CAPÍTULO XV

El juez Templeton me miró por encima del caballete de las gafas.

—Lo que usted pide es quizá un poco irregular, pero puede hacerse, colega.

—Ya no lo soy —sonreí débilmente.

—Lo sigue siendo —contestó Templeton con voz firme—. Una cosa es la enemistad política y otra el respeto a las personas. Y usted me infunde a mí un respeto fantástico, Campshell. Seguí el proceso minuto a minuto y no vi en él el menor detalle técnico que pudiera provocar su invalidación. Estuvo usted magistral. Francamente, nunca creí que llegara a condenar a la señorita Rhantyne.

—Antes que ninguna otra consideración, estaba el cumplimiento de mi deber, juez Templeton —dije—. Después…

—Después ha dedicado todos sus esfuerzos a tratar de salvarla. ¿Está seguro de que lo conseguirá?

—Cuento con la colaboración del profesor Sterling, juez —manifesté—. Ahora sólo me falta la suya.

—La tendrá incondicionalmente. Ahora mismo expediré el mandamiento, Campshell. Lo haré yo mismo en persona; de este modo, evitaremos la divulgación de esta gestión. Porque, supongo, le interesará a usted guardar un secreto absoluto de lo que piensa hacer, ¿no es cierto?

—Figúrese —respondí sencillamente.

Después de aquello, hice unas cuantas cosas. La respuesta a mi labor se demoró ocho días largos, ocho inacabables días, durante los cuales padecí las mil y una agonías, no obstante hallarme entretenido con algunas pesquisas complementarias que no dejaron también de dar su fruto. Finalmente, recibí una carta que me colmó de alegría, puesto que era el reconocimiento pleno de mis sospechas.

A continuación, me puse a trabajar. Escribí unas cuantas misivas y las eché al Correo. Hube de esperar veinticuatro horas más, al cabo de las cuales, tomando mi coche, me dirigí al Indiana.

Presencié el espectáculo desde un lugar discreto, cuando estaba a punto de concluirse, me deslicé hacia el camerino de Suzy.

La pelirroja se espantó de verme.

—¡Hal! —exclamó—. ¡Por todos los dioses! ¿Dónde te has metido?

—Trabajando —dije lacónicamente—. ¿Puedes llevarme al despacho de Grant?

Ella se mordió los labios.

—¿Crees que le gustará? —murmuró, temerosa.

—No queda otro remedio que intentarlo, querida.

—Está bien —aprobó—. Vamos para allá.

Bucher nos acogió con reluctancia. Finalmente, después de consultarlo con su jefe, nos dejó pasar.

Los ojos del dueño del local centellearon de cólera al verme en su despacho.

—¿Qué diablos viene a hacer, miserable bastardo? Lárguese de aquí si no quiere que…

—Cierre el pico —rezongué ásperamente—. He convocado una reunión para esta noche y va a tener lugar aquí, en su despacho, precisamente.

—¡Tipo fresco! —masculló Grant—. Tell, sacúdele.

Me volví hacia el suizo. Vi que éste tenía ya prevenida una de sus mortíferas flechas. Agaché el cuerpo justo en el momento en que la vira de acero partía zumbando.

Un apagado gemido sonó a mis espaldas. Ya tenía oí revólver en la mano. A cuatro metros de distancia no podría fallar.

El primer disparo dio en el pecho de Bucher, empujándole hacia atrás con las manos en alto. El segundo le arrancó la mandíbula, dejando en su lugar un horrendo hueco por el que brotó al instante un río de sangre. El tercero lo apuntilló, alcanzándole encima del ojo izquierdo. Cayó fulminado al suelo.

Percibí un movimiento a mi derecha. Giré el cuerpo. Volví a disparar y Grant lanzó un aullido, al mismo tiempo que, soltando la pistola ya empuñada, se llevaba la mano al hombro atravesado por mi proyectil.

Fui hacia él colérico y le arranqué la pistola, estrellando luego el caño de mi revólver contra su mandíbula, Lanzó un gruñido y se desplomó hacia atrás en su sillón, totalmente sin sentido.

Entonces oí la voz de Suzy. Más que voz, era un gemido.

—¡Hal!

Me volví. Los cabellos se me erizaron.

La pelirroja estaba sentada en el suelo de una manera extraña, con la espalda apoyada en la pared. Tenía la mano derecha sobre el pecho y un hilillo de sangre le corría entre los dedos.

Corrí hacia ella, arrodillándome a su lado. No comprendía lo que le ocurría.

—¡Suzy! —grité—. ¿Qué te ha sucedido?

La mano derecha le pendió fláccida a lo largo de su costado. Entonces sentí que un escalofrío de horror me recorría la espalda.

La flecha disparada por Bucher había alcanzado su blanco, hundiéndose profundamente en el cuerpo de la pelirroja, justamente entre los senos. Sus ojos me miraron con pena infinita durante un segundo y luego, de manera brusca, perdieron su brillo. La cabeza se dobló a un lado.

La deposité en el suelo, sintiendo que la ira me heriría en el pecho. De buena gana me hubiera liado a patacas con Grant, pero esto ya no podía volver a Suzy a la vida.

Me puse en pie, mordiéndome el labio inferior. Durante unos momentos, permanecí irresoluto.

Mecánicamente, cambié los cartuchos y recargué el arma. Esperé.

Grant se despertó poco después, quejándose agudamente. Me fui hacia él y le aticé dos sopapos que le pusieron el rostro como un tomate.

—¡Mire lo que hizo con su estúpida orden, hijo de perra! ¡Suzy ha muerto! ¡Por su culpa, miserable canalla!

Por un instante, el menudo dueño del Indiana se olvidó de su dolor. Poniéndose en pie, caminó como un beodo hasta donde se encontraba la muchacha. Se arrodilló a su lado y empezó, a sollozar como un chiquillo, sin ocuparse en absoluto de la herida de su hombro, A su modo, amaba a Suzy y le dolía enormemente su muerte.

Le agarré por el cuello.

—Póngase en pie —dije.

Obedeció, mirándome con ojos turbios. Arranqué el pañuelo del bolsillo y se lo metí bajo la chaqueta.

—Su herida no es grave —dije—. Puede esperar todavía un poco. Vuelva a su sillón y no intente nada.

Metí el revólver en la funda y arrastré el cadáver de Bucher a un lado, dejando el paso expedito. Luego coloqué suavemente el cadáver de Suzy sobre un diván que había en uno de los lados de la habitación, juntándole las manos sobre el regazo. Parecía dormir, tan tranquilo era su aspecto. A no ser por los diez centímetros de acero que asomaban por el centro de su pecho, nadie podría haber dicho que estaba muerta.

El tiempo pasó lentamente. Fumé un par de cigarrillos. Grant se quejó en una o dos ocasiones.

—¡Muérase! —Le escupí, harto de sus gimoteos.

De pronto, sonó el zumbador de la puerta. Saqué el revólver y encañoné con él al maleante.

—Escuche lo que voy a decirle. Abrirá la puerta, pero no la boca, ¿estamos? Al menos, hasta que yo se lo ordene. Si desobedece, le volaré los sesos, tan cierto como que hay sol. ¡Abra!

Con la mano izquierda, torpemente, hizo funcionar el mecanismo de apertura automática. Unos segundos, más tarde, cinco individuos irrumpían en la habitación.

Dos de ellos eran conocidos míos: Issy y el pistolero italoamericano. Los dos eran menudos, sin duda porque a Grant, debido al complejo motivado por su escasa estatura, no le agradaban mucho los tipos altos… a no ser que fueran mujeres como Suzy.

Los otros tres también eran conocidos míos. Se volvieron al oír mi voz y sus pupilas se desorbitaron al ver el revólver que empuñaba firmemente con la mano derecha.

—Por favor —rogué suavemente—, tengan la bondad de poner las manos en alto.