Capítulo VII
ADEMÁS de los textos apócrifos, Luz pudo consultar en la biblioteca de la universidad algunos comentarios interesantes sobre los mismos. También encontró varios grimorios, como una copia del Liber Juratis de Honorio III, un volumen en el que se recogían los fragmentos conocidos de la Clave Mayor del Rey Salomón, junto a sus posibles fuentes y un exhaustivo análisis del polémico manuscrito, un estudio sobre la denominada Llave Menor de Salomón y varios tratados sobre angelología, demonología y ritos mágicos medievales. De entre las coincidencias en todos ellos pudo extraer una detallada descripción del Infierno, muy similar a la del manuscrito de la Casa de las Muertes y con idéntica diferenciación entre diablos y demonios. Los primeros eran, según los comentarios y análisis de los distintos grimorios, ángeles caídos. El calificativo provenía del griego antiguo diaballo, tirar, arrojar o atravesar, y su significado se referiría simplemente a la caída de los ángeles. La tradición judeocristiana consideraba en cambio que la palabra diablo provenía de la griega diábolos, cuyo significado, enemigo, adversario, la hacía encajar perfectamente con la concepción religiosa de esa figura y con el nombre de Satán, adversario, de raíz latina. Aunque, por otra parte, ese apelativo podría tener su origen en una figura mitológica hebrea, Ha Shatán, que no era otra cosa que un guardia del mundo enviado por Dios.
Los demonios, en cambio, eran considerados por la mayoría de los textos, e incluso también por gran parte de la tradición, como espíritus malignos sin ninguna relación con el reino de los cielos. La Clave de Salomón y el Liber Juratis, además, apuntaban en la misma dirección que el manuscrito de la Casa de las Muertes y aclaraban que se trataba de almas condenadas por sus pecados por toda la eternidad, y para las que no cabía perdón. Las almas perdidas o condenadas eran ampliamente descritas tanto en el grimorio de Honorio III, como en las famosas claves ocultistas y en los textos que las analizaban y comentaban. En todos los casos las definían como los espíritus de aquellos humanos condenados pero que podían llegar a ser redimidos tras cumplir su pena. Se trataba de las famosas almas del Purgatorio o del Limbo y que eran incluidas en ambos casos en el Infierno, pues no gozaban de la Gracia de Dios, aunque fuera temporalmente hasta que pudieran ser finalmente perdonadas. Ambos textos, al igual que la mayoría de tratados de teología más antiguos, consideraban además que el gobierno de todos aquellos seres condenados recaía sobre Lucifer, como parte de su propia condena, pues, ya que había querido compartir el poder de Dios, éste le cedió parte de su reino, las Tinieblas decían algunos textos. De este modo el primero de los ángeles dejó de ser el Príncipe del Cielo para pasar a ser el Príncipe de Este Mundo, pues era en la tierra donde estaba realmente aquel infierno descrito en los grimorios y en el manuscrito. Bien distinta era, en cambio, la consideración de los teólogos actuales que, sin motivo alguno aparente, o bien negaban la propia existencia de Lucifer, o bien lo consideraban como un ser condenado distinto del principal adversario, Satanás.
Luz continuó rebuscando en los libros, aunque ya no le cabía lugar a dudas de que el manuscrito y todos los objetos de la cripta de la Casa de las Muertes estaban relacionados con algún tipo de culto de carácter mágico y mistérico, y que, posiblemente, fuera el mismo que había dado lugar a la posterior leyenda de la Cueva del Diablo. Lo único que seguía siendo una incógnita era la posible relación entre ambos lugares que, de existir, seguramente, se revelaría si pudiera bajar a los viejos túneles. Se entretuvo ojeando con atención el Liber Juratis, un tratado mágico del que nunca había conseguido comprender el propósito, y se le heló la sangre cuando se detuvo en algunos de los símbolos que aparecían para ilustrar los nombres mágicos necesarios para realizar los rituales. Los miró con atención al tiempo que los comparaba con las copias que había hecho de los grabados de los báculos hallados en la Casa de las Muertes. Aunque había ciertas variaciones entre los símbolos grabados sobre la plata y los que aparecían en el tratado mágico atribuido al papa Honorio III, las similitudes eran demasiadas para ignorar la relación entre ambos. No entendía cómo no se había dado cuenta antes, había estudiado aquellos mismos signos en diversas ocasiones, cuando aún no era más que una ayudante de investigación en la facultad fascinada por las creencias prohibidas de la Europa medieval. Se trataba de letras de un supuesto alfabeto celestial.
Abrió la Clave de Salomón por su última página y, rápidamente, encontró el recuadro con los denominados alfabetos místicos. Comparó uno a uno aquellos símbolos y no tuvo dudas, los trazos, las pequeñas circunferencias coronando las líneas, prácticamente todo coincidía. Aquella era la prueba que necesitaba para demostrarle a Alfonso que su línea de investigación era la correcta. Aunque se negara a reconocer la posibilidad de una relación entra la Cueva del Diablo y la Casa de las Muertes, esos símbolos hacían innegable que algún tipo de práctica ocultista estaba detrás de aquellos objetos y del manuscrito.
Luz arrancó casi con desesperación una hoja de su libreta y se dispuso a traducir el significado de los signos que había copiado antes en el departamento. A pesar de las diferencias entre los grabados de los báculos y las letras representadas en el recuadro explicativo de los alfabetos místicos, pudo identificarlos con relativa facilidad. El primero de ellos correspondía a las letras LEFJ y el segundo LEHCS, aunque, si no recordaba mal, la escritura sincrética del supuesto alfabeto sagrado debía de ser leída al revés, es decir, de derecha a izquierda. Buscó entre las palabras utilizadas tanto en el grimorio del papa Honorio como en ambas claves de Salomón una posible relación o interpretación de aquellas letras, pero no encontró nada. Estaba a punto de darse por vencida cuando se fijó en el uso del sufijo EL en la traducción de todos los nombres angélicos, que era, ni más ni menos, que la referencia al Creador. No podía ser casual que ese mismo sufijo apareciera en los grabados de los báculos. Al comparar la escritura de esos mismos nombres, usando el alfabeto supuestamente sagrado que aparecía en los sellos y signos de los grimorios, comprobó que su disposición era idéntica a la de los símbolos de los báculos, y que la referencia al Creador se usaba al inicio de la palabra, separada, por lo general, con un apóstrofe del resto. Siguiendo la pauta de los libros, dispuso las letras al revés, aunque el resultado resultó ser igualmente críptico JFEL y SCHEL.
Nada de aquello parecía llevarla a ninguna parte, pero, aún así, volvió a los apéndices de la Clave del Rey Salomón para comprobar su trascripción. El de los alfabetos místicos no era el único recuadro explicativo de aquel libro de ocultismo, otros tantos estaban dedicados a la influencia de los planetas según su disposición, a las horas y días propicios para cada práctica mágica o a los arcángeles y sus poderes. Se entretuvo en ese último cuadro, observando la disposición de los supuestos nombres sagrados, repetidos una y otra vez, variando su orden en la lista según el periodo del día, semana, mes o año que regían. En efecto, todos y cada uno de aquellos nombres contenían el sufijo sagrado y, como si de un entretenimiento se tratara, casi sin prestar atención a lo que hacía, se dedicó a copiar los nombres de los arcángeles que aparecían citados en los recuadros explicativos. Observó aquellos nombres una y otra vez, subrayándolos, pensando en las historias que conocía sobre cada uno de esos personajes mitológicos, y recordando los libros apócrifos, tratados de magia y textos ocultistas en los que aparecían. Más pendiente de sus pensamientos que del cuaderno en el que dibujaba, copiaba y garabateaba, comenzó a tachar las vocales de aquellos nombres, todas excepto las del sufijo que los relacionaba con lo divino, y ante sus ojos apareció, inesperadamente, la respuesta que buscaba. Entre la lista de nombres abreviados aparecían las mismas letras que las de uno de los grabados: SCHEL, pertenecientes al apócrifo arcángel Sachiel. Por supuesto, aquella lista era sólo parcial, no recogía a todos los supuestos arcángeles aparecidos en la literatura religiosa ni, mucho menos, todos los nombres que se les asignaban, y, tal vez por eso, no hubiera encontrado la equivalencia con las iniciales del otro báculo.
Luz recordaba que Sachiel era más conocido en los textos no reconocidos por las diferentes iglesias como Zadquiel, y que se le mencionaba en algunos escritos rabínicos, así que se dispuso a buscar más información al respecto. No encontró demasiados datos, sólo un libro referente al antiguo misticismo hebreo en el que aparecía una discreta referencia a ese arcángel. Zadquiel, Sachiel o Hesediel era descrito como el arcángel de la misericordia, perteneciente al orden de los Hashmallim, el equivalente hebreo del coro católico de las dominaciones. Se trataba del abanderado que encabezaba la batalla, justo por detrás de Miguel, junto con otro arcángel llamado Jofiel. Luz no necesitó transcribir aquel segundo nombre para darse cuenta de que equivalía al grabado del otro báculo hallado en la cripta, JFEL.
Ángel había despedido a Semyazza y se había quedado en la capilla, perdido en sus pensamientos, pero la presencia de Belial lo sacó de su ensimismamiento. El demonio había dicho la verdad y su segundo al mando había encontrado el lugar en el que los humanos rendían culto a Legión, aumentando su poder. Cuando ambos llegaron al viejo caserón abandonado, él apenas fue capaz de controlar su ira. Marcas y nombres arcanos decoraban grotescamente el exterior de aquella enorme construcción rural, aunque no eran más que una simple advertencia de la aberración que se llevaba a cabo en el interior. Los diablos de Belial habían tomado el lugar y vigilaban atentamente cualquier movimiento de los humanos que estaban dentro, realizando un oscuro ritual de sangre mientras esperaban agazapados la aparición de Legión. Aunque probablemente el viejo demonio no aparecería por allí durante algún tiempo. Seguramente habría sentido como propia cada una de las muertes de los demonios a sus órdenes, incluida la del bocazas que les había indicado aquel lugar, y sólo se arriesgaría a regresar si no encontraba otro modo para alimentar su poder. Malditos humanos, no sabían qué hacían ni a qué jugaban. ¿Cómo era posible que creyeran que podían dominar a un demonio como Legión?
Los cánticos del interior del caserón le recordaron los viejos rituales que siglos atrás algunos incautos habían realizado para invocarlo, pactar con él o, incluso, los más imbéciles, con la ilusión de conseguir dominarlo. Sólo algunos, muy pocos, alguna vez se habían atrevido a buscarlo por simple sed de conocimiento, por curiosidad de saber. Pero esos tiempos habían quedado atrás hacía mucho. Aquellos ritos no tenían nada que ver con Legión, los idiotas, que trataban sin demasiado éxito de pronunciar una vieja oración en latín, creían que trataban con él. «Satán, Lucifer, Heylel, Príncipe de las Sombras…» Repetían una y otra vez un repertorio de los nombres y títulos por los que en algún momento se le había conocido. Nombres arcanos que ya no le pertenecían se mezclaban con los adjetivos que los habían substituido, con los nombres con los que los pueblos primitivos lo habían bautizado y con otros tantos con los que en algún momento de la historia lo habían confundido. Bufó. ¿Acaso pensaban que con una simple llamada iba a presentarse ante ellos? ¿Acaso creían que alguno de aquellos símbolos u oraciones tenía algún tipo de poder sobre él? «Imbéciles». Su ira se multiplicó, transformándose en una explosión de poder que oscureció el cielo justo antes de iluminarlo con un terrible relámpago.
—Vamos —gruñó Belial, coincidiendo con el estrépito del trueno.
El espectáculo del interior no tenía desperdicio. Hombres y mujeres ataviados con túnicas negras alzaban los brazos mientras repetían, una y otra vez, el mismo absurdo cántico. Algunos portaban cálices, otros dagas marcadas con símbolos supuestamente mágicos, los demás, simplemente, levantaban las manos. Dos imbéciles desnudos se revolcaban sobre un altar mientras otro de ellos derramaba sangre sobre sus cuerpos. En aquel lugar había concentrados ira, dolor, miedo y odio suficientes para alimentar el poder de mil demonios como Legión. Oyó como Belial le hablaba, pero no prestó atención a sus palabras, la ira lo cegaba y estaba a punto de perder el control. Aquellos idiotas no sólo se dedicaban a recrear antiguos e inútiles rituales de invocación, sino que habían llegado al extremo de sacrificar, supuestamente en su honor, desde animales hasta seres humanos. Dos muchachas vírgenes habían sido secuestradas, torturadas y violadas sobre el mismo altar que estaba contemplando, antes de haber sido sacrificadas. Y todo ese dolor, toda esa agonía, había sido utilizada por Legión para aumentar su poder hasta el punto de llegar a pensar que podía desafiarlo. Todo a su alrededor desapareció con aquel pensamiento y sólo quedó la ira que lo llenaba, que aumentaba su poder, que estremecía su cuerpo, y hacía crecer su espíritu hasta el extremo de mezclarse con la esencia misma de este mundo, dominándolo y sometiéndolo a su voluntad.
—Ahora sí que por aquí no volverá —suspiró Belial, que seguía a su lado.
Las palabras del diablo lo devolvieron al momento presente y Ángel trató de controlar su ira y tomar consciencia del lugar en el que estaba. A unos metros por debajo de ellos el viejo caserón había desaparecido y no quedaba nada que pudiera indicar que en algún momento hubiera estado allí. Sobre la tierra yerma que se extendía bajo sus pies estaban esparcidos los pedazos de los cuerpos de los imbéciles que habían estado alimentando a Legión y la visión de la explanada ensangrentada le devolvió las imágenes de lo ocurrido. Se encogió de hombros, como toda respuesta a su general, que lo miraba ahora fijamente.
—Sin duda habrá otra oportunidad de cazarlo —dijo Belial, resignado.
—Seguro —contestó Ángel, despreocupado, aunque su voz reflejaba aún el enorme poder que había acumulado sólo unos segundos atrás—. Envía a los tuyos a buscarlo.
Cuando llegó al departamento, dispuesta a hacer entrar en razón a Alfonso ahora que tenía pruebas que sustentaban su teoría, lo encontró vacío, aunque sólo eran las seis de la tarde. Se dejó caer desilusionada en una silla y vio frente a ella el manuscrito. Lo ojeó otra vez, página a página, en busca de detalles que pudieran haberle pasado desapercibidos, aunque, realmente, la parte en la que estaba interesada eran las páginas finales, llenas de los símbolos que antes le habían parecido indescifrables. Tal vez los signos y fórmulas que ocupaban las últimas páginas del texto, que ya veía más como un tratado ocultista que como una obra supuestamente literaria, tuvieran alguna relación con los grabados de los báculos y con el alfabeto supuestamente mágico que los decoraba. Comprobó que en muchos casos el parecido entre unos signos y otros era innegable, aunque no coincidían con el alfabeto utilizado para marcar las barras de plata. Los signos del legajo estaban igualmente realizados con trazos finos y coronados con pequeñas circunferencias, pero eran totalmente diferentes. Sin duda pertenecían a otro alfabeto y, cuando se detuvo en el último de ellos, lo reconoció de inmediato. Era la denominada escritura de Malaquías, que algunos místicos antiguos habían creído que era el alfabeto de los ángeles. Copió uno a uno todos los signos y fórmulas de aquellas extrañas últimas páginas y se levantó rápidamente, dispuesta a regresar a la biblioteca y compararlos con el alfabeto al que estaba convencida que pertenecían, pero Marcos entró en el departamento y no pudo resistir la tentación de explicarle todo lo que había averiguado.
El historiador tampoco había almorzado, enfrascado como estaba en la búsqueda de referencias históricas que pudieran arrojar luz sobre todo lo encontrado en la cripta, y ambos fueron a comer a un pequeño restaurante cercano a la universidad, donde se pusieron al día de sus mutuos avances. Marcos parecía encantado de que ella hubiera seguido investigando sobre sus hipótesis, a pesar de la negativa de Alfonso. Le confesó que él mismo estaba convencido de que ésa era la vía de investigación adecuada y que había querido continuar con ella cuando el proyecto se había vuelto a poner en marcha tras la desaparición de Anabel, pero Alfonso se había negado rotundamente. El historiador le contó algunos datos sobre los pasadizos subterráneos que no aparecían en sus notas y que apuntaba hacia la teoría de que, realmente, la Cueva del Diablo estaba unida bajo tierra con la red de túneles que escondían las entrañas de la ciudad. Al parecer, durante la Guerra Civil y los primeros años de la posguerra, los antiguos pasillos subterráneos se habían utilizado incluso más que en las primeras épocas.
Los túneles facilitaron durante el conflicto bélico el tránsito de personas y también habían servido para ocultar desde arsenales hasta bienes históricos que se querían proteger del bando contrario. Posteriormente, durante la primera posguerra, habían servido para abastecer a la ciudad con artículos de contrabando, y algunas de las historias que contaban los mayores hablaban precisamente de un acceso abierto en la Torre de Villena. Luz no pudo contener la alegría por lo que Marcos le contaba. Si ese acceso seguía abierto, entrar en los túneles sería mucho menos complicado que si debían llegar a ellos a través de la catedral, pero, enseguida, el historiador acabó con sus esperanzas. Nadie parecía recordar exactamente dónde estaba el acceso de la torre, y los pocos que recordaban algo decían que seguramente había sido bloqueado y sellado, junto a otras tantas entradas a los corredores subterráneos cuando, a finales de la década de los cuarenta, se destapó el tráfico de estraperlo que abastecía a la ciudad.
—La única manera de llegar a ellos es la catedral —sentenció Marcos, sin ocultar su propia decepción.
—Tendremos que encontrar otra manera de demostrar la relación entre estos hallazgos y la cueva. No podemos confiar en el permiso de la Iglesia. Aunque tal vez si Alfonso quisiera tramitar los permisos desde la universidad…
Marcos negó con la cabeza, dubitativo.
—Es posible que hayan regresado de donde quiera que estuvieran —dijo él, poco convencido, después de mirar su reloj—. Por intentarlo de nuevo no perdemos nada.
Regresaron al departamento especulando las posibilidades de investigación que abrían todos aquellos datos y al llegar se encontraron con un movimiento frenético. Un puñado de técnicos trabajaba con los objetos, otros tecleaban en los ordenadores y Alfonso hablaba a voz en grito por teléfono mientras removía, inquieto, un montón de papeles sobre su mesa.
—Han llegado los resultados de la datación —susurró uno de los ayudantes de Marcos, en tono de confidencia, haciendo un leve gesto con la cabeza hacia Alfonso.
Marcos dudó antes de traspasar el umbral de la amplia sala, pero Luz entró decidida y se plantó ante la mesa de Alfonso, que la miró con cara de pocos amigos mientras seguía discutiendo con quien estuviera al otro lado de la línea telefónica. Ella le tendió la mano con exigencia y, finalmente, él le entregó los papeles que sostenía y en los que figuraban esquemáticamente los resultados de las pruebas realizadas. El informe completo seguía encima de la mesa de Alfonso.
Los cadáveres, el manuscrito y el resto de objetos coincidían en las fechas de datación, así como el material analizado del muro que sellaba la cripta. El resultado de los análisis los situaba en un período que abarcaba del año 1300 hasta el 1480, aunque los técnicos consideraban que la horquilla se podía reducir a la segunda mitad del siglo XIV sin aumentar en exceso el margen de error. Esa datación confirmaba que la construcción de la cripta era anterior a la del palacio que la albergaba y la aproximaba aún más a la derruida Iglesia de San Cipriano, en cuyo interior había estado antiguamente ubicada la cueva legendaria. Los datos sobre los cadáveres tampoco desmentían la hipótesis de la relación con la leyenda del aula de Lucifer. Todos los cuerpos pertenecían a varones de entre quince y diecinueve años, precisamente la edad en la que los jóvenes cursaban sus estudios superiores en la época.
Más extraños aún eran los resultados de las pruebas realizadas al manuscrito. Ni la composición del papel utilizado ni la tinta arrojaban datos concluyentes. Por el tacto de las páginas Luz hubiera podido asegurar que se trataba del papel vitela común de la época, de muy alta calidad, seguramente realizado con piel de novillo recién nacido. No obstante, nada se podía asegurar con un solo vistazo y, por lo que parecía, tampoco con las pruebas habituales. En cuanto a la tinta no presentaba ningún tipo de anomalía a simple vista, parecía la típica tinta a base de metales o de insectos machacados propia de la época. Tal vez incluso, como un avance de su tiempo, podría haber sido una tinta con base mineral, pero ninguno de esos compuestos coincidía con las conclusiones de las pruebas forenses realizadas. Finalmente, el análisis de la caligrafía confirmaba lo que a simple vista era fácil de percibir, la mano que redactó el manuscrito no era la misma que había escrito las palabras de advertencia de la primera página. Y, seguramente, pensó Luz, tampoco la que había decorado aquella portada con las intrincadas filigranas, idénticas a las encontradas en el cofre que contenía el legajo y en la propia cripta.
—¿No concluyentes? —preguntó a Alfonso devolviéndole los papeles en cuanto hubo colgado el teléfono.
—Es evidente que no se han tomado en serio el análisis. Este informe lo único que demuestra es su incompetencia. —Alfonso golpeó furioso la mesa sobre los papeles que Luz le acababa de entregar. Ella lo miró, incrédula ante aquella reacción que no era en absoluto habitual en él—. ¿Has visto la datación? ¡Es absurda!
—Últimamente demasiadas cosas te parecen absurdas —dijo, casi en un suspiro.
—¿Ya estás otra vez con tus teorías ocultistas? —Alfonso se levantó y caminó hacia la mesa donde los técnicos trabajaban en las piezas—. No hay nada en todo esto que nos lleve a pensar en ritos paganos, mágicos o de cualquier otro tipo, más que un manuscrito que, seguramente, no es más que una atrevida obra literaria…
—¿Y qué me dices de esto? —Luz arrebató de las manos a un técnico uno de los báculos y le mostró a Alfonso los grabados—. ¿Te suenan de algo esos signos?
—¿Malaquías? —preguntó él, de mala gana, y Luz negó con la cabeza. Alfonso se puso las gafas y acercó el objeto de plata a la luz—. El alfabeto celestial… —susurró.
—Hay más. He estado buscando en los grimorios medievales y… —Luz sacó el pequeño cuaderno de notas de su mochila y lo abrió por la página en la que había trascrito los signos y su traducción—. Mejor míralo tú mismo.
—Jofiel y Sachiel —leyó en voz alta antes de quitarse las gafas y fijar la vista en Luz, que aún sostenía ante él la libreta—. Dos báculos marcados con los nombre de dos arcángeles no reconocidos no son prueba de nada.
—¿Ah no?
Luz no podía creer sus palabras y su asombro iba dando paso lentamente a la rabia. Marcos se había acercado a ellos y escuchaba la conversación en silencio y desde una prudente distancia.
—¿Y cuál es tu teoría? —preguntó Luz, poco dispuesta a dar por terminada la discusión—. Porque yo incluso tengo mis dudas de que estos objetos sean simples báculos. ¿Acaso piensas que grabaron con un alfabeto místico, secreto y prohibido dos objetos rituales con los nombres de dos arcángeles que no recoge la Biblia, ni reconoce la Iglesia, sólo como decoración? Por favor, Alfonso, ¿exactamente qué es lo que crees que se ha encontrado ahí abajo?
—Exactamente —respondió Alfonso, devolviendo con rudeza el báculo al técnico que, igual que el resto, los observaba con incredulidad y evidente incomodidad—, creo que hemos encontrado las pruebas del hecho real que dio pie a la leyenda en torno de la Casa de las Muertes y del que obtuvo el nombre el palacio. Exactamente —repitió con lentitud y expresión severa—, creo que hemos hallado los cuerpos de un antiguo crimen, posiblemente pasional. Exactamente, Luz, creo que eso es lo que hemos encontrado allí abajo. Nada mas —concluyó, dándole la espalda a Luz y regresando a su mesa de trabajo.
—¿Y los objetos? —preguntó, pero Alfonso no respondió—. ¿Y el manuscrito?
—Sabes perfectamente que esta no es la primera tumba, ni será la última, en la que se encuentran objetos relacionados con los cadáveres —dijo, recostándose en la silla, más calmado—. Y eso son estas piezas, igual que el maldito legajo que tanto te preocupa —suspiró—. Mira, Luz, si quieres seguir en este proyecto más vale que te olvides de esas absurdas ideas.
Luz miró a Marcos, pero no obtuvo ninguna respuesta. Estaba claro que el historiador no iba a poner en juego su participación en un proyecto como aquel, con el mérito que podía otorgarle, sólo por defender una línea de investigación que, claramente, estaba vetada. Si quería averiguar la verdad sobre aquellas piezas tendría que hacerlo a escondidas, o, simplemente, renunciar a participar en la investigación, y también a toda posibilidad de seguir con el estudio del proyecto.
—Está bien —dijo, al fin—. Lo haré a tu manera.
Respiró profundamente para tranquilizarse antes de sentarse en una mesa libre con el informe completo de los análisis realizados a los hallazgos. Se sentía ridícula fingiendo que aceptaba las imposiciones de Alfonso, pero aquella era la única opción que tenía para conseguir llegar al fondo del asunto. Quiso concentrarse en las páginas repletas de análisis, gráficos y estadísticas que tenía delante, pero no podía evitar pensar en las irregularidades de aquel proyecto. Alfonso no sólo había vetado una línea de investigación, sin aparentar remordimiento alguno o excusarse detrás de alguna imposición de la dirección de la universidad, sino que también había aceptado la rotunda negativa a que se hicieran reproducciones o tomaran imágenes de los hallazgos de la cripta. Luz no reconocía a su amigo, nada de aquello se parecía ni lo más mínimo a su manera de trabajar. Aunque, por supuesto, habían pasado muchos años desde la última vez que habían trabajado juntos. Desde entonces él había ascendido hasta el importante puesto que ahora ocupaba, y que conllevaba obligaciones y limitaciones en la manera de llevar a cabo los proyectos de investigación. Consiguió apartar aquellos pensamientos para centrarse en los informes que tenía delante y que, pensó, quizás pudieran esconder algún dato relevante de la que ya se había convertido en su investigación clandestina sobre los hallazgos de la Casa de las Muertes.
La sala se fue vaciando paulatinamente hasta que, ya prácticamente entrada la noche, se marcharon los últimos técnicos. Ese era el momento que Luz había estado esperando desde que una hora atrás Alfonso y Marcos abandonaran el departamento. Quería comparar los dibujos del manuscrito con la escritura de Malaquías y no podía hacerlo rodeada de testigos. Hubiera podido ir a la biblioteca con las notas que había tomado antes de encontrarse con Marcos, pero tampoco quería despertar sospecha alguna al abandonar el departamento después de la discusión con el director de la investigación, así que había decidido esperar pacientemente hasta que se presentara la oportunidad. Fue a la biblioteca, que estaba a punto de cerrar, y consiguió sacar en préstamo el tomo que había consultado esa misma tarde sobre la Clave de Salomón. No le fue difícil convencer a la joven estudiante que custodiaba la biblioteca de que le permitiera sacar aquel libro, que no estaba disponible para el préstamo, cuando le explicó que debía consultarlo aquella misma noche y que de no poder llevárselo no tendría más remedio que hacerlo en la sala de lectura, obligándola a ella también a alargar su propia jornada.
Cuando regresaba al departamento por el solitario pasillo distinguió que la puerta estaba entreabierta y, de inmediato, se le aceleró el corazón. Luz habría jurado que había dejado la puerta cerrada y aligeró el paso, nerviosa porque alguno de sus compañeros no hubiera regresado y pudiera atraparla en mitad de su investigación secreta. O, incluso peor, pensó, que cualquiera se hubiera colado en el departamento, que ella había dejado abierto, y pudiera llevarse algunas de las piezas de la investigación que no estaban en absoluto protegidas. Cuando entró, abriendo de par en par la puerta con un golpe, se encontró con un chico de no más de veinte años, cargado de libros y claramente sobresaltado.
—He visto luz y he pensado que el profesor Vázquez seguía trabajando —explicó el muchacho, con evidente nerviosismo.
—Ya hace rato que se ha ido, sólo quedo yo —respondió, mientras repasaba con la mirada la sala para comprobar que todo estaba en su lugar.
—Sólo quería devolverle los libros que me había prestado. —El joven tendió los cinco libros que llevaba en brazos hacia Luz—. Si pudiera dejarlos aquí… —dudó un instante, mirando a su alrededor—. Bueno me han sido muy útiles…
—No hay problema —lo interrumpió secamente, cogiendo los libros que el muchacho le ofrecía.
—Gracias. Buenas noches —se despidió el chico, que salió precipitadamente del departamento mientras ella se dejaba caer sobre la silla, aún con el montón de libros en las manos.
Aquello había sido un recordatorio de la absoluta falta de seguridad del material y maldijo en silencio a Alfonso por permitirlo. Podía llegar a comprender que las responsabilidades de su puesto lo obligaran a vetar una línea de investigación, aunque no lo compartiera en absoluto. Lo que escapaba realmente a su entendimiento era que se pusiera en peligro un material como aquel sin motivo alguno. Suspiró, algo más tranquila, y dejó los libros sobre la mesa, junto al manuscrito, y una idea apareció fugazmente en su cabeza.
Cogió su mochila y buscó el pequeño teléfono móvil que había estado apagado durante todo el día en su interior. Se estremeció ante el despropósito que se le había ocurrido, pero, lentamente, el miedo fue desapareciendo y un nuevo impulso se apoderó de ella. Recorrió con un gesto automático el menú del teléfono hasta seleccionar la opción de cámara fotográfica. Dudó durante un instante antes de reunir el coraje suficiente y tomar fotografías de todos los objetos encontrados en la cripta. El pulso se le aceleró, y notó como algunas gotas de sudor resbalaban por su espalda mientras contenía la respiración cada vez que apretaba el botón. Después, sentada ante el manuscrito, se dispuso también a fotografiarlo. Trató de mantener la mente tan fría como pudo mientras retrataba cada hoja y cada detalle del legajo, convencida de que era lo correcto para que hubiera una prueba gráfica de los hallazgos, al menos mientras Alfonso no entrara en razón y los protegiera debidamente. Aquella investigación era más interesante, y quizás importante, de lo que incluso en un principio había imaginado, y no quería ni pensar en que todo se acabara por una estupidez como no hacer copias o tomar las medidas de seguridad necesarias.
Terminó de fotografiar el manuscrito y colocó en su lugar una a una las páginas, deleitándose de nuevo con los trazos de aquella caligrafía y preguntándose qué escondía aquel texto en realidad. De nuevo, al colocar la primera de las páginas sobre las demás, la invadió una extraña sensación y se encontró repentinamente cansada. Haciendo un esfuerzo ignoró el malestar y tomó varias fotografías más de los objetos desde distintos ángulos. El alivio llegó de inmediato cuando apagó de nuevo el teléfono y lo guardó en el bolsillo de su pantalón. Simplemente, debía guardar aquellas imágenes para prevenir cualquier posible pérdida hasta que Alfonso tomara las medidas de seguridad necesarias, las que fueran, y después las borraría.
Se sentía cansada y sin fuerzas. La tensión por lo que acaba de hacer sin duda le estaba pasando factura, y no se sentía con valor para comparar los signos del legajo con el alfabeto místico. Guardó el tomo sobre la Clave de Salomón en un cajón, debajo de los libros que el joven estudiante de Alfonso le había entregado instantes atrás y de un montón de papeles que lo ocultaban, recogió sus cosas, y abandonó el departamento. Algo más tranquila, pero tremendamente cansada, decidió ir caminando hasta su hotel, convencida de que necesitaba tomar aire, pensar en lo que acababa de hacer, y, sobre todo, relajarse. Estaba más despistada de lo habitual y no prestó atención al hermoso atardecer que le daba a la ciudad un aire casi mágico. Simplemente, estaba absorta en sus recuerdos, preguntándose aún cómo había reunido el valor para fotografiar el material de la investigación, arriesgándose a que cualquiera la sorprendiera, cuando, de pronto, un fiero empujón la sacó de sus pensamientos. Se encontró a sí misma forcejeando con un hombre que tiraba de ella hacia un callejón cercano e, instintivamente, protegió la mochila que colgaba de su hombro. El hombre pudo con ella y la lanzó contra el suelo del callejón. Se sintió súbitamente mareada, con la vista desenfocada, pero pudo ver como otros dos hombres se unieron al primero antes de sentir un dolor agudo y sordo en su cabeza, que la cegó.
Ángel regresó a la ciudad antes de que Belial y sus diablos tuvieran tiempo de ponerse en movimiento para seguir buscando a Legión. Si era necesario estaba dispuesto a rebuscar él mismo en cada rincón de Salamanca para encontrar a aquel maldito demonio que no sólo había osado desafiarlo, sino que incluso había llegado a pervertir en su nombre las almas de los pobres miserables a los que acababa de mandar al Infierno.
—A estas alturas pensaba que ya habrías aprendido a controlar tus arrebatos de ira.
No se sorprendió al ver frente a él a Rafael, encarnado y envuelto en todo su esplendor angelical. Resopló, resignado, ante el inoportuno recordatorio de la pérdida de la estúpida Gracia.
—No me jodas, Rafael…
—¿Era realmente necesario? —preguntó el arcángel, entristecido.
—Supongo que no —dijo, y comenzó a caminar, seguro de que Rafael lo seguiría—. Pero tampoco lo hubieran sido las muertes de los inocentes que esos imbéciles habrían seguido sacrificando en aquel lugar, así que no entiendo muy bien cuál es tu queja.
—No te corresponde a ti juzgarlos.
—Y no lo he hecho. —Fijó sus ojos cargados de ironía en el arcángel—. De eso se ha encargado Él, yo sólo he adelantado la fecha de la vista oral.
—No me quejo de sus muertes, me quejo de tu crueldad.
Ángel hubiera querido responder a Rafael, seguirle el juego y hacerlo enfadar explicándole que la crueldad era parte de la naturaleza humana, que él sólo se limitaba a utilizarla, pero sintió un cambio en su interior que reclamó toda su atención. El arcángel también debía de haberlo notado, porque lo miraba sorprendido, con los ojos abiertos como platos, casi desorbitados. Algo se había liberado dentro de él, un leve movimiento, pero claramente perceptible, y el alivio había sido inmediato. Era el último sello de Gabriel que ataba su espíritu. ¿Luz había roto el sello? No, el sello no había desaparecido. Se había debilitado, lo suficiente para que sintiera su espíritu liberado. ¿Acaso era eso posible?
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el arcángel, aún con la mirada fija en él.
—El sello —contestó él, dudando—, se ha… ¿ablandado?
—Es imposible. —La incredulidad del rostro de Rafael se filtró también en su voz—. A no ser que Gabriel…
Negó con la cabeza, ella estaba bien. También él había pensado que algo podría haberle ocurrido al arcángel, pero estaba seguro de que no era eso lo que había provocado el cambio en su interior, sino algo diferente, algo que no sabía explicar. Rafael ignoró su gesto y sus pensamientos, y desapareció ante sus ojos. En ese mismo instante, otra sensación, incluso más poderosa que la provocada por la debilitación del sello que ataba su ser, atravesó su espíritu, y una sola palabra apareció en su mente. Luz. Una certeza que no sabía de dónde provenía lo inundó, sobrecogiéndolo, mientras corría con furia sin ser consciente de adónde iba, empujado por una fuerza que nunca antes había sentido. Sólo de una cosa estaba seguro, algo le había ocurrido a Luz.
La encontró en un callejón frente al hotel, tirada en el suelo, inconsciente. Tres tipos la rodeaban, rebuscando entre sus cosas, y cuando se acercó salieron corriendo, llevándose con ellos algunos de los objetos que habían esparcido por el suelo. Hubiera deseado matarlos en aquel mismo instante, pero toda su atención estaba puesta en la mujer que seguía tendida sobre el asfalto sin reaccionar. Trató de despertarla mientras buscaba en su mente una explicación de lo ocurrido y comprobaba que se encontraba bien. Sus recuerdos eran confusos, apenas había visto nada antes de que le dieran el golpe que la había dejado tendida en el suelo. Un golpe en la cabeza, que no tenía mayor importancia, se dijo. Ella estaba bien, y se tranquilizó. Quiso incorporarla con suavidad y Luz recobró la conciencia. Estaba confundida y desorientada, le dolía la cabeza, y a duras penas se tenía en pie. Sintió una oleada de ira crecer en su interior, pero consiguió controlarla a tiempo para poder prestarle la máxima atención a Luz, que se recuperaba lentamente, apoyada en sus brazos, y que parecía ahora repentinamente nerviosa, rebuscando algo a su alrededor.
—Me han robado —dijo, con el pánico reflejado en el rostro.
—Eran tres hombres. No conseguí alcanzarlos —explicó él, aún sosteniéndola, mientras ella seguía rastreando el suelo con la mirada—. Te llevaré al hotel, tienes que descansar.
Ella hizo el amago de protestar, pero, de pronto, casi con un golpe, se llevó la mano al bolsillo del pantalón y se tranquilizó. Se limitó a asentir mientras se dejaba llevar, tambaleándose, y él tuvo que hacer el mayor esfuerzo que recordaba para controlar la ira y el poder que se acumulaban en su interior mientras guiaba a Luz, que prácticamente no podía caminar, hasta su habitación del hotel. La tumbó con delicadeza sobre la cama y colocó una toalla humedecida sobre su frente. Sabía perfectamente que estaba bien, el golpe que había recibido, aunque había sido fuerte, no revestía mayor importancia. Lo había comprobado cien veces y, aún así, no podía deshacerse de la inquietud que había crecido en su interior cuando la había encontrado tumbada en aquel callejón, indefensa ante aquellos miserables. Se quedó a su lado, vigilándola, comprobando una y otra vez que se encontraba bien, que nada grave le había sucedido, observándola dormir. Tuvo que controlar con todas sus fuerzas la ira que crecía en su espíritu maldito, jamás se había esforzado tanto en retener las embestidas que azotaban su interior, evitando que su poder aumentara alimentándose de ellas, y previniendo una explosión de furia incontrolada. No estaba dispuesto a dejar sola a Luz, no en aquellas condiciones que a él le parecían tan lamentables, a pesar de saber que se encontraba en perfecto estado. Resopló, conteniendo la necesidad de penetrar en su mente, de unir sus espíritus, porque cualquiera de aquellas cosas podría provocar que perdiera el control, y eso era lo último que quería. Se limitó a quedarse a su lado, observándola, hasta que el alba lo sorprendió aún junto a la cama, contemplándola.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó cuando ella abrió los ojos y trató de incorporándose, llevándose una mano a la cabeza.
—No ha sido una pesadilla ¿verdad? —él negó con la cabeza, en silencio.
La voz de Luz reflejaba el malestar que aún sentía, al igual que sus torpes gestos mientras trataba de sentarse en la cama. Aunque apenas estaba amaneciendo, había dormido de un tirón desde que él la dejara en la cama Era más que suficiente para que se sintiera descansada, a pesar de que el dolor por el fuerte golpe que había recibido en la cabeza no hubiera desaparecido. De pronto, vio como Luz se tensaba y, con un gesto rápido, saltaba de la cama, perdiendo el equilibrio. No entendía qué le ocurría y se apresuró a sostenerla para evitar que cayera al suelo, pero ella, aún nerviosa, comenzó a rebuscar a su alrededor hasta que, finalmente, se llevó las dos manos a la cadera, suspiró, y se dejó caer, sentándose de nuevo en la cama.
—No se las llevaron… —susurró ella con alivio, mientras él rebuscaba en su mente una explicación a su comportamiento.
—¿Qué ocurre? —se oyó decir mientras comprobaba que la mente de Luz parecía tan confusa como la tarde anterior, cuando la encontró inconsciente. Era casi inaccesible para él, como si algo la bloqueara.
—Ayer hice una estupidez.
Luz clavó en él sus ojos y, sin necesidad de leer su mente o rebuscar en el interior de su alma, comprendió que la debilitación del sello, el robo en el callejón y la inexplicable barrera que lo separaba de ella, y de la que no había sido consciente hasta el momento, tenían una misma explicación. Ella no había roto el sello de Gabriel, lo había dividido, y fuera como fuera que lo había hecho, una parte de aquel maldito sello sagrado y debilitado la afectaba en aquel momento también a ella.
—Discutí con el director de la investigación —explicó Luz, hablando rápidamente, como si al pronunciar aquellas palabras pudiera liberarse de algo que la atormentaba—. Es extraño, somos amigos casi desde el primer año de facultad y jamás habíamos tenido una discusión como la de ayer. Más bien debería decir que fue una pelea en toda regla. —Fijó la vista en el suelo, aturdida, mientras continuaba con su frenética confesión—. No comprendo qué le sucede, ha vetado descaradamente una línea de investigación, la única válida, por cierto —aclaró, e hizo un gesto de desprecio con las manos, fijando de nuevo la vista en él—. Aunque eso, al fin y al cabo, no tiene importancia. Lo peor es que ha prohibido, o permitido que prohibieran, ya no lo sé, que se tomen muestras, documentos gráficos o se hagan copias del material hallado en la cripta… No hay nada, absolutamente nada, más allá del material encontrado, que demuestre su existencia. —Negó con la cabeza, incrédula, mientras mantenía sus ojos fijos en él—. Y tampoco hay medida de seguridad alguna que impida que cualquiera robe o destruya las piezas…
Sabía perfectamente a qué se refería. Nada más llegar a Salamanca supo que la Iglesia había intervenido para ordenar que todo lo relacionado con la cripta permaneciera en la más estricta confidencialidad hasta haber obtenido una conclusión clara y satisfactoria de su origen. En aquel momento no le había prestado atención a la petición. Había pensado que no era más que otra estupidez de los miembros de aquella institución extremadamente jerarquizada y recelosa de una posición que, aunque no fueran conscientes de ello, ya no ostentaban en la sociedad. ¿Acaso creían que en aquel momento alguien se iba a escandalizar por un hallazgo relacionado con el Diablo? El mal estaba en todas partes en aquel mundo en el que ya nadie parecía capaz de conmoverse por ningún desastre, y todo gracias a la estupidez del propio ser humano. Aunque era más que posible que aquellas absurdas medidas, que no habían hecho más que entorpecer sus planes, fueran una simple ocurrencia más de aquella jerarquía eclesiástica ajena a la sociedad en la que vivía, en aquel momento le pareció igual de probable que la pantomima fuera, ni más ni menos, que obra y gracia de Gabriel. Incluso la muy estúpida podría haber recuperado la antigua alianza con los humanos para evitar, de nuevo, que él se saliera con la suya, pensó, y maldijo al arcángel al tiempo que, con un esfuerzo incluso mayor que el que había necesitado hacer la noche anterior para permanecer al lado de Luz, consiguió contener su ira para mantener la atención en sus palabras.
—No sé qué me pasó, jamás había hecho nada igual —continuó ella, hablando igual de rápido que antes, pero con una evidente incredulidad en sus palabras—. De pronto, lo vi claro y, sin pensarlo, fotografié todo el material.
Luz se inclinó levemente hacia un lado y sacó del bolsillo del pantalón un pequeño aparato que sostuvo en la palma de su mano, ofreciéndoselo a él.
—¿Lo fotografiaste? —preguntó, con la mirada fija en el teléfono que Luz le ofrecía y que él no podía tocar si no quería arriesgarse a ir a parar de golpe al abismo, aunque el sello se hubiera debilitado—. ¿Con el móvil?
Ella asintió en silencio y, tras tomar una profunda bocanada de aire, le explicó todos los hallazgos que había realizado el día anterior y cada una de las teorías que su mente había ido trazando sin ser consciente siquiera de lo cerca que estaba de la verdad. Pero él apenas prestaba atención a sus palabras. Su mente se debatía entre la incredulidad, la sorpresa y el orgullo por lo que escuchaba. Si alguna vez había pensado que Luz era la única capaz de resolver aquel entuerto que cinco siglos atrás él solito había montado, nunca había sido realmente consciente de lo cierta que era su suposición. No sólo había relacionado la cripta con la leyenda formada en torno a la cueva y había encontrado y descifrado los grabados de las espadas, sino que, en menos de una semana, había conseguido, si bien no romper, al menos sí debilitar el último sello que aprisionaba su espíritu. Aunque ella, en realidad, no sabía dónde se estaba metiendo. Por algún motivo, Luz había estado en peligro desde el principio, pero más aún desde que había dividido el maldito sello sagrado y, en especial, si como sospechaba, Gabriel había resucitado la vieja alianza con los humanos. Debía protegerla. Y también debía proteger la copia del manuscrito si no quería que el sello recuperara su poder, al menos hasta que finalmente Luz lo liberara. Y no dudaba, ni por un instante, de que ella lo conseguiría.
—Debo convencer a Alfonso para que, al menos, disponga de las medidas de seguridad necesarias para proteger el material. —Luz seguía hablando, claramente desanimada, como si nada de lo que planteaba fuera realmente posible—. Y quisiera seguir investigando sobre la relación entre la cripta y la maldita cueva, aunque, por supuesto, eso es del todo imposible de momento —suspiró—. Mi única opción es bajar a los túneles y encontrar una relación directa entre ambos lugares, o incluso, con mucha suerte, alguna prueba material que los relacione. Pero dependiendo de un permiso de la Iglesia… —Negó con la cabeza, abatida.
El sonido del teléfono que Luz había dejado sobre la cama junto a ella interrumpió su conversación. Él se apartó, dándole privacidad para hablar, abrió la ventana de la habitación, y encendió un pitillo. Absorbió el humo como si en él pudiera encontrar las respuestas que necesitaba, mientras en su mente trazaba cada una de las posibilidades y analizaba sus opciones. Su prioridad era que Luz continuara investigando y que, tal vez, publicara ella misma el material, antes incluso de romper el sello de Gabriel o de descifrar el manuscrito. Estaba claro que, aunque debilitado, el invento del arcángel seguía teniendo poder sobre él, y tampoco podía pedirle a alguien como Luz que destruyera parte de lo que ella consideraba un tesoro histórico. Exhaló el humo mientras recordaba el inesperado efecto que esa misma propuesta había tenido sobre aquella absurda académica con unos principios morales mucho más dudosos y maleables que los de Luz.
Dio una nueva calada al cigarrillo y fijó su vista en Luz, que seguía sentada en la cama, hablando por teléfono. La única opción que le quedaba era dejarla hacer su trabajo, que investigara, que resolviera el enigma y descifrara el manuscrito, aunque la prohibición del profesorucho de que siguiera aquella línea de investigación lo complicaba todo. Expulsó el humo con un soplido de fastidio. La ayudaría a bajar a los malditos túneles. Era lo único que podía hacer, aunque le fastidiara sobremanera influir en los mojigatos de la Iglesia. No eran difíciles de convencer, al contrario, la mayoría de ellos tenía el alma más retorcida que muchos de los que se consideraban cargados con un montón de pecados. Pero, aún así, no había nada que soportara menos que a aquellos hombres que se consideraban a sí mismo envestidos de una autoridad moral de la que, en una abrumadora mayoría de los casos, carecían. Finalmente, decidido a facilitarle el acceso a los túneles, lanzó a la calle el resto del cigarrillo a la vez que ella, con un golpe, lanzaba el teléfono sobre la cama.
—Han robado las malditas piezas —gritó, ahogando su rabia en aquellas palabras.
Caminó hacia ella, tratando de contener la oleada de ira que lo invadía. Había sido Gabriel, no tenía duda. El maldito arcángel debió sentir el efecto en el sello cuando Luz lo fotografió, igual que él mismo y Rafael lo habían sentido, y si ella había recuperado el manuscrito restauraría el sello de inmediato. O incluso incrementaría su poder, ahora que habían desaparecido las otras protecciones. Quiso maldecir a Gabriel y a todos los arcángeles, explotar de ira, dejar que su poder lo embargara y le hiciera peder el sentido, y acabar con todo, antes de que la maldita pregonera tuviera tiempo de atar de nuevo su espíritu. Pero no lo hizo. No haría nada de aquello delante de Luz. En lugar de eso, se concentró, fijándose en ella, en aquellos ojos negros llenos de rabia y tristeza que estaban fijos en los suyos, mientras ella gritaba palabras que él no escuchaba. Se obligó a centrar su atención en aquel lugar, en aquel momento, en la mujer que tenía delante y que era capaz de hacer que todo desapareciera a su alrededor con una sola mirada.
—Tienes que esconder la tarjeta de memoria —consiguió decir, interrumpiendo el discurso airado de Luz—. Si encuentran las fotografías te apartarán de la investigación.
—¡Ya no hay investigación! —gritó ella, incapaz de contener toda la rabia que sentía y que lo golpeaba empujándolo a estallar.
—Pero puede volver a haberla. —Se concentró completamente, intentando que su voz fuera pausada y tranquila, relajante, casi hipnótica—. Tú tienes copias del material y, cuando sea el momento, podréis retomar el proyecto gracias a ellas.
—Quieren que vaya a la universidad a declarar —lo interrumpió, indignada, caminando de un lado a otro de la habitación, agitando nerviosa los brazos—. ¡A declarar! Por supuesto todos presenciaron la discusión con Alfonso y, encima, fui la última en salir del departamento. —Se detuvo de golpe y fijó los ojos en los suyos—. Creen que he sido yo.
—Por eso mismo no te conviene que puedan descubrir las imágenes —continuó él, concentrándose plenamente en sus palabras y ella asintió—. Espera a que todo se resuelva. Incluso es posible que pronto aparezca el material robado y todo esto no sea más que una anécdota —improvisó, esforzándose en resultar convincente, aunque no tenía duda alguna de que eso difícilmente ocurriría si el manuscrito estaba en manos de Gabriel—. Y si no es así —siguió diciendo—, cuando se haya aclarado qué ha sucedido, tal vez, puedas desvelar las fotografías y retomar la investigación.
Ángel tenía razón, aquellas fotografías, que podrían salvar el proyecto, en ese momento jugaban en su contra. No tenía dudas de que sospechaban de ella, ni tampoco del motivo por el que lo hacían. Probablemente, comprobarían cualquiera de sus movimientos, registrarían hasta la última de sus pertenencias, y la tarjeta de memoria del teléfono sería interpretada como una evidencia de su culpabilidad, aunque no encontraran más que las imágenes de los objetos desaparecidos. Pensarían que los había escondido o que, directamente, los había introducido en el más que rentable mercado negro de antigüedades. Debía impedir que encontraran las fotografías si pretendía continuar con el proyecto y salvar su reputación profesional.
—Guárdala tú —se escuchó pedirle a Ángel mientras, con movimientos automáticos, le quitaba la carcasa y la batería al teléfono y extraía la tarjeta de memoria—. No sospecharán de ti, apenas podrán relacionarnos…
—¿Tanto confías en mí? —Él la interrumpió con evidente asombro y ella asintió de inmediato—. ¿Por qué?
—No lo sé —confesó, tendiéndole la pequeña pieza de plástico—. Pero lo hago, confío en ti. Y necesito tu ayuda.
Ángel permaneció en silencio y ella creyó ver en su rostro, sereno y hermoso como siempre, el reflejo de un sinfín de emociones encontradas mientras mantenía la vista fija en la tarjeta de memoria que ella seguía ofreciéndole. Él negó con la cabeza, acercándose más a ella, con los ojos verdes fijos, ahora, en los suyos, atrapándolos, y sin aceptar el trozo de plástico que contenía las pruebas gráficas de los hallazgos de la cripta.
—Debes ocultarla tú —dijo él, después de un silencio que le pareció eterno—. No debes confiársela a nadie, ni siquiera mí. Busca un lugar seguro, uno en el que no la pueda encontrar nadie y que sólo conozcas tú, y escóndela hasta que pase el temporal.
—Pero… ¿por qué? —preguntó y se dio cuenta enseguida de que Ángel tenía razón, no podía confiar en nadie, ni en Alfonso, recordó, y comprendió que esa era su única opción—. ¿Dónde?
—No lo sé. —Ángel se sentó en la cama, dejándose caer, y, por un momento, pareció cansado y abatido… Viejo, a pesar de su rostro y su cuerpo, que decían exactamente lo contrario—. Sin duda, el mejor lugar para esconder algo es el último sitio donde quien lo esté buscando crea que lo puede encontrar —habló bajo, casi para él mismo, antes de levantar la cabeza y fijar otra vez en ella su mirada—. En la universidad —sentenció.
Tenía lógica. Difícilmente nadie buscaría unas fotografías ilícitas del material en el mismo lugar en el que hubieran sido tomadas. Y, de pronto, supo exactamente dónde ocultar la tarjeta de memoria.
—Debo irme —dijo, repentinamente animada por la idea, montando de nuevo las piezas del teléfono y escondiendo la tarjeta de memoria en un bolsillo—. Tengo que esconder esto y supongo que antes tendría que ir a mi habitación a cambiarme, en especial si me espera un día de conversaciones con la policía, con Alfonso, quizás también con el rector o el vicerrector… —suspiró, agobiada sólo de pensar en ello.
—Te veré esta tarde. —Ángel se levantó de la cama y caminó hacia ella, mostrando esa media sonrisa que podía hacer que ella perdiera el sentido.
De pronto, al verlo de pie, ante ella, sonriendo, fue consciente de la sensación que se había instalado en su estómago desde que lo había encontrado junto a la cama al despertarse, y a la que apenas había prestado atención. Había estado tan pendiente primero de explicarle la locura que había cometido el día anterior, y que ahora pensaba que había sido la mejor decisión de su vida, y, después, de la noticia del robo, que no había sido consciente de todos aquellos sentimientos que bullían en su interior y que, en aquel momento, parecían inundarla, anulando todo lo demás. Sintió la necesidad de rodearlo con sus brazos y acariciar de nuevo sus labios con los suyos, aunque, a la vez y con la misma intensidad, la duda se apoderó de ella, y se quedó quieta, mirándolo. Ángel pareció leer la intención en su rostro, porque, de inmediato, su sonrisa se amplió, con picardía, al tiempo que daba un paso hacia ella y la rodeaba con sus brazos.
—Si tardas mucho en llegar pensarán que te has fugado a Tombuctú con las piezas robadas —susurró, burlón, antes de besarla con más ternura de la que ella creía posible.
—En todo caso me decantaría por Asia y no por África como destino de una eventual huída precipitada —contestó, satisfecha, cuando él liberó sus labios y clavó en ella su intensa mirada.
—¿Pekín? ¿Tokio? ¿Bombay, quizás? —Ángel siguió el juego, antes de volver a impedir que respondiera atrapando de nuevo sus labios.
Deseó protestar, liberarse, negar con la cabeza, pero todas sus intenciones desaparecieron al instante cuando la ternura anterior se convirtió en una pasión casi violenta, y se dejó llevar, prácticamente sin sentido, disfrutando de todas y cada una de las emociones intensificadas con aquel beso y el abrazo firme de Ángel alrededor de su cuerpo.
—Dacca —afirmó rotundamente cuando él se separó de ella, y saboreó su tardía victoria en aquel juego que le resultaba extremadamente divertido.
—¿Bangladesh? —El asombro y la diversión se mezclaron en igual medida en la voz de Ángel—. Nunca dejarás de sorprenderme —añadió, complacido, antes de que su expresión se volviera de nuevo seria y la acercara otra vez a su cuerpo, fijando en ella su mirada, llena de emociones que no sabía interpretar, y su voz se transformara en un profundo susurro—. Nada me gustaría más que te quedaras. Pero tienes que irte antes de que toda una universidad, la policía y, seguramente también, la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana piense que te has fugado, contra todo pronóstico, a Dacca, Bangladesh.
Rió, divertida y consciente de que aunque tampoco ella tenía las más mínimas ganas de salir de la habitación, debía marcharse antes de que la situación empeorara.
—Hasta esta tarde —se despidió, sin poder disimular una sonrisa de satisfacción.
Ángel no respondió, simplemente permaneció de pie, impasible, con la vista fija en ella, y con aquella expresión entre la arrogancia y la irreverencia que cada vez le resultaba más familiar.
Observó cómo Luz cerraba tras ella la puerta de la habitación y toda la ira que se había esforzado en contener hasta aquel momento se desbocó, inundándolo por completo. Sabía que debía arreglar el asunto de los permisos si quería que Luz pudiera seguir con la maldita investigación, pero era incapaz de pensar en nada que no fuera romper el cuello de Gabriel con sus propias manos. Si ella había recuperado el manuscrito debía arrebatárselo antes de que tuviera oportunidad de plantar sobre su espíritu maldito un nuevo sello. No sabía el tiempo que había transcurrido desde que los humanos habían robado el legajo, pero estaba claro que aún no se lo habían entregado, porque ella no perdería ni un segundo antes de añadir una nueva condena a su ya de por sí condenado espíritu.
Sintió la proximidad de Asmodeo y de inmediato pensó que tal vez él pudiera hacerse cargo del asunto del permiso de Luz para bajar a los túneles, mientras él se ocupaba personalmente del maldito cuello de Gabriel. Salió a la calle y encontró al ángel caído frente a la puerta del hotel, recostado contra una pared. Caminó hacia él y sintió una oleada de ira del arrogante príncipe.
—Son los arcángeles —explicó el diablo, con la voz llena de rabia, cuando él llegó a su lado— han restaurado el viejo acuerdo con los humanos, aunque la verdad es que no sabemos qué efecto pueda tener. Los tiempos han cambiado, y las lealtades también.
Ángel asintió en silencio, furioso por no haberse percatado antes de que Gabriel había involucrado a los humanos, y comenzó a caminar junto al diablo, que lo siguió de inmediato. Aunque tal vez Asmodeo tenía razón y ese era el motivo por el que Gabriel aún no tenía el manuscrito. Como había dicho el diablo, las lealtades habían cambiado mucho más de lo que cualquier ser sagrado estaba dispuesto a creer, y la mayoría de humanos en los últimos años no conocían más ley que la suya propia y su única devoción era, igualmente, su propio interés. Quizás aún había alguna posibilidad de que Gabriel no se saliera con la suya.
—¿Qué habéis averiguado? —preguntó, a pesar de estar convencido de conocer la respuesta.
—Poca cosa, en realidad. Quieren detener la investigación sobre tu manuscrito.
Sonrió, arrogante, seguro de que no lo lograrían mientras Luz estuviera involucrada en el proyecto. La conocía lo suficiente para saber que ella no dejaría que un asunto como ese quedara sin resolver, su curiosidad era demasiado grande y, si de él dependía, tendría todas las facilidades posibles para conseguir llegar al fondo de la investigación.
—Yo me ocuparé de Gabriel. —Se detuvo y fijó su mirada en el ángel caído—. Mientras tanto quiero que te ocupes de un asunto con la Iglesia —dijo, y Asmodeo lo miró con curiosidad—. Luz solicitó el acceso a los viejos túneles de la ciudad, quiero que lo consiga cuanto antes.
—Eso es fácil —respondió el diablo, sin ocultar la repugnancia que se reflejaba en su mirada.
—¡Pues hazlo ya! —gritó, al reconocer de inmediato el motivo de aquella antigua repulsión, que encendió de nuevo la ira en su interior.
—¡Rafael! —llamó, mientras Asmodeo se alejaba rápidamente, sin decir palabra.
Ángel se quedó a solas, tratando de frenar de nuevo un poder que en aquel momento le parecía incontenible mientras esperaba a Rafael que, por una vez, parecía no estar escuchando lo que no debía. Encendió un cigarrillo y echó a andar mientras absorbía el humo con furia, como si realmente fuera capaz de calmarlo, como si algo en todo el universo pudiera calmar la furia que ardía en su espíritu.
—¿Qué ha hecho Gabriel? —dijo entre dientes cuando vio a Rafael caminando hacia él.
—Ese es el menor de tus problemas —respondió el arcángel y Ángel fijó en él sus ojos sin esconder la ira desatada que reflejaban—. Ha sido Uriel quién se lo ha pedido. Ella quiere, digamos, devolverte el golpe…
—Se llama venganza… —rectificó con rabia al ser sagrado que caminaba ahora junto a él.
—Es un ángel, Heylel, no quiere vengarse.
—¿Ah, no? —replicó, mirándolo con burla—. Pues vigila que no le salgan cuernos y rabo.
El arcángel suspiró.
—Cómo te he dicho, ese es el menor de tus problemas —dijo Rafael y Ángel sonrió con malicia adivinando sus palabras—. Los humanos, por decirlo de algún modo, van por libre…
—¿Y qué esperabais, que se arrodillaran ante vosotros sin más? —gruñó, al tiempo que aceleraba el paso y sentía crecer su ira, alimentando su propio poder—. Os habéis equivocado de época.
—¿A dónde vamos? —preguntó Rafael, pero él no le contestó—. Tú me has llamado…
—A buscar a Gabriel.