CAPÍTULO II

¡LELIA RHANTYNE DECLARADA CULPABLE!

¡EL JUEZ CAMPSHELL CONDENA A MUERTE A SU EX PROMETIDA!

¡LA ASESINA DE MEDDY MAC BALL MORIRA EN LA CAMARA DE GAS!

¡EL JURADO DICTO VEREDICTO DE CULPABILIDAD EN EL CASO MAC BALL!

¡HEROICO COMPORTAMIENTO DEL JUEZ CAMPSHELL!

Éstos eran los principales titulares de los dos periódicos de Clancy Point, el Sentinel y el Citizen. Por cuestiones de política, el Sentinel iba a mi favor, en tanto que el Citizen actuaba en contra mía.

El Sentinel me comparaba con Cincinattus, como Junio Bruto, con Mucio Scévola, con uno de los héroes romanos de la antigüedad, que había cumplido con mi deber por encima de cualquiera otra consideración. El Citizen decía que si había condenado a muerte a Lelia había sido porque no había tenido otro remedio y que, en medio de todo, mi decisión había sido la única que podía adoptar, dadas las pruebas aportadas por la policía y los testigos.

El Sentinel decía que esperaba que la apelación tuviese éxito. El Citizen decía que esperaba que el gobernador del Estado confirmara mi sentencia. El Sentinel decía que era preciso buscar al verdadero asesino, es decir, a la persona que había puesto la pistola en manos de Lelia. El Citizen decía, comparando a Lelia con Jezabel, que era una mujer que debía desaparecer cuanto antes de la faz de la tierra.

Como se puede apreciar, los pareceres eran distintos. Pero la sentencia era sólo una: Lelia debía morir gaseada.

Con los dos periódicos en la mano, entré en el despacho de Pack Wallis, el sheriff y jefe de policía de Clancy Point. Junto a Wallis, estaba Huck Stacher, un tipo cuadrado y robusto, de ojos de hielo y pelo de acero, con galones de sargento en las mangas del uniforme.

Wallis se puso en pie al verme entrar. Cerró los ojos a medias, haciendo que se acentuasen las arruguitas de las comisuras. Mascaba un palillo continuamente y lo cambió de lado en el momento en que, un tanto turbado, me estrechaba la mano.

—Siéntese, juez —me dijo. Miró al sargento—. Déjenos solos, Huck.

—No —corté—. Es lo mismo. Stracher puede oír perfectamente lo que tengo que decirle, jefe.

Wallis me miró con curiosidad. Luego, sus pupilas se posaron en los periódicos que tenía aún en las manos.

—Ya veo que los ha leído, juez —dijo entre dientes.

—Sí. Hay opiniones para todos los gustos.

—¿Por qué no dejó el caso, juez? —preguntó Wallis—. Podía haberse excusado fácilmente. Todo el mundo conocía la historia. Nadie se lo hubiera reprochado, ni aun esos repugnantes gusanos del Citizen.

Me senté en una silla frente al jefe de policía.

—Creí que, conduciendo el juicio yo mismo, podría hallar algún elemento que me permitiese la duda y, por tanto, la absolución. Si hubiera renunciado, el juez Templeton no hubiese hecho el menor esfuerzo por salvar a Lelia.

—Usted tampoco pudo lograr nada, juez —dijo Wallis. Stracher me miraba con rostro pétreo, inescrutable.

Suspiré:

—Lo sé —dije—. Por eso he venido a verle, jefe. —Saqué un sobre del bolsillo y se lo entregué—. Hágame el favor de entregárselo al alcalde.

—¿Qué es esto? —preguntó Wallis con curiosidad, sopesando el sobre especulativamente.

Antes de que pudiera contestarle, entró Red Tolliver en el despacho. Entró como si fuera su propia casa, con un chupado cigarrillo pendiéndole de los labios y el sombrero en la nuca. El habitual color amarillento de su rostro, debido, sin duda, al mal funcionamiento de su hígado, parecía más acentuado que nunca y sus pómulos daban la sensación de ir a rasgarle la piel de las mejillas en cualquier momento.

—Hola, jefe —saludó gárrulamente. Parpadeó al verme—. ¿Qué tal, juez? Tú, Stracher… ¿Alguna nueva noticia para mí? —preguntó con aire fanfarrón.

Miré a Tolliver durante unos segundos. El me correspondió, enseñándome unos dientes caballunos.

—Me descubro ante usted, juez —manifestó—. Nunca creí que llegara a condenar a la señorita Rhantyne.

—Si hizo alguna apuesta, la perdió —dije fríamente—. Vino en busca de noticias, ¿no es así, Tolliver?

—Cierto, juez.

—El director del Citizen se alegrará de que le lleve usted las primicias de esta que voy a darle: Acabo de dimitir, Tolliver.

—¡Qué! —bramó el jefe de policía.

El impasible rostro de Stracher se animó ligeramente. Tolliver entrecerró los párpados, mirándome con desconfianza.

—¿No se trata de una tomadura de pelo, juez? —Gruñó.

Señalé, el sobre que Wallis tenía en las manos, aún sin abrir.

—No hay broma de ninguna clase. Ahí dentro está la carta que dirijo al alcalde de Clancy Point comunicándole mi decisión de manera irrevocable. Ande, vaya y busque un teléfono. Su director no le perdonaría que el Sentinel le ganase por la mano en la noticia.

Tolliver me miró aún durante un segundo. Luego, escupiendo el cigarrillo, dio media vuelta y salió como un meteoro de la estancia.

Wallis se puso en pie. Pegó un puñetazo en la mesa.

—Eso que está haciendo es una locura, juez. Compromete usted su carrera. La arruina cuando más prometedora se presenta. Yo no puedo consentir que…

—Usted consentirá eso y más cosas todavía —dije fríamente—. He cumplido con mi deber, condenando a Lelia a muerte. Ésa era mi obligación de juez. Ahora, voy a cumplir con mi obligación de futuro esposo de la señorita Rhantyne, porque pienso demostrar que es inocente y casarme y tener seis hijos con ella cuando menos.

—¡Absurdo, juez! Lelia misma declaró que, efectivamente, disparó contra Meddy Mac Ball. El forense declaró que la muerte se produjo a consecuencia de hemorragia interna producida por la introducción violenta de dos proyectiles de calibre 32. Lelia admitió haber comprado el arma con la intención de matar a Mac Ball. ¡Diablos, juez! ¿Cómo quiere usted demostrar que la chica…, perdón, la señorita Rhantyne, es inocente?

—Eso es cosa mía, jefe —respondí, impasible—. Lo tengo que demostrar yo, no usted.

—¿Y cómo? ¿Dimitiendo?

—Exactamente.

—¿Y luego?

—Soy un ciudadano de antecedentes intachables —manifesté—. Oficialmente, solicito una licencia de detective privado y un permiso para llevar armas. Eso es todo lo que tengo que pedirle a usted. El resto es cosa mía.

Wallis abrió la boca estúpidamente. No creía en lo que acababa de escuchar.

Stracher salió de su inmovilidad, y encendió un cigarrillo. Le quité el paquete y encendí otro.

—Bien —dije impaciente—, ¿qué es lo que me contesta, jefe?

—¿Está seguro de lo que hace, juez?

—Me llamo —dije suavemente—. Hal Campshell. Ya no soy juez, recuérdelo. —Y le señalé el sobre que tenía en las manos.

Wallis quiso decir algo. Abrió y cerró la boca nerviosamente y luego volvió la vista a Stracher, como si quisiera pedirle consejo. El sargento se limitó a seguir fumando impasiblemente.

—¡Está bien! —explotó al cabo—. Le daré lo que quiera, juez…, digo, señor Campshell y ahórquese a su gusto.

—Muchas gracias —murmuré con finura—. ¿Cuándo puedo volver por la licencia y el permiso?

—A las cinco de esta tarde tendrá todo listo, si me envía cuatro fotografías con un mensajero.

—Así lo haré —murmuré, saliendo del despacho en el acto.