CAPÍTULO XII
El guardia que regulaba el tráfico en el cruce de Alameda y Barrow volvió la cabeza. Mucha gente volvió los ojos hacia el lugar donde había sonado el estampido.
Pisé el acelerador. Era urgente llegar a la armería cuanto antes. Algo le estaba ocurriendo a Merten.
Cuando me hallaba a cincuenta metros de distancia, vi un coche que se despegaba del bordillo y huía a toda velocidad. La gente corría también alocadamente en todas direcciones.
Frené un poco más allá. Aquella explosión no era la única. Más estallidos conmovieron la atmósfera, a la vez que varios objetos salían proyectados por los aires a gran distancia.
Salté del coche a quince metros escasos de la armería. Las primeras explosiones se habían convertido en un estruendoso fuego de artificio, que chisporroteaba continuamente. Me detuve un momento, antes de aventurarme a entrar en aquel infierno.
Por la puerta y el escaparate de la armería brotaban continuamente largas lenguas de fuego, envueltas en densas estelas de humo azulado. Eran, sin duda, los cartuchos que estallaban al ser consumidos por el fuego.
El estrépito era tremendo. El humo se espesaba cada vez más, empezando a invadir el ambiente.
De pronto, una larga lengua de fuego brotó ondulante por la puerta de la tienda. Alguien gritó de modo horrísono. A mis espaldas, una mujer chillaba histéricamente. El guardia tocaba el pito sin cesar.
Un hombre salió de la armería. Estaba totalmente envuelto en llamas. Ardía como una pavesa y caminaba de modo incierto, tambaleándose espantosamente. Todo él era una pura llama, desde los pies a los cabellos que flameaban de manera espeluznante. Gritos roncos, inarticulados, de fiera salvaje en el paroxismo de una bárbara agonía, brotaban de sus labios.
Por lo menudo de su corpulencia, reconocí a Merten, Este dio dos o tres pasos más, bajó de la acera y llegó casi al centro de la calzada, en tanto que a sus espaldas continuaban produciéndose los estallidos.
Un ciudadano valeroso avanzó hacia el desgraciado con un cubo de agua. En el mismo momento, Merten cayó al suelo, quedándose bruscamente inmóvil.
Sonaron sirenas. Los patrulleros policiales acudieron a toda prisa, convergiendo desde tres o cuatro puntos. Los coches de los bomberos llegaron con inusitada rapidez. Montaron sus mangas y empezaron a lanzar agua a mansalva contra el interior de la armería, que ardía cada vez más furiosamente, con explosiones que sonaban más fuertes a cada segundo que transcurría.
Allí ya no había nada que hacer. Era evidente que al asesino de Galaván y del doctor Wiggs no le convenía que Marten hablase y para ello no había encontrado nada mejor que incendiarle la armería con él dentro.
Me retiré lentamente, regresando a mi casa, muy pensativo. Dejé transcurrir el tiempo y a la noche llamé a Wallis a su casa.
—¿Averiguaron algo acerca del incendio de esta tarde? —le pregunté después de los primeros saludos.
—No mucho —dijo—. Merten debió cometer alguna imprudencia. También se dedicaba a cargar cartuchos de caza. Seguramente, alguna chispa le incendió la pólvora y…
—Estuve viendo el siniestro desde una distancia conveniente, jefe —manifesté—. Cuando yo llegaba, un coche arrancaba de la armería a toda velocidad.
La voz de Wallis se atiesó de pronto.
—¿Está sugiriéndome que se trata de un asesinato, juez?
—No me extrañaría nada, sheriff. Después de haber visto morir a Galaván y al forense, lo raro es que Merten haya vivido tanto tiempo.
—Sería mejor que se explicase, Campshell —dijo Wallis con tono duro—. Exactamente, ¿qué es lo que sospecha usted?
—Es muy largo para explicarlo ahora por teléfono, jefe —contesté—. Pero la policía tiene expertos. ¿Por qué no les sugiere que busquen entre las ruinas del siniestro algo que indique la posibilidad de que éste haya sido provocado intencionalmente?
—Lo haré así —gruñó Wallis—. Mañana a primera hora le llamaré con el informe que me hayan dado. Y usted, ¿qué es lo que ha averiguado?
—Se lo diré también… mañana, jefe. Gracias por todo. Adiós.
Y colgué.
Cené un par de bocadillos, una botella de cerveza y una taza de café. Pensé mucho mientras comía.
Había algo que no acababa de entender. Una cosa no ajustaba. ¿Por qué la policía había ocupado a Lelia una pistola distinta de la que ella había comprado a Merten?
Éste era un problema de difícil solución. En modo alguno sabía cómo explicármelo. Quizá Merten me podría haber indicado algo sobre el particular, pero había muerto. Seguramente, para que no hablase.
En cierto modo, esto no dejaba de confortarme. Significaba que había alguien a quien le estorbaban mis investigaciones. Y cuando le estorbaban mis pesquisas, era que Lelia tenía muchas posibilidades de salir con bien de la aventura. No obstante, existía el hecho real y concreto de sus disparos. Ella no lo había negado nunca. Pero a mí me parecía —o quizá era la fe que tenía en ella— que aun habiendo disparado contra Mac Ball había algún punto débil susceptible de ser atacada. Y esto, quizá, era lo que temían los asesinos.
Una vez más volví a repasar las declaraciones de Galaván. ¿Por qué había preparado las bebidas en la cocina, si había en el vestíbulo un aparadorcito con botellas y vasos? ¿Qué había hecho el criado filipino, mientras tanto, en la cocina?
A la mañana siguiente recibí dos noticias. Una, de momento, me pareció completamente intrascendente. La publicaban los dos diarios rivales, tanto el Sentinel como el Citizen, en sus páginas interiores, y se referían al hallazgo del cadáver de una persona desconocida.
El muerto había sido hallado por unos excursionistas, a unas millas de la ciudad, en las estribaciones de las Blue Hills, entre unos matorrales muy espesos y, probablemente, hubiera pasado inadvertido, a no ser por el hedor provocado por la descomposición del cuerpo. Los excursionistas habían avisado a la policía local, la cual había recogido el cadáver, transportándolo a la Morgue, en espera de su identificación. El cuerpo mostraba inequívocas señales de haber sufrido violencia.
La segunda noticia me la dio el propio jefe de policía.
—Encontramos unas latas, de gasolina vacías en las ruinas de la armería, juez —manifestó—. Es evidente que el incendio fue premeditado.
—Posiblemente —añadí—, los forajidos atontaron a Merten, pero éste despertó justamente en el último momento.
—Quizá fuera como usted dice, Campshell —concordó Wallis. Luego preguntó—: ¿Cuál va a ser su siguiente paso?
Vacilé un segundo.
—Tengo que ver a otra persona de las relacionadas con el caso, pero no quisiera hacer público su nombre. Tres de los testigos más importantes han muerto ya y no me gustaría que le ocurriera lo mismo a esa persona.
—¿Tanto significa para usted, Campshell?
—Sí.
—Está bien —manifestó amablemente el sheriff—, no le quiero presionar. Vaya y que tenga mucha suerte.
—La necesitaré. Gracias. Wallis.
—¿Cuándo podré llamarle?
—Ya lo haré yo a mi vuelta, Wallis.
—Bien, como quiera. Adiós, Campshell.
—Adiós.
Colgué el teléfono e inmediatamente volvió a sonar la campanilla.
Alcé el receptor.
—Hal Campshell —dije.
—Escuche, tenga cuidado.
Me envaré apenas hube escuchado aquella voz.
—¿Qué es lo que está diciendo? ¿Quién es usted? —pregunté casi a gritos.
—Un amigo, aunque usted opine todo lo contrario. Le recomiendo mucho cuidado, juez. Es posible que sufra un accidente y los periódicos tengan que deplorar su muerte si no anda usted por, ahí con cien ojos.
—Pero…
—Cuídese, juez —dijo el individuo, y colgó, dejándome estupefacto, antes de que pudiera haber reaccionado.
¿Un accidente?
Eso significaba que los asesinos, no sólo estaban dispuestos a borrar de la faz de la Tierra a todos cuantos testigos pudieran comprometerles, sino también a mí por considerarme demasiado peligroso.
Pero no estaba dispuesto a retroceder, por mucho empeño que pusieran en ello. Ahora no era ya sólo la vida de Lelia, sino el castigar sus crímenes. Y aunque ya no fuera juez, dentro de mí seguía latiendo el sentido de la justicia y la rectitud, que me hacía desear fueran sancionados todos aquellos crímenes execrables.
Terminó de vestirme, tomé un somero desayuno y salí a la calle, encaminándome al garaje donde tenía guardado el coche que me había prestado Denkins.
Monté en él vehículo, di contacto y partí de la ciudad en dirección Oeste.
Poco más tarde, me hallaba ya en plena carretera, rodando plácidamente a una velocidad de cuarenta y cinco millas por hora. La carretera no estaba muy concurrida y podía viajarse por ella con suma tranquilidad.
Transcurrió media hora. Súbitamente, advertí por el retrovisor un coche negro que venía detrás de mí a una distancia de unos cincuenta metros.
En apariencia, el coche no tenía nada de particular; era uno de tantos como circulaban por las carreteras del país. Pero yo acababa de recibir una anónima confidencia y tenía los nervios de punta.
Pisé el acelerador y la aguja subió a cincuenta y cinco. El coche negro mantuvo la distancia.
Aumenté la velocidad en otras diez millas. La prueba resultó desagradablemente satisfactoria. El coche negro no se despegaba del mío ni a tiros.
El tránsito empezó a clarearse. Los coches eran cada vez menos frecuentes. Subí a setenta millas y el coche perseguidor aumentó también su marcha.
Poco a poco fui aumentando la velocidad. Era evidente que los forajidos que ocupaban el coche negro estaban esperando únicamente la ocasión oportuna para atacarme, cuando no hubiese un vehículo cerca cuyos ocupantes pudieran servir más tarde de inoportunos testigos.
La aguja del contador se estabilizó en las ochenta millas por hora, cerca de ciento treinta kilómetros. La cosa, francamente, empezó a preocuparme; nunca me ha gustado demasiado la velocidad.
Mientras conducía atentamente, no dejaba de observar por el retrovisor al coche que me perseguía. Éste aumentó de repente la velocidad.
Miré la carretera. Era completamente recta en un tramo de tres o cuatro millas y en aquellos instantes sólo había dos coches: el mío y el de los pandilleros.
El automóvil negro ganó terreno lentamente. Por el rabillo del ojo pude ver la maniobra de su conductor, saliéndose ligeramente de la línea para poder situarse a mi altura.
Por un momento pensé en pisar a fondo, pero luego me dije que era inútil; con toda probabilidad, los pandilleros acabarían alcanzándome y era harto fácil suponer que el tipo que manejaba el coche lo hacía con mucha más habilidad que yo. No había más que un recurso que emplear, un recurso quizá desesperado, pero que podía sacarme con bien del atasco.
Deliberadamente, reduje un tanto la velocidad, no mucho, diez millas a lo sumo, como indicando que aquel aumento lo había ejecutado nada más que por probar mis propias dotes de conductor. El otro coche no redujo su marcha.
Apreté las manos sobre el aro del volante. Ahora llegaba el momento de la decisión.
El coche negro ganó espacio. Lentamente, fue situándose a la par del mío, hasta que las dos proas quedaron a la misma altura. Entonces, la negra boca de una metralleta «Thompson» asomó por una de sus ventanillas.
Pero no le di tiempo al fulano a que apretase el gatillo. Solté el pie del acelerador y pisé el freno, aunque no con demasiada fuerza.
Mi coche perdió terreno repentinamente, unos pocos metros, lo justo para quedarme a la zaga del otro. Delante de mí vi encenderse una serie de pálidas llamitas cuyo estruendo casi se perdió en el rugido de los motores y el bramido del aire desplazado por la marcha.
El conductor del coche negro se dio cuenta de mi maniobra y disminuyó la velocidad. Esto era lo que yo esperaba. Pegué un golpe a la izquierda y embestí su cola.
Las ruedas traseras del coche negro resbalaban sobre el asfalto. El vehículo empezó a zigzaguear alarmantemente. Pisé de nuevo el acelerador y, aprovechando el momento de desconcierto, le di otro empujón.
El automóvil salió disparado como un obús. Dio dos o tres enormes saltos al cruzar la cuneta, rebotó sobre unos terrenos de labor y luego fue rodando un centenar de metros, en medio de una tremenda nube de polvo, antes de quedarse detenido en mitad de un labrantío.
Para entonces, yo ya estaba muy lejos, pues había vuelto a pisar el acelerador, subiendo a las noventa millas en contados segundos. Un par de minutos más tarde, no quedaba detrás de mí el menor rastro de coche perseguidor alguno.
Éste no había sufrido daño alguno, excepto los derivados del despiste, pero ya no podrían perseguirme. Que era, a fin de cuentas, lo que yo deseaba.
Mientras rodaba hacia mi destino, me formulé una pregunta.
¿Quién había sido el misterioso informante que me había advertido del accidente antes de que éste se hubiera producido?