CAPÍTULO V
Carroll Ormsby esperó a que le abriesen la puerta. Entonces se encontró frente al joven de los cabellos rubios que, en la ficción, había disparado contra Susan Calloway.
—¿Señor Parron?
—Yo mismo —contestó el muchacho, contemplándole con curiosidad.
—Soy el capitán Ormsby, de la Jefatura de Policía —se presentó el joven—. Deseo hablar con usted en relación con la muerte de Susan Calloway.
El semblante de Mike Parron se demudó ligeramente.
—Pase, capitán.
Ormsby se quitó el sombrero y cruzó el umbral. Parron vivía en un pequeño apartamiento, el cual aparecía bastante desordenado. Vio numerosos libros, la mayoría de ellos obras de teatro famosas, así como bastantes revistas de índole profesional. Sobre un diván había lo que parecía ser el original de una obra de teatro.
—Siéntese, capitán —ofreció el muchacho—. ¿Un cigarrillo? Le invitaría a beber, pero me imagino que me va a contestar con la frase consagrada por el uso: «Estoy de servicio» —añadió, con forzado buen humor.
—Es una frase ya un poco fuera de servicio —parodió Ormsby con una sonrisa—. A veces, un policía, hoy día, tiene que atender las conveniencias sociales. De todas formas, no me apetece beber ahora, muchas gracias, señor Parron.
Encendió su cigarrillo y el del muchacho. Mientras lo hacía pudo darse cuenta de que Parron estaba bastante nervioso. El anillo con una gran piedra que tenía en la mano izquierda emitía vivos centelleos.
—Espero sus preguntas, capitán —dijo Parron con voz tensa.
—Se refieren a Susan Calloway, naturalmente. ¿Ha leído la Prensa?
—Sí.
—Entonces, ya se habrá enterado de la forma en que murió Susan.
—Sí.
—Usted fingía que le disparaba dos tiros por la espalda.
—Sólo lo fingía, capitán.
Ormsby expulsó el humo de su pitillo.
—Por supuesto. Pero ¿no le parece raro que Susan fuese asesinada tres veces, las tres de la misma forma en que se había ensayado la víspera?
—A mí me parece todo lo contrario —dijo Parron, con cierto énfasis en su acento.
—Explíquese, por favor —rogó el joven.
—Fue una misma persona el asesino. Lo que pasa es que quiere inculparnos a los tres que realizamos ayer tarde los ensayos.
Ormsby se detuvo unos momentos a considerar la sugerencia del muchacho. Tal vez sí, ¿por qué no podía haber ocurrido el crimen de aquella manera?
—Bien, en tal caso, dígame de quién sospecha usted, señor Parron.
—De Hymes y de Clancey —respondió el muchacho sin vacilar.
—¿Por qué?
—Ambos estaban enamorados de Susan. Las escenas que se ensayaron ayer tarde tenían un fondo de veracidad.
—Néstor Scrimer no me ha dicho eso —alegó Ormsby.
Mike Parron soltó una estridente risita.
—¡El buen Néstor…! —dijo—. Siempre presumiendo Se su arte… Y ciertamente, no hay que regatearle cualidades, pero no ve más allá de sus melenas. El ni siquiera hubiera sospechado que tanto Hymes como Clancey estaban chiflados por la bella, orgullosa, altiva y despótica Susan Calloway, una hermosa y casquivana mujer, que coqueteaba con todo el mundo, a todos daba esperanzas y de todos se burlaba, pero que no hacía caso de nadie, porque sólo se amaba a sí misma, a su cello rostro, a su cuerpo de diosa… Y a sus reconocidas facultades artísticas.
Carroll Ormsby estudió durante unos segundos el rostro del muchacho, cuya frente se hallaba cubierta de minúsculas gotitas de sudor. Su respiración era un tanto acezante y la piel de sus facciones había enrojecido ligeramente, como consecuencia de la larga parrafada que acababa de soltar.
—¿Usted no estaba enamorado de ella? —preguntó.
—¿Quién, yo? —rió Parron agriamente—. Vamos, capitán; soy joven, pero no tonto. No me hubiera casado con Susan Calloway ni por todo el oro del mundo… suponiendo que ella hubiese tenido intenciones de casarse conmigo, claro.
Le mentía, pensó Ormsby. También el muchacho había estado enamorado de la Calloway y ahora desahogaba su despecho por los desdenes que, sin duda, había recibido de la muerta. Pero tal vez convenía considerar las posibilidades de Hymes y Clancey.
—Entonces, como actriz era magnífica, aunque pésima en su conducta.
—Sí. Entendámonos, capitán, y pongamos las cosas en su punto. Si pretende decir que era una impúdica Mesalina, eso no es cierto, al menos, según lo que yo opino. Lo que sí era cierto es que coqueteaba con todos, a todos se insinuaba, a todos permitía ciertos avances… Y luego disfrutaba enormemente despidiéndolos, tras haberse burlado de ellos desvergonzadamente.
—Comprendo. Así pues, salvo que la estocada, el estrangulamiento y los tiros de ayer tarde fueron fingidos, lo demás hubiera podido decirse que era real.
—No estaba muy alejado de la verdad, es cierto, pero sólo en lo que se refiere a Hymes y Clancey. Lo mío fue ficción auténtica.
—¿Cómo puede asegurarlo, señor Parron?
El muchacho sonrió ligeramente.
—Le recomiendo que vaya a la calle Hudson, ciento setenta. Pregunte por la señorita Peg Miller. Es mi prometida. Vamos a casarnos muy pronto.
—Le felicito —expresó Ormsby gravemente—. Y. dígame; ¿dónde estaba usted esta madrugada, entre cinco y siete de la mañana?
—En la calle Hudson, ciento setenta —respondió Parron sin vacilar—. Oh, no piense nada malo. Dormí en una habitación aparte. Lo hago muchas veces, cuando ella y su madre me invitan a cenar y luego me quedo de velada con ellas, generalmente contemplando el programa de televisión. Salí de casa de Peg a las siete y media, para ir a mi trabajo en las oficinas de seguros donde estoy empleado. Los estudios de actor son una cosa accesoria. Me gusta mucho, esto es todo.
Ormsby reflexionó unos momentos. Sería cosa de comprobar la coartada del muchacho, aunque era seguro que le había dicho la verdad. ¿Podía ser el asesino uno de los otros dos aspirantes a actor?
Se puso en pie.
—Muchas gracias, señor Parron. Tal vez le necesite para completar sus declaraciones en debida forma.
—Estaré a su disposición siempre que me necesite, capitán —contestó Mike Parron.
Una vez en la calle, sentado ya al volante de su automóvil, Ormsby reflexionó unos momentos. ¿Tres asesinos? ¿Uno solo?
El crimen se presentaba endiabladamente complicado. Podía haberse producido tal como había sugerido el doctor Misch, pero también podía darse el caso de que una sola persona fuese el asesino, cometiendo una triple muerte para confundir y despistar a la policía.
Ello, sin embargo, requería unas dosis de ingenio, astucia y sangre fría nada comunes. Si había sido un nombré solo, tenía que haber dejado pasar cierto tiempo entre los disparos, el estrangulamiento y la estocada, a fin de simular que tres hombres habían matado a Susan Calloway.
Pero si había seguido fielmente los procedimientos que se habían ensayado la víspera, ¿por qué había invertido su orden, dado que los disparos, en la ficción, se habían hecho en último lugar?
Esto era algo que no comprendía por el momento. No sabía a qué carta quedarse; si con la de los tres homicidas, uno de los cuales sólo era el verdadero culpable, ya que los dos restantes, en tal caso, únicamente habrían atacado a un cadáver, o el de un solo asesino, el cual, en dicho caso, habría preparado la escena para hacer creer que Susan Calloway había sido muerta sucesivamente por tres de sus desdeñados pretendientes… uno de los cuales aseguraba no serlo. Porque Mike Parron, a pesar de sus afirmaciones, lo había visto claro, también había estado enamorado de Susan Calloway.
Y aunque el muchacho había dormido en casa de su prometida, bien podía haber salido subrepticiamente a las cuatro de la mañana, cometido el crimen, abandonar el estudio a las seis y llegar sin que Peg Miller y su madre, dormidas, se hubiesen enterado de su salida.
Era una posibilidad que no debía desdeñar, se dijo.
Dio gas, embragó y arrancó.
* * *
Pearl Brisson se despertó de pronto, inquieta y nerviosa, aunque sin saber la causa. Quizá era la cama que extrañaba un tanto; acaso el hecho de que al día siguiente de su llegada se había visto envuelta en un crimen extraño, en el cual apenas si había dejado de pensar un solo momento… Tal vez se debía al nuevo empleo con el doctor Janswar. No sabía definir bien las causas de su nerviosismo.
Echando el embozo a un lado, metió los pies en las zapatillas y se puso la bata. Por la ventana entraba bastante luz, procedente de los faroles de la calle, así que no se molestó en encender la de la mesilla. Lo que deseaba en aquellos momentos era un cigarrillo y sabía que se había dejado los útiles en la salita inmediata.
Dejó el dormitorio y entró en la estancia contigua. El paquete de tabaco y su encendedor se hallaban sobre una mesita baja. Tomó un cigarrillo y cuando se disponía a apretar el resorte del encendedor, divisó algo que la paralizó momentáneamente.
¡Había alguien en el estudio de arte!
El hecho le extrañó, porque el intruso no había encendido la luz, sino que usaba una linterna portátil, a juzgar por los centelleos que, con irregulares alternativas, se divisaban a través de la ventana. A veces se veía un gran resplandor y otras veces, el estudio quedaba sumido en la oscuridad.
Durante algunos segundos, Pearl pareció convertida en una estatua. De pronto, comprendió lo que ocurría.
¡El asesino había vuelto al lugar del crimen!
Durante unos momentos se quedó completamente quieta, incluso con la respiración en suspenso. Se preguntó qué podría haber hecho regresar al asesino.
Pearl no creía en la leyenda, según la cual, el asesino, atraído por un morboso instinto, por un sentimiento inconfesable, vuelve siempre al sitio donde mató a su víctima. Por lo menos, no en aquellas circunstancias.
Porque, según estaba deduciendo, lo que hacía el desconocido —el asesino, según su íntimo convencimiento—, era buscar algo que debía haber olvidado en el momento de matar a Susan Calloway y que, casi con toda seguridad, se le había pasado por alto a la policía.
Entonces, se dijo, lo mejor era llamar a la Jefatura. Tal vez, un coche, a toda prisa, sin utilizar la sirena, podría llegar a tiempo para detener al misterioso sujeto que aún continuaba deambulando por el estudio.
Retrocedió sin perder de vista la ventana de la casa de la acera de enfrente. Casi a tientas, levantó el auricular y marcó un número.
—¿Operadora? ¡Por favor, es urgentísimo! ¡Comuníqueme con la Jefatura de Policía!