí tampoco me contarás dónde te has escondido todo este tiempo.

Ángel suspiró pesadamente y encendió un cigarrillo de Asmodeo, evitando una pregunta que de momento no tenía intención de responder. Lo último que quería era confesar a los diablos, se creyeran reyes, príncipes o generales del Infierno, que se había pasado los últimos trescientos años vagando y maldiciendo su suerte. Y lo último que necesitaba era que alguno de los ángeles caídos que aún lo culpaban de haber sido privados de la Gracia de su Padre y clamaban venganza, o los demonios, ávidos de poder, hijos del mundo que supuestamente él gobernaba, sospecharan de su debilidad.

—Está bien —aceptó Asmodeo, encendiendo a su vez un pitillo—. No me lo cuentes si no quieres, pero no puedes ignorar el hecho de que han cambiado algunas cosas durante tu ausencia.

Ángel le dedicó una terrible sonrisa a Asmodeo mientras con un gesto lo animaba a continuar.

—Aunque no lo sepas —empezó a decir el diablo, pero inmediatamente rectificó ante la mirada amenazadora de Ángel— o aunque no te interese, tienes el mundo bajo control. Los hijos de este mundo han hecho un buen trabajo, en especial los últimos cien años. Aunque, por supuesto, ahora quieren su recompensa. Es un pequeño precio…

—Maldita sea, no quiero el control del mundo, Asmodeo —lo interrumpió, a la vez que golpeaba con fuerza la mesa, llamando la atención de algunos camareros y clientes de alrededor.

—Sé lo que no quieres —dijo el diablo dando una larga calada a su cigarrillo, soltando lentamente el humo después—. Pero también sé, igual que tú, que no tienes opción —concluyó, sosteniéndole la mirada—. O tú o las bestias, Lucifer.

No quiso contestarle y el camarero, que había estado dudando hasta aquel momento, aprovechó el silencio para acercarse a ellos y dejar sobre la mesa los cafés que habían pedido.

—Alguien debe gobernarnos. —Asmodeo continuó hablando cuando el camarero se hubo apartado lo suficiente—. Y ése es tu puesto, Príncipe de Este Mundo.

El ángel caído hizo una leve reverencia con la cabeza, imperceptible a los ojos de cualquiera excepto a los suyos, que mantenía fijos en él.

—No veo que tú, Belial y los demás lo hayáis hecho tan mal durante los últimos tres siglos, Príncipe del Infierno —dijo, recordándole al ángel caído el título que los humanos le habían otorgado y centró su atención en la taza de café que tenía delante. Eran esos pequeños placeres, o vicios, los que había echado de menos durante todo ese tiempo.

—No me jodas, Lucifer —le reprochó el diablo, que se recostó sobre el respaldo de la silla—. Lo nuestro son las guerras, las batallas o los desastres naturales, si tanto quieres, pero no el gobierno. No tenemos ni la paciencia ni las ganas para bregar con esa pandilla de condenados.

—¿Y yo sí? —preguntó, mirándolo de nuevo y dejando escapar una leve risa sarcástica.

—Supongo que no —concedió Asmodeo—. Pero tú tienes la sabiduría necesaria para hacerlo.

Lo último que le apetecía era hablar de demonios, ángeles rabiosos o almas en pena condenadas al Infierno de una eternidad privada de la Gracia de Dios. Asmodeo se dio cuenta de ello, sacó su espada, y la puso sobre la mesa. A los ojos de cualquiera aquel objeto no era más que una sencilla barra de metal decorada con un delicado grabado, pero, en las manos adecuadas era el arma más mortífera que pudiera existir. Esas manos eran las de Ángel, a quien antes del principio de los tiempos el Creador se la había confiado, y cuyos ojos brillaron al reconocerla.

—¿Y qué es lo que estamos haciendo aquí exactamente? —preguntó el diablo al reconocer la expresión en el rostro de Ángel.

—Ajustar cuentas —respondió él, distraído, al tiempo que tomaba su espada y dejaba ver una terrible sonrisa, antes de indicarle al diablo con un gesto de la mano que lo dejara solo. Luz estaba a punto de bajar de su habitación y no quería dejar pasar la oportunidad de hablar con ella.

Cuando se despertó, Luz se encontró de muy buen humor. Pensó que aquella noche debía de haber soñado algo extrañamente agradable, aunque era incapaz de recordar nada. Aún así el mero hecho de no haber tenido pesadillas ya suponía una reconfortante novedad. Llamó a Alfonso por teléfono para contarle que se encontraba mucho mejor y planear algo para pasar el domingo, tal vez podrían dar una vuelta por la ciudad y visitar algún museo, pero su amigo le explicó que tenía que salir de Salamanca para cumplir con unos compromisos familiares, y que no regresaría hasta la noche. Eran las nueve de la mañana y se encontró con todo un domingo libre por delante, algo que sólo unos días atrás le hubiera supuesto una terrible molestia, y hubiera intentado llenar las horas vacías con mil y una tareas inútiles antes de desistir y rendirse ante una botella de vino. Pero aquella mañana se sentía insólitamente dispuesta a disfrutar de la jornada libre, y que Alfonso no pudiera acompañarla no le pareció en absoluto un inconveniente que le impidiera visitar la ciudad.

Decidió tomarse una larga ducha antes de bajar a desayunar y hacerse con algunas guías turísticas. Estaba emocionada ante la idea de descubrir por sí misma Salamanca, no con los ojos de una antropóloga que busca el sentido de lo que contempla, sino con los de una turista más que se deja sorprender por los detalles que le ofrece el lugar que visita. Revolvió sus ropas en busca de alguna prenda lo suficientemente cómoda para el día que estaba planeando en su mente, y se maldijo, por enésima vez, por su afición a los colores oscuros. En pleno verano, y en aquella ciudad, vestir completamente de negro para hacer turismo no era una buena idea, aunque no tenía muchas más opciones. Se resignó y se puso lo más cómodo que encontró. Tampoco tenía un calzado adecuado, pero ese era sólo un pequeño fallo más en su ya totalmente fracasada indumentaria de turista. Se miró en el espejo y, contra todo pronóstico, se descubrió aprobando su vestimenta, aunque fuera más similar a la de una roquera pasada de moda que a la de una mujer dispuesta a explorar una ciudad un domingo de verano. Pero, sin lugar a dudas, la ropa le sentaba bien y se felicitó por ello. Por un instante, se sorprendió por su estado de ánimo, hacía mucho tiempo que no se sentía satisfecha con el reflejo que le devolvían los espejos. Pero, rápidamente, decidió aparcar aquel pensamiento y se dispuso, inusualmente animada, a enfrentar su día.

Encontró la cafetería del hotel prácticamente vacía. Algunos camareros charlaban ociosos junto a la barra y una única mesa estaba ocupada por un hombre que tomaba café. Dudó un instante antes de decidir sentarse justo en el centro del local. Pidió un desayuno completo, desplegó sobre la mesa un mapa turístico de la ciudad y, dispuesta a señalar los lugares que quería visitar, abrió una guía que había conseguido en la recepción del hotel junto a algunos folletos. El camarero llegó con su desayuno y colocó, como pudo, los platos y vasos sobre la pequeña mesa circular, ocupada casi por completo por el mapa. Luz se afanó en replegarlo para poder comer mientras trabajaba, y la guía que estaba consultando se precipitó al suelo, junto con los folletos informativos, amenazando a su vez con derramar el café con leche, que pudo salvar de milagro a cambio de dejar que el plano terminara también en el suelo.

—No pareces en absoluto una turista desorientada —dijo una voz profunda a su espalda, sobresaltándola—. Salvo porque esto te delata.

Casi dio un salto de la silla cuando se giró y vio al hombre joven, alto y completamente vestido de negro, que le ofrecía amablemente el libro y los papeles que se le acababan de caer. No le había oído acercarse y tardó un instante en recomponerse, y algún tiempo más en asimilar lo que estaba viendo. Decir que ese hombre era atractivo era quedarse realmente corto. A pesar de su más de metro ochenta y robusta complexión, tenía una postura inusualmente elegante y despreocupada que, junto con sus movimientos ágiles y elásticos, podría haber dejado en ridículo a cualquier felino en un instante. El pelo oscuro, largo y cuidadosamente despeinado, le daba un aspecto peligroso que corroboraban las facciones de su rostro, a la vez suaves y angulosas. Aunque todo ello perdía inmediatamente su importancia ante el protagonismo de una intensa mirada de ojos verdes, que bien podrían haber encerrado un océano en su interior. Luz tomó aire antes de poder hablar.

—Pues hoy soy una simple turista —dijo, finalmente, y su voz sonó con más entereza de la que esperaba mientras tomaba la guía y los papeles que aquel hombre le ofrecía.

—¿Sólo hoy? —preguntó él, con una media sonrisa a penas insinuada, que la dejó de nuevo sin habla durante un instante que a ella le pareció eterno.

—Eso me temo —contestó con un hilo de voz—. Y espero que sea tiempo suficiente para poder visitar todos los lugares que quiero.

—Un día es muy poco tiempo para dedicar a una ciudad como esta. Aquí hay mucho que ver, y esas guías pueden llegar a complicar más la jornada que ser realmente útiles.

Luz lo miró confundida, pero fue incapaz de hablar cuando se dejó atrapar por aquellos ojos verdes que se fijaban intensamente en los suyos.

—¿A dónde tenías pensado ir? Tal vez podría indicarte algunos lugares interesantes —ofreció él, señalando el mapa.

—En realidad no lo sé —confesó, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contestar con naturalidad, perdida como estaba en la mirada de aquel hombre—. Esta mañana un día completo me parecía una eternidad para visitar la ciudad, pero ahora…

—Bueno, quizás deberías empezar por las catedrales. ¿Te interesa la arquitectura religiosa? —dijo él, desplegando sobre la mesa el mapa que casi había provocado el desastre, y acomodándolo perfectamente, dejando espacio para su desayuno—. Si es así, el conjunto de la catedral es hermoso y te gustará. También hay un buen puñado de iglesias interesantes y, por supuesto, la universidad —continuó él, mientras Luz lo observaba, perpleja—. Aunque yo, personalmente, prefiero las pequeñas curiosidades y los lugares que guardan historias y leyendas en su interior —concluyó en tono de confidencia, acercándose levemente a ella.

—Pareces conocer muy bien la ciudad.

—He tenido tiempo suficiente para ello —contestó el hombre despreocupadamente mientras seguía escrutando el mapa sobre la mesa, buscando algo que parecía no poder localizar.

—¿Hace mucho que vives aquí? —preguntó, mientras observaba aquellas manos grandes y hábiles recorrer las calles dibujadas en el plano.

—Lo hice durante un largo tiempo —explicó, fijando de nuevo en ella su mirada—. Ahora sólo estoy de vuelta.

Luz asintió.

—Aquí —dijo él, señalando finalmente sobre el mapa con un leve golpe—. Empieza por esta plaza y sigue las calles dibujando una circunferencia —indicó, mientras marcaba con el índice el recorrido—. Es la parte más bella de la ciudad, y todos los edificios interesantes están muy bien señalizados. Además, estoy seguro de que alguien como tú localizará con facilidad esas pequeñas joyas que no suelen aparecer en guías como esa.

Él señaló el pequeño libro con tapas amarillas que estaba ahora abandonado sobre una silla al lado de Luz, y se quedó mirándola tan fijamente que ella no pudo evitar estremecerse. No sabía cuánto tiempo hacía que un hombre no la miraba de aquella manera. Aunque en realidad, pensó, jamás nadie la había mirado así, como si pudiera ver algo más allá de la simple apariencia.

—Quizás podrías acompañarme —dijo, y se sorprendió al escucharse a sí misma pronunciar aquellas palabras. Jamás había hecho nada como aquello y no entendía cómo se le había ocurrido invitar a aquel desconocido.

—Me encantaría, pero no puedo.

A pesar de todos los reproches que se había hecho a sí misma en unos pocos segundos, no pudo luchar contra la decepción que la embargó al escuchar la negativa, y quiso recriminarse por ello.

—Tengo varios asuntos importantes de los que ocuparme esta mañana —continuó diciendo antes de girarse un instante para mirar por la ventana a la calle. Luz siguió la dirección de su mirada aunque no vio a nadie en el exterior que pareciera estar esperándolo—. Pero sería un placer reunirme contigo para almorzar, y después, si quieres, enseñarte algunos rincones de la ciudad.

—Por supuesto —respondió, demasiado deprisa y sin ser del todo consciente de que acaba de aceptar una cita con un completo desconocido, y él pareció divertido por su entusiasmo.

—Está bien. Hay un pequeño restaurante donde se come realmente bien —dijo él, mientras miraba de nuevo en el mapa y señalaba un punto—. Está aquí ¿Qué te parece si nos vemos a las tres?

—Perfecto —respondió con la vista fija en el lugar que él había señalado, esperando recordarlo.

—Hasta entonces, pues. —Se despidió, sin apartar de ella la mirada, mostrando de nuevo aquella media sonrisa, apenas perceptible, que se reflejaba especialmente en sus ojos—. Por cierto, me llamo Ángel.

Luz no pudo evitar sonreír, algo avergonzada, ante la evidencia de que eran dos desconocidos que acaban de quedar para almorzar. Era una completa locura, pero se sentía feliz, como una adolescente que se enfrenta a su primera cita, y no estaba dispuesta a privarse de aquel placer.

—Yo soy Luz —dijo, y tendió la mano para estrechársela, pero él, en lugar de eso, tomó su mano con delicadeza y se la llevó a los labios.

—Es un placer, Luz —susurró prácticamente sobre su mano y le dedicó una sonrisa que hizo que las anteriores no parecieran más que simples muecas—. Nos vemos a las tres.

Observó a Ángel salir de la cafetería, mientras trataba de recuperar el aliento, y se debatía entre el entusiasmo ante aquel sorprendente encuentro y la vocecilla interior que le gritaba que bajo ningún concepto acudiera a su cita con aquel desconocido. No sin dificultad, consiguió retomar el control de sí misma, plegó con delicadeza el plano que seguía extendido sobre la mesa, a la vez que hacía callar aquella molesta voz que quería privarla de aquel día de turismo, que, inesperadamente, se había vuelto más interesante de lo que nunca hubiera imaginado. De cualquier modo, ya lo había decidido cuando comenzó a devorar el suculento desayuno que seguía intacto sobre la mesa. Recorrería el camino que Ángel le había indicado en el mapa y a las tres se reuniría con él. Ese podía convertirse en un día mucho más interesante todavía de lo que había esperado.