CAPÍTULO XIII
La matrona entró en el locutorio acompañando a Lelia.
—No puedo dejarla sola, señor Campshell —dijo—, aunque me retiraré a un lado para que puedan hablar son toda tranquilidad.
—Gracias —contesté, sin apartar los ojos del rostro de mi prometida.
Nos miramos en silencio unos momentos. Lelia estaba muy pálida y su misma palidez la hacía aún más bella, al acentuar el contraste entre la blancura de su tez y la intensidad del negro de sus cabellos y sus pupilas.
—Sentémonos —dije con voz ronca. Ella accedió mecánicamente.
Saqué un cigarrillo y la ofrecí uno. Aspiró el humo con fuerza y al hacerlo, su delicado seno distendió la burda tela de la bata carcelaria que vestía.
Después de unos momentos de silencio, dije:
—Dimití el cargo, Lelia. ¿Lo sabías?
—Sí —contestó con voz opaca, monótona—. Suelo leer los periódicos y además tengo un receptor de radio en mi celda. ¿Por qué lo hiciste, Hal?
—Por ti. Espero probar tu inocencia.
Ella rió amargamente.
—¡Mi inocencia! Sabes muy bien que disparé contra Mac Ball y lo maté. No podrás hacer nada, Hal, te lo aseguro.
—Yo creo que sí —insistí—. Pero para ello necesita tu colaboración. Escucha, Lelia, quiero sacarte de aquí. Pero si no me ayudas, no podré conseguirlo, ¿me comprendes?
—Te comprendo, aunque no tengo la menor esperanza, Hal. Seamos francos el uno con el otro. ¿Qué probabilidades, hablando imparcialmente, podrías hallar tú en mi caso?
—¡Yo no podré hablar jamás imparcialmente, Lelia, puesto que se trata de ti y de tu propia vida! Escúchame, sé franca, sé leal. Responde sin vacilar a todas las preguntas que te formule. Es lo único que te pido, ¿me entiendes?
Aspiró el humo con fuerza.
—Te entiendo, Hal. Adelante, pregunta lo que quieras —expresó con voz átona.
—Vamos a tratar de rememorar todos los detalles del momento de la muerte de Mac Ball. Sé que esto será desagradable para ti, pero no nos queda más remedio, ¿comprendes? Dime, ¿fuiste tú quien compraste la pistola en la armería Merten?
—Si.
—¿Quién te atendió?
—Un joven. Tendría unos veintiocho o treinta años, delgado, de mediana complexión. No me fijé en más detalles.
—Es suficiente. ¿Le enseñaste la licencia de armas a nombre de Suzy Corliss?
—Sí.
—Connor, el dependiente de la armería, declaró en el juicio que eras tú quien había comprado el arma. ¿Por qué no dijiste que habías usado el nombre de tu amiga?
—No quería comprometerla.
—Está bien, eso es fácil de entender. Sigamos. A los dos días fuiste a visitar a Mac Ball. ¿Quién te abrió la puerta?
—El criado filipino que tenía.
—Y tú le dijiste que querías ver a Mac Ball.
—Sí.
—¿Esperaste mucho?
—Casi cinco minutos.
—Cuando él salió al vestíbulo, ¿iba en mangas de camisa?
Lelia hizo un esfuerzo.
—Sí.
—Recuerda. ¿Cómo llevaba la corbata?
Los ojos de Lelia se abrieron desmesuradamente.
—¿La corbata? —repitió.
—Sí. Éste es un detalle esencial, esencialísimo. Haz todos los esfuerzos posibles, tómate todo el tiempo que necesites, pero contesta a la pregunta.
La muchacha apoyó los codos sobre la mesa que nos separaba y se tapó los ojos con la mano. Estuvo así casi treinta segundos.
Al cabo levantó la cabeza y me miró.
—Cuando salió, parecía congestionado. Yo había estado sentada en el diván y me puse en pie al verle aparecer. Ya…, ya tenía la pistola en la mano, aunque el arma estaba todavía dentro del bolso. —Su voz se quebró repentinamente.
Hizo una pausa, en tanto trataba de normalizar su respiración. Luego, hallando fuerzas de nuevo, prosiguió:
—Se quedó de pie en el centro de la estancia, mirándome fijamente. Sí, ahora recuerdo, se soltó el cuello de la camisa y se aflojó la corbata como si tuviera mucho calor. Entonces… saqué la pistola.
»Mac Ball dio un paso atrás. Sus ojos estaban muy abiertos. Dijo algo que no pudo entender. Por un momento me pareció borracho. Y luego…
—Disparaste.
—Sí.
La afirmación resultó apenas audible. Lelia incliné la cabeza, muy sofocada.
Respeté unos momentos su silencio. Luego volví a ofrecerle un segundo cigarrillo, ya encendido, cuyo humo aspiró ella a pleno pulmón.
—Perdona que insista, querida —dije—. Puedo parecerte implacable, pero es necesario.
—Comprendo —dijo, esbozando una sonrisa—. Sigue adelante y no te preocupes de mí. ¿Qué más tienes que preguntarme?
—Al ruido de los disparos, ¿acudió el criado?
—Sí.
—¿Qué hiciste tú entonces?
—Volví a sentarme en el diván. La pistola se me había caído al suelo.
—¿Miraste el cuerpo de Mac Ball?
—Sí. No podía apartar la vista del cadáver.
—¿El cadáver? ¿Estás segura?
Levantó los ojos y me miró con sorpresa.
—Sí. ¿Por qué lo preguntas? El forense dictaminó que mis balas le produjeron la muerte. ¿No es esto suficiente?
—Galaván declaró que al salir él al vestíbulo, Mae Ball se movía todavía. Si se movía, aún no podía considerársele cadáver, a pesar de que, prácticamente estuviese ya muerto.
—Es cierto —murmuró—. Movía un poco una de las piernas, no recuerdo cuál. También una de sus manos se agarraba convulsivamente a la alfombra.
—Bien —dije—, este punto está ya sobradamente aclarado. En cierto modo, era lo más fácil. Ahora es cuando empiezan las dificultades para ti.
—No te comprendo, Hal.
—¿Por qué mataste a Mac Ball? Nunca lo quisiste decir, ni siquiera a mí. Eso fue entonces. Ahora necesito que me lo digas, Lelia.
Sus labios se apretaron hasta formar una línea casi tan blanca como el resto de la cara.
—No, Hal —dijo con voz sorda.
—Lelia, me has prometido ser franca.
—En este punto, no. Jamás, Hal.
—Insisto, Lelia. Recuerda que de tus palabras puede salir la verdad y de ella tu libertad.
—Jamás, jamás —repitió una y otra vez con voz tensa.
—¿Quieres que obligue a Suzy Corliss a que hable y me cuente muchas cosas tuyas que aún ignoro?
—Ella es buena amiga mía. No querrá.
Recordando las calurosas frases que me había dirigido la pelirroja, me dije que no me sería demasiada difícil conseguir mi empeño. Pero esto, claro, no iba a decírselo a Lelia.
—Suzy dijo que tú y ella os conocíais desde hace unos cinco o seis años. ¿Cómo empezó vuestra relación?
Se retorció las manos quejumbrosamente.
—Por el amor de Dios, Hal, ya te he dicho cuanto tenía que decirte. No me obligues…
—Te obligaré —corté con voz áspera—. Contesta a mi pregunta.
Bajó la cabeza y guardó silencio durante unos momentos. Luego, sin mirarme siquiera, murmuró:
—Si te digo la verdad, saldrás de aquí decidido a olvidarme para siempre. Nunca querrás mirarme a la cara, Hal, ¡nunca! —sollozó.
—Habla —dije con voz tensa.
—Por favor…
—Habla, Lelia.
Hizo acopio de valor. Luego, con voz atropellada, dijo:
—Fue… hará cosa de cinco años. Suzy y yo trabajábamos juntas como mecanógrafas en una gran empresa comercial de Los Ángeles. Un día, Suzy me dijo que podíamos ganarnos unos dólares extra de una manera muy sencilla y fácil.
»Sólo teníamos que asistir a una fiesta. Nos pagarían cien dólares y los gastos. Nuestro papel era sencillo: animar a los contertulios, charlar con ellos, reír…; en fin, proporcionar alegría y animación a la fiesta.
—Comprendo —dije, con los labios prietos.
—Fuimos. La fiesta se desarrolló normalmente. Recibí unas cuantas… proposiciones, que desoí entre bromas y veras. Nada más. El anfitrión nos pagó los cien dólares convenidos, y eso fue todo.
»Era un hombre muy rico y le gustaba dar fiestas como aquélla. La segunda vez accedí de nuevo. Aquel papel era sencillo y me ganaba cien dólares con toda facilidad. La tercera vez fui también.
»En esta ocasión, las cosas variaron un poco. Al concluirse la fiesta, el dueño de la casa me hizo quedarme un rato con él. No podía desatender sus ruegos. A fin de cuentas, se había portado muy bien conmigo y…, bueno, me había hecho ganar trescientos dólares que me hacían bastante falta, todo hay que decirlo.
Lelia se interrumpió bruscamente. Sus ojos se clavaron en los míos.
—Hal —dijo con voz ronca—, ¿es preciso que te cuente lo que sucedió a continuación?
Callé. ¿Qué podía decir en un caso semejante?
—Podrás no creerme y nunca te lo reprocharé —dijo ella—. El… anfitrión me ofreció de beber. Acepté un par de copas. No sé si le había puesto alguna droga a la bebida. Posiblemente, porque yo era muy cauta con el alcohol y apenas si lo probaba en aquellas fiestas.
Casi de repente empezó todo a darme vueltas. Me sentí extraordinariamente alegre y comunicativa, Hal, dos copas solamente no pueden producir unos efectos semejantes, te lo aseguro. Luego… todo se enturbió. Veía las cosas como si yo no fuera la protagonista y todo me parecía… tan normal y lógico que…, que…
Lelia suspendió un instante su narración. Jadeaba y tenía el pelo completamente pegado a las sienes a causa de la transpiración. Sus senos golpeaban rítmicamente la pechera de la blusa.
—Al día siguiente, ya con plena lucidez, me di cuenta de lo que había sucedido. El anfitrión me llamó más tarde para decirme que lo lamentaba infinito, que la culpa había sido del alcohol…
—¡Bastardo embustero! —exclamé, sin poder contenerme.
—No quise ni escucharle siquiera. Tampoco volví a admitir más invitaciones semejantes. Estaba llena de horror y asco hacia mí misma, Hal, te lo juro. Luego, más adelante, encontré un empleo en Clancy Point. Era una colocación tranquila y segura y la acepté. Y allí es donde tú y yo nos conocimos. Oh, Hal, Hal, ¿por qué habrá tenido que suceder todo esto?
Tomé sus manos. Estaban frías, heladas.
—Amor —murmuré—, no padezcas por nada. Yo te sacaré de todo este embrollo. Pero ahora necesito que me digas por qué fuiste a ver a Mac Ball.
—¡Hal!
—¿Sí, Lelia?
—Pero ¿es que no lo has comprendido todavía?
Abrí la boca, repentinamente estupefacto. Un rayo de luz acababa de hacerse en mi cerebro.
—¡Lelia! No irás a decirme que…
—Aquel hombre no era rico. Lo fingía, que no es lo mismo, Hal —contestó Lelia—. Todo su lujo era pura fachada, detrás de la cual escondía un negocio inconfesable, basado en las fotografías obtenidas clandestinamente. Tenía cómplices que le ayudaban, claro está» tomando vistas de los asistentes a sus fiestas en posituras muy inconvenientes. Luego les estrujaba bajo la amenaza de hacer públicas las fotografías logradas.
»Incluso de mí obtuvo alguna aquella noche. Era un tipo listo, precavido, no sabía si yo un día podía escalar algún puesto alto y poder conseguir de mí un buen precio. Ese día llegó cuando tú y yo nos comprometimos, Hal.
»Le pedí una y otra vez que respetara mi felicidad, nuestra felicidad. Se negó siempre rotundamente. Le amenacé con matarle. Se rió de mí. Creo que hubiera continuado riéndose hasta el fin de sus días.
—Y Cuando te convenciste de» que no lograrías nada positivo, fuiste a verle y le soltaste dos tiros.
—Justamente.
Hubo un silencio. Volvimos a fumar.
—Pero ¿por qué estaba en Clancy Point en lugar de continuar en Los Ángeles?
—La vida empezó a hacérsele allí muy difícil. Entonces resolvió cambiar de aires. Buscó un sitio tranquilo. Clancy Point era ideal para ello. También organicé algunas fiestecitas con el mismo motivo. Supongo que habría obtenido más de una fotografía y que sus víctimas se habrán alegrado de su muerte.
—Pero las fotografías no han aparecido.
—No.
Sacudí la ceniza del cigarrillo.
—Por mi parte, poco importa. Creo firmemente en todo lo que me has relatado, Lelia, y si en determinada momento pudiste dar un mal paso, obligada más bien por las circunstancias, ya lo borraste, a mis ojos, con tu comportamiento. Ahora, lo que interesa es sacarte de aquí. Y lo conseguiré.
Lelia rió amargamente.
—¿Sabes? —dijo—. Ocupo la misma celda que Bárbara Graham. De aquí, dentro de dos semanas, me llevarán a San Quintín la víspera de…
—Vi la película —dije con voz dura—. Susan Hayward hizo una magnífica creación. Pero existe una diferencia.
—¿Cuál?
—Dígase lo que se diga, la Graham mató. Y tú…
La voz de Lelia era patéticamente suave al darme la respuesta.
—¿Y yo no maté también, Hal?