CAPÍTULO VII

Acodado en el mostrador del bar, pensaba y pensaba sin dejar un solo momento de descanso a mi cerebro.

El tiempo se me había pasado tan rápidamente, que eran ya las seis y media de la tarde y aún no había acudido a casa del doctor Wiggs, como me hiciera el propósito aquella mañana después del desayuno.

Suzy Corliss adquiriendo el revólver que había servido para matar a Mac Ball.

Pero ¿había sido Suzy la propia compradora?

Ausente Connor, sin dejar dirección, como luego me había manifestado Merten, era imposible saberlo. ¿Cuál de las dos mujeres había comprado el arma?

¿Suzy?

¿Lelia?

Bien podía caber que hubiera sido la misma Lelia, usando el permiso de armas de Suzy. Ella no hubiera ido a la policía, sabiendo que el jefe Wallis me lo habría advertido enseguida. Por tanto, sólo cabían las dos hipótesis ya mencionadas.

El revólver había sido adquirido por Suzy. O bien ésta había prestado su permiso de armas a Lelia para que lo adquiriese bajo nombre supuesto, cosa que había quedado reflejada en el libro.

Esto demostraba dos hechos. Primero, que la policía se había contentado con las declaraciones de Connor, ya que éste, según recordaba yo del sumario, había manifestado que Lelia había sido la autora de la compra. Y ningún miembro de la fuerza policial se había molestado en examinar el libro, el cual patentizaba una negligencia inexcusable. ¿O malicia?

Segundo. Lelia y Suzy se conocían. ¿De qué? ¿Cuándo se había establecido aquella relación de conocimiento?…

Alguien se puso de repente a mi lado, interrumpiendo de modo brusco el hilo de mis meditaciones. El cigarrillo medio lívido de saliva que pendía de sus labios lívidos me inspiró asco.

—Hola, juez —dijo Tolliver gárrulamente—. ¿Alguna novedad en sus pesquisas?

—Ninguna —contesté hoscamente.

—Gracias. ¡Chico, un whisky doble! Oiga, juez, ¿sabe que el director del «Citizen» me ha subido el sueldo después de la noticia que le di?

—Debiera abonarme una comisión —gruñí.

Tolliver rió.

—Tome lo que quiera, juez. Le invito.

—Gracias —arrojé una moneda sobre el mostrador—. Pero de usted no aceptaría yo ni la cuerda que me habría de salvar de morir ahogado.

El periodista se encogió de hombros mientras salía.

Alcé la mano y llamé un taxi. Era ya de noche y al entrar en el coche, le di la dirección de la casa del doctor Wiggs.

Encendí un cigarrillo, pensando una y otra vez en el mismo tema. Tan distraído estaba que no me di cuenta de que el vehículo se había detenido hasta que el chofer me lo indicó.

Pagué la carrera y salí fuera. El automóvil se alejó y yo me quedé frente a la casa del médico.

La miré unos momentos antes de cruzar la acera. Era una construcción anticuada, pero conservando todavía cierta elegancia; de una sola planta, situada en el centro del jardín bastante descuidado. El edificio estaba en las afueras de la ciudad, en un lugar muy tranquilo y poco concurrido, ideal para descansar después del ajetreo cotidiano. Junto a la puerta estaba el buzón con el nombre de su dueño: Joseph M. Wiggs.

Abrí la puertecilla de la valla que separaba el jardín de la acera y crucé el sendero enarenado, llegando a un pequeño pórtico separado del suelo por tres escalones. Subí al rellano y acercándome a la puerta, pulsé el zumbador.

Me extrañó que el farolillo de hierro forjado que había sobre la puerta estuviera apagado. Volví a llamar al no recibir ninguna respuesta.

Fruncí el ceño. Aquello no era lógico ni natural. A menos que estuviese interviniendo en algún caso, lo corriente era que Wiggs se encontrara en casa en aquellos momentos.

Medité un segundo. Iba a dar media vuelta y alejarme de allí cuando, de pronto, me pareció oír un ruidito dentro de la casa.

Toqué el timbre una vez más. Nadie contestó a mis llamadas. Entonces, pensando en que quizá el doctor se hallaba en el lado opuesto de la casa, di la vuelta con ánimo de llamar su atención si era posible.

Iba a doblar ya la esquina cuando, de pronto, vi que una cabeza asomaba cautelosamente por el hueco, mirando a derecha e izquierda antes de salir. Retrocedí a toda prisa, ocultándome tras la pared.

El hombre pareció creer que el terreno estaba libre, porque pasó una pierna sobre el alféizar y luego la otra, saltando acto seguido al suelo. Entonces di dos pasos adelante y le encañoné con la pistola.

Conocía bien al doctor Wiggs y sabía que éste era alto y delgado, casi esquelético. Por lo tanto, no podía ser el hombre que tenía frente a mí, cuyo aspecto era de fornida reciedumbre.

—¡Alto! —dije perentoriamente—. Levante las manos y no se mueva.

El hombre se volvió hacia mí, como picado por un áspid. Fue a dar un paso hacia adelante, pero se contuvo cuando agité el arma de modo significativo.

—No repita el gesto o le perforo los intestinos. Las manos bien altas, hermano.

La oscuridad me impedía distinguir sus facciones con claridad. Lentamente avancé hacia él, oprimiendo con fuerza la culata de mi revólver.

Al llegar a un par de pasos de distancia, reconocí su identidad al instante. Era Marsh, el salvaje que había aporreado al barman del «Indiana» con sus nudillos de acero.

—¿Qué hacías aquí? —pregunté.

Silencio. El tipo apretó los labios, significando con el gesto que no estaba dispuesto a hablar.

—¿Viniste a ver al doctor?

Nuevamente silencio.

—Voy a contar hasta tres —dije—. Después, dispararé.

Sacó la lengua y se humedeció los labios. Era evidente que estaba asustado, pero temía más a otra cosa que a la amenaza de mi pistola.

—Uno —dije.

Y no pude seguir contando porque, de repente, el tipo levantó la pierna y me golpeó cerca del codo.

Perdí en parta el equilibrio. El revólver se escapó de mis dedos momentáneamente entumecidos. Lanzando un bramido de cólera, Marsh se abalanzó sobre mí.

Caímos al suelo, revueltos en confuso montón. Levanté la rodilla, y se la clavé en el vientre. Marsh gruñó y su puño derecho me aturdió el hombro contrario. Me quedé, por tanto, prácticamente inerme. Sin poder mover los brazos y con el revólver Dios sabía dónde.

Marsh notó mi indefensión. Rió satisfactoriamente. Poniéndose de rodillas, y sujetándome por la cintura con ambas piernas a horcajadas sobre mí, metió la mano derecha en su bolsillo y extrajo algo que se colocó en la misma. No hablaba, se limitaba a reír un tanto estúpidamente, mientras gozaba por anticipado con la idea de destrozarme el rostro a nudillazos.

En aquel momento, casi cuando Marsh se disponía a descargar el primer golpe, vi que otro hombre saltaba por la ventana de la casa. Distinguí sus facciones durante un segundo; era el émulo de Guillermo Tell.

No sé si Bucher me habría visto o no. El caso es que, desde el punto en que se encontraba, era difícil distinguir quién estaba en el suelo y quién de rodillas. Entonces se me ocurrió una idea salvadora.

Exclamé en tono alto y airado:

—¡Maldito bastardo! Marsh, hijo de perra, ¿quieres contarme de una vez lo que hacías en casa del doctor Wiggs? Habla o te sacaré los sesos a tiros por el cogote.

Mis frases tuvieron la virtud de detener, un instante al pandillero. Ni siquiera se le había ocurrido la idea de que, indefenso como estaba, me atreviese a amenazarle de modo tan perentorio.

Conseguí lo que deseaba; engañar a Bucher. El suizo creyó que era yo el que dominaba a Marsh y no al contrario. Y actuó en consecuencia.

Oí el sordo «¡bing!» de sus gomas al distenderse y luego el terrorífico sonido de la flecha al hundirse en carne primero y en hueso después. Marsh lanzó un ronco grito y se puso rígido, estirando los brazos de modo mecánico.

El pandillero permaneció así durante un larguísimo segundo. Luego, muy lentamente, se desplomó a un lado.

Primero cayó de costado y después se volvió de cara al suelo. Al hacerlo, vi un palito brillante que sobresalía de su nuca. Pateó un poco convulsivamente, pero no tardó mucho en inmovilizarse para siempre. La flechita de acero lo había apuntillado con tanta seguridad como un matarife al toro en el matadero.

Para cuando ocurrió todo esto, ya me había puesto en pie.

—Un millón de gracias, Bucher —dije, avanzando hacia él.

El suizo lanzó un grito de rabia al comprender el engaño de que había sido objeto. Creyendo defender a su compañero, lo que había hecho era matarlo por equivocación. Buscó frenéticamente otra flechita en sus bolsillos.

Naturalmente, no le dejé utilizarla. Fui hacia él y le arreé un soberano puñetazo en la mandíbula que le derribó fulminado al suelo.

Inspiré fuertemente, tratando de recobrar el dominio de mis nervios después de la dura prueba a que habían sido sometidos. Agachándome sobre el caído, le despojé de las flechas y de las gomas, así como de una navaja de resorte y una pistola automática calibre cuarenta y cinco. Lo que sé dice un verdadero arsenal.

Me arriesgué a encender una cerilla y así pude recobrar mi revólver. Luego penetré en la casa.

Encendí la luz del primer cuarto y llamé:

—¡Doctor Wiggs!

Lo hice por compromiso nada más, puesto que ya daba por descontado que aquellos tipos habían hecho algo nada bueno con él. Había estado un par de veces en su casa, de modo que conocía la disposición ce la misma.

Fui derecho a su cuarto de trabajo. Wiggs estaba allí, como había supuesto.

Y, como había supuesto, muerto.