CAPÍTULO XIV
Salí de la cárcel de Corona bastante deprimido, aunque sabía que había adelantado notablemente en mis Investigaciones. Pero aún me faltaba mucho que hacer.
De allí me trasladé a San Francisco, donde permanecí por espacio de dos días, buscando por otra parte. Al concluir los trabajos que me habían llevado hasta allí, regresé de nuevo a Clancy Point.
Llegué a casa y me cambié de ropa, después de haberme dado un buen baño. Mis suposiciones iban tomando visos de certidumbre a cada momento que transcurría…, pero el tiempo volaba y ya había transcurrido la primera semana. Dentro de dos, Lelia sería ejecutada a menos que…
Llamé por teléfono al restaurante de la esquina e hice que me subieran algo de cenar, encargándole también que me buscara los periódicos de los dos días últimos.
Mientras comía, leí minuciosamente las noticias locales. Una de ellas me llamó tanto la atención, que me hizo dar un salto en el asiento.
IDENTIFICACION DE UN CADAVER.
La policía ciudadana, tras minuciosas pesquisas, ha conseguido identificar el cadáver del hombre que apareció muerto en las Blue Hills hace tres días. Trátase de Sam Connor…
—¡Sam Connor! —repetí, estupefacto.
Terminé de engullir la cena y, después de echarme una taza de café al coleto, me fui al teléfono.
—Sargento Stracher —me contestó una voz.
—Hola, sargento, ¿cómo se encuentra? Soy Hal Campshell.
—¿Qué tal, juez? ¿En qué puedo servirle?
—Es referente a Sam Connor. ¿Cómo averiguaron que era él?
—La piel de las yemas de los dedos se mantenía todavía. Tomamos las huellas y las enviamos a Washington, al archivo de la F. B. I. Connor había servido algún tiempo en el Ejército.
—Gracias, Stracher —murmuré, muy pensativo.
—¿Por qué lo pregunta, juez? ¿Es que tiene algo que ver con el asunto?
—Sí, eso es —contesté, no queriendo dar más explicaciones.
Medité unos momentos y luego, levantando el aparato, marqué otro número.
Tuve suerte. Suzy se disponía a salir para el Indiana en el momento de recibir mi llamada.
—¡Hal! ¡Qué sorpresa! ¿Dónde demonios te has metido todos estos días?
—Fuera de aquí. Trabajando, preciosa.
—¿Has visto a Lelia?
—Sí. Y me ha contado muchas y muy interesantes cosas, Suzy.
Hubo un momento de silencio. Después, la pelirroja volvió a hablar:
—Entonces habrás comprendido mi silencio, Hal.
—Sí, Suzy.
—Lelia es una buena chica. Calló por no perjudicar tu carrera política. Te quiere, Hal, te quiere como nunca ha querido a nadie.
—Lo sé. Por eso quiero sacarla de Corona.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—Sí.
—Bien, habla.
—Mac Ball, ¿daba muchas fiestas en Clancy Point?
—Algunas. No demasiadas, para no hacerse demasiado notorio, compréndelo.
—Claro. ¿Dónde daba esas fiestas?
—Asómbrate, Hal. ¡En el Indiana!
—En el… Pero si ese local está abierto hasta las tantas de la madrugada.
—Menos los viernes o vísperas de viernes, si éste es festivo, con el fin oficial, de hacer limpieza general para el fin de semana.
—Entiendo —murmuré. Cada vez veía la cosa más clara—. Y, naturalmente, tu… Grant estaba de acuerdo con él.
—Hasta cierto punto solamente. Grant le alquilaba el local. Le sacaba una buena tajada, eso sí, pero de lo demás se encargaba Mac Ball.
—Con algún que otro fotógrafo provisto de una microcámara, fingiendo ser invitado y obteniendo fotografías comprometedoras.
—Exactamente.
—Supongo —añadí con cierta negligencia— que a esas fiestas secretas acudiría gente de dinero de Clancy Point.
—Supones bien, Hal.
—Dame algún nombre, Suzy.
—Cielos, no. Si la cosa se supiera, estallaría algo muy parecido a una bomba atómica sobre Clancy Point.
—Comprendo. Ahora, ¿puedo pedirte un favor?
—De mil amores, Hal. Abre la boca.
Sonreí. Aquella Suzy era única.
—¿Dónde podrías dejar la llave de tu apartamiento para que yo pueda utilizarla luego?
—¿Qué piensas hacer, Hal?
—Eso es cosa mía, preciosa. Contesta a lo que te diga.
Ella guardó silencio un momento.
—Mira, chico, no me fío del conserje. Lo mejor que puedo hacer es dejar la puerta sin cerrar, ¿comprendes?
—Desde luego. Gracias, encanto. Ah, se me olvidaba. Una última pregunta.
—¿Se trata de…?
—Lelia. —Vacilé un momento; me daba miedo la respuesta. Pero luego, diciéndome que, por desagradable que fuera, tenía que saber la verdad, formulé la pregunta—: ¿Asistió a alguna de esas «fiestas» en el Indiana?
—¡No! ¡Rotundamente y enfáticamente, no, Hal!
Respiré ampliamente, mientras murmuraba un débil «¡gracias!», un segundo antes de colgar. Luego me senté y encendí un cigarrillo para calmar mis nervios, alborotados en el último momento.
Permanecí unos instantes fumando en el mismo lugar. El teléfono llamó antes de que hubiera concluida.
—¿Campshell? —dijo alguien.
—El mismo —contesté rígidamente. Era el mismo que me había avisado del accidente.
—¿Todo bien?
—Sí, gracias. Pude escabullirme. ¿Cómo quedaron mis perseguidores?
Sonó una risita.
—Chasqueados. Fue una hábil jugarreta.
—Gracias por el aviso, de todas formas. ¿Tiene algo más que decirme?
—Nada, excepto que siga teniendo cuidado. Volverán a la carga.
—Estaré al tanto. Pero, oiga, ¿quién es usted?
La risita sarcástica volvió a sonar.
—Como dicen los anónimos «un amigo». Hasta la vista, juez.
Percibí claramente el «¡click!» del teléfono al ser colgado. Luego aplasté el cigarrillo contra el cenicero y me dispuse a salir de casa.
Cuando ya estaba en la puerta, sonó el teléfono de nuevo. Lo atendí de mala gana.
—¿Es usted Campshell? Soy Denkins.
—Hola, señor Denkins. ¿Cómo se encuentra?
—Perfectamente. ¿Qué tal le ha ido por ahí estos días?
—No puedo quejarme. Algo he adelantado.
Me alegro. ¿Necesita alguna ayuda de mí? Dígale con toda franqueza. Verdaderamente, estoy deseando que resuelva este caso y se siente de nuevo en el sitial que abandonó.
—Dudo mucho que vuelva a desempeñar el cargo, señor Denkins. De todas formas, mil gracias por sus deseos. A propósito, creo que ya mi coche estará reparado. Haré que le devuelvan el suyo…
—¡Bah! ¡Olvídelo! No se deprisa. Bueno, me alegro de haberle saludado, Campshell. Hasta la vista.
—Adiós, señor Denkins.
Colgué el teléfono y esta vez eché a correr hacia la puerta, dispuesto a no atender más llamadas, fuera el que fuera. Afortunadamente, la campanilla permaneció silenciosa.
Un cuarto de hora más tarde, estacionaba el coche cerca del 723 de Northwest Trail Street. Recorrí a pie los cuarenta metros que había dejado de intervalo y entré en el edificio.
El conserje estaba felizmente ausente de la recepción en aquellos momentos. Crucé rápidamente el amplio vestíbulo y penetré en el ascensor.
Un minuto después me encontraba ante la puerta del 10 C. Hice girar el pomo y penetré en el apartamiento, cerrando a mis espaldas en completo silencio.
Encendí, la luz. Escuché un momento. No se oía el menor ruido. Avancé cautelosamente y llegué al cuarto de baño.
Hice girar el grifo en sentido conveniente y el panel chasqueó, girando calladamente sobre sus goznes. Crucé aquel espacio y unos segundos más tarde me encontraba en el apartamiento que había sido de Mac Ball.
Encendí la luz. Ahora se trataba solamente de una cosa: hallar las fotografías que éste había guardado y con las cuales extorsionaba a sus víctimas.
Pasé al despacho. Miré en torno mío. Vi una estantería repleta de libros, que registré minuciosamente uno por uno. Esto me llevó más de una hora.
En la mesa no había nada de particular. Tanteé todos los cajones y las junturas, buscando un departamento secreto, pero no pude hallarlo. Los cuadros no ofrecieron nada de interés tampoco.
De allí pasé al comedor-living. Tiempo perdido. Lo mismo me sucedió en el vestíbulo y en el dormitorio de Galaván.
Empecé a considerar la posibilidad de que Mac Ball hubiera alquilado una caja de seguridad en uno de los Bancos locales. Esto dificultaría notablemente mis pesquisas, pero no era posible pensar en aquello sin antes tener la completa seguridad de que las fotografías y los negativos comprometedores no estaban en el apartamiento.
Miré también en el dormitorio. Fracaso rotundo. Ya sólo me quedaba la cocina y el cuarto de baño.
El cuarto de baño fue rastrillado sin novedad. Miré en la cocina cacharro por cacharro, sin omitir los saleros ni los azucareros. El cubo de la basura aparecía limpio. Desarmé el triturador de desperdicios, sin hallar tampoco nada de particular.
Empecé a pensar en la retirada. Ya sólo me faltaba —y lo haría al día siguiente— reventar los colchones y el mullido de los sillones. Si no estaban aquí, ya no estarían en ninguna parte las malditas fotografías.
Sentí de pronto una sed bárbara. Tomé un vaso y fui al grifo de la cocina, pero no salió una gota de agua. Sin duda, habían cerrado la llave de paso, en espera del nuevo inquilino.
Abrigué la esperanza de que en la nevera quedase alguna bebida. La abrí, dándome cuenta entonces que era el único lugar que me faltaba por examinar de la casa.
Me arrodillé, momentáneamente olvidado de la sed. Había tres o cuatro latas de conservas, que abrí, viendo que, efectivamente, eran conservas lo que había en su interior. La botella de cerveza era botella de cerveza. ¿Entonces…?
Todavía quedaba un rincón en el frigorífico por examinar. Era el congelador. Empecé a examinarlo al tacto, sin hallar nada.
Saqué los depósitos donde se formaban los cubitos de hielo. Sacudí éstos contra el fregadero, desprendiendo los bloques congelados. Súbitamente, el fondo de uno de los depósitos saltó.
Unas cosas saltaron con el fondo falso. Mis ojos resplandecieron al ver aquellos diminutos rollos de microfilm, que fui recogiendo cuidadosamente uno por uno. Ciertamente, era un magnífico escondite, en el cual muy pocos habrían sospechado.
Había dos bandejitas más. Hice la misma operación, obteniendo en total una docena de rollos de microfilm de una anchura máxima de un centímetro. Calculé que cada rollo podría contener, dada su longitud, de cuarenta a cincuenta fotografías cada uno. Un buen botín, ciertamente.
Guardé los rollos con todo cuidado. Después, dejé todo tal como estaba y me dispuse a salir.
En el momento en que llegaba a la puerta de la cocina, oí el ruido de una llave en la de entrada. Mi mano voló al interruptor, sumiendo aquello en una total obscuridad.
Saqué el revólver, esperando en silencio. No tardé mucho en oír unos pasos cautelosos.
Pronto percibí el rumor de una respiración entrecortada. Era evidente que el individuo andaba desconcertado, a juzgar por las vacilaciones de su antorcha eléctrica que usaba.
Me replegué junto al marco de la puerta, aguardando expectantemente, con la mano en alto. El individuo asomó la nariz.
La linterna daba un resplandor que me permitió adivinar su identidad. Tanta sorpresa me causó que estuve a punto de fallar el golpe.
Pero me recobré un segundo más tarde. A fin de cuentas, estaba la frase de Suzy. «Estallaría una bomba atómica sobre Clancy Point si se supieran algunos nombres», había dicho, más o menos.
Bajé la mano con todas mis fuerzas, golpeándole con la culata y el puño a la vez en el occipucio. El fulano lanzó un gruñido, dio un salto convulsivo y se desplomó inerte al suelo.
No me preocupé de él; no era necesario. Lo verdaderamente importante estaba en mi poder.
Con toda tranquilidad, atravesé el apartamiento, utilicé la puerta falsa y pasé al de Suzy. De aquí salí a la calle con toda tranquilidad.
Cuando llegué a la puerta del edificio eran las dos de la mañana. Respiré a pleno pulmón. A cada segundo que transcurría, me parecía ver más cerca la libertad de Lelia.
Tomé el coche y me dirigí a casa. Atranqué la puerta y, después de guardar los microfilms en lugar seguro, me desnudé y me tendí en el lecho.
Aquella noche dormí como un bendito.