CAPÍTULO VIII

La causa determinante de la muerte del doctor Wiggs había sido una flechita de acero que luego había sido retirada de la herida, para no dejar tras sí rastros comprometedores. Aún se notaba en el pecho, sobre el corazón, la estrella de cuatro puntas que habían dejado en la carne las ranuras de la flecha que le había causado la muerte.

Los ojos de Wiggs estaban desmesuradamente abiertos por el terror. ¿A qué había temido el infeliz antes de morir?

De repente, me fijé en una libreta que había abierta sobre la mesa. Era como una especie de diario donde el doctor anotaba los hechos más salientes de su existencia. Faltaban de él unas cuantas páginas, arrancadas seguramente por los «gangsters».

Revisé rápidamente la libreta, sin encontrar nada interesante que pudiera arrojar alguna luz sobre el caso que trataba de dilucidar. Era indudable que Bucher y Marsh habían ido allí a tiro hecho, enviados sin duda por su jefe, «Dinero» Grant.

La muerte del doctor me indicó también una cosa: era peligroso haber depuesto como testigo en el proceso contra Lelia. Galaván y Wiggs habían muerto asesinados en el espacio de veinticuatro horas… ¿Quién seguiría más tarde aquel fatídico camino?

De repente, me acordé de que los dos pandilleros estaban en el jardín y que uno de ellos debía poseer las páginas arrancadas del diario. Abandonando la estancia, volví a la carrera hacia la ventana trasera del edificio.

Salté fuera. Bucher no estaba ya. Ni el cadáver de Marsh tampoco.

Resultaba patente que el suizo no había querido dejar rastros comprometedores a sus espaldas. Me hubiera gustado saber cómo se las iba a arreglar para contar a su jefe el modo que había tenido de matar a Marsh y evitar que Grant le hiciese nada como represalia. Pero no podía andar perdiendo el tiempo en cálculos semejantes. Urgía avisar a la policía y luego marcharme de allí cuanto antes.

Una vez más entré en la casa, volviendo junto al muerto. Tomé un pañuelo y levanté el teléfono. Disqué el número de la policía y les solté la bomba.

Cuando regresaba a pie a la ciudad, me tropecé con el primer patrullero que acudía a la escena del crimen a todo correr, haciendo aullar su sirena. Vi en la parte delantera, junto al chofer, él estólido rostro del sargento Stracher, pero ni se fijó en mí siquiera.

Un poco más adelante entré en un bar. Mientras me preparaban un bocadillo caliente, fui a la cabina telefónica y, después de buscar convenientemente en la guía, disqué un número.

Me contestó una voz bronca y aguardentosa, con marcado acento italiano:

—Quiero hablar con su amo, eslabón perdido.

El pandillero me contestó con una soez imprecación.

—La suya el doble, hijo de perra —le dije en el mismo tono—. Dígale que soy Campshell y que tengo que darle una noticia interesante.

El fulano dudó un segundo.

—Espere —dijo al cabo.

El segundo de espera se multiplicó casi por treinta antes de que pudiera escuchar la voz de Grant.

—¿Qué desea de mí, maldito entrometido?

—Darle una noticia, microbio anémico. ¿Está por ahí su Guillermo Tell particular?

—No —contestó antes de que pudiera darse cuenta de la inconveniencia que cometía.

—Bien, debe andar muy ocupado ahora. Estará tratando de esconder el fiambre de Marsh.

Grant lanzó un rugido.

—¿Qué está diciendo, maldita sea?

—Estuve, en casa del doctor Wiggs. Pero llegué tarde; sus esbirros ya se lo habían cargado.

—¡¿Qué?!

La sorpresa de Grant me sorprendió a mí, valga la redundancia. Parecía genuina.

—Escuche, Campshell, no sé de qué me está hablando. No tengo la menor idea. Yo no he enviado a Marsh ni a Bucher a ninguna parte, ¿se entera?

—¿Está seguro de lo que dice? —pregunté, bastante intrigado.

—Segurísimo. Puedo afirmárselo, por mucho que le cueste creerlo, juez. Oiga, ¿por qué no viene aquí y charlamos con más tranquilidad que por teléfono?

—No, gracias. Denegada la oferta por sospechosa.

—Le aseguro que nadie le hará el menor daño, juez —dijo Grant. Parecía sincero, cosa que me aturdía.

—De todas formas, insisto en permanecer tan lejos de usted como pueda… mientras pueda —afirmé.

—¿Qué hicieron esos dos tipos?

—Matar a Wiggs. Debió ser Bucher, a lo que parece. Y luego mató a Marsh, confundiéndolo conmigo. Ahora debe andar, como ya dije antes, la mar de entretenido tratando de deshacerse del cadáver de Marsh.

Grant soltó una obscena imprecación. Luego añadió:

—Escuche, juez, venga por aquí. Le prometo…

—No prometa nada, que no pienso hacerle el menor caso. Adiós —y colgué antes de que pudiera seguir hablándome.

Salí fuera de la cabina y devoré el bocadillo en silencio, acompañándolo con una botella de cerveza. Tomé una taza de café, aboné el gasto y salí del bar, pensando en la conveniencia de alquilar un coche por unos cuantos días.

Caminaba por la acera, completamente abstraído, cuando de pronto percibí una voz que pronunciaba mi nombre.

—¡Señor Campshell!

Volví la cabeza. Denkins asomaba la suya por la ventanilla del automóvil que tripulaba.

—¿A dónde va tan serio, juez?

—En busca de un automóvil. El mío está en reparación y, francamente, no sé si venderlo por lo que me den y comprarme otro. Temo que la factura del mecánico alcance proporciones exorbitantes a juzgar por lo que tarda en repararlo.

—Bien, ¿y por qué no usa el mío, entretanto?

Vacilé. La oferta era tentadora.

Denkins resolvió mis dudas, saliendo del coche y alargándome las llaves.

—Tome, yo tengo otro. Por unos días puedo prescindir de éste. —Se volvió ligeramente y dijo por encima del hombro—: Salga, Medbury.

Respingué. Un hombre apareció por el otro lado. Era el director del «Sentinel» y hasta entonces no había reparado en su presencia.

Medbury estrechó mi mano con fuerza.

—Todavía no había tenido ocasión de saludarle, juez —dijo—. Permítame que le felicite por lo que hizo. Esto por un lado; por otro, deploro vivamente la lastimosa situación en que se encuentra Lelia.

—Muchas gracias.

—Si desea algo de mí, pídalo sin vacilar —añadió Medbury—. Puedo poner, incluso, el periódico a su disposición, para publicar lo que le parezca más conveniente. Habrá, visto que apenas si hemos comentado su dimisión y, por supuesto, no hemos dicho nada acerca de sus propósitos de esclarecer la muerte de Mac Ball.

—En cambio —dijo Denkins con vehemencia—, los del «Citizen» se han ensañado con usted. ¡Cómo me gustaría poder cerrarles ese vertedero de inmundicias y arrojarlos a todos a la calle!

—Bueno, la libertad de expresión está permitida… —Sonreí de mala gana.

—De todas formas —siguió Denkins—, si me encuentro un día con ese cerdo de Tolliver le machacaré las narices a puñetazos.

—El señor Medbury es muy afortunado al no contarle en su personal de redacción —murmuré—. Gracias a los dos por todo.

Y sin ganas de continuar mi charla, me metí en el coche y arranqué.

Hubo de pasar un buen rato antes de que me diera cuenta de que conducía de una forma por completo ilógica, sin rumbo alguno. Entonces frené delante del primer bar que encontré, metiéndome en una cabina telefónica.

La campanilla del teléfono opuesto sonó una docena larga de veces antes de que una voz entre airada y somnolienta me diese la respuesta.

—¡Oiga, amigo, éstas no son horas para ir despertando a la gente! —protestó Merten, el dueño de la armería.

—Perdóneme —dije humildemente—. Soy Hal Campshell. Esta tarde me olvidé de pedirle un detalle muy importante.

—Está bien —manifestó el vejete con resignación—. Usted me ha caído simpático. ¿De qué se trata?

—Por favor, querría saber el domicilio de la señorita Corliss. Usted debe tenerlo registrado en el libro de ventas. Ah, y el número de la pistola también.

—Un momento, un momento. Vuelvo enseguida, no cuelgue.

—Está bien.

Merten tardó un minuto largo en darme la respuesta.

—Suzy Corliss dio como domicilio el número 723 de Northwest Trail Street.

¡El mismo edificio de Mac Ball!

La voz del armero continuaba facilitándome detalles.

—… Y el número de la pistola era noventa C setecientos quince mil ochocientos diecisiete.

Lo repetí mentalmente, en tanto anotaba los guarismos en un trozo de papel.

—Un millón de gracias, señor Merten.

Salí del bar completamente desconcertado. De modo que Suzy Corliss vivía en la misma casa que Mac Ball… ¿Qué misterio encerraba todo aquello?

Había una forma de averiguarlo.