La víctima se hallaba sentada en un sillón, de espaldas a la puerta. Era una muchacha rubia, muy bonita y de formas agraciadas, y observaba una actitud apacible, como si estuviese esperando a alguien, sin demasiadas prisas o escuchando con deleite algún concierto por la radio.

El sillón estaba situado casi en el centro de la estancia, aunque lo suficientemente cerca de un ventanal, para que la muchacha pudiera ser vista desde los pisos del edificio de enfrente, separados por una distancia de unos veinticinco o treinta metros. Acababa de anochecer y la luz estaba encendida, por lo que podía verse con toda facilidad lo que sucedía en la estancia.

La puerta se abrió sigilosamente. Un hombre entró. Tenía los hombros encorvados, cojeaba de una manera pronunciada y se apoyaba en un bastón para caminar. Pese a todo, el detalle más significativo de su aspecto era el mostacho y la perilla estilo mosquetero, de pronunciado color negro, que adornaban su rostro.