CAPÍTULO VI

Me desperté por la mañana con las ideas bastante confusas. Había adelantado algo, pero no tanto como hubiera sido de desear.

En primer lugar, sin embargo, sabía que Fredo Galaván había muerto porque su silencio convenía a alguien. En segundo, había averiguado que ese alguien podía ser muy bien el propio «Dinero» Grant. Sus palabras parecían ser la prueba de tales suposiciones.

Claro que según se mirase, también podía sentir celos de mí. No me está bien decirlo, pero mi tipo es bastante atractivo y tengo buen partido con las mujeres. Mejor dicho, lo tuve hasta que acepté la elección de juez, puesto que a partir de entonces, y además comprometido ya con Lelia para casarme, había llevado una vida muy morigerada.

¿Pensaba Grant que Suzy podía serle infiel?

Acaso. Posiblemente.

Sus palabras habían sido, bien mirado, muy ambiguas. Aunque había mencionado a Suzy, podía referirse tanto a la pelirroja como a lo que ésta había presenciado en el apartamiento de Mac Ball. «Mantenga la vista en dirección opuesta», había venido a decir. Y en dirección opuesta podía significar tanto lo uno como lo otro.

Sonó el timbre, sacándome de repente de mis meditaciones. Alargué el brazo y tomé el teléfono.

—Hal Campshell —dije.

—Buenos días —me saludó el vozarrón de Wallis—. ¿Cómo se encuentra, juez?

—Bien, gracias. ¿Por qué lo pregunta? —inquirí extrañado.

Sonó una risita.

—Anoche estuvo en el «Indiana», ¿verdad?

—No es un secreto para nadie, jefe —contesté—. Pero ¿a qué vienen esas risitas?

—¡Hum! Andaba tras de la pelirroja. Y Grant es muy celoso. ¿Salió con bien del local?

—Hasta ahora, sí. Claro que tuve que emplear argumentos persuasivos para encontrar la puerta, pude salir al cabo.

—Me alegro de ello, juez. Oiga, una pregunta: ¿encontró algo de particular en el apartamiento de Mae Ball?

—No, ni siquiera se me ocurrió registrarlo.

—Ya —dijo Wallis. Su voz sonaba muy pensativa—. De todos modos, no me gusta andar interrogando a la gente a través del teléfono. ¿Tiene algún inconveniente en que le envíe al sargento Stracher?

—Por supuesto. Que venga antes de una hora; tengo que salir.

—Muy bien, se lo envío ahora mismo, juez.

—Hal Campshell a secas, jefe —le recordé.

—Bueno, Hal Campshell —rió el policía, y colgó.

Stracher vino treinta minutos después, cuando ya me había aseado y vestido, y me disponía a dar cuenta de un sólido desayuno. Le invité a una taza de café que el pétreo sargento rechazó con gesto adusto.

Mientras comía, le relaté todo lo sucedido durante la noche anterior, desde el momento en que descubrí el cadáver de Galaván hasta que salí del «Indiana». Stracher me escuchó en silencio, aprobando de vez en cuando con algunos gestos de cabeza.

—¿Por qué han puesto ese apodo a Grant? —pregunté al concluir.

—Figúreselo. —Stracher no era muy hablador.

—Le gusta mucho el dinero.

—¿Y a quién no?

—¿Se ha metido alguna vez en negocios turbios?

—Si lo hizo, nunca se le pudo probar, señor Campshell.

—Lo cual significa que no tiene la conciencia tranquila.

—¿Y qué tipo de su calaña tiene la conciencia tranquila?

Apuré la última taza de café, y encendí un cigarrillo. Me puse en pie y empecé a pasearme por la habitación.

—Es curioso —comenté— que no haya pasado nada hasta que yo he decidido actuar en este caso. Todo ha ido bien. Mi…, la señorita Rhantyne ha sido condenada a muerte y nadie tiene nada que objetar. Pero en cuanto he empezado a investigar por mi cuenta, en cuanto hago evidentes mis propósitos de hacer averiguaciones que de otro modo no hubiera podido hacer, un hombre resulta muerto. Sargento, ¿qué opina de todo esto?

Los ojos de Stracher me miraron desapasionadamente.

—¿De veras quiere usted conocer mi opinión, juez?

—Si.

—Quizá no le agrade.

—Suéltela de una vez, vamos, Stracher.

El sargento se puso en pie. Su mirada era pesada, densa.

—Le aseguro que hicimos cuanto fue posible, señor Campshell. Pero no cabe la menor duda: la señorita Rhantyne mató a Mac Ball. Está perdiendo el tiempo. Abandone. Si tanto la quiere, vaya al gobernador y pídale un aplazamiento, una revisión en la sentencia. Cualquier cosa, pero no sueñe en demostrar lo indemostrable. Ella es culpable y nada más.

Encajé el golpe sin pestañear.

—¿Lo cree usted así firmemente, Stracher? —pregunté, inspirando con fuerza.

—Sí —tomó su sombrero que había dejado encima de una silla—. Abandone, juez. No conseguirá nada.

Se encaminó hacia la puerta. Con la mano en el pomo, se volvió hacia mí. Meneó la cabeza.

—Lástima. Es una chica muy guapa… y usted todo un hombre.

Permanecí largo rato en pie, en el centro de la habitación.

Las palabras de Stracher reflejaban claramente el sentir de la opinión pública. Y él, más que nadie, junto con Wallis, tenía más razones que otro cualquiera para afirmar lo que acababa de decir. Lelia había matado deliberada y conscientemente a Mac Ball.

Pero ¿por qué?

¿Cuáles habían sido los motivos que le habían impulsado a dar muerte a Mac Ball?

Recordé que ella no había querido expresarlos a nadie, ni siquiera a mí mismo, en las semanas precedentes al juicio. Se encerró en un hondo mutismo, del cual no le había sacado su abogado excepto para confesar su crimen. Esto fue lo único que declaró en todo momento: que había comprado la pistola con intención de matar a Mac Ball, que había ido a su casa y que había disparado dos veces contra él. No quiso añadir nunca una sola palabra más.

¿Inocente?

No; no podía serlo. Era culpable y, según las leyes del Estado, debía morir gaseada.

Pero ¿no habría algún medio de librarla de la cámara fatídica?

Miré el calendario. Estábamos a veintitrés de julio. Si dentro de diecinueve días, es decir, para el once de agosto, no había conseguido hallar algún nuevo elemento de prueba que pudiese introducir un resquicio de duda en el ánimo del gobernador y conseguir así un aplazamiento de la ejecución, Lelia moriría, irremisiblemente. El caso era clarísimo y no había motivos para indulto. Demasiado conocía yo las leyes para saber a qué atenerme al respecto.

Volví a pensar en Galaván. ¿Por qué lo habían matado?

Encendí un cigarrillo y me senté en un diván. Me puse la mano sobre los ojos como para aislarme de todo cuanto me rodeaba. Empecé a repasar mentalmente la declaración del filipino, palabra por palabra.

Mac Ball estaba hablando por teléfono, según Galaván, cuando Lelia llegó a su casa. El filipino le dio el recado y…

«Se arregló un poco la corbata y salió…».

¿Se arregló la corbata?

Rememoré las fotografías obtenidas del cadáver. Tenía abierto el cuello de la camisa y el nudo de la corbata a la altura del segundo botón de la misma.

¿Era ésta la manera de arreglarse la corbata para salir al encuentro de una dama?

Empecé a vislumbrar una luz en el túnel en que me hallaba metido. Pero era tan tenue que apenas si se veía.

No había habido lucha, el cadáver no tenía las ropas desarregladas ni destrozadas. Luego, Galaván había mentido en un punto. ¿Como era que nadie había reparado en aquel extremo? Según él. Mac Ball se había arreglado la corbata. Esto implica abrocharse el botón del cuello, ajustarse el nudo y subirlo hasta arriba.

Y él lo tenía al nivel del segundo botón y el cuello de la camisa abierta.

Bien, tiempo tendría más adelante de meditar sobre un extremo tan interesante. Ahora había otros que revisar.

«… yacía en el suelo… No, apenas se movía».

Pero se movía. Un poco, no mucho. Lo cual no significaba, necesariamente, que Mac Ball estuviese ya absolutamente quieto. Claro que podían tratarse de las últimas convulsiones de la agonía, causadas ya por los reflejos nerviosos, totalmente independientes de la voluntad del asesinado.

Es difícil que dos tiros fulminen a un hombre de tal modo que cese de moverse en el acto. Siempre se produce algún espasmo, que dura algunos segundos después del deceso. Pero un cuerpo humano, herido mortalmente, nunca deja de moverse en el acto.

«¿Ella? Estaba como hipnotizada, mirando al cadáver…».

Si Mac Ball se movía aún, por poco que fuera, técnicamente no era un cadáver. Aún, respiraba, todavía alentaba, su corazón seguía latiendo… Por supuesto, ya no habría recobrado jamás el conocimiento, pero mientras se moviese, por muy poco que fuera, no podía llamársele aún cadáver; seguía siendo un cuerpo vivo.

Esto encerraba una contradicción evidente. Ateniéndonos a los tecnicismos legales, la declaración de Galaván resultaba refutable. ¿Por qué no se habían fijado en ello? ¿Por qué no me había fijado yo mismo?

Un ser viviente que se mueve, no es aún un cadáver. Esto es patente, lógico, de una sencillez aplastante. Galaván había dicho que apenas se movía y luego que miraba el cadáver. Esto lo apreció él en un par de segundos, cinco, como máximo. Luego, cuando entró en el vestíbulo, donde estaban Lelia y Mac Ball, éste vivía aún.

Me puse en pie. ¿Podía considerar aquella parte de la declaración como una base para mis actuaciones?

Sólo una persona podía aclarármelo. Tenía que ser alguien entendido en la materia. Alguien que pudiese hacerme bien patente la diferencia entre la vida y la muerte, aun en el caso en que el ser viviente estuviese herido letalmente y falleciese diez segundos después.

Esta persona la tenía al alcance de mis manos. Era el doctor Wiggs, el forense de la policía.

Wiggs era quien había autopsiado el cadáver de Mac Ball y emitido el dictamen de que éste había muerto por hemorragia interna a consecuencia de heridas de bala. El, mejor que ninguno, podría aclararme tales extremos.

Casi no hacía falta ya que Galaván viviese. Sus palabras estaban escritas y firmadas, no sólo en los registros de la policía, sino en las actas del proceso, transcritas fielmente por el estenógrafo judicial. Y o mucho me equivocaba o ambas declaraciones coincidían absolutamente de una manera precisa, milimétrica.

Decidí, pues, actuar sin ninguna pérdida de tiempo. Revisé el revólver, tomé mi sombrero y salí de mi casa en dirección a la del doctor Wiggs, el forense de la policía.

Salí de casa y tomé un taxi, dándole la dirección del doctor. Pero a mitad de camino, ordené al conductor que hiciera alto.

Al pasar por Main Street había visto la muestra de la armería donde, según sus declaraciones, Lelia había comprado el revólver con el cual asesinó a Mac Ball. Y acababa de ocurrírseme que no estaría de más charlar con el dueño.

Aboné el importe de la carrera y crucé la acera, penetrando en la tienda. El propietario, un menudo viejecillo de cuello duro y gafas con aros de oro, me acogió amablemente.

—Buenos días. ¿Qué desea usted? Oh, pero si es el juez Campshell. ¿En qué puedo servirle, juez?

—Gracias —dije—; ya no lo soy. Dimití el cargo. Ahora me he convertido en un ciudadano particular. Como usted, señor Merten.

—Ya… —Merten se mordió los labios, muy pensativo—. En fin, eso son cosas de cada uno. ¿Qué puedo hacer en su favor?

—Quiero que me informe acerca de lo que observó en mi prometí…, en la señorita Rhantyne, cuando adquirió aquí el revólver con el que mató a Meddy Mac Ball.

Merten sacudió la cabeza.

—Lo siento, señor Campshell, pero me temo que mi información, en el caso presente, no le servirá de nada.

—¿Por qué?

—Yo no fui el que vendió la pistola a la señorita Rhantyne, sino mi empleado Sam Connor.

—¿Y dónde está ahora Connor, señor Merten?

—Se marchó. Dejó el empleo a los pocos días. En aquella época yo estaba enfermo y él me sustituía. Siempre había tenido plena confianza en él, por lo que no tenía el menor inconveniente en que llevara por completo la dirección de la tienda. Lo único que hacía yo era firmar los cheques cuando debía efectuarse algún pago. Del resto se encargaba el propio Connor.

Me mordí los labios, muy contrariado. Aquél era un obstáculo con el cual no había contado yo. Claro que, por otra parte, no era esencial en mis investigaciones.

—Bien, muchas gracias —dije. Y ya me disponía a dar media vuelta, cuando, de pronto, se me ocurrió una idea—: Supongo que llevará usted un registro de venta de armas.

—Oh, por supuesto. Sin ese requisito, no podría tener abierta la tienda. La policía de Clancy Point es muy estricta y me la clausuraría inmediatamente si observara alguna irregularidad. Hacen frecuentes inspecciones, ¿sabe?

—Sí —concordé—. Escuche, ¿le importaría mucho que viera el registro?

—En absoluto, señor Campshell. Tenga la bondad de esperar unos momentos, por favor.

Se metió en el interior de la tienda y salió poco después con un pesado mamotreto que depositó sobre el mostrador, frente a mí.

Abrí el libro y empecé a recorrer sus páginas en sentido inverso. Pasé los meses de julio y junio, y llegué al de mayo sin encontrar nada de particular. La última semana de mayo también pasó sin novedad.

Llegué al día veintidós, el del crimen. Tampoco había nada. Pasé al veintiuno, llegué al veinte…

Levanté la vista y miré a Merten.

—Entonces, entre el quince de mayo y el veinticinco, por ejemplo, estaba usted enfermo y, por tanto, no pudo ver a la señorita Rhantyne adquirir la pistola con la cual se cometió el crimen.

—Sí, así es, juez.

—Tengo entendido que, para comprar un arma de fuego, es preciso el permiso policial.

—Exactamente.

—De lo contrario, ustedes no venden el arma.

—No.

—¿Cuándo se ausentó Connor, señor Merten?

—Cuando yo me puse bueno, hacia el veintiocho de mayo, más o menos.

—Por tanto, la policía ya había venido a investigar los libros, ¿no es así?

—Supongo.

—¿Dio Connor alguna razón para ausentarse?

—No. Simplemente, me envió una carta diciéndome que se marchaba y que no sabía cuándo volvería. Que en vista de la imprecisión de su regreso, podría tomar otro dependiente, si así me convenía. Lo sentí mucho, créame; era un muchacho muy fiel y muy digno.

Había declarado ante la policía que Lelia Rhantyne había sido la mujer que adquiriera el revólver en la tarde del veinte de mayo de mil novecientos sesenta y uno, es decir, sólo cuarenta y ocho horas antes de que se cometiera el crimen.

Y luego había desaparecido para no declarar en el juicio.

¿Por qué?

Por la sencilla razón de que el nombre que se leía en el libro registro de venta de armas no era el de Lelia Rhantyne, sino el de Suzy Corliss.