Capítulo X
LOS sellos que usaba Legión para sus artimañas dibujados en las paredes de la casa del historiador no eran ninguna buena noticia, aunque, de momento, la desaparición de aquel profesorcillo absurdo sirviera para que la policía dejara en paz a Luz durante una temporada. Al menos, hasta que encontraran el cadáver de aquel pobre desgraciado, porque, si Legión estaba envuelto en aquello, nada bueno podía haberle pasado al tal Marcos. No es que Ángel lamentara especialmente su pérdida, no le había sido de ninguna utilidad durante el tiempo que había estado investigando sobre las piezas de la cripta, prácticamente lo había llevado de la mano hasta la Cueva del Diablo, y le había puesto en bandeja todas las evidencias que necesitaba para que entendiera con qué estaban trabajando. Aún así, el muy idiota, se había limitado a esconder en una caja todos sus informes y olvidarlos. Pero Luz estaba muy preocupada por él y eso lo inquietaba. Los recuerdos que conservaba en su mente de las fotografías que le habían mostrado en la comisaría eran increíblemente claros, y él no pudo evitar sorprenderse de lo mucho que la había afectado impactado a aquellas imágenes, aunque ella no estuviera dispuesta a demostrarlo.
Desde que se habían encontrado en el restaurante del hotel, Luz le había estado explicando con detalle todas las preguntas de los dos policías que la habían interrogado y sus propias conclusiones sobre el tema, pero no había mencionado, ni en una sola ocasión, la inquietud que sentía por el posible paradero del historiador. Después de almorzar parecía más tranquila, aunque en realidad no lo estuviera, y Ángel se recostó en su silla, escuchándola atentamente, mientras trataba de averiguar hasta qué punto le había afectado la extraña desaparición del profesor. Nada en su rostro o en su modo de hablar revelaba el desasosiego que sentía, pero la simple nitidez de las imágenes del piso del historiador en su mente eran una muestra del impacto que le había provocado. Era evidente que para ella no era lo mismo rebuscar entre libros de ocultismo, magia y demonología, que enfrentarse a todo ello en una situación real y ver los símbolos que tanto conocía en un lugar distinto a las páginas de un viejo tratado, aunque no creyera que ninguno de esos sellos tuviera poder alguno. Aquellos mismos dibujos, que a cualquier humano que hubiera conocido su significado y creído en su poder, le hubieran puesto los pelos de punta, a ella no le causaban impresión alguna, y a pesar de eso las imágenes que había contemplado permanecían gravadas a fuego en su memoria, como si una parte de ella comprendiera algo que su razón le negaba.
Luz hablaba sobre los motivos por los que los sellos podrían haberse convertido en la macabra decoración del domicilio de su colega, y sus teorías abarcaban desde que el propio profesor se hubiera vuelto completamente loco, hasta que una secta satánica lo hubiera secuestrado y hubiera robado la colección de objetos. La ansiedad que ella sentía ante esas absurdas ideas lo golpeaba e inquietaba, aunque sabía que, en realidad, el nerviosismo de Luz no era ni una minúscula parte del que debería sentir si comprendiera la terrible verdad que encerraba el uso de los malditos sellos en aquel domicilio.
—Tal vez el manuscrito ocultaba una guía para invocar a Lucifer —murmuró Luz, desanimada por no poder comprobarlo, y Ángel tuvo que hacer un increíble esfuerzo para ocultar una sonrisa—. Marcos podría haberlo descubierto y, vete tú a saber por qué, intentarlo y…
—¿Y qué? —la interrumpió él, divertido—. ¿El Diablo contestó a su llamada, apareció en su piso, y se lo llevó a él y todo lo que había robado?
Luz rió ante el despropósito de aquella idea, pero Ángel sintió de nuevo su preocupación por el paradero de Marcos y se estremeció.
—Evidentemente, no, pero por algún motivo dibujó los sellos en las paredes…
—¿Crees que quería invocar al Diablo? —preguntó, y Luz asintió, aunque sus ojos mostraban lo poco que la convencía esa posibilidad—. ¿Y por qué habría llenado la casa de escritura angélica? Además, tampoco sabemos si fue él quién pintó los sellos.
Era evidente que ella no estaba dispuesta a darse por vencida y a él no le importaba seguirle el juego, aunque no pudiera llegar al fondo del asunto. Ángel sabía que el historiador no había robado las piezas, quien lo hubiera hecho conocía mucho más que él sobre el manuscrito y trabajaba mano a mano con Legión. Además, se había tomado demasiadas molestias en la casa del profesor. Los sellos de aquel maldito demonio no eran una simple firma, y la escritura angélica esparcida por la casa, oculta tras los cuadros, era una protección contra el espíritu al que se había invocado, algo que ninguno de los humanos ineptos que adoraban a Legión, pensando que era el Príncipe de las Tinieblas, se habría preocupado en hacer. Fuera quién fuera que había montado ese tinglado tenía conocimientos de primera mano sobre cómo realizar los rituales, y no le importaba ni lo más mínimo dejar una señal inequívoca de lo que había estado haciendo. Era, en definitiva, un problema más que sumar a una larga lista.
—No puedo creer que Marcos robara las piezas…
Por primera vez desde que se habían encontrado para almorzar el rostro de Luz reflejó parte de la inquietud que guardaba en su interior, y Ángel comprendió que su preocupación no era únicamente por la desaparición del profesor, sino porque pudiera haber sido él quién robara el manuscrito y los objetos, motivado por la invocación que creía que contenía el relato.
—Averiguarlo es el trabajo de la policía —dijo, tratando de tranquilizarla—. El tuyo es bajar a los túneles para demostrar la conexión de la cripta con la leyenda de la cueva.
—Cierto. —Los ojos de Luz se iluminaron y mostraron ese brillo que la curiosidad encendía en su mirada—. Aunque no he tenido tiempo para preparar un plano…
—Ya me he ocupado yo de eso —la interrumpió y ella lo miró con severidad justo antes de que él supiera que se había dado por vencida—. No te queda más remedio que dejar que te acompañe, aunque, por supuesto, siempre puedes aplazar la excursión.
Luz intentó protestar, y trató de convencerlo, ya sin esperanza alguna, de que no necesitaba ayuda y era perfectamente capaz de bajar ahí sola. Evidentemente que lo era, pero él no estaba dispuesto a dejarla sola bajo ninguna circunstancia, y mucho menos sabiendo que en cualquier momento un ángel, supuestamente indisciplinado, o un demonio antiguo y descontrolado con demasiadas ganas de notoriedad, pudiera acabar con su vida sin que ella fuera capaz de reaccionar. Ángel disfrutó de destrozar uno a uno sus argumentos hasta que, finalmente, ella cedió, llegando a reconocer, incluso, que agradecía la compañía en su excursión subterránea.
Cuando salieron del hotel la ciudad estaba prácticamente desierta, caminaron hacia la catedral mientras hacían conjeturas sobre lo que podrían encontrar en los túneles, y él se deleitó saboreando cada una de las emociones de Luz, que iban desde el nerviosismo casi infantil por la aventura hacia la que se encaminaba, hasta el más absoluto de los placeres por saberse entre uno de los pocos afortunados que podría recorrer las entrañas históricas de la ciudad. Disfrutó contemplando los mil y un matices que reflejaban sus ojos, más abiertos y atentos de lo habitual, mientras un sacerdote los acompañaba hasta el acceso a los antiguos pasadizos, escondido en una pequeña sala que usaban como oficina. Se recreó sintiendo como propios el asombro y la satisfacción, sobresaliendo del torbellino de emociones del interior de Luz, cuando atravesó la puerta y descendió los primeros escalones que la llevaban directamente al corazón subterráneo de Salamanca. De inmediato, la concentración se mezcló con sus emociones, mientras seguía descendiendo por el angosto pasadizo, deslizando una mano por el viejo sillar de la pared, en un gesto que él reconoció de inmediato y que le provocó una sonrisa. La siguió de cerca, sosteniendo la linterna y un plano, que no necesitaba en absoluto, hasta que ella, al final, lo dejó pasar delante y él iluminó la pequeña sala con múltiples corredores que se abría ante ellos.
—¿Te alegras de que te haya acompañado? —dijo, al tiempo que disfrutaba de la expresión de asombro que había regresado al rostro de Luz, que asintió, despistada, mientras observaba las numerosas entradas que se bifurcaban ante ellos en todas direcciones—. Hubo un tiempo en el que desde aquí se podía llegar a cualquier punto de la ciudad, el resto del camino debería de ser más sencillo —explicó, antes de tomar un pasadizo que, a pesar de los siglos, recordaba a la perfección.
—¿Estás seguro? —la voz de Luz le llegó desde el final de la escalera, donde seguía parada.
—Absolutamente —respondió, divertido.
Se aseguró de que Luz lo seguía antes de continuar caminando. Ella estaba completamente absorta en lo que veía y prestaba atención a cada pequeño detalle, cada marca en la piedra, cada rincón o recoveco. Afortunadamente, ya no había allí abajo cadáveres abandonados, ni pertenencias usurpadas a los pobres infelices juzgados por la Inquisición, pero, aún así, Luz parecía adivinar cada lugar en el que en algún momento se había cometido una barbaridad en nombre de Dios, la Iglesia, o cualquier otro absurdo motivo similar. Él se entretuvo contándole pequeñas anécdotas sobre las intrigas de las que habían sido testigos los viejos muros y procuró no iluminar los lugares en los que aún podían observarse signos de las viejas prácticas de tortura, para evitar que ella se detuviera.
Descendieron por los corredores, que en algunos lugares habían sido tapiados y desviados por necesidades de las nuevas construcciones, y aunque la ruta a seguir no se alejaba demasiado del trazado original, los obligaba a descender más de lo necesario y a entrar en túneles secundarios, más angostos que los anteriores. Luz seguía absorta en el recorrido, aunque el ambiente cada vez más cargado de los viejos pasillos la obligaba a respirar con dificultad, y el calor, cada vez más intenso, la hacía sentir ligeramente incómoda. Ángel aceleró el paso para llegar cuanto antes a los pasillos que de nuevo ascendían, dirigiéndolos hacia su objetivo, donde el aire sería más fresco. En algún momento fue consciente de que Luz se había desorientado completamente y no pudo evitar sonreír cuando sintió su incomodidad al darse cuenta de que se había perdido. Hubiera sido de lo más divertido bromear con ella, fingir que no estaba seguro de qué camino seguir, o hacerle creer que él estaba igualmente desorientado, y que, tal vez, tardarían horas en poder salir de allí, pero dos presencias angélicas demasiado cercanas arruinaron toda la diversión.
No había duda de que esos dos malditos ángeles estaban en los pasadizos, pero no tenía ni idea de qué estaban haciendo allí. Le indicó a Luz que se detuviera, iluminó el pasillo que se extendía frente a ellos, y se bifurcaba a sólo unos pasos, antes de consultar el plano para comprobar la dirección que debían tomar, a pesar de saber perfectamente que sus opciones eran igualmente malas en aquel momento. Uno de los corredores, el de la derecha, descendía para perderse en la intrincada red de túneles, donde el aire viciado y el asfixiante calor serían aún más intensos. El otro pasadizo los llevaba en la dirección correcta, y también conducía, directamente, hacia las dos presencias que había notado. Suspiró, resignado, antes de comenzar a caminar, asegurándose una vez más de que Luz iba tras él.
El pasadizo de la izquierda descendía aún algunos metros más, para conducir a una gran cámara que antiguamente había servido para fines no demasiado lícitos. Decidió no contarle a Luz los detalles de aquella estancia hacia la que se dirigían, notaba su nerviosismo e incomodidad y no había motivo para aumentar su malestar. Desde aquella sala llegarían rápidamente al viejo pasillo de acceso a la cueva. En menos de diez minutos ella habría comprobado su teoría y podrían regresar al exterior, olvidada toda incomodidad. El pasillo se ensanchaba a medida que se acercaban a la cámara y permitió a Luz, que respiraba cada vez con más dificultad, situarse a su lado, sintiéndose más tranquila. Él mismo se sintió reconfortado al tenerla más cerca, justo antes de que sintiera la determinación de los dos ángeles, que estaban frente a ellos, golpearlo con fiereza.
De pronto, todo se precipitó y apenas tuvo tiempo para reaccionar cuando, ante la entrada de la cámara, dos luces intensamente brillantes aparecieron de la nada y se abalanzaron contra Luz, al tiempo que tomaban la forma de dos jóvenes alados blandiendo sus espadas. Ángel no tuvo opción de decidir y, en un mismo y violento movimiento, rodeó a Luz con un brazo, empujándola tras su espalda, a la vez que con el otro tomaba su espada y derribaba a los dos ángeles de un sólo golpe. La intensa luz dorada de ambos seres se intensificó, estallando en un terrible fogonazo al toparse con su espada. El primero de los seres sagrados se fundió con el aire, arrojando un terrible quejido de dolor, el segundo quedó tendido en el suelo, atenuado su brillo mientras perdía lentamente su corporeidad.
Notó el cuerpo de Luz tensarse contra su espalda y la liberó de su abrazo, a la vez que se apartaba rápidamente de ella. No había nada que pudiera hacer para protegerla después de que hubiera presenciado la macabra escena, salvo apartarse de ella y permitir que sacara sus propias conclusiones. Se recostó contra una pared, tratando de calmar su espíritu, resignándose ante un desenlace que a toda costa hubiera querido evitar, a la vez que sentía el nerviosismo en el alma de la mujer, mezclándose con el asombro, la angustia y la incredulidad, mientras intentaba comprender lo que había sucedido, y se sintió aliviado al comprobar que, al menos, no había miedo en su interior.
Luz caminaba junto a Ángel y distinguió frente a ella lo que parecía una sala algo más amplia e iluminada que los pasillos que habían dejado atrás, pero no tuvo tiempo de alegrarse por ello porque, súbitamente, sintió como él la empujaba con brusquedad, situándola detrás de su cuerpo. Estuvo a punto de perder el equilibrio y caer por su embestida, pero él la aferró firmemente con un brazo contra su espalda, a la vez que el lugar se iluminaba con increíble intensidad, cegándola, y un terrible sonido retumbaba en las antiguas paredes. Se quedó inmóvil, aferrándose a Ángel, paralizada. No sabía qué estaba pasando, la luz la había cegado y no podía ver nada. Todo su cuerpo estaba en tesión, esperando algo que no llegaba a suceder. Por un instante pensó que el techo se les caería encima, sepultándolos, pero enseguida entendió que, fuera lo que fuera que acababa de pasar, no había sido una explosión, ni un movimiento de tierra. Aquello era otra cosa.
Estaba empezando a recuperar la visión cuando Ángel la soltó y se apartó bruscamente de ella. Tropezó con la linterna, que estaba en el suelo, apagada, y se quedó paralizada al ver a sus pies un cuerpo tendido en una postura antinatural. Todavía estaba deslumbrada por la explosión de luz y pensó que la vista la engañaba. Aquel hombre estaba desnudo, tumbado ante ella sobre una especie de tejido blanco y grueso, y parecía desprender luz. Sin apartar la vista de él, recogió la linterna y trató de encenderla, sin éxito. Se frotó los ojos en un vano intento por recuperar completamente su visión y buscó a Ángel con la mirada, pero no encontró lo que esperaba. Él estaba de pie, apoyado en una pared, con la cabeza inclinada y la vista fija en el suelo, con la misma postura despreocupada e insolente que tantas veces había visto en él. Sostenía algo en su mano que desprendía un brillo rojizo, y no parecía sorprendido ni por lo ocurrido ni por la presencia del hombre tendido frente a ellos, al que ni siquiera prestaba atención. Luz se obligó a recuperar el control de su cuerpo y se arrodilló junto al cuerpo retorcido ante ella.
—¿Qué le ha pasado? —balbuceó.
El hombre abrió los ojos y los fijó en ella, eran azules e increíblemente brillantes. No respondió, pero estaba vivo, aunque pareciera imposible por la posición de su cuerpo, con los miembros retorcidos, y la cantidad de sangre que lo cubría. Trató de levantarlo, sin conseguirlo, y miró a Ángel, que seguía inmóvil en la misma posición.
—Ángel —llamó, con la voz temblorosa, pero no obtuvo respuesta.
Hizo otro esfuerzo por tratar de incorporar a aquel hombre, que la miraba con desesperación. Sus ojos parecían inmensos y luminosos. Se desconcertó al notar como el brillo que parecía brotar de su cuerpo, de pronto, se intensificaba. No tuvo dudas de que, de algún modo, la luz que llenaba la sala, provenía del cuerpo desnudo ante ella, y sintió un temblor recorriendo su espalda mientras hacía un nuevo esfuerzo para incorporarlo. En esta ocasión el hombre respondió a su empuje y se levantó levemente, dejando escapar un terrible quejido, al tiempo que su cuerpo brillaba, aún con más intensidad. Al incorporarse arrastró con él el tejido ensangrentado sobre el que estaba tendido y Luz quiso separarlo de su cuerpo. Era espeso y pesado, de un suave material de un tacto similar al algodón, o a las plumas. Levantó ligeramente la espalda del hombre para retirarlo, y se estremeció ante el contacto de la textura endurecida y extrañamente clavada en el centro de la espalda.
—Ángel, ¿qué ha pasado? ¿qué es esto?
No se atrevía a mirar la espalda ensangrentada del hombre que sostenía entre sus brazos, y que le resultaba más ligero a cada momento mientras la luz que desprendía su cuerpo parecía aumentar. Estaba en estado de shock, pensó, y buscó de nuevo con la mirada la ayuda de Ángel, que ahora la miraba fijamente, desde la misma posición en la que había estado todo el tiempo, en silencio. El hombre, en sus brazos, parecía desvanecerse a la vez que la luz dorada que desprendía se volvía cada vez más hermosa e intensa, iluminando la cámara, arrancando violentas sombras en las esquinas y a la silueta de Ángel, dándole un aspecto siniestro. Luz deseaba encontrar una explicación para lo que estaba pasando, pero sus sentidos le decían que no había explicación más allá de lo que estaba viendo. Reunió todo el valor que pudo y, mientras bajaba la mano que tenía apoyada en la espalda de aquel brillante ser, se obligó a mirar lo que antes ya había notado.
—¡Oh, Dios mío! —dijo con un grito profundo y casi desesperado.
Aquel ser no estaba tumbado sobre ninguna tela ensangrentada, sino sobre sus propias alas. Miró a Ángel, sin ser capaz de decir ni una palabra, buscando una explicación, la que fuera, a lo que acababa de ver, pero él simplemente la miraba, inmóvil, iluminado por la luz dorada que salía del cuerpo que ella sostenía, y que endurecía sus facciones, incrementando la expresión severa de su rostro. Los ojos, fijos en ella, brillaban llenos de angustia y, por un instante, creyó ver en ellos una inmensa profundidad.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, de nuevo, con un hilo de voz.
Él no contestó ni varió su postura, únicamente continuó mirándola, con una expresión que no reconocía, entre el horror y la rabia. La luz dorada que inundaba la estancia vibró con una nueva intensidad y oyó una voz suave, melódica, y llena de dolor.
—Lu-ci-fer —murmuró el ser al que sostenía, que parecía ya más etéreo que material, mientras señalaba a Ángel con un dedo, manteniendo la mirada fija en ella.
Los ojos de Ángel se abrieron desmesuradamente, terribles, y lo que antes pensó que era profundidad en su interior le pareció un abismo insondable. Sintió una fría corriente recorriendo su cuerpo de arriba a abajo cuando el ser al que había estado sosteniendo se desvaneció en sus brazos, fundiéndose con la luz que su propio cuerpo había emanado hasta aquel mismo instante, sin dejar rastro alguno de su presencia más allá de la sangre que manchaba sus manos. Él había utilizado sus últimas fuerzas para pronunciar aquella única palabra, que le había helado la sangre, dejándola paralizada.
—¿Ángel?
No era capaz de levantarse, ni de moverse, pero algo la empujaba a hablar. Tal vez, porque se negaba a creer lo que estaba pasando o, quizás, porque quería una respuesta, una confirmación, de lo que acababa de ver. La luz dorada que iluminaba la cámara iba perdiendo rápidamente intensidad, sumiéndolos en la negrura, y permitiéndole distinguir a la perfección el objeto que sostenía Ángel, y que parecía rodeado de tenues y sinuosas formas luminosas, que subían por su mano, diluyéndose en su piel, penetrando en ella. Se sorprendió del parecido entre aquel objeto y las dos piezas de plata grabadas con signos celestiales de la colección de la Casa de las Muertes y, de pronto, todo en su mente cobró sentido. Él la miraba fijamente, aún sin hablar, y ella reunió un valor, que no sabía que tenía, para levantarse y enfrentarse a lo que estaba sucediendo.
—¿Lucifer? —consiguió preguntar—. ¿Es ése tu nombre?
—Tengo muchos. Tantos como pueblos ha habido en este mundo.
La voz de Ángel fue sólo un susurro, aunque lleno de un dolor que la desconcertó, mientras que el brillo dorado que había iluminado el lugar se consumía por completo. Todo el valor que había sentido se esfumó cuando escuchó aquellas palabras, y el silencio y la oscuridad se ciñeron sobre ella. No era capaz de moverse, ni de hablar. Su mente le decía que nada de aquello era posible, pero, al mismo tiempo, todo su ser le indicaba lo contrario.
—¿A qué esperas?
La voz de Ángel la cogió por sorpresa, sobresaltándola. Era suave, aunque con un matiz distinto, que no reconocía. No pudo contestar.
—¿No vas a acribillarme a preguntas? —preguntó de nuevo él, con una mezcla de rabia y burla en la voz—. ¿Qué pasa? ¿Acaso tienes miedo?
Era incapaz de responder, estaba paralizada y, aunque no podía verlo, sabía que él tampoco se había movido.
—No, no es miedo —continuó Ángel—. La mayoría en tu lugar ya se habrían desmayado. Los más valientes habrían salido corriendo. Tú, en cambio, permaneces aquí. —Hizo una pausa, que le pareció eterna, antes de continuar hablando con voz más profunda, aunque con cierta suavidad—. Siento tu curiosidad, Luz. También la lucha en tu interior. Así que, dime, qué ocurre.
Notó el aire moverse a su alrededor y su piel reaccionó, erizándose. Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pero no lo suficiente como para ver qué ocurría. Quiso ser capaz de moverse, de chillar, de hablar, pero no podía. Simplemente, era incapaz de creer lo que había visto, lo que había oído, aunque una parte de ella, que no reconocía, la obligaba a admitir la verdad que tenía ante sí misma.
—Ya veo —oyó la voz de Ángel ligeramente más lejana, se había movido—. ¿Es la oscuridad? Eso tiene fácil arreglo.
Una bella luz azulada creció paulatinamente, iluminando la cámara que se abría frente a ella, y lo vio, de pie en medio de la sala, mirándola fijamente. Sin saber cómo, consiguió moverse y adentrarse en la enorme cámara, avanzando hacia él.
—¿Mejor? —preguntó Ángel, con media sonrisa orgullosa en el rostro—. Bien, pues, dispara.
Ella seguía sin poder hablar, sólo podía contemplar al hombre que tenía delante, el mismo que conocía, al que había besado, con el que se había acostado, pero que ahora le parecía tan diferente. Su rostro estaba crispado, endurecido, y sus ojos parecían encerrar en su interior todo el odio y la ira del mundo. Toda la belleza que había contemplado en él, le pareció en aquel momento incluso mayor, sobrenatural. Sintió miedo, pánico, pero de inmediato, el objeto que él continuaba sosteniendo, despreocupado, mientras aquellas extrañas sombras rojizas ascendían por su brazo, llamó su atención, y todo su miedo se transformó en incredulidad primero, y curiosidad después.
—¿Qué ocurre, Luz? —La voz de Ángel se suavizó, llenándose de nuevos y extraños matices—. ¿El escepticismo te impide saciar tu curiosidad?
No era capaz de apartar la mirada de Ángel, que comenzó a caminar por la cámara con movimientos lentos y elegantes, al tiempo que intercalaba miradas hacia ella y hacia el techo, como si buscara en el aire las respuestas que ella no le daba.
—No me fastidies, Luz —dijo al final, deteniéndose y fijando en ella su mirada con una asombrosa intensidad—. Tú, no. De cualquier otro humano no esperaría más que esto. ¿Qué digo? Esta reacción sería ya todo un logro —hablaba bajo, casi para sí mismo, pero la irritación que se filtraba en su voz daba a sus palabras una fuerza terrible. Comenzó a caminar de nuevo, dándole la espalda—. Pero tú no eres así. No puedes engañarme, te conozco.
—¿Qué ha pasado? —lo interrumpió ella, sin saber muy bien de dónde había sacado el valor para hacer aquella pregunta.
Ángel se detuvo en seco al oír su voz.
—Eso está mejor. —Se giró para mirarla, con una ligera y terrible sonrisa que la abrumó—. He matado a dos ángeles —añadió, alzando ligeramente una ceja, con una mueca burlona de escrutinio.
—¿Por qué?
—No hay sólo un motivo.
—Estoy convencida de ello —respondió, con todo el aplomo del que fue capaz.
—Eran ángeles, Luz. Piensa en quién soy y tendrás la respuesta.
—Ese es un solo motivo.
Ángel rió con ganas.
—¿Ves? Esta es la Luz que me gusta —exclamó, al tiempo que ella lo miraba fijamente tratando de no mostrar la inquietud que sentía, aunque él pareciera conocer cada una de sus emociones—. Querían matarte —añadió, con una repentina y fugaz seriedad—. Algo has hecho que no les gusta.
La mente de Luz se puso a funcionar, dejando de lado todos los miedos e inseguridades, y juntando todas las piezas del que, hasta aquel momento, le había parecido un rompecabezas imposible. Ángel la miraba, divertido, apoyado contra una pared, con ese gesto insolente que tan bien conocía, y que en aquel momento parecía cobrar un nuevo significado, terrible.
—Es el manuscrito —afirmó ella.
Ángel sonrió, con una mezcla de satisfacción y curiosidad, pero permaneció en silencio, escrutándola con la mirada.
—¿Por eso estás aquí? —preguntó, aunque no sonó en absoluto como una pregunta, sino como una rotunda afirmación—. ¿Qué hay en él tan importante?
—El manuscrito es un motivo, sí —contestó, claramente complacido por la pregunta—. No el único. Nunca hay sólo un motivo, ya te lo he dicho. La importancia que tiene, más allá de la genialidad del autor —apuntó, y su voz se volvió burlona mientras se agachaba en una sutil reverencia— es, simplemente, que no quieren que se dé a conocer mi versión de los hechos.
—Nunca hay sólo un motivo.
Luz escupió con rabia las palabras que Ángel acababa de repetir, y él sonrió, divertido.
—¡Eso es! —dijo con satisfacción—. Eres increíble, Luz. Única entre los tuyos, te lo aseguro, y puedes creerme, he conocido a muchos. —Ángel empezó a andar de nuevo, de un lado a otro de la sala, pensativo—. Tal vez si quinientos años atrás hubiera encontrado a alguien como tú…
—No me has contestado —lo interrumpió ella otra vez.
—Cierto. —Se detuvo ante ella, dejando unos pasos de distancia entre ambos, a la vez que su rostro recuperaba al instante la misma expresión dura e irónica—. Digamos que la versión de los hechos que escribí está un poco edulcorada. —Sonrió—. Y además, Él no es muy partidario de dar a conocer demasiados datos sobre la Creación.
—¿Datos sobre la Creación?
—Vamos, Luz, puedes hacerlo mejor. Eso apenas es una pregunta —dijo y sus ojos brillaron inmediatamente con comprensión—. ¿Estás incómoda aquí? Ciertamente, el aire está muy viciado y hace calor, aunque no se me ocurre un lugar mejor donde mantener esta conversación.
Ángel pareció dudar un instante, recorriendo con la vista la enorme cámara y, de inmediato, Luz notó cómo descendía la temperatura y el ambiente se suavizaba, permitiéndole respirar con más facilidad.
—¿Mejor? —preguntó, y ella no pudo más que asentir ante su propia estupefacción, sin ser capaz de apartar su mirada de él, que, otra vez, había fijado en ella sus ojos.
—Lo cierto, es que no tenía ninguna intención de que esta conversación tuviera lugar. Lo último que quería era esto, te lo aseguro, aunque, por otro lado, una parte de mí deseaba contártelo todo. —Comenzó a caminar de nuevo, de un lado al otro de la sala, nervioso—. Ya te lo he dicho antes, eres única. La tentación de tener esta conversación era enorme, pero sabía que no me lo podía permitir. Ahora ya está. Tampoco es que haya tenido elección, pero, en fin, tenemos todo el tiempo del mundo para saciar tu curiosidad y mi soberbia…
—Habla por ti —reprochó ella con dureza.
—Eres increíble —exclamó y se detuvo de nuevo ante ella, manteniendo la distancia—. Acabas de ver un ángel con tus propios ojos, y estás frente a mí ahora, hablando de lo Divino y lo humano, y aún dudas de la inmortalidad de tu alma. Definitivamente, increíble.
—He visto a un ángel, sí, pero le he visto morir —respondió ella, con rabia—. Y tú mismo acabas de decir que quería matarme ¿qué tipo de ángel querría matar a nadie?
Ángel negó con la cabeza, pensativo, sin dejar de observarla.
—Supongo que esa no era la mejor manera de empezar. La muerte tiene un significado distinto para ti que para mí.
—¿Puedes morir? —preguntó, interrumpiéndolo, llevada por su curiosidad.
—Técnicamente, no. Tampoco los ángeles, ni tu alma. La muerte es un concepto natural y por lo tanto afecta al cuerpo, no al espíritu.
—Tú tienes cuerpo —dijo, señalándolo.
—Llamémoslo forma corpórea —explicó él—. En todo caso no es algo natural, no es de este mundo. En mi esencia está la capacidad de adoptar diversas formas, esta es sólo una de ellas. A Su imagen y semejanza —añadió con sorna, entornando los ojos y enfatizando sus palabras al referirse a Dios, con un deje de burla—. Casi Divino, casi humano.
Luz lo miró en silencio, interrogándolo, mientras trataba de ordenar en su mente sus palabras, queriendo otorgarles un sentido que la ayudara a comprender.
—Dilo —exigió él, adivinando su pensamiento, leyéndolo tal vez.
—¿Divino?
—Soy lo que soy, Luz —respondió, y sus ojos reflejaron por un instante todo el dolor y la pena que no había en su voz—. Aunque esté condenado.
—¿Y qué eres? —preguntó ella casi en un susurro.
Ángel suspiró y se dejó caer en el suelo, sentándose apoyado contra la pared y soltando a su lado aquel objeto, que aún desprendía leves sombras anaranjadas, que se retorcían, como si quisieran buscar su cuerpo, antes de fundirse con el aire.
—El primer ser que Él creó —contestó, señalando con un leve movimiento de cabeza hacia arriba, repitiendo el gesto burlón y el tono musical al referirse a su Creador—. Un experimento que salió mal, visto lo visto. Después, mejoró la técnica.
No podía más que mirarlo en silencio, escuchando sus palabras y debatiéndose entre la incredulidad y el desconcierto.
—Está bien, le echaré un cable a tu mente racional —concedió él, con socarronería—. Soy el bang, del Big Bang. La puñetera luz que llenó el universo antes incluso de que existiera. El resultado de una jodida explosión de energía cósmica. El orden después del caos. Etcétera. Etcétera. Etcétera.
Ángel hablaba lentamente, con la voz fría y llena de sarcasmo, recreándose en cada una de sus palabras, y la realidad de aquel hombre, aquel ser, más antiguo de lo que era incluso capaz de imaginar, la sobrecogió. Pero en lugar del miedo fue la curiosidad la que se adueñó de ella, impulsándola a querer saber más, a comprender algo que estaba más allá de todo lo que consideraba posible y real.
—¿Qué hay en el manuscrito que es tan importante?
Él la miro con una expresión que no supo identificar y que provocó que un nuevo estremecimiento recorriera su espalda.
—Si tú estás aquí por él, si dos ángeles han intentado matarme… —continuó hablando, negando con la cabeza, forzándose a seguir mientras trataba de disimular la incredulidad que se filtraba aún en sus palabras, aunque todo su ser le indicaba que nada de lo que estaba pasando era irreal—. No creo que todo esto sea sólo porque hemos encontrado el maldito manuscrito.
—Evidentemente, no —contestó él, con satisfacción, levantándose del suelo con un movimiento ágil y rápido—. Al menos, ya no. Hace quinientos ochenta años mi manuscrito fue motivo suficiente para que las malditas huestes celestiales se movilizaran al completo. —Resopló con un exagerado gesto lleno de incredulidad mientras comenzaba a caminar de nuevo, de un lado a otro de la sala, con movimientos lentos y elegantes, mientras gesticulaba con teatralidad, aumentando el sentido de sus palabras—. Actualmente, ya nada hay en esos puñeteros papeles, que, por cierto, jamás debí escribir, que pueda implicar cambio alguno para vosotros. De acuerdo, es posible que ellos no quieran que sepáis mi versión de los hechos pero, dime, ¿quién hoy en día la creería? ¿Qué cambiaría? —preguntó y se detuvo un instante, fijando sus ojos en ella, que creyó reconocer en ellos una ira infinita escondida detrás de toda su ironía—. ¡Absolutamente nada! —se respondió y echó de nuevo a andar, más rápido, con rabia—. Y los cuatro trucos alquímicos que contiene, ¡bah, bobadas! Vosotros solitos habéis inventado la jodida bomba nuclear, las armas bacteriológicas, químicas, virales… Debo reconocer que habéis llegado a sorprenderme con vuestro puñetero afán de destrucción. —Resopló de nuevo y la miró fugazmente antes de continuar—. El asunto de la Creación, y el maldito misterio de la vida que tanto os inquieta, también conseguiréis resolverlo, tarde o temprano, no vais mal encaminados. Es sólo una cuestión de tiempo…
—¿Entonces, qué?
Ángel caminó hacia ella, mirándola con lo que pensó que era satisfacción u orgullo, y se dejó caer, sentándose en el mismo lugar de antes, junto a aquel objeto plateado que seguía en el suelo, brillando y desprendiendo las mismas sombras anaranjadas, que de nuevo parecían buscarlo para envolverse en él.
—Me equivoqué —confesó, con media sonrisa, clavando en ella sus ojos con asombrosa intensidad—. Jamás debí dejar un testimonio escrito de mi puño y letra, algo tan mío que podría utilizarse en mi contra. No pensé en el riesgo, sólo en la necesidad de transmitir el mensaje, y en vista de que a los malditos arcángeles no les hizo gracia que ejerciera de profesor, se me ocurrió la que ha sido, con diferencia, la peor idea de mi existencia.
—¿Por qué? —insistió Luz, cuando él se quedó, de pronto, callado y con la mirada perdida, mientras trataba de asumir la verdad escondida en todas las leyendas que la habían llevado a encontrarse en aquella cámara, ante aquel ser que hasta sólo unos instantes antes pensaba que no podía existir.
—Me robaron el jodido manuscrito —dijo, sonriendo con una mezcla de ironía y diversión pero aún con un ligero brillo de rabia en los ojos, que continuaban fijos en ella—. Sí, no te sorprendas, los santos arcángeles, cuando se trata de salirse con la suya, hacen lo que sea. —El rostro de Ángel se relajó y toda sombra de diversión desapareció cuando continuó hablando, otra vez con los ojos llenos de recuerdos—. Gabriel tuvo una genial idea, la única buena en toda su existencia, debo añadir, y creó un sello. Un puñetero sello sagrado, que no sólo me impide acercarme al manuscrito, sino que también añade una nueva condena sobre mí, al parecer, poco condenado ser —explicó, y la rabia y el odio, que había contenido, asomaron de nuevo en su mirada, fija ahora en el vacío—. Y por primera vez, en más tiempo del que eres capaz de comprender, los arcángeles tuvieron algún tipo de poder sobre mí. —Suspiró—. Gabriel, en un alarde de genialidad, que, seguramente, no se volverá a repetir jamás, procuró que todos ellos pudieran manipular el dichoso sello que puso sobre mi espíritu y mandarme, con un solo gesto, al más horrible de los abismos, o si lo prefieres, —la miró de pronto, con un gesto terrible— al jodido Infierno.
—Pero si no puedes acercarte al manuscrito…
—Vosotros, al encontrarlo, rompisteis los dos primeros sellos, el que protegía la cripta y el del cofre. —Ángel la interrumpió—. El tercero está directamente sobre el manuscrito, y tú, al fotografiarlo, lo has divido. Lo has debilitado. Ahora, al descubrir la verdad, al preguntarme y permitirme contarte lo que de otra manera no podría decirte, lo has atenuado incluso más.
Luz se estremeció al pensar en la implicación de sus propios actos y él sonrió.
—Tranquila, de momento sigo igual de jodido y condenado, si es eso lo que te preocupa…
—¿Qué efecto tienen exactamente esos sellos? —consiguió preguntar, mientras trataba de comprender lo que él le contaba.
—Me anulan —confesó, dejando caer hacia atrás la cabeza, apoyándose en la pared, y por primera vez Luz creyó ver en él al mismo hombre que antes pensaba que era—. Cuando fui expulsado del Paraíso dejé de ser yo. En realidad, dejé de ser cualquier cosa más allá del dolor y la ira. No sé cuánto tiempo pasó hasta que, por decirlo de algún modo, me recompuse. No hay nada con lo que pueda compararlo para que lo entiendas, pero podría resumirlo como un tormento tal que no te permite existir más allá del propio dolor. El genial invento de Gabriel me hace revivir ese momento como si volviera a suceder una y otra vez hasta la extenuación. Sólo el hecho de rozar algo que esté protegido por el sello, o de tratar de contar algo que no deba, me manda directamente al maldito Infierno por tiempo indefinido… —Respiró profundamente, irguiéndose y fijando de nuevo los ojos en ella, llenos de una nueva luz—. De hecho, podría decir que, durante los últimos tres siglos, he estado perdido en ese genial Infierno que se sacó de la manga Gabriel, como si no fuera suficiente la maldita condena eterna que no tengo más remedio que soportar.
La voz de Ángel era fría y sarcástica, aunque Luz creyó sentir la tristeza que encerraban sus palabras. Aquel ser sentado en el suelo, con aire despreocupado, podía ser el mismísimo Lucifer, pero ella en aquel momento no veía más que al hombre en el que hasta entonces había confiado con los ojos cerrados, y se acercó a él, sintiendo la repentina e inexplicable necesidad de tenerlo cerca. Se detuvo a su lado, más cerca de lo que habían estado desde que todo su mundo se desmoronara en el pasillo de acceso a aquella sala, y lo miró, indecisa, y él agachó la cabeza, con un gesto cercano a la incomodidad.
—Ángel —llamó. Él levantó la vista al oírla y ella creyó leer una súplica en su mirada—. Lucifer…
Él sonrió.
—Durante siglos he sido capaz de matar al oír ese nombre. Yo mismo hace milenios que no lo he pronunciado. De hecho, no puedo. No imaginas el dolor que me provoca el mero hecho de decir mi nombre. Pero oírtelo decir a ti… —Suspiró—. No sabes cuánto tiempo he esperado encontrar a alguien como tú. El don que Él me dio, se convirtió en mi propia condena. —Los ojos de Ángel, fijos en los suyos, brillaban con una especial intensidad que la sobrecogió—. Incluso existir privado de Su Gracia es soportable en comparación con la soledad absoluta que supone que no te comprendan ni tus semejantes.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó, interrumpiéndolo.
—El tiempo como tal no existe para mí, Luz —dijo con condescendencia y una ternura que hasta aquel momento no había mostrado.
—Comprendo. Una sucesión de actos. Aevum —lo interrumpió ella de nuevo, sosteniéndole la mirada, queriendo comprender—. Pero a pesar de eso sí puedes calcular el tiempo natural, lo has hecho —dijo, y él asintió, satisfecho—. ¿Cuánto?
—Lo cierto es que he perdido la cuenta, pero aproximadamente coincide con el momento de la creación de tu especie. ¿Unos cincuenta millones de años?
Asintió, abrumada por la fecha, y se dejó caer en el suelo, sentándose ante él, que continuaba mirándola fijamente, con una expresión entre tierna y atormentada.
—Antes has dicho que no podías morir —dijo y él asintió—. ¿Y los ángeles a los que has…? —dudó, interrumpiéndose, incapaz de terminar la frase.
—Hay algo parecido a la muerte, una especie de existencia sin consciencia, vacía. Pero es temporal, el espíritu renace en un nuevo ser, que, en esencia, no deja de ser el mismo que el anterior. La energía no puede destruirse.
—Se transforma —dijo, pensativa—. ¿Una especie de reencarnación del alma?
—Algo así, salvo para mí —escupió las palabras con furia—. Es otro privilegio que me ha sido negado. Parte de mi particular condena. El resto de ángeles caídos, los que me siguieron —explicó, al ver su expresión de duda— fueron igualmente condenados, pero no en los mismos términos que yo. No habría sido justo. Ellos sí pueden morir y transformarse en un nuevo ser, aunque, por supuesto, no es de lo más fácil matar a un ángel.
—Pero antes…
—Ya te he explicado que soy un experimento fallido. Nada de lo que es válido para el resto lo es para mí —la interrumpió—. Soy el primero de los de mi clase y, en cambio, único en mi especie. —Hizo una pausa, pensativo, antes de seguir hablando, recuperando la rabia y el sarcasmo que antes había habido en su voz, pero que reflejaba ahora también cierto matiz de tristeza—. Él me creó el primero y se excedió, en todo. No sólo le ayudé en la Creación, sino que me dotó con el don de la sabiduría, una sólo por debajo de la Suya. Y aunque suene mal que lo diga yo —rió, irónico— me hizo más bello que a los demás. No contento con eso, me hizo especialmente poderoso y, por si fuera poco, me dio esta espada para poder usar ese poder…
Luz fijó la vista en el familiar objeto que no había dejado de llamar su atención. Estaba ante ella, en el suelo, desprendiendo aún esa extraña luz que le daba un aspecto tan bello como siniestro. Ángel lo cogió y se lo tendió, pero no se atrevió a cogerlo, asombrada al ver como las sombras anaranjadas que brotaban del metal se envolvían en torno a su mano, fundiéndose con él.
—Para ti no es más que una barra de plata, estaño y algunos metales que eres incapaz de imaginar —susurró, acercando aún más a ella la espada que sostenía sobre la palma de la mano—. No puede hacerte daño, no tiene poder en tus manos, no es un arma de este mundo.
—Es hermosa… —Luz tomó la espada de su mano y las brillantes formas que hasta aquel momento habían envuelto la mano de Ángel se enredaron en la suya, provocándole una sensación eléctrica y extrañamente familiar al rozar su piel—. ¿Por qué…?
—Es parte de mí —explicó, intuyendo la pregunta que ella no había sabido cómo formular—. Mi energía, mi espíritu, como lo quieras llamar… —Desvió la mirada de ella, fijándola en el suelo, y por un segundo creyó atisbar en él algo lejanamente parecido a la timidez—. Es la primera vez que veo algo así, te reconoce, supongo —concluyó, con un leve encogimiento de hombros.
Asintió, incapaz de hablar, absorta por la sensación que le provocaba el roce de aquellas formas inmateriales sobre su piel. Con un enorme esfuerzo trató de concentrarse, obligando a su mente a pensar en el objeto que sostenía, observándolo y asombrándose con cada detalle. El parecido con los dos objetos que habían encontrado en la cripta era indudable, aunque el que ahora sostenía en sus manos era bastante más pesado, y el metal, perfectamente limpio y cuidado, parecía diferente. Con delicadeza deslizó un dedo sobre las finas marcas que lo decoraban y las lenguas de luz se enrollaron a su alrededor, como si su piel fuera un imán para ellas, y sonrió.
—No es la primera que ves, aunque esta es algo diferente. —Luz levantó la vista y se encontró con los ojos de Ángel, que la miraba con satisfacción, casi con orgullo.
—Las dos que había en la cripta tenían grabado el nombre de dos arcángeles —dijo y él asintió, observándola con curiosidad—. Estos signos son muy parecidos. —Dudó, y dibujó de nuevo las finas líneas con el dedo, disfrutando de la sensación de las lenguas de luz al fundirse con su piel—. ¿Esto es…?
—Mi nombre maldito —susurró él, con media sonrisa, con la mirada ahora en sus manos que seguían acariciando la espada—. Digamos que la adaptación más próxima a la versión celestial es un antiguo nombre hebreo…
—Heylel —dijo, y su voz fue sólo un susurro que expresó en voz alta su pensamiento cuando comprendió que él no podía pronunciar aquella palabra. Esa idea provocó que le diera un vuelco el corazón y, por primera vez, la comprensión de lo que estaba viviendo la sobrecogió, obligándola a creer como jamás antes lo había hecho.
Sus ojos se encontraron con los de Ángel, que la observaba en silencio, con una expresión que no reconoció. Seguía recostado en la pared, con un brazo apoyado sobre una de sus piernas ligeramente doblada, en una postura despreocupada. El cabello lacio caía a ambos lados de su rostro, levemente inclinado, ocultándolo parcialmente y resaltando aún más el intenso verde de sus ojos. En aquel momento fue plenamente consciente de la naturaleza de aquel extraordinario ser y las preguntas se agolparon en su mente, paralizándola de nuevo, y creyó ver las sombras anaranjadas de la espada vibrar sutilmente por un instante, antes de envolverse de nuevo alrededor de su piel.
—¿Por qué? —consiguió preguntar, sin apartar de él su mirada, recordando la historia del manuscrito—. ¿Fue por nosotros?
—Nunca hay sólo un motivo —contestó Ángel, forzando una sonrisa y asintiendo—. Ese fue el detonante, al menos, aunque todo es en realidad más complejo. Imagina por un segundo que eres el ser más inteligente y sabio que ha existido, sé que a pesar de tu absoluta falta de soberbia no te será difícil —explicó, levantándose de un salto para empezar a andar de nuevo, recorriendo la cámara con lentitud, y el suave tono que hasta ese momento había tenido su voz se endureció, dotando de nuevo a sus palabras de furia e ironía—. Ahora imagina que toda esa inteligencia y sabiduría te son del todo inútiles porque no tienes libertad para usarlas. No puedes decidir cómo actuar, casi ni qué pensar. Te aseguro que es un tormento, prácticamente como una condena. Esa era una disputa constante. Yo pedía, Él negaba, yo volvía a pedir, Él seguía negando… —Aceleró el paso, caminado con distraída elegancia y la mirada perdida, mientras enfatizaba con sus gestos su relato, lleno de rabia—. Luego os creó a vosotros y, cuando os vi, no sé lo que me pasó, Luz, por primera vez en mi existencia lo entendí todo como nunca antes, y me maravillé ante la perfección de vuestra naturaleza.
—¿Nuestra perfección? —lo interrumpió, sorprendida por la veneración con la que había pronunciado aquellas palabras.
—Por supuesto —dijo, al tiempo que se paraba ante ella, que permanecía sentada en el suelo, observándolo, aún con la espada en sus manos—. En comparación con vosotros, nosotros no somos más que un boceto. Nuestra existencia es lineal, llana. No aprendemos, no mejoramos, simplemente somos, tal y como Él nos ha creado. El ángel misericordioso lo es y punto, no deja de serlo, tampoco mejora. Vosotros, en cambio, ni te lo imaginas. Aquí, en este mundo, sólo veis parte de vuestro camino, pero nunca dejáis de aprender, vuestra capacidad es casi infinita. Al igual que aquí, en el Paraíso podéis ser desde simples almas hasta el más puro de los ángeles. Podrías resumirlo como que nosotros somos una línea simple, recta, vosotros un círculo, una espiral.
No podía dejar de mirarlo, absorta en su explicación, incapaz de calibrar todo lo que implicaba.
—Y además os hizo libres —añadió, casi en un grito, al tiempo que volvía a echar a andar—. Claro que nosotros para nada queríamos el libre albedrío, incapacitados para el cambio o el aprendizaje, no era más que una cuestión de capricho. Pero para vosotros era imprescindible, parte de vuestra esencia. Él lo sabía y os lo otorgó. Y en cambio os negaba el conocimiento. No lo podía entender. Unos seres tan perfectos condenados a ser poco más que monos… Yo os observaba, indefensos en un clima hostil, casi bestias. La Creación perfecta desaprovechada. No podía dejar de contemplaros. Me obsesioné. Y así descubrí algo que no esperaba de ninguna manera. Teníais una inmensa capacidad para amar. Erais poco más que animales, apenas caminabais aún erguidos, pero amabais de un modo que parecía imposible. Y sufríais. No comprendíais la muerte, o el dolor. De hecho, no comprendíais nada. Y ocurrió.
Luz lo miraba perpleja, extasiada por sus palabras y atónita por su contundencia, con la incredulidad aún golpeándole el pecho, aunque todo su ser la impulsaba a creer.
—Lo cierto es que Él lo supo desde el instante en que me creó —Ángel siguió hablando, inmóvil ahora en mitad de la sala, con la mirada perdida y la voz llena de un terrible sarcasmo y una rabia antigua, que se incrementaba por el tono de burla que adquirían sus palabras cada vez que se refería a Dios, entonándolas casi como una cancioncilla—. No dudo ni un instante de que era parte de Su plan. Ese fantástico plan secretísimo que de momento no ha dado ningún buen resultado visible y del que, como todos los demás, no soy más que un eslabón de la cadena.
—¿Qué pasó? —Luz no pudo contener la curiosidad, y él sonrió hacia ella, con satisfacción, calmándose como si de pronto hubiera recordado que no estaba solo.
—En realidad, no lo sé con certeza —explicó—. Fue un golpe, súbito, que me atravesó, rompiendo todas las cadenas que hasta entonces me habían atado. De pronto, mientras os observaba como siempre, todo se precipitó y sentí, para que puedas entenderlo, como si mi ser aumentara su volumen, como si creciera. Después supe que era mi poder ampliándose, entonces simplemente me asusté. —Rió, mirándola por un instante antes de continuar—. ¡Oh, sí! Me asusté muchísimo. Lo peor es que sentía miedo de mi propia esencia, de mí mismo, hasta que noté que las ataduras que me habían sujetado hasta el momento se rompían y por primera vez sentí la libertad. ¿Cómo te explico eso? —Ángel dudó, fijando de nuevo la vista en ella—. Supongo que podría decirse que la sensación, a escala humana, sería similar a la de esnifar cocaína por primera vez. Y no me digas que con eso no te haces una idea. —Rió de nuevo, pero en esta ocasión su expresión fue siniestra, terrible—. Conozco tus pecados como los míos propios.
Luz calló, inmóvil.
—Cuando comprendí lo que había sucedido, y no te creas, me costó lo mío, no me lo pensé dos veces e hice lo que fui creado para hacer. —Ángel volvió a echar a andar de un lado a otro de la cámara, más rápido que antes, endureciendo de nuevo el tono de su voz—. Y eso, por cierto, viene a confirmar mi teoría sobre Su plan. Por qué demonios habría creado si no a un ser cuya única misión, más allá de adorarle, como no, es otorgar el don del conocimiento. Pues bien, eso hice. Os di el conocimiento, que permíteme que te lo diga, habéis desaprovechado atrozmente.
Luz quiso protestar pero enseguida comprendió a qué se refería. Era posible que como obra de la Creación el ser humano fuera la perfección, pero como especie sobre el planeta, sin lugar a dudas, dejaba mucho que desear y se había convertido en un cáncer para su propio ecosistema.
—Y te condenó por ello —concluyó.
—Me encantaría decirte que sí, pero no puedo mentir…
—¿No puedes mentir? —dijo, casi con un gritó al pronunciar esa frase, y Ángel detuvo su inquieta andadura ante su reacción para mirarla fijamente de nuevo—. Tenía entendido que eras el Padre de la Mentira —explicó, casi excusándose.
—No te creas todo lo que oigas, no es en eso en lo que consiste la fe —bromeó él, aunque no pudo esconder la pena que había detrás de sus palabras—. Aunque sí, yo os enseñé a inventar, a crear y a imaginar. La aplicación práctica que le soléis dar a ese conocimiento es lo que me ha convertido en el padre de algo que me es totalmente ajeno.
—¿No puedes mentir? —repitió ella, sin poder ocultar aún su incredulidad.
—Ya te lo he dicho antes, sigo siendo lo que soy. Mi naturaleza no me lo permite, me es del todo imposible. Y créeme, es algo que no soporto. Pero es así. Condenado, sí, pero ángel al fin y al cabo, para mayor tormento.
—Si no te condenó por eso… —dijo, animándolo a continuar y tratando de disimular su sorpresa.
—Eso fue el inicio de todo, pero no lo único —explicó, y ella asintió—. Yo no lo sabía, pero al romper mis propias ataduras, rompí también las del resto de ángeles. Los liberé. Lo que pasó después no fue agradable, pues, libres como eran, comenzaron las disputas entre ellos. Cuando regresé ya había comenzado la Primera Guerra.
—Así que sí hubo guerras —dijo y no pudo evitar que cierto tono de reproche se filtrara en su voz.
—Dos, para ser exactos —contestó él—. Omitir y mentir no es lo mismo —añadió con burla.
—Entonces, no las iniciaste tú —dijo, pensando en voz alta.
—Depende de cómo se mire. Yo no estaba cuando empezó la primera, y para cuando hubo la segunda yo estaba retorciéndome de dolor en mi propia agonía. —Su voz era de nuevo dura e irónica pero el dolor que se filtraba en sus palabras la atravesó como una puñalada—. No obstante, si yo no hubiera liberado a los ángeles de sus ataduras, nunca habría comenzado guerra alguna entre ellos. Fuera como fuere, cuando llegué me encontré con un montón de ángeles que me ensalzaban como su liberador y otro montón, aún mayor, evidentemente, que pedían mi cabeza en una bandeja de plata. Y fue una sangría. —La pena y el dolor se evidenciaron en su rostro al pronunciar aquellas palabras, sobrecogiéndola—. Yo aún no comprendía qué me había sucedido, no sabía hasta qué punto había aumentado mi poder ni cómo éste era, aún es, debo decir, capaz de cegarme. Tampoco fue de gran ayuda que Él me hubiera dado la maldita arma más mortífera que consiguió, al menos para mis manos —dijo, señalando con un gesto rápido la espada que ella tenía aún entre sus manos y que aferraba ahora con fuerza—. El único capaz de pararme fue Miguel. Hay que ver cómo pelea ese maldito arcángel. Sin él mi condena hubiera sido menos llevadera, siempre es de agradecer tener un contrincante a la altura de las circunstancias. Pero aún así, cuando Él le otorgó a Miguel el poder para detenerme, ya era demasiado tarde.
Ángel se quedó en silencio, con los ojos fijos en ella, pero con la mirada perdida, llena de pena por sus recuerdos.
—Supongo que esto se suma también a la lista de pruebas a favor de tu teoría del plan divino —aventuró Luz, tratando de alentarlo a continuar.
—Por supuesto —contestó, con un nuevo brillo en su mirada, perdida ya toda tristeza y recuperando el tono terriblemente sarcástico de su narración—. No dudo de que Él, en el instante que me creó, siendo como me hizo, sabía perfectamente que acabaría rompiendo mis ataduras y con ellas las del resto de los ángeles, que os daría el conocimiento, que aumentaría mi poder hasta…, bueno, no lo he comprobado. También sabía el efecto que eso tendría en mí y en el resto de ángeles y sus consecuencias.
—Entonces por qué…
—Esa es la eterna pregunta que yo no me canso de hacer y que Él se niega a contestar —la interrumpió, parándose frente a ella—. Aunque, en realidad, hace ya mucho que no contesta a nada.
—¿Qué ocurrió después?
—Bueno, el desastre ya estaba hecho —admitió él, con tremenda frialdad—. Así que sólo me quedaba pedir perdón y arrepentirme. Y así lo hice.
Luz lo miró sorprendida, incapaz de decir nada, asombrada y a la vez convencida de la certeza de sus palabras.
—Claro que pedí perdón —dijo, casi con un gruñido, indignado—. No soy un monstruo, Luz. O no lo era, ahora eso ya no lo tengo tan claro. Pedí perdón y lloré y me arrepentí por todos los seres a los que había matado. Eran mis hermanos…
Se quedó de nuevo callado, con la vista perdida y un inmenso dolor reflejado en el rostro. Estaba delante de ella, apoyado con una rodilla en el suelo, con aquel gesto irreverente y lleno de elegancia, y en ese momento ya no pudo dudar ni por un instante de su naturaleza. De hecho, no podía comprender cómo no se había dado cuenta antes de ello. Nada en aquel ser, de belleza sobrenatural, parecía ni remotamente humano. No desprendía luz, como el ángel al que había visto morir entre sus brazos, ni salían dos enormes alas de su espalda, pero no era en absoluto necesario. Su sola presencia era majestuosa y terrible, igualmente llena de hermosura y dolor.
—Pero eso no era suficiente —continuó él, con un hilo de voz—. No era lo que Él quería. —Súbitamente se levantó y su aspecto le pareció aterrador. Toda la divinidad que antes había visto en él se había convertido ahora en amenaza, en ira—. ¡Por supuesto que no! —gritó y su voz sonó profunda y dura, casi como un gruñido desesperado—. Él quería que me arrepintiera de lo que había hecho con absoluta convicción. Que pidiera perdón y mostrara arrepentimiento por haber roto las cadenas que nos ataban a nosotros y haberos otorgado el mejor de los dones a vosotros. Evidentemente que me negué. De ningún modo podía arrepentirme por hacer aquello que consideraba justo y correcto.
—¿Y fue justo y correcto como creías? —preguntó Luz, mostrando de nuevo un valor que no sabía que poseía.
—Es pronto para opinar —respondió, repentinamente animado, al tiempo que volvía a su lado para arrodillarse ante ella del mismo modo que antes—. Por supuesto, no me lo ponéis fácil. Él tampoco ayudó con la estúpida idea de enviar una y otra vez mensajeros y profetas.
—¿Cristo? —preguntó, y la incredulidad y el asombro se filtraron en su voz a pesar de su esfuerzo por disimularlos.
Ángel Bufó.
—Son innumerables, y ese fue sólo uno más, que, por cierto, fracasó con más estrépito que otros —dijo, sin ocultar su indignación.
—Traté de explicarle que era una pésima idea, pero, por supuesto, no me hizo ni caso —añadió, con un ademán despectivo.
—Él os creó y os conoce, pero no os comprende. Al menos, no tanto como yo. Estaba obsesionado con redimiros por el mal que sufríais por mi causa —explicó, quitándole importancia con un gesto a sus propias palabras—. Claro que la causa de ese mal puede ser motivo de debate…
—Espera un momento —lo interrumpió Luz, súbitamente—. En tiempo de Cristo, o de cualquiera de esos otros profetas, tú ya habías caído. Quiero decir…
—Sí —respondió él, que claramente había notado su incomodidad—. Ya había caído. Pero ya te he dicho que el tiempo en realidad no existe como tal más que aquí. Su decisión fue inmediata, aunque no el acto en el mundo.
—Entonces ese fue el motivo —aventuró, queriendo comprender.
—Curiosa e impaciente hasta el extremo. —Ángel sonrió, divertido, pero de inmediato su rostro se endureció de nuevo—. Sí, fue por Su absurda idea de dar órdenes, mandamientos, guías… junto con otras absurdas ideas similares.
—No lo entiendo —murmuró—. Quienes creen en Cristo piensan que redimió al hombre…
—Ya te he dicho que la fe no consiste en creer todo lo que oigas —la interrumpió, levantándose pensativo antes de empezar a caminar de nuevo de un extremo a otro de la sala—. Esa era Su idea, sí, la de la absurda redención. Debo admitir que mi don tuvo consecuencias inesperadas. Reconocerás que podéis llegar a ser un verdadero desastre. Sois capaces de sentir el amor más puro y absoluto y a la vez generar la peor de las destrucciones. Y, en efecto, al igual que ha habido una parte positiva en que obtuvierais la capacidad de conocer, también ha habido otra negativa igual o incluso mayor. Pero daros ideas para incrementar las consecuencias negativas no me parecía en absoluto un buen plan. Y no lo fue.
Ángel se interrumpió súbitamente, antes de continuar hablando más deprisa y con más rabia mientras ella lo observaba, incapaz de interrumpirlo.
—Yo sabía que si hay algo que no toleráis son las pautas, las directrices o las pistas, si quieres llamarlo así. Sois tozudos en extremo, y en ocasiones os cegáis por unas limitaciones que os imponéis y en realidad no existen. Si podéis pelear y destruir por algo tan absurdo como un pedazo de tierra, qué no haréis por una idea si creéis realmente en ella. Intenté hacérselo entender, pero, por supuesto, no me escuchó. Nunca escucha —escupió con dureza—. Y primero fueron enviados y profetas, luego aparecidos, más profetas, más aparecidos, más enviados… —La burla y la rabia se mezclaban de nuevo en su voz—. Cada intento, definitivamente, peor que el anterior. Con cada idea lanzada sobre vosotros, con la mejor de las intenciones, se desencadenaban las peores consecuencias. Reconocerás que las peores guerras y matanzas han tenido y tienen siempre algo que ver con el tema. También que lo último que necesitáis es más división, y eso es lo que ocurre cada vez que se os lanza un mensaje, el que sea. No veis el conjunto, por obvio que parezca, os quedáis en la mera diferencia. Cientos de religiones, unas con más aciertos que otras, pero, por cierto, ni una sola verdadera, que implican iguales motivos para la disputa, la guerra, la destrucción…
—Has dicho que es omnipotente —empezó a decir a la vez que las ideas se formaban en su mente—. Que todo lo sabe desde el inicio. Que tiene un plan —continuó, dudando—. Entonces todo esto también debía saberlo, tiene que ser parte de ese plan…
—¡Por supuesto! —gritó él, al tiempo que levantaba los brazos y la cabeza como si quisiera clamar al cielo—. Pero que multiplique por mil mi maldita condena si tengo idea de cuál puede ser.
—¿Él es…? —dudó, sin saber cómo expresar con palabras lo que quería preguntar—. ¿Es bueno?
Ángel se giró, mirándola con los ojos llenos de tanta ternura que la impresionó. Se acercó a ella, lentamente, con precaución, y se sentó a su lado. Llevó una mano junto a su rostro, para acariciarla, pero la retiró antes de llegar a tocarla.
—La bondad es un concepto humano —dijo con suavidad—. Igual que la maldad. Pero entiendo qué quieres decir y también esa inquietud que ha crecido en tu interior y que tú no comprendes. —Sonrió, travieso—. Y sí, se le puede aplicar ese concepto, de un modo que no soy capaz de hacerte entender, pero sí, Él es bueno.
Ángel se quedó un instante en silencio, como si pudiera leer en sus ojos la pregunta que ella no osaba formular y que él parecía no querer responder. Suspiró.
—Sí —dijo, al fin— también a mí se me puede aplicar, en los mismos términos, el concepto exactamente contrario. Lo siento.
—¿Lo sientes?
—No he dejado de sentirlo ni durante un maldito instante de mi condenada existencia. —Se recostó contra la pared apoyando la cabeza y fijando la mirada perdida en el techo de la cámara—. Y este es, de todos, el instante en el que más lo siento, porque te he encontrado y de igual modo te he perdido. Supongo que te perdí en el mismo instante en que te hallé, aunque eso me duela más que el propio hecho de perderte.
Luz no entendía a qué se refería, pero no podía más que mirarlo, sumido en sus propios pensamientos.
—Desde el instante en el que Él me retiró su Gracia, lo sentí, pero no imaginaba cuánto podía crecer aún más el dolor cuando dejó de hablarme —continuó él—. No tengo igual, Luz. Lo más parecido a mí era Él, y aún así os extrañáis de que quisiera que compartiera conmigo su poder —dijo, moviendo lentamente la cabeza—. No os culpo, no lo entendéis. Pero cuando me dejó solo el dolor fue indescriptible. La soledad fue absoluta hasta que te encontré a ti, que ni siquiera eres consciente de lo especial que eres. Eres lo más parecido a mí que he encontrado jamás.
—¿Le echas de menos? —preguntó, y su voz fue apenas un leve murmullo.
—Cada instante, con cada parte de mi ser condenado —confesó—. Hasta que te encontré.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Ángel tenía ahora los ojos cerrados, con la cara elevada aún hacia el techo. Parecía extremadamente cansado, cargado con una vieja y pesada fatiga—. Tal vez eres sólo una parte más de mi condena… Tal vez eres…
Esperó en silencio a que continuara pero él permaneció inmóvil, pensativo y sin hablar.
—¿Qué? —preguntó ella al fin.
—Parte de Su plan —las palabras salieron en un leve hilo de voz, pero llenas de una rabia inmensa, atroz.
Ambos permanecieron en silencio, sentados el uno junto al otro, sin moverse. Luz quería seguir interrogándolo, sus dudas eran inmensas. Todo su mundo, todo lo que conocía, todo lo que creía, se había derrumbado antes sus propios ojos en aquella cámara subterránea. Sus sentimientos eran confusos y encontrados, y era incapaz de comprenderlos, porque no se parecían a nada que hubiera experimentado jamás. Tenía miedo, no del ser que tenía al lado, sino del mundo desconocido que acababa de descubrir y al que creía que no estaba preparada para enfrentarse. Se sorprendió a sí misma sintiendo de pronto un inmenso temor hacia Dios. Ella, que nunca había creído en Él, ni en nada, que había dedicado la mayor parte de su vida a defender, precisamente, su inexistencia, estaba en aquel momento aterrada por las consecuencias. Aunque, rápidamente, ese temor dejó paso a otro sentimiento, más profundo y sobrecogedor, y se descubrió preguntándose qué sentía por aquel ser, que seguía inmóvil a su lado. Había evitado plantearse esa pregunta con todas sus fuerzas desde el primer día que lo vio, y entendió que era porque le daba miedo la respuesta. Pero en aquel momento esa respuesta era aún más aterradora de lo que jamás hubiera sospechado.
—Lucifer —acertó a decir, casi en tono de súplica, y sintió el estremecimiento que la recorría al pronunciar aquel nombre, que implicaba aceptar la naturaleza del ser que tenía al lado.
—Lo sé —respondió él con suavidad, adivinando sus palabras, o tal vez sintiendo en su ser sus sentimientos—. Y no sé qué hacer al respecto. —Rió, quedamente, sin ganas—. ¡Oh, sí, sé lo que haría! No lo dudes. Te haría mi reina —dijo con seriedad—. Te daría cualquier cosa que me pidieras, te colmaría con todos los placeres y te tendría a mi lado por toda la eternidad. —Bajó la cabeza y fijó sus ojos verdes y sinceros en ella, conmoviéndola—. Pero, por primera vez en toda mi existencia, hay algo que me preocupa más que mis propios deseos.
Luz quiso decir algo, protestar, pero enseguida comprendió lo que le estaba diciendo y no pudo evitar conmoverse. No quería privarla de conocer la Gracia del ser que él tanto echaba en falta.
—¿Cómo es? —preguntó, y una nota de emoción se filtró en su voz.
—Inenarrable. —Cerró de nuevo los ojos, echando hacia atrás la cabeza y apoyándose en la pared, como si un cansancio antiguo le hubiera sobrevenido de golpe, derrotándolo.
—¿La felicidad?
Él negó lentamente con la cabeza.
—La plenitud. A Su lado no hay ausencia de nada, no hay falta o carencia.
—La hubo para ti —lo interrumpió Luz.
Ángel abrió los ojos, tan llenos de luz que ella pensó que realmente podían contener toda la luz del universo en su interior.
—En realidad, no. —Suspiró—. Ahora lo comprendo.
—Podría haberla para mí.
—No sabes lo que dices.
—Si tanto le has echado de menos…
—No te equivoques, Luz. Admito una realidad que no puedo negar, pero no cambio ni un por un instante mis motivaciones. Ni por toda su Gracia. Eso implicaría arrepentirme, y no lo hago. —Se incorporó, irguiéndose—. No me arrepentiré, no puedo hacerlo.
Ella lo miró, inquisitiva, sin comprenderlo.
—Si me arrepintiera —explicó él— me estaría fallando a mí mismo y a vosotros. Y creo en vosotros, incluso tanto como en mí, a pesar de todo. A pesar del precio. A pesar, incluso, de vosotros mismos y de mi naturaleza maldita.
Se acercó a él, quiso rodearlo con sus brazos, besarlo, arrancarle ese pesar y aliviar su espíritu, pero Ángel, con los ojos fijos en ella, se levantó, apartándose y dándole la espalda.
—Sabes quién soy —dijo con suavidad y firmeza al mismo tiempo—. Conoces parte de mi historia y parte de mi naturaleza, pero no lo sabes todo aún. No dejaré que cometas un error del que podrías arrepentirte eternamente.
—Esa no es tu decisión. —Luz se levantó, dejando por primera vez la espada en el suelo, y se acercó a él, obligándolo a mirarla—. Libre albedrío —susurró mientras lo rodeaba con sus brazos.
—Luz… —Ángel trató de protestar pero su voz fue una rendición al tiempo que ella lo besaba.