CAPÍTULO VIII

A Pearl Brisson no se le podía quitar de encima la imagen del sujeto examinando el estudio a las dos de la madrugada. Era ya hora de acostarse, y sin embargo, continuaba en pie, examinando la que ya consideraba como ventana fatídica.

Fumaba el cigarrillo con largas inhalaciones, quieta, respirando pausadamente. Para Pearl, no cabía la menor duda de que el asesino era el hombre que había visto a través de la ventana. ¡Si pudiese saber quién era…!

Un extraño hormiguillo recorrió su cuerpo. La idea que acababa de ocurrírsele la dejó unos instantes sin aliento. Inmediatamente fue desechada, pero con no menos rapidez volvió a tomar cuerpo en su imaginación. ¿Por qué no hacerlo?, se dijo una y otra vez.

El caso era… ¿Y si el capitán Ormsby se enteraba? Bueno, en todo caso, siempre podría decirle que había tratado de ayudarle.

Aplastó el cigarrillo contra el cenicero, una vez hubo tomado la decisión. Tomó el bolso y salió, cerrando el aparcamiento con llave. No necesitó apagar la luz, porque hacía rato que ya lo había hecho.

Momentos más tarde se hallaba en la puerta del edificio. Cruzó el umbral. El conserje de noche estaba atendiendo en aquellos momentos una llamada telefónica. Una pareja se hallaba junto al mostrador.

Aprovechó el momento y pasó por delante, levantando ligeramente los tacones, para producir un mínimo de ruido. A fin de no llamar la atención del conserje ni de la pareja se dirigió hacia la escalera, alcanzando el primer rellano en pocos instantes.

Cuando el vestíbulo desapareció de su vista, lanzó un gran suspiro de alivio; había pasado sin ser vista. Tal vez había hecho el asesino una cosa semejante.

Llegó al tercer piso. Sacó el bolso y se puso unos guantes de fina piel negra. Asió el pomo y lo hizo girar. Había supuesto bien; el estudio se hallaba cerrado con llave.

Pero ella tenía un excelente medio para entrar sin necesidad de utilizar la puerta. Caminó hasta el consultorio del doctor Janswar, sacó la llave, que el médico le había confiado, a fin de que estuviese en su puesto ya cuando él llegase por las mañanas y le tuviera todo preparado, y abrió la puerta.

Atravesó la sala de espera y el despacho del doctor, dejando a la izquierda la sala de reconocimientos, el laboratorio y el cuarto de Rayos X. Directamente, sin el menor titubeo, se encaminó al cuarto de baño.

Se acercó a la ventana y levantó el bastidor. A un metro de distancia, haciendo ángulo recto, había una ventana similar. Mordióse los labios un momento, buscando un medio de levantar el bastidor.

No tardó en hallarlo. Entre el instrumental del médico había escalpelos, algunos de buen tamaño. Cogió uno y regresó al baño.

Había en la pared exterior un saliente de unos treinta centímetros de ancho. Con el bolso pasado por el brazo izquierdo, salió fuera, remangándose la falda hasta los muslos, y puso los pies en el zócalo.

Afortunadamente era de noche y no pudo ver el fondo del patio interior. Quizá la altura le habría hecho sentir vértigo, pero en aquellos instantes su excitación era tal, que le impedía sentir miedo por su peligrosa situación.

Sacó lentamente el escalpelo y lo insertó en la parte baja del bastidor, introduciéndolo por la ranura que había entre éste y el marco hasta el mango. Hizo una ligera presión y el bastidor subió unos centímetros.

El resto resultó fácil. Momentos más tarde pasaba, a través del cuarto de aseo, al despacho del estudio teatral.

Encendió la luz. No le importaba en absoluto; sabía que no iba a venir nadie.

Empezó a registrar todo minuciosamente papel por papel, sin excluir las facturas. Halló algunas cartas de acreedores, dos o tres de las cuales expresaban con términos llenos de enérgica cortesía, pero sin dejar lugar a dudas sobre cuáles eran sus intenciones, los deseos que tenían de que el director de la academia cancelase cuanto antes aquellas facturas. Al parecer, pensó Pearl, la situación económica de Néstor Scrimer no era muy boyante.

Continuó registrando. De los cajones pasó a un armario archivador, uno solo de cuyos cajones estaba ocupado. Los restantes se hallaban vacíos.

Pearl examinó las carpetas correspondientes a los alumnos. La de Susan Calloway contenía datos interesantes respecto a ella.

Pero no había nada que pudiera servirla en sus pesquisas. Decepcionada, se mordió los labios, mirando pensativamente en torno suyo.

Regresó a la mesa. Había allí una carpeta de tipo anticuado, con el sobre de papel secante. Vio señales de algunas palabras escritas con tinta, que habían sido secadas después de escritas. De repente, una súbita inspiración acudió a su mente.

Abrió el bolso y sacó el espejito que llevaba en él. Tomando la carpeta con una mano, colocó el espejito enfrente. Las palabras, invertidas al secarse, quedaron en posición normal merced a la reflexión del espejo.

Divisó parte del nombre de la difunta: Susan Callow… Y luego un nombre masculino: Andy Renfrew. Debajo el nombre, restos de una dirección: …rey Street. Pero el número había sido escrito antes y secado por sí solo, sin intervención del secante.

Intrigada, repasó de nuevo los nombres y la dirección. ¿Quién era aquel Andy Renfrew? ¿Quizá un alumno de la academia?

Por supuesto, no era ninguno de los tres implicados en el asesinato… Bien, su implicación era un tanto relativa, pero a fin de cuentas tenían cierta conexión con la muerte de Susan Calloway.

De pronto, un ruido que llegó a sus oídos heló la sangre en sus venas.

¡Había alguien en el estudio!

Los pasos sonaban lentos, pausados, y se dirigían rectamente hacia el despacho.

Durante un par de segundos, Pearl se sintió aterrada.

¿El asesino otra vez?

Miró hacia el escalpelo que había dejado apoyado en el alféizar de la ventana. Pero casi en el acto divisó otro objeto que le pareció de efectos más contundentes.

Levantándose de un salto, corrió silenciosamente hacía una mesita baja que había en un rincón y agarró una figurita de barro cocido que servía de adorno. Un segundo después apagó la luz y se situó al lado de la puerta, con la estatuilla en alto.

La puerta se abrió lentamente. Pearl pudo percibir incluso la respiración del individuo. Un poco de luz de la calle penetraba a través de la ventana del despacho y ello le permitió divisar el brillo de una pistola en la mano del sujeto.

La muchacha llenó sus pulmones de aire. Bajó la estatuilla y golpeó con todas sus fuerzas. Pero el individuo pareció intuir su ataque y saltó hacia adelante, esquivando el golpe.

Pearl cayó al suelo. La estatuilla se escapó de sus manos, que había extendido instintivamente para reducir los efectos de la caída, y se rompió con gran estrépito.

Inmediatamente, sonó una voz imperativa:

—¡No se mueva! ¡Permanezca quieto donde está! ¡Le tengo cubierto con mi revólver y si veo que se mueve, tiraré a dar!

Pearl ahogó una exclamación de sorpresa al reconocer la voz del sujeto.

—Me rindo, capitán Ormsby. Soy Pearl Brisson.

—¡Usted!

La voz del joven sonó explosivamente. Sacó un encendedor, con cuya llama se alumbró lo suficiente para encontrar el interruptor de la luz.

Pearl se sentó en el suelo, cubriéndose las piernas con la falda. Su lindo semblante expresaba la consternación que sentía.

En cambio, el de Carroll Ormsby expresaba un sentimiento muy distinto: La indignación.

—¡Por todos los diab…! ¿Qué es lo que hace usted aquí, señorita Brisson?

—Si le dijese que esperaba el autobús, usted no me creería, ¿verdad? —contestó ella, avergonzada—. Deme la mano y ayúdeme a ponerme en pie, capitán. Admito su severidad, pero no su falta de galantería.

—Está bien, detective aficionada —gruñó Ormsby, quien ya había guardado la pistola—. Como me imagino de sobra que vino aquí a buscar algo, espoleada por sus sentimientos de colaboración con la justicia, bien mezclados con su insaciable curiosidad, dígame de una vez qué es lo que ha encontrado.

—Dos nombres y parte de una dirección —respondió ella, alisándose la falda con ambas manos—. Uno de los nombres, aunque no completo, es el de la muerta. El otro pertenece a un caballero que no ha sido citado hasta ahora con relación al asesinato de Susan Calloway. Y en cuanto a la dirección, sé que es de una calle que termina en «… rey».

Ormsby hizo una mueca.

—Calle Mercy, cuatrocientos sesenta y dos. Es, era, el domicilio de Susan Calloway. —Ormsby dulcificó un poco la expresión de su rostro—. Apuesto a que lo halló en el secante de esa carpeta, ¿no es eso?

—Ya me imaginaba que usted no dejaría pasar por alto semejante detalle, capitán —sonrió ella de mala gana—. Bueno, quizá alguno de los alumnos escribió ahí alguna carta para la pobre muchacha.

—Sí, eso pienso yo —convino el joven. De pronto, exclamó—. ¿Cuál es el otro nombre? Usted dijo que había dos, señorita Brisson.

—Andy Renfrew —contestó Pearl—. Pero a mí me parece que no tiene nada que ver con este asunto.

—No tiene nada que ver, ¿eh? —murmuró él pensativamente—. Vamos a ver el archivo.

El nombre de Andy Renfrew no figuraba para nada entre los de los alumnos pasados y presentes del estudio. Ormsby se sintió muy preocupado al captar el detalle.

—Ese nombre no estaba escrito cuando yo examiné el papel secante —dijo, sacando cigarrillos.

—Acaso no tenga nada que ver con la muerte de Susan —apuntó ella—. He leído cartas de varios acreedores…

—Vamos a ver —dijo él, dirigiéndose de nuevo hacia la mesa.

Minutos más tarde comprobaban que Andy Renfrew no era ningún acreedor de Scrimer. Ormsby se sintió muy desconcertado, aunque no tardó en rehacerse.

—Bueno, tal vez se refiera a algún amigo particular de Scrimer —sugirió Pearl.

Ormsby sacudió la cabeza.

—La letra no pertenece a Scrimer —manifestó.

Tengo muestras de ella y puedo afirmar que el director del estudio no ha escrito esas dos palabras.

—Quizá fue algún alumno a quien Scrimer le permitió escribir una carta desde su despacho.

—Así debió ser —convino el joven. De pronto se puso las manos en los costados y mirándola de hito en hito, preguntó—: Bueno, mi linda detective aficionada, y ahora, ¿querrá decirme el procedimiento empleado para entrar en el estudio sin ser vista?

Pearl sonrió.

—El conserje estaba ocupado hablando por teléfono —respondió—. Además, había una pareja que le tapaban casi completamente.

—Entiendo. Diga.

—Bueno, aparentemente, el consultorio del doctor Janswar está alejado de la academia, pero hace ángulo con ésta, y por lo tanto, los cuartos de aseo quedan casi juntos.

Ormsby la contempló con admiración.

—Confieso que a mí no se me hubiese ocurrido una cosa semejante. Yo creí que el tipo que estaba ayer husmeando con una linterna en la mano salió antes que nosotros y escapó por el tejado. Se lo dije al sargento Lomas y éste confirmó mi suposición. Pasó a la azotea de otra casa y halló una de las puertas de acceso a la escalera abierta.

—¿Quién sabe si se escondió en el cuarto de aseo del consultorio al oírnos entrar y luego, cuando nos marchamos, salió tranquilamente por la casa de al lado?

—Es posible que así fuera —dijo él—. Y ahora, puesto que ya hemos terminado, ¿no le parece que es hora de regresar a casita?

—Por mí, encantada. Pero, dígame, capitán, ¿qué ha venido a hacer usted aquí?

—Lo mismo que usted —respondió el joven con gran desparpajo—. Pero, como no he encontrado nada, me retiro por el foro, decepcionado y lleno de rubor por el fracaso de mi esfuerzo.

—Bueno, al menos consiguió algo.

—¿Qué? —preguntó él.

—Encontrarme a mí, capitán. ¿Le parece poco?

—Visto desde el aspecto personal, me parece estupendo. Ahora bien, si lo contemplamos desde otro ángulo, es un fracaso.

—No le entiendo —dijo ella, extrañada.

—Mi querida señorita Brisson; tengo la sensación de que en esta academia teatral está el busilis, el intríngulis, el meollo… la clave del asunto de la muerte de Susan Calloway… y de otro de sus admiradores, Gaston Hymes.

Pearl sintió que se le paralizaba el corazón.

—¿Hymes… ha muerto? —dijo temblorosamente.

—Así es. Atravesado con su propio estoque.