CAPÍTULO IV

Entonces comprendí el silencio del filipino. Los muertos no contestan a las llamadas.

Me acerqué muy despacio a la cama, donde Galaván reposaba su último sueño. Su rostro reflejaba asombro y sorpresa más que terror. No había tenido tiempo de tener tal sentimiento. El asesino había irrumpido allí y le había disparado a bocajarro en mitad de la frente. Una herida limpia, sencilla, pero letal. Un agujerito negro, redondo, entre ceja y ceja, a un centímetro del caballete de la nariz, había sido suficiente para que por él se escapara la vida del filipino.

Apenas si había sangrado. Toqué su muñeca, hallándola aún tibia. Esto me dijo que la muerte se había producido menos de una hora antes.

Encendí un cigarrillo, sumamente pensativo. Examiné críticamente la habitación sin moverme del sitio. Era reducida y tenía los muebles justos. Al lado había una puertecita encristalada, la cual daba a una especie de cuartito de aseo. No había más. Ni siquiera se veía desorden. Todo estaba colocado en su sitio, limpio y aseado. Las únicas manchas que había eran de sangre y no en exceso.

Me alegré de la muerte de Galaván.

Entendámonos.

No me alegré de la muerte del filipino como hombre. Por el contrario, deploré —aunque esto pueda parecer una absurda paradoja— que lo hubieran asesinado. La única satisfacción que sentía en aquellos momentos se derivaba de que mis suposiciones empezaban a convertirse en certidumbre.

Había alguien a quien no le convenía que Galaván hablara más de la cuenta y se lo había cargado con un solo disparo de pistola. ¿Quién era ese alguien?

No pude pensar mucho. El zumbador de la puerta sonó repentinamente, cortando en seco mis meditaciones.

Volví la cabeza instintivamente hacia el lugar donde la chicharra vibraba con insistencia. Intuí un peligro que era urgente soslayar.

Pisando en silencio, corrí hacia la puerta, atravesando la cocina, el living y el vestíbulo. Logré esconderme tras la puerta, en el momento en que alguien la abría para entrar en el apartamiento, harto, sin duda, como yo, de no recibir respuesta a sus llamadas.

Apreté con fuerza la culata del revólver, dispuesto a usarlo si era necesario. De pronto, una larga cabellera roja apareció fuera de la puerta.

Cuando la mujer hubo entrado del todo, cerré bruscamente y apoyé las espaldas en la madera, cortándole la retirada. Ella se volvió con la rapidez de una pantera.

Y una pantera parecía, dado el ajustado traje de punto negro que vestía, el cual se ceñía a sus agresivas curvas como una segunda piel, hasta las caderas, ensanchándose luego en una falda de amplio y chisporroteante vuelo.

Los senos, altos y compactos, amenazaban desbordársele fuera del vertiginoso escote del vestido. No era muy alta, pero su estatura había aumentado en, al menos diez centímetros, por los tacones de los zapatos negros, muy escotados, de brillante charol, que calzaba. El pelo le ondeaba suelto como una llama viva, contrastando curiosamente con la blancura nívea de su tez y el verdor intenso de sus pupilas. En la mano izquierda llevaba un bolso grande de piel de serpiente, negro, y unos grandes pendientes tintineaban en sus orejas. La boca era roja, sensual, de labios gruesos y jugosos, y su esbelta garganta estaba rodeada por una fina cadenita, de la cual pendía un extraño medallón en forma de octógono, con una piedra verde de buen tamaño en el centro.

—¿Quién es usted? —preguntó la pelirroja, agresivamente—. ¿Qué hace aquí?

—¿No le parece, señorita —respondí—, que yo también puedo formularle a usted las mismas preguntas?

—¡Yo no tengo por qué dar cuenta a nadie de mis actos!

—Tampoco yo, si a eso vamos —dije con calma—. Pero puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que está buscando a Fredo Galaván.

Sus párpados, espesamente cargados de pintura negra, se entrecerraron levemente, en tanto que sus pupilas despedían chispas.

—Es posible —admitió—. ¿Lo ha visto usted?

—¡Sí!

—¿Dónde está?

—En su dormitorio.

—¿Qué es lo que hace allí?

—¿Qué es lo que hace una persona en el dormitorio? Dormir, supongo, ¿no?

La pelirroja volvió a mirarme. Luego, de manera imprevista, dio media vuelta y se encaminó hacia el interior, moviendo aparatosamente las caderas, con un fuerte chicharreo de faldas.

Sonreí mientras encendía un cigarrillo. Esperé una cosa.

El grito.

Me llegó unos segundos más tarde, amenazando con quebrar todos los vidrios del apartamiento. Luego oí un rápido taconeo y por fin la vi aparecer a todo correr, dirigiéndose a la puerta con el ciego ímpetu de una vaca desmandada.

—¡Apártese! —chilló—. Déjeme salir, maldita sea.

—Un momento, preciosidad —dije, dando media vuelta a la llave y echándomela al bolsillo—. Antes tienes que contarme muchas cosas. Por ejemplo…

—¡No quiero hablar nada con un asesino! ¡Suélteme o llamaré a la policía!

—¿Soltarla? Pero ¡si no la he tocado siquiera! Llame, llame a la policía. El jefe Wallis se sentirá encantado de hacerle unas cuantas preguntas, señorita.

Se mordió los labios, repentinamente irresoluta. Vi que mis palabras habían dado en el blanco.

—¿Quién es usted? —pregunté.

—Me llamo Suzy Corliss —dijo, aún jadeante.

Saqué un cigarrillo y se lo puse en la boca. Aspiró ávidamente él humo y, al llenarse los pulmones, temí por la integridad del corpiño de su vestido.

—Eso no me aclara nada, señorita Corliss. Lo que quiero saber es: ¿qué es lo que vino a hacer aquí?

—Hablar con Galaván.

—¿Qué tema?

Se recuperaba con prontitud. Me echó el humo a la cara.

—Eso es cosa mía.

—Y mía, Suzy —dije—. Quiero saber de qué pensaba hablar con Galaván.

—No me da miedo usted —dijo—. No le tengo miedo a nadie, ni aunque sea un asesino.

—Yo no soy ningún asesino. Ése es un defecto que no he adquirido todavía, Suzy.

La pelirroja me contempló fijamente durante unos segundos. De pronto, chasqueó los dedos.

—¡Ya está! Ahora recuerdo quién es usted —exclamó. Sonrió, enseñando una doble hilera de dientes blanquísimos—. Usted es el juez Campshell, ese tipo que ha condenado a muerte a su novia. Su cara me parecía conocida… Claro, las fotografías de los periódicos. ¿Y qué hace ahora, juez?

—Ya no soy juez. He dimitido el cargo.

Los ojos de Suzy se agrandaron desmesuradamente.

—¿Que… no… es juez? —balbució.

—No. —Saqué la credencial recién adquirida y se la enseñé rápidamente—. Ahora soy solamente un investigador primado que requiere su colaboración de un modo más suave que lo haría la policía caso de enterarse de su presencia aquí, en el lugar donde por vez segunda acaba de cometerse un crimen.

—¡Usted… detective privado! —se asombró—. Es lo último que me faltaba por oír.

—Basta ya —dije, muy fastidiado—. Aclare pronto, por favor.

—¿Y si no quisiera hablar?

Me acaricié la mandíbula, mirándola pensativamente de arriba abajo.

—Tendré que emplear un tercer grado sui generis, Suzy.

Ella volvió a sonreír. Lanzó el cigarrillo a un rincón con el índice y el pulgar. Onduló sinuosamente hacia mí.

—Yo también empleo un tercer grado para hombres como usted, juez.

Y alargó los brazos para rodearme el cuello tentadoramente.

Dejé que casi consumara sus propósitos. En el momento oportuno, agarré el brazo izquierdo, a la vez que la empujaba levemente en el hombro derecho.

El resultado fue que, antes de que Suzy se diera cuenta de lo que la sucedía, se encontró girando hasta volverme la espalda por completo. Lanzó un grito agudo mientras salía catapultada hasta el diván próximo, en el que cayó hecha un ovillo.

Se volvió ágilmente, profiriendo mil maldiciones, entre las cuales la de «bastardo» e «hijo de perra» eran las más suaves. Fui hacia ella y la solté dos soberanas bofetadas que la dejaron sin aliento y con la boca abierta de par en par, totalmente aturdida.

Había allí cerca un aparadorcito. Saqué una botella y dos vasos y llené ambos hasta la mitad, entregándole uno.

—Tome —dije—. Beba primero y hable después.

Mantuvo el vaso inmóvil, mirándome con el odio reflejado en sus pupilas.

—¿De qué?

—Hágase cuenta de que soy Galaván. No podré dar las respuestas que éste le habría dado, pero al menos conoceré las preguntas.

Se mordió los labios, muy pensativa.

—Está bien —dijo—. Tenía que preguntarle…

De pronto me arrojó el whisky a los ojos.

Si no han recibido nunca en pleno rostro un chorro de licor, les recomiendo lo eviten cuanto puedan. Uno empieza a patear, a maldecir y a hacer muchas cosas más que no haría en estado normal, y todo ello a ciegas, sin poder ver otra cosa que un sinnúmero de manchas de todos los colores que parecen fuego que empieza en los ojos y llega hasta el cerebro.

El vestíbulo tenía algunos objetos de adorno. Mientras yo trataba desesperadamente de ver, sin poder conseguirlo, la pelirroja, con toda tranquilidad, cogió una estatuita de mármol y me sacudió con ella en la cabeza. Sé que era una estatuita de mármol porque pude comprobarlo más tarde. Lo menos una hora más tarde, que fue el tiempo aproximadamente que permanecí inconsciente.

Cuando me desperté, no sólo me ardían aún los ojos, sino que la cabeza me dolía de una manera espantosa. Noté que estaba tendido sobre la alfombra y, tanteando con la mano, pude encontrar el bulto que había levantado en mi nuca el golpe.

Contuve un gemido de dolor y desencanto a la vez. ¡Qué bien me había engañado Suzy Corliss! Había caído en el garlito incautamente, lo mismo que un inocente corderino. Estaba seguro de que a aquellas horas, Suzy debía estar riéndose de mí a mandíbula batiente. Y con razón, ¡demonios!

Poniéndome en pie con bastantes dificultades, conseguí caminar hasta el baño. En el lavabo me aclaré los ojos con agua fría, haciendo disiparse los últimos escozores del alcohol. Me miré los ojos; tendría que llevarlos durante unos días bastante encarnados. El chichón no se notaría mucho, a pesar de su turgente prominencia, ya que estaba situado justamente en el occipucio.

Salí de allí con un amargo sabor de boca. Busqué un bar y pedí un café doble y bien cargado; estaba necesitando algo que me despejara un poco las brumas que me cubrían aún el cerebro.

Mientras tomaba el café y fumaba un cigarrillo, pensé en los motivos que había tenido el asesino para matar a Galaván. Indudablemente, había temido que el filipino hablase. ¿De qué?

¿Se había olvidado Galaván algo en su declaración, algo importante y fundamental que hubiera podido variar substancialmente la marcha del proceso? Tal era mi impresión y añadiré que él asesino había considerado muy peligrosa la investigación recién iniciada por mi parte, por lo que, temiendo las consecuencias de mi actuación, había decidido eliminar al filipino.

Pagué el café y me dirigí a la cabina telefónica. Deposité una moneda en la ranura y marqué el número de Jefatura. Me contestaron que el sheriff Wallis estaba en su domicilio particular. Al identificarme, el telefonista de turno me facilitó amablemente el número del teléfono, que marqué enseguida.

Entré en materia después de los primeros saludos.

—¿Quién es Suzy Corliss, jefe?

—Trabaja en el Indiana, juez. Oiga, ¿qué diablos de relación tiene usted con esa mala pécora? Es la fulana de «Dinero» Grant, el dueño del Indiana. ¿Lo sabía usted?

—No, pero ya estoy enterado de ello. Gracias, jefe.

—Escuche, Campshell, ¿qué diablos pretende hacer usted en aquella guarida de ladrones? Tenga cuidado, ¿sabe?

—Gracias otra vez, Wallis, aunque después de la experiencia de esta tarde, creo que sabré cuidarme.

—¿Qué experiencia? ¿De qué diablos está hablando que no le entiendo, Campshell?

—Verá, esta tarde conocí a Suzy. Hablamos durante unos minutos y acabó arrojándome un vaso de whisky a los ojos. Mientras trataba de quitarme el licor de encima, me arreó un golpe con algo duro y me desmayé, largándose ella a continuación.

—¡Rayos! ¿No estará tomándome el pelo, Campshell? ¿Y dónde ocurrió eso?

—Ah, sí, se me había olvidado —contesté con negligencia—. En casa de Mac Ball. Fui a ver a Galaván y me lo encontré muerto. Con un tiro en mitad de la frente. Allí está todavía, dispénseme la omisión.

Y colgué, antes de que el estupefacto jefe de policía pudiera hacerme ninguna pregunta.