Capítulo II
LA ciudad estaba prácticamente desierta. Eran las cinco de la tarde y el calor era casi insoportable. Luz caminaba junto a Alfonso que contaba, pausadamente, una vieja leyenda sobre la Casa de las Muertes que atribuía el nombre del palacio a una truculenta historia de celos e infidelidades del siglo XVI. Según esa historia todos los habitantes de la casa habían sido asesinados en su interior, mientras dormían, y el despechado agresor se había suicidado en aquel mismo lugar al tomar consciencia de su crimen. Sus palabras se fundían con la imagen de los edificios que formaban las callejas del centro histórico de Salamanca, creando una extraña atmósfera, que se intensificaba con el nerviosismo y el deleite por la anticipación que habían crecido en el interior de Luz. Cuando al fin se detuvieron ante el histórico palacio, no pudo contener una risa nerviosa. Observó la fachada y sintió un cosquilleo en su interior al detener su mirada en una de las calaveras talladas en las ménsulas de las ventanas, y que, según otras versiones de la historia, habían dado nombre al edificio. Divertida, dedicó una sonrisa a las tétricas figuras de piedra.
La construcción era hermosa, sobria y elegante, rodeada de fábulas y misterio. Trató de contener la alteración casi infantil que sentía por su primera visita a aquella casa y a la cripta que ocultaba. Una mujer rubia, de mediana edad, abrió la puerta y los invitó a entrar. Alfonso y ella hablaron unos minutos, pero Luz no prestó ninguna atención a sus comentarios y se quedó absorta observando los detalles de la construcción original. La decoración deslucía el conjunto, y los propietarios parecían tener toda la intención de que así fuera. Pero había demasiada historia en aquellas paredes para que algunos muebles, demasiado caros y de pésimo gusto, bastasen para distraer su atención mientras observaba cada detalle, cada pequeña marca en paredes y techo, como si fuera algo digno de ser venerado. Un discreto codazo de Alfonso llamó su atención y ella se esforzó en mostrar una de sus mejores sonrisas ensayadas.
—Ella es Luz Martín, la especialista que te comenté. —Alfonso miró a Luz para comprobar si realmente estaba prestando atención antes de continuar hablando—. Rosario está cuidando de la casa mientras duran las obras —explicó.
—Encantada —saludó, tendiendo la mano a la mujer, pero ella no respondió a su saludo y se limitó a mirarla con severidad.
—Bien, será mejor que bajemos ya. Gracias Rosario —intervino Alfonso, tratando de romper la incomodidad del momento con una enorme sonrisa, pero la mujer tampoco respondió a su gesto de amabilidad.
La mujer se retiró sin decir palabra, claramente enojada por algo que Luz no entendía, pero que tampoco le importaba. Alfonso abrió una puerta oculta en un rincón del vestíbulo, que bien podría haber sido la de una antigua alacena, y que daba acceso a una escalera angosta y mal iluminada. Bajó detrás de él los peldaños que conducían a un sótano, aún más oscuro, y que olía intensamente a polvo y a algo más que no supo identificar. Deslizó una mano por la pared mientras caminaba en silencio y dejó que la emoción la embargara. Alfonso se detuvo ante ella para tomar dos cables del suelo y conectarlos entre sí. Inmediatamente una hilera de bombillas iluminó un estrecho pasillo a su derecha.
—Es aquí —indicó él, invitándola a pasar con un gesto exageradamente ceremonioso.
Luz lo miró fijamente un instante antes de tomar aire y adentrarse en el pasadizo. El olor que se mezclaba con el polvo era aún más intenso allí, denso y penetrante, y le recordó al olor del interior de algunas iglesias antiguas, cera e incienso mezclados con una salada humedad. Se detuvo para comprobar que Alfonso la seguía antes de continuar recorriendo el pasillo, que era cada vez más estrecho y bajo, obligándola a agacharse levemente cada cinco pasos para no golpearse con las bombillas que colgaban precariamente del techo, unidas entre sí por un largo cable. Al fondo distinguió una pequeña escalera y una pared de sillar que indicaba claramente que el corredor no llevaba a ningún lugar. Pero al bajar los escalones se sorprendió al ver a su derecha un enorme agujero abierto en la pared. Se detuvo ante la abertura y observó, con asombro, que estaba rodeada por extrañas hendiduras en el sillar, formando una intrincada y hermosa cenefa. Esas formas talladas en la pared debían de haber decorado el contorno de una desaparecida puerta, y sospechó que, seguramente, podrían haber tenido otra función más allá de la meramente estética. Inspiró profundamente antes de dedicarle a Alfonso una mirada cómplice y se adentró en la sala abierta ante ella.
No pudo disimular su asombro por lo que encontró en el interior. La sala estaba menos iluminada que el pasillo de acceso, pero lo suficiente para comprobar que el lugar era extraordinario, y posiblemente anterior a la construcción del palacio plateresco. Altos techos abovedados se apoyaban sobre enormes y sobrios pilares octogonales, rodeados por toscas abrazaderas de hierro que sostenían antiguas antorchas. La enorme cámara estaba vacía, todos los objetos que encontraron en su interior habían sido ya trasladados a la universidad para su estudio, pero, aún desnudo, el lugar era impresionante. Recorrió con la mirada atentamente la sala, que, pensó, debía de contar con algún tipo de ventilación ya que el ambiente en su interior era menos cargado que en el corredor por el que habían accedido a ella. Tal vez, incluso, pudiera haber otra entrada independiente, pensó, o quizás un acceso desde el exterior, aunque nada en las altas paredes delatara su existencia. De pronto, dos enormes focos se encendieron detrás de ella. Su respiración se entrecortó cuando la potente iluminación reveló que las marcas en el sillar, que había observado en el acceso a la cripta, se extendían también a lo largo las paredes de la sala, como una intrincada guirnalda, para terminar rodeando el tosco agujero de acceso también en su interior. Fuera cual fuera la intención de aquellas marcas sin lugar a dudas su función estaba más allá de la puramente decorativa.
La mujer parecía disfrutar como un niño que se encuentra con la nieve por primera vez. Ángel la observaba, encantado con sus gestos y la expresión que mostraba su rostro. Sus emociones eran confusas, pero no quería arriesgarse de nuevo a rastrear su alma después de lo ocurrido en el restaurante del hotel. Simplemente, esperaba, apoyado en la pared, junto a la antigua puerta de acceso a la cripta, arrogante y orgulloso de poder acercarse a las marcas sagradas que durante tanto tiempo lo habían mantenido alejado del lugar. Si fuera posible que su espíritu albergara deseo alguno, hubiera querido que Gabriel lo viera allí, su etéreo ser posado exactamente sobre los elaborados dibujos que habían sellado la habitación, manteniéndolo alejado durante más de cinco siglos. Se habría puesto frenética. Desde su insolente posición, observaba atentamente a Luz, inquieto ante la idea de que ella entrara en la cripta. Apartó ese estúpido pensamiento de su mente y se concentro en sus movimientos cuando la vio detenerse un instante ante la tosca entrada, con una nueva expresión en la mirada, que no supo identificar. Estaba muy cerca de él, pero no podía verlo. Ni tocarlo, pensó, y una extraña amargura lo invadió cuando ella alargó la mano para acariciar las hendiduras en el sillar. ¿Qué diablos le pasaba a aquella mujer?
Entró en la cripta tras ella, muy cerca, casi tanto como para rozarla, si eso hubiera sido posible. Se detuvo a su espalda y la rodeó con descaro mientras la examinaba, en busca de alguna expresión conocida que lo ayudara a comprender el origen de sus emociones, para acabar frente a ella y observar de nuevo aquellos ojos oscuros que antes casi le habían hecho sentir. Estaban abiertos de par en par, llenos de sorpresa y curiosidad, y no pudo evitar sonreír, arrogante, a pocos milímetros de su rostro, satisfecho por su impresión. «Ella se siente así, no yo», se recordó. Luz caminó y él la siguió, aún más cerca, hasta una de las paredes, y observó como deslizaba los dedos lentamente, casi con solemnidad, sobre los grabados del antiguo sello sagrado, e imitó su gesto. Acarició el sillar junto a ella, siguiendo los movimientos de su mano, y un nuevo tropel de emociones lo inundaron. Eran leves y rápidas, y quiso poder sentir lástima por aquella mujer que parecía incapaz de sentir como cualquier otro humano, más allá del enorme dolor que albergaba su alma. Pero, aún así, era evidente que en ese momento ella estaba disfrutando, y él se olvidó de las emociones de la mujer para centrarse en su propia satisfacción por estar, de nuevo, en el interior de la cripta, acariciando aquellas marcas en las paredes, ya sin poder en su contra. Quién iba a pensar que también protegerían el maldito manuscrito.
El sello sagrado en el documento lo había complicado todo. Y seguía haciéndolo. Cuando aquel obrero torpemente había picado en el lugar equivocado y había roto el sello con el que Gabriel siglos atrás había protegido la cripta, él inmediatamente había sentido el alivio de la liberación en lo más hondo de su condenado ser. Había sido tan placentero que no se había dado cuenta de que aún quedaba otra losa, otra cadena, sobre su espíritu. Había sido fácil llegar hasta la cripta, convencer de cualquier cosa a algunos humanos avariciosos no suponía nunca una complicación. Una vez dentro, los siglos se habían difuminado en su mente al reconocer el cofre en el que una noche, ya demasiado lejana, había encerrado el documento. Y, después, la nada. Una enorme descarga eléctrica lo había transportado al peor momento de su existencia y había provocado que desatara un intenso poder del que no fue consciente. Así como tampoco de sus consecuencias, ni del estruendo que había causado la caída de uno de los muros del viejo sótano de la casa por la embestida de su energía. Simplemente, había desaparecido en el abismo. Y tardó cinco días en ser capaz de regresar.
Apartó los molestos recuerdos para dedicarle de nuevo a Luz toda su atención. Ella era ahora la posible solución a los inconvenientes que habían entorpecido sus planes y, por lo tanto, su principal preocupación. Y en aquel momento, ella se había agachado junto a él, mostrando una nueva expresión en su mirada, crítica y analítica. Comprendió que la concentración de la mujer era absoluta y, de pronto, sintió una enorme oleada de orgullo. Lo saboreó, deleitándose en la emoción que más le satisfacía, y observó cómo ella, con un gesto mecánico y elegante, recogía su melena y dejaba a la vista el maldito tatuaje maorí. La antigua curiosidad lo invadió de nuevo y se inclinó sobre ella para ver de cerca el trazo perfecto de las líneas, mientras ella extendía una mano hacia el profesor, de quién él se había olvidado por completo. Continuó ignorando a Alfonso, absorto en el dibujo sobre la espalda de Luz.
—Hermoso, pero inútil —concluyó, como si ella pudiera oírlo.
Era evidente que aquellos trazos no tenían ningún poder sobre él. No eran como los jodidos dibujos de Gabriel, sino no estaría tan cerca de ella. No podría. Lo embargó una nueva oleada de alguna emoción que no identificó, y se descubrió acariciando el cuello de la mujer, trazando suavemente con sus etéreos dedos las finas líneas negras y sintiendo una extraña corriente en su interior. El cuerpo de Luz se estremeció por el contacto, que de ninguna manera había podido sentir, aunque, asombrado, él saltó instintivamente hacia atrás, golpeando con violencia una columna y haciendo caer la abrazadera que la rodeaba.
Luz y Alfonso se giraron, sobresaltados por el golpe del pesado cilindro metálico y la vieja tea en el suelo, y los ojos negros de Luz volvieron a atraparlo en su interior, igual que había ocurrido en el restaurante.
—No ha podido sentirme.
Ángel habló pausadamente para sí mismo, mientras se incorporaba con igual lentitud, y se acercaba de nuevo a Luz, que continuaba mirándolo.
—No puedes sentirme —dijo, ya directamente a la mujer, separando cada palabra, con la mirada fija en sus ojos, y deseando de nuevo poder sentir algún tipo de emoción, sin saber cuál.
Deseaba con todas sus fuerzas sentir algo, que su ser condenado se estremeciera con sus propios sentimientos. Pero parecía incapaz de identificar la emoción que extrañaba, y se sorprendió al notar el anhelo que fluía de aquella mujer que mantenía la mirada en él, sin poder verlo. Caminó hacia Luz, casi inconscientemente, sin apartar los ojos de los suyos, dejándose atrapar por su oscuridad. Se paró frente a ella, demasiado cerca, a pesar de que algo en él le indicara que seguía habiendo demasiada distancia entre ambos. Vio su reflejo en sus pupilas, el intenso verde de sus ojos atrapado en la oscuridad de los ojos de Luz, y sintió cómo ella se estremecía de nuevo. Oyó, sin prestar atención, que el profesor, de pie aún junto a ellos, la llamaba, pero ella no se movió, como si no lo hubiera escuchado. Y él sonrió por ello, a la vez que acortaba aún más la distancia entre ambos, hasta llegar a absorber su aliento y probar el sabor de la mujer que continuaba sosteniéndole la mirada, desafiante. Ya no había nada que evitar. Estaba inmerso en la oscuridad de sus ojos, por segunda vez en un mismo día, se reprochó. Pero, ahora, podía volver a intentar tocar su alma, tan diferente a las demás.
Sin dudar, dejó que todas las emociones de Luz lo embargaran. Al principio fueron débiles fogonazos de incredulidad e incertidumbre. Curiosidad después. Y, enseguida, como si fuera demasiado reciente, otra vez aquel intenso dolor, la rabia y la ira. Si no hubiera estado tan concentrado, podría haber dejado que las emociones se fueran igual que habían llegado a él, pero no lo hizo. Se encontró aferrándose a ellas, como si fueran propias, y las sostuvo casi con desesperación. Pero Alfonso cogió a Luz por un brazo, rompiendo la conexión que los había unido durante un momento, y Ángel pensó que podría dirigir hacia el insolente profesor que lo había interrumpido todo el odio que había en su interior. «El odio de Luz, no el mío», se recordó, desconcertado por sus propios pensamientos.
Luz notó su cuerpo empapado en sudor y un escalofrío que la recorría de arriba a abajo. Aún sostenía la bolsita de plástico que Alfonso le había dado, y en la que había metido un pedazo de piedra desprendido del muro, parcialmente decorado con los extraños dibujos que decoraban la sala. Sintió que iba a desmayarse cuando se apoyó en Alfonso, que le tendía un brazo, asustado. No sabía qué acababa de pasarle, sólo recordaba una corriente eléctrica recorriéndola, seguida del estruendo del metal contra el suelo. Después, el tiempo parecía haberse detenido, y su mente había viajado hasta un lugar remoto y oscuro, a la vez que había sentido un intenso dolor. Aunque no era su dolor, de eso estaba segura. Era mayor, insoportable, y ajeno a ella. Acto seguido, llegó el deseo. Irrefrenable. Pero no sabía de qué. Su estómago se contrajo y se obligó a dejar de pensar, convenciéndose de que sólo se había mareado. Nada más. Se obligó a creer su propia afirmación, mientras se repetía que el calor y el ambiente sobrecargado de la cripta le habían jugado una mala pasada.
—Sí, sí. No es nada —respondió distraída a Alfonso, que le preguntaba insistentemente si se encontraba bien.
—Estás pálida, Luz. Más de lo habitual —dijo él, serio y preocupado, y ella quiso sonreírle, sin demasiado éxito.
—Sólo me he mareado. Estoy bien.
Sus respuestas eran automáticas y poco convincentes. Lo sabía, pero no se molestó en fingir, no hubiera servido de nada. Alfonso hablaba por los dos, comentando algo sobre el calor, los desmayos y las bajadas de tensión, mientras la ayudaba a salir de la cripta. Ella no lo escuchaba, simplemente se dejaba guiar hacia el exterior y trataba de explicarse lo que había ocurrido. Salieron de la Casa de las Muertes e, inconscientemente, le lanzó una mirada a una de las calaveras de la fachada. En esta ocasión no sonrió.
—Te llevaré al hotel —dijo Alfonso, claramente poco dispuesto a negociar, pero ella tampoco lo estaba.
—No —protestó con convicción, y su negación fue más rotunda de lo que pretendía—. Quiero ver los objetos.
—Ni hablar, necesitas descansar.
—Llevo trece meses descansando —dijo, sin ninguna piedad hacia sí misma, mientras clavaba los ojos en los de Alfonso, que, por un instante, pareció no saber cómo reaccionar.
—No, Luz —respondió él finalmente, mientras la obligaba a caminar—. Llevas trece meses de luto.
Ella no contestó. Se limitó a mirarlo fijamente, en silencio. Sabía perfectamente que Alfonso era de las pocas personas que no tendría ningún tipo de inconveniente en criticar su estúpido comportamiento, ni en recordarle por qué se encontraba perdida y vacía, o cuál era la causa de su dolor. Pero también sabía que sería incapaz de negarse a concederle casi cualquier cosa que ella le pidiera, por descabellada que pudiera parecer. Dejó que la guiara del brazo por las calles de Salamanca mientras se recuperaba, y lo obsequió con una enorme sonrisa cuando se detuvieron frente a la universidad.
—Es hermosa —susurró, observando el edificio.
—Deberías estar descansando y lo sabes. —La voz de Alfonso no reflejó el reproche que había en sus palabras y ella le sonrió, insolente.
—Aunque yo estuviera cansada como crees, sigue siendo hermosa.
—Lo es —concedió él—. Y no creo que estés cansada. Lo estás.
—Vamos.
Luz comenzó a caminar, tirando del brazo de su amigo.
—No tienes remedio.
Alfonso suspiró, resignado, cediendo a su petición, y la guió por el interior del edificio.
Los pasillos de la universidad estaban vacíos y trató de imaginarse, sin conseguirlo, el movimiento en ellos durante los meses lectivos. Aquel lugar parecía haber sido hecho para estar en calma, aunque ella sabía que la mayor parte del año sucedía todo lo contrario. El Departamento de Historia que dirigía Alfonso también estaba vacío y no pudo evitar agradecerlo en silencio. Quería poder analizar con tranquilidad los objetos que Alfonso le había descrito, sin perder tiempo con absurdas presentaciones o comentarios de bienvenida.
Sobre una gran mesa reconoció una colección de artículos antiguos y no esperó a que Alfonso se lo indicara para acercarse a contemplarlos. Sus descripciones eran detalladas y exactas, pero parecían pobres al compararlas con los objetos a los que hacían referencia. Luz quiso examinarlos uno a uno, deteniéndose en cada pequeño detalle, pero un cofre rectangular de madera y bellamente tallado llamó su atención, destrozando su propósito. La madera, aunque oscurecida por los años, estaba en perfecto estado y la decoraban intrincadas formas que se entrecruzaban formando dibujos de enorme belleza, que le resultaron vagamente familiares. Un cierre metálico, con un diseño igualmente soberbio y complicado, le daba a aquella pieza un aire de misterio. Sonrió, sin apartar la vista del cofre, mientras tomaba los guantes de algodón que Alfonso sostenía frente a ella. Se imaginó su expresión de paciente resignación, y le dedicó una fugaz sonrisa mientras enfundaba las manos, antes de devolver toda su atención a la caja que quería examinar detalladamente. Repasó con los dedos los diseños tallados en la madera y se maravilló con la suavidad del cincelado, que evidenciaba que aquel pequeño arcón había sido realizado con suma delicadeza. Se detuvo en el refinado cierre metálico, y se sorprendió al reconocer en él los mismos trazos que decoraban las paredes de la cripta. Miró con rostro inquisitivo a Alfonso, que la observaba en silencio, y abrió el baúl, encontrándolo vacío. Acarició la tela de su interior y se convenció de que, sin duda, lo que fuera que se hubiera guardado allí era valioso. O, al menos, lo había sido para su propietario.
—Aquí está lo que buscas —dijo Alfonso, llamando su atención y señalando una mesa frente a él.
Sobre el escritorio había un legajo antiguo, pero bien conservado. Luz reconoció al instante la cenefa que rodeaba la primera de las páginas. Se trataba del mismo diseño que había sido tallado en la piedra de la cripta y en el cierre del cofre que había contenido, durante al menos tres siglos, aquel manuscrito. Ya no tenía ningún tipo de duda de que esos símbolos iban más allá de la pura función estética, y su mente empezó a jugar con posibilidades que iban desde la mera superstición hasta la decoración ritual. Observó la página superior en la que, con antigua y delicada caligrafía, se advertía al lector sobre el contenido del manuscrito.
«Cuídese de los secretos del Inferno aquel que su alma inmortal a bien estime».
Luz acarició las palabras, dibujándolas con un dedo protegido por los guantes, disfrutando del instante antes de enfrentarse al reto que le proponía aquel viejo legajo. De pronto, se sintió terriblemente cansada, exhausta. Tomó aire, lentamente, tratando de recuperar fuerzas, pero no sintió ningún alivio. Tal vez Alfonso estaba en lo cierto y necesitaba descansar, aunque su curiosidad era demasiado grande en ese momento para que pudiera detenerse y renunciar a observar en aquel mismo instante el relato que tenía delante. Intentó recomponerse para que su amigo no notara su malestar y la arrastrara hasta la habitación de su hotel antes de haber examinado el manuscrito.
Pasó la primera página, que le pareció absurdamente pesada, y observó lo que bien podría haber sido la portada del documento. La caligrafía era igualmente delicada, pero, sin lugar a dudas, distinta a la anterior. Aquellos trazos no pertenecían a la misma mano, eran más agudos y estirados, más violentos, aunque igualmente elegantes y elaborados. Sobre el papel había sólo dos palabras, una expresión que conocía perfectamente y que, de inmediato, hizo que una sonrisa apareciera en su rostro.
—Non serviam —leyó en voz alta.
El espíritu de Ángel se estremeció al escuchar sus propias palabras en boca de Luz, pero enseguida quiso detener aquel molesto pensamiento, incluso antes de que se formara por completo en su mente. «No son mis palabras. Sólo es el ridículo resumen que hizo el vencedor de una conversación mucho más larga. La historia nunca la cuentan los vencidos», pensó, resignado. Aunque, con el tiempo, aquella frase hecha le había resultado mucho más útil de lo que jamás hubiera podido imaginar. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, algo se había movido en su interior, y se maldijo por ello, mientras mantenía su vista fija en Luz, deseando poder ser él mismo quién sostuviera en sus manos el manuscrito.
Ella parecía ajena a todo, completamente recuperada, y fascinada con los viejos papeles que tenía entre manos. Él sabía que había notado su presencia en la cripta. Aunque no tuviera ni la más remota idea de cuál había sido la causa, y ella misma le hubiera negado al profesor que algo que no podía explicar le había ocurrido.
Ángel había seguido a la pareja hasta el exterior de la casa y después, de mala gana, por los callejones de la ciudad, esperando que ella comentara lo extraña que se había sentido. Pero no había dicho absolutamente nada. Ni una sola palabra. Había estado molesto ante la evidencia de que Luz parecía ser capaz de notarlo. Aunque su mal humor bien podría haberse debido a la forma en que el profesor la había mantenido agarrada durante todo el camino, cuando no había habido necesidad. Era evidente que ella estaba bien y podría haber caminado por sí misma sin que nadie la sostuviera. Ella era fuerte. No obstante, todo su enfado se había esfumado cuando había visto de nuevo aquella expresión experta en los ojos negros de Luz, repasando cada detalle del arca. Y se había sorprendido sonriendo cuando un nuevo brillo había iluminado fugazmente su mirada al descubrir los malditos trazos de Gabriel en el cofre. Después, ella se había centrado en su manuscrito con ojos inquisitivos, cuestionando cada detalle, observando cada trazo, cada palabra, sin dejar entrever ningún gesto que delatara nada de lo ocurrido.
Se situó justo detrás de ella, esforzándose en recordar que no debía tocarla. Nunca había tenido que pensar en no tocar a un humano, aunque, hasta entonces, tampoco nunca lo había deseado. Leyó junto a ella sus palabras. Era evidente que cinco siglos atrás su estilo era demasiado afectado y algo exagerado, pensó, y se rió de sí mismo, esperando, absurdamente, que Luz también se riera. No lo hizo. Apartó su atención de las palabras, que sabía de memoria, y se fijó en la expresión de su rostro, que reflejaba una nueva emoción. Una que hasta entonces no había percibido, y quiso sentir culpa al sorprenderse por no reconocerla. Pero él no sentía nada en ese momento, igual que en los últimos trescientos años, y se preguntó qué clase de sentimiento era el que había crecido en el interior de Luz y si debería arriesgarse a descubrirlo. Advirtió, justo a tiempo, que había bajado la guardia, y vio su mano junto al rostro de Luz, dispuesta a apartar de su cara un mechón de pelo que había escapado de su improvisado recogido. «Mierda». No tenía ni idea de qué estaba haciendo ni por qué y, rápidamente, se apartó de ella, lo justo para evitar otro error, aunque quedándose lo suficientemente cerca para poder sentir el calor que desprendía su cuerpo. Y se dejó llevar hasta que se descubrió inmerso, de nuevo, en el alma de Luz, y se perdió en las emociones que ella sentía al leer su relato. Esta vez no había necesitado concentrarse para llegar a ella, ni siquiera había necesitado pensar en hacerlo. Simplemente lo había hecho, y si en aquel momento hubiera podido volver a sentir, no habría conocido ninguna expresión para describir la emoción que lo habría llenado.
Luz examinó con atención el manuscrito, fijándose en los pequeños detalles, en la coloración del papel y su textura, en la tinta, en los leves errores en la escritura, o en los desperfectos causados por el paso del tiempo. Después, se concentró en su lectura, y se sorprendió sintiendo un torbellino de emociones. El relato era hermoso. Una historia triste, pero igualmente bella. Había sido escrita con maestría y, sin duda, por alguien con un enorme talento literario, una mayor inventiva y, sobre todo, sin miedo a una condena. Quién en su sano juicio escribiría en la España del siglo XV o del XVI una historia en nombre del Diablo. Lo sorprendente no era que aquel manuscrito hubiera permanecido oculto durante todo ese tiempo, sino que no lo hubieran quemado, junto a su autor, en la plaza pública.
El relato, tal y como le había indicado Alfonso, estaba escrito en primera persona, haciendo uso del plural mayestático, y contaba la historia de Lucifer, desde su Creación como ángel hasta su rebelión y condena eterna. En él no había alusión alguna a guerras celestiales ni batallas apocalípticas, nada de lo que hubiera parecido habitual en la literatura religiosa de la época. Aunque aquel texto no podía ser clasificado exactamente como literatura religiosa, su intención no era adoctrinar, infundir temor o amenazar, como era corriente. Más bien, aquel manuscrito era una mera descripción de hechos desde un punto de vista poco usual. Lucifer describía el cielo, el Paraíso, decía el texto, la Creación de los distintos coros de ángeles, primero, y del universo material, después. Hablaba de su propia existencia en el Paraíso, de sus pensamientos e inquietudes, de su relación con el resto de ángeles, a los que se refería como a hermanos, y con su Padre, al que en ningún lugar llamaba Dios.
Luz leía, absorta en la belleza del relato, pero también en la propia historia, contada con extremo detalle. Se había olvidado por completo de la presencia de Alfonso, de dónde estaba, e incluso de sus propias preocupaciones. Toda ella era absoluta concentración y sus sentidos estaban plenamente dedicados al texto que estaba examinando.
Aquel Lucifer literario contaba con minuciosidad las siguientes etapas de la Creación, tan distintas de las versiones bíblicas, hasta llegar a la creación del hombre. Y entonces la historia se precipitaba. Se asombró con las increíbles descripciones del autor, que bien podría haber pasado por ser el mismísimo Diablo. Sin duda el relato era una obra maestra. Primero describía cómo había codiciado que su Padre compartiera con él su poder, después cómo la envidia hacia la nueva criatura había crecido en el interior del primero de todos los ángeles, y cómo, posteriormente, esa envidia había dado paso a la curiosidad, seguida del amor y finalmente de la decepción. Aquel texto parecía querer hacer frente a todo lo que Luz creía saber sobre la mitología religiosa. El Lucifer de aquella narración bien podría haber sido una nueva reinvención del Prometeo griego, aunque no era extraño encontrar relaciones y similitudes entre ambos mitos, nunca se daban de una manera tan exacta, tan íntima. En el manuscrito, Lucifer explicaba cómo se enfrentó a su Padre por no compartir su poder, en primer lugar, y por negar a los hombres lo que creía que les pertenecía, después. Los impulsos y actos del protagonista de la narración poco o nada tenían que ver con la envidia que se le atribuía habitualmente a Lucifer, sino con un acto de rebeldía en defensa de aquello en lo que creía. La historia explicaba cómo el ángel más bello, finalmente, había cometido el que Luz pensó que debía de ser el peor de los pecados, retirar su amor a su Padre para dárselo a los hombres, desobedecerlo descaradamente, casi burlándose de Él, y, después de todo, regresar para pedir, o más bien para exigir, que se aceptaran sus condiciones. Aunque más que la originalidad del propio relato le llamó la atención el dolor con el que había sido narrado. Cada una de las decisiones de aquel Lucifer, tan diferente del que ella conocía, habían sido tomadas con angustia y pesar, con convicción sobre sus motivaciones y con conocimiento de las consecuencias, pero siempre con la esperanza de que su Padre finalmente comprendiera sus motivos, enumerados una y otra vez.
En el manuscrito se describían tres conflictos con el Creador, el primero, para que compartiera su poder, el segundo, para que concediera a los ángeles libre albedrío, y el tercero y último para que dotara al hombre de conocimiento. Éste era el más detallado y bellamente descrito. El narrador se refería al ser humano como al ser más hermoso de la Creación, y a la vez el más indefenso. Comparaba la vida del hombre con una condena en la eterna oscuridad, describiéndose a sí mismo como el único capaz de iluminar su existencia. Las razones del Padre, en cambio, eran descritas con menos amplitud. No quería compartir su poder, consideraba a los ángeles incapaces de lidiar con la libre elección y al hombre incapaz de manejar la responsabilidad implícita en el conocimiento. Con más detalle se explicaba la prohibición expresa a Lucifer de dotar al ser humano de conocimiento y mostrarle el camino de la sabiduría, y el terrible pesar del ángel por verse obligado a acatar tal orden. Finalmente, la desobediencia de esa única orden era el detonante de la eterna condena que se le impondría. Según el texto, Lucifer no se había enfrentado a Dios por el poder, ni tampoco por querer disponer libremente su voluntad, en cambio, el libre albedrío lo había obtenido, y otorgado a su vez al resto de ángeles, al ser capaz, contra todo lo que parecía posible, de incumplir el mandato de su Padre y regalar al hombre el que él consideraba el más valioso de todos los dones. Esa había sido la ofensa de aquel Lucifer literario, demostrar tener el suficiente poder para romper todas sus ataduras y desafiar al Creador.
A pesar de todo, en aquel texto, no había enfrentamiento. En cambio, el ángel rebelde regresaba junto a su Padre, siendo ya dueño de su propia voluntad y conocedor del poder que poseía, con la esperanza de que sus actos hubieran hecho cambiar el punto de vista del Creador, al demostrar que el libre albedrío no había corrompido a los ángeles ni el conocimiento al hombre. Aun así, el ángel más bello de todos había encontrado a su Padre triste y decepcionado, convencido de que los que él consideraba dones, eran en realidad una condena para el hombre y un tormento para los ángeles. Lucifer no había entendido sus razones y se había rebelado en su contra, lleno de ira y de rabia, provocando a su vez la ira del Creador, que le exigió que se arrodillara ante él, como muestra de su arrepentimiento y disposición para servirle con fidelidad. Y, entonces, según el manuscrito, el ángel había pronunciado las palabras que lo condenarían eternamente: No serviré, decía el texto, en un antiguo castellano.
—Non serviam —repitió Luz en voz alta.
En realidad, aquella expresión atribuida a la caída de Lucifer tenía un origen confuso, si bien algunos textos religiosos sí recogían esa fórmula, no se atribuía directamente al ángel caído. Por el contrario, sí que aparecía reiteradamente en textos diversos, de carácter místico o mágico, que narraban la caída de Lucifer o la guerra entre ángeles. Ella misma había defendido durante toda su carrera que, probablemente, aquella expresión latina tenía su origen en la oposición de algunos pueblos al dominio romano y que con posterioridad había sido recogida por los primeros cristianos, variando su significado político por uno religioso, al igual que había ocurrido con tantas otras cuestiones Eso había sido habitual con las expresiones referidas al Diablo, una figura que en la Biblia podía referirse al mismísimo Nerón o a cualquier otro enemigo de turno. En realidad, ella jamás había imaginado un contexto en la literatura religiosa en el que aquella expresión pudiera haber encajado, pero, sorprendentemente, en aquel texto que tenía ahora entre las manos, lo hacía. No imaginaba otra situación en la que el ángel del conocimiento, el más bello de los ángeles, el primero entre los suyos, hubiera podido escupir aquel par de palabras a pesar de la condena que implicaban. Súbitamente, se sorprendió a sí misma pensando que, de haber ocurrido tal y como narraba el manuscrito, el ángel caído no hubiera hablado en castellano, ni tampoco en latín o en ningún otro idioma conocido, moderno o antiguo, y de pronto, aquella expresión pareció perder todo su poder y romanticismo. Se rió de sí misma por la ridícula idea y se concentró de nuevo en el texto que tenía delante.
La historia continuaba narrando la caída de Lucifer, desposeído de su nombre, de sus alas, que eran el principal atributo de su belleza, y de lo más importante, la Gracia y el amor de Dios. La descripción de la escena era terrible y expresaba con gran belleza el dolor que sentía aquel ser de luz condenado a vagar por siempre entre tinieblas. Aunque en las siguientes páginas el tono de la narración cambiaba radicalmente y todo el dolor descrito parecía haber sido sustituido por el mayor de los odios. Sin normas que acatar ni propósito alguno para su existencia, el narrador, que ahora se refería a sí mismo como el Príncipe de Este Mundo, describía su vida en la tierra donde observaba como el hombre, al que un día había amado hasta el punto de condenarse por él, desperdiciaba el don que le había otorgado. Al mismo tiempo se veía forzado a gobernar sobre aquellos que habían caído junto a él o a los que, por sus actos, les era igualmente privada la Gracia de Dios. El protagonista de la narración explicaba cómo había superado el dolor y el tormento de su condena durante los primeros mil años, y cómo aquel amor que había sentido por el hombre se había transformado, primero en rencor y luego en rabia, al ver que el ser humano desperdiciaba el don del conocimiento. Finalmente, describía al hombre como un ser vacío y ciego al que, a pesar de todo, quería entregar un último regalo, escrito de su puño y letra.
A partir de ese punto, las más de cincuenta páginas restantes bien podrían haber pasado por ser independientes de aquel texto de no ser por la continuidad que les otorgaba la caligrafía. En ellas se describía el orden del universo y se enumeraban, según la expresión del propio texto, las claves de la Creación y de la existencia. Era un texto críptico, casi indescifrable, plagado de símbolos, fórmulas, dibujos, sellos supuestamente mágicos y extrañas expresiones. El narrador describía el tiempo, del que diferenciaba el natural del aevum, o el tiempo antiguo, previo a la creación del espacio, también descrito en los tratados de teología como el resultante de la sucesión de actos del pensamiento. Por su parte, el espacio era dividido entre natural, etéreo y sustancial. En ese último se englobaba la forma, de la que el texto aseguraba que podía llegar a ser manipulada por los hombres, con el conocimiento adecuado y que, aparentemente, se encontraba expresado entre los signos y símbolos ininteligibles que acompañaban al texto, al igual que muchos otros supuestos conocimientos revelados.
Posteriormente, el narrador se refería a lo que denominaba la vida de las almas, y explicaba que empezaba con la Creación en el cielo y seguía con la vida natural en el mundo, que no era más que un estadio intermedio, en el que se decidía su destino. Así, según sus actos en la tierra, las almas podían ascender al Cielo y participar de la Gracia de Dios en la medida que les correspondiera. Aunque también podían ser condenadas a permanecer en la tierra o bien hasta haber sido purgadas o bien por toda la eternidad, convirtiéndose en este último caso en demonios, según la gravedad de sus pecados. El manuscrito continuaba describiendo el Infierno, no como un lugar sino, coincidiendo con los teólogos modernos, como un estado, el del sufrimiento perpetuo en el que se encontraban todos los condenados y, en especial, el del primero de ellos, que los gobernaba como parte de su propia condena. De esta manera, bajo su gobierno, Lucifer diferenciaba entre ángeles privados de la Gracia de Dios, a los que denominaba diablos, y que dividía entre caídos y grigoris, almas condenadas, a las que llamaba demonios, y almas en redención.
Luz siguió leyendo la clasificación, digna de cualquier grimorio medieval, en la que se enumeraba a algunos de los principales ángeles caídos y sus posiciones en el Infierno, aunque no dejaba de pensar en la diferenciación anterior entre los tipos de ángeles. Era evidente que la mención de los grigoris aludía directamente al apócrifo Libro de Enoch y la caída de los ángeles o vigilantes que se habían unido con humanos, incluso llegando a engendrar monstruosos hijos en forma de gigantes. No era una historia en absoluto nueva o desconocida, pero no recordaba ningún texto en el que se diferenciara tan claramente entre los distintos tipos de ángeles caídos en desgracia. De cualquier modo, y a pesar de todas las diferencias, las descripciones de todos esos seres eran igualmente detalladas y estaban acompañadas de símbolos y signos que las complementaban.
El texto terminaba, tras varias páginas llenas de símbolos y fórmulas prácticamente indescifrables, con una advertencia del Diablo a quién lo leyera para que utilizara el conocimiento que le había sido dado con sabiduría, pues, decía, de lo contrario el lector se condenaría a una eternidad de sufrimiento en la más terrible oscuridad. Finalmente, en la última página, un hermoso sello a modo de firma atribuía la historia a su protagonista. No le costó reconocer aquel símbolo como una de las supuestas firmas del Ángel Caído, según algunos grimorios que coincidían, aproximadamente, con la misma época en la que debía de haber sido redactado el manuscrito que tenía entre sus manos. Aún así, tanto el tono de la narración, como los numerosos detalles de la supuesta historia del Diablo, alejaban aquel legajo de cualquier tratado mágico medieval, no sólo de aquella época, sino también de las posteriores.
Luz se sorprendió de haberse abstraído tanto durante la lectura del relato, imaginando las situaciones que narraba y descubriéndose a sí misma sintiendo la misma rabia y dolor que expresaba el protagonista de la historia. Jamás se había dejado llevar por una narración de ese modo, hasta el punto de perder la conciencia de sí misma. Se sentía extraña y una corriente eléctrica recorría todo su cuerpo. Tomó una gran bocanada de aire para tratar de aliviar la incomodidad que sentía, antes de colocar en su lugar las páginas que acaba de leer, moviéndolas una a una y con sumo cuidado. Acarició de nuevo la primera página, con una caligrafía tan distinta al resto del manuscrito, y, al hacerlo, una nueva sensación descendió por su cuerpo. Se sintió repentinamente vacía y confundida, trasladada a un lugar distinto y desconocido. Quiso apartar la mano bruscamente, pero, en su lugar, se dejó invadir por el extraño calor que crecía en su interior.
Ángel no fue consciente de sí mismo hasta que se descubrió recostado en una cama. Estaba en la habitación de Luz y se maldijo por haberse dejado llevar por el alma de la mujer, que dormía ahora intranquila a su lado. Enseguida comprobó que era tan intangible y etéreo como creía, y pensó que en ese momento el alivio y la rabia lo hubieran podido llenar en igual medida. No tenía ni idea de qué diablos estaba haciendo tumbado en esa habitación, ni de qué había estado haciendo hasta aquel momento. Su pensamiento se distrajo observando el rostro de Luz, con los labios entreabiertos, respirando rápidamente, nerviosa. Se obligó a retirar de ella su atención y trató de recordar lo sucedido. No fue fácil, sus propios recuerdos se mezclaban con los de ella, y se asombró ante la intensidad de la conexión entre ambos.
Recordó cómo la había observado en la universidad mientras ella leía el manuscrito, cómo las imágenes que se habían formado en la mente de Luz al leer sus palabras lo habían transportado a su propio pasado mientras las emociones de ella lo habían llenado, con la misma intensidad que si hubieran sido propias. Había estaba absorto en ella, en su alma, pero había creído que mantenía el control de su propio ser mientras ella se fundía en su interior. Era evidente que no había sido así. Resopló y recordó la corriente eléctrica que había estremecido su espíritu, o tal vez el alma de Luz. No lo sabía, ni había manera de averiguarlo. Ella había acariciado los trazos del sello sagrado dibujados en la primera página del manuscrito y todo se había precipitado, confundiéndolo, mezclándolo con ella, arrojándolo al vacío. Aunque él no recordaba haber tocado el maldito papel. Estaba seguro de no haberlo hecho. Lo último que había querido era perder de nuevo el control de sí mismo, aunque estaba claro que lo había perdido. Tal vez la había estado tocando a ella cuando había acariciado la marca de Gabriel. Pero era imposible. Estaba convencido de no haberla tocado. Recordaba perfectamente el empeño que había puesto en no hacerlo, y, por todos los demonios, que también recordaba el deseo de hacerlo. Se había permitido sentir el alma de Luz, eso era todo, aunque, sin duda, no tendría que haber sido suficiente para que él perdiera el control. Pero había pasado.
Los siguientes recuerdos no eran suyos. O tal vez sí. Era incapaz de saberlo. Luz había regresado al hotel, con Alfonso, que la invitó a cenar. Ella lo había rechazado, recordó, sonriendo arrogante. Había subido a su habitación y se había dejado caer en la cama. Evidentemente, él había hecho lo mismo. Y después no había nada más, ningún recuerdo, ninguna imagen, sólo vacío. Era incapaz de recordar el tiempo que había pasado desde aquel momento, aunque tampoco importaba. De todos modos, se dijo, debía permanecer junto a ella. Luz era la clave para llegar a su manuscrito. Ella podría romper el maldito sello, o encontrar alguna otra forma de que él pudiera obtener al fin lo que quería. Estaba seguro de ello, y no iba a permitirse dejar pasar ninguna otra oportunidad. No podía permitirse más errores. No consentiría una nueva pérdida de control.