CAPÍTULO XI

—Pero no podrían probar que fui yo el que mató a Susan —exclamó Andy Renfrew, una vez instalados en el despacho de Carroll Ormsby, en la Jefatura.

—Todo depende —contestó el joven serenamente— de la coartada que sepas presentarnos, muchacho, pero más que nada, de los motivos que llevaron a Susan al estudio a las cinco de la mañana. ¿No crees que es una hora más bien intempestiva?

—Susan era así; hacía lo que mejor le parecía, sin consultar a nadie —dijo Andy Renfrew—. A veces, yo creo que ni a sí misma.

—Es decir, que hacía las cosas impulsivamente.

—Así es… era, mejor dicho, capitán.

Lomas entró con tazas de café. Ofreció una al joven y otra a Renfrew.

—Pero no me irás a decir que fue al estudio a semejantes horas sólo porque le acometió un impulso irresistible, Andy —arguyó Ormsby—. Uno puede sentir el impulso de tomarse una copa de licor o, hasta si me apuras, de darle dos bofetadas a un tipo particularmente antipático, pero nunca el de echar a correr a las cuatro de la mañana, para llegar a la academia a las cinco. ¿A qué fue Susan allí a tales horas?

Renfrew se encogió de hombros.

—¿Cómo diablos quiere que lo sepa? ¿Es que no ve que vivíamos separados? ¡La vida, para mí, era un infierno! ¡Estaba dispuesto a estallar en cualquier momento!

—Y la explosión se produjo —cuando mataste a Susan— intervino el sargento.

—¡Mentira! ¡Eso no es cierto!

—Pruébalo, Andy —dijo Lomas.

El muchacho miró a los dos policías. Una torva sonrisa apareció en sus labios.

—Tomen nota de estos nombres —dijo Y después de citarlos, así como sus domicilios, añadió—: Estuvimos jugando al póker hasta que clareó el día.

Ormsby y Lomas se miraron en silencio. Renfrew no habría presentado una coartada con nombres y domicilios, de no ser cierto. Una o dos personas podían ponerse de acuerdo para ayudar a una tercera, pero más ya resultaba difícil. Si decían la verdad, no podrían contradecirse.

—Bueno —reaccionó el— joven —entonces, si tenías una coartada tan buena— que luego comprobaremos, tenlo por seguro —¿por qué mil diablos te resististe al arresto? ¿Por qué no te presentaste a la policía apenas dieron los periódicos la noticia de la muerte de tu esposa?

El muchacho se quedó cortado.

—Vamos, habla —dijo Lomas—. El capitán te ha hecho dos preguntas. Responde.

—¿Es que has hablado con tus amigos para que declaren que a las cinco de la mañana estabais jugando al póker? —habló Ormsby—. Alguno de ellos será casado, me imagino yo; su esposa me dirá a qué hora regresó de la partida y… ¿No comprendes que también una coartada puede destruirse?

—¡Estuve jugando! —chilló Renfrew—. ¡Vayan y pregúntenles! ¡Todos dirán lo mismo, capitán!

—Muy bien. Démoslo por sentado. Ahora, Andy, dime por qué no te presentaste cuando se dio la noticia de la muerte de Susan.

El muchacho se encogió de hombros.

—¿Para qué? —dijo con amargura—. Llevábamos dos años casados. El último había sido un infierno para mí. Vivíamos separados… Ella decía que el matrimonio la perjudicaría en su carrera. —Soltó una estridente carcajada—. ¡Carrera, bah! ¡Tenía ya veintitrés años más bien corridos y la actriz que lo es de veras ya destaca antes de los veinte! ¡Ella no hubiese podido pasar nunca de segundos papeles y eso en ciudades como ésta, nunca en un Nueva York o San Francisco! Pero era así, obstinada, egoísta…

—Y casquivana —dijo Lomas.

Renfrew apretó los labios.

—Prefiero no contestar, sobre ese tema —gruñó.

—Pues tendrías que decirnos algo, Andy —aconsejó el capitán—. ¿Qué sabes de sus… devaneos?

—¿Saber? Si vivíamos separados por culpa del maldito teatro, ¿cómo quiere que esté enterado de lo que hacía en sus veinticuatro horas diarias libres de mí? —Renfrew montó una pierna sobre la otra—. ¿No tienen un cigarrillo?

Ormsby hizo una seña. Lomas entregó un cigarrillo al joven y luego se lo encendió.

—Bueno —insistió el joven—, hablábamos de los devaneos de Susan.

Renfrew le miró fijamente.

—En todo caso, habría sido con un hombre de dinero. Sí —sonrió sarcásticamente—; era dura, egoísta… y muy aficionada a todo lo que el dinero podría proporcionarle.

—Quizá puedas citarnos un nombre, Andy.

—Había un tal Clancey entre los compañeros de Susan. Es hombre de grandes posibilidades. Si no era con ése, con ninguno; ella no se dejaba seducir solo por un hombre apuesto… Salvo en mi caso, porque la pesqué en un cuarto de hora tonto, que ya no volvió a tener más.

Ormsby se sorprendió.

—De modo que Clancey es rico —dijo—. Entonces, ¿por qué acudía a las clases de Scrimer?

—Porque iba Susan —rió Renfrew—. Si Susan se hubiese matriculado en una escuela del hogar, Clancey lo habría hecho.

El joven analizó durante unos momentos las respuestas de su prisionero. Luego, de repente, dijo:

—Enséñeme las manos, Andy.

Renfrew obedeció. Estaban limpias, sin anillos.

—Perdí el de la boda esa noche, en la partida de póker —dijo con desfachatez—. Me limpiaron.

Ormsby metió la mano en el cajón y extrajo un objeto que enseñó al muchacho.

—Era de Susan. ¿Lo quieres?

—¿Yo? ¿Esa porquería? ¡Tírelo por el sumidero!

Ormsby guardó el anillo en el cajón.

—Muy bien, Andy —dijo—. Ahora, un taquígrafo, delante del sargento Lomas, tomará tu declaración. Repetirás todo cuanto has dicho y firmarás una vez que la declaración haya sido puesta en limpio. Después, podrás irte.

—¿Cómo? ¿No me detiene? —se sorprendió el muchacho.

—Por el momento, prefiero dejarte libre, aunque puedo acusarte de haber agredido a la autoridad y usado arma sin licencia. Así que pórtate bien o de lo contrario te verás metido en un verdadero lío.

Renfrew le miró con suspicacia.

—Usted lo que quiere es que yo le sirva de cebo… O que vaya por ahí, seguido a todas partes por un polizonte, para ver qué errores cometo y entonces echarme el guante, acusado de la muerte de Susan.

—Tal vez sea como dices, Andy —contestó el joven, impasible.

* * *

La señora Strong salió al paso de Pearl Brisson con un periódico en la mano, cuando la muchacha cruzaba el pasillo en dirección al ascensor, para dirigirse al trabajo.

—¿Ha visto usted, señorita Brisson? —exclamó la mujer—. ¡Quién lo iba a decir!

Pearl se extrañó.

—¿Quién lo iba a decir… qué?

—Este muchacho —le enseñó una fotografía que traía el periódico en la primera plana—. ¡Cómo iba a suponer yo que fuese el esposo de la pobre Susan Calloway!

La muchacha examinó la fotografía y el pie de la misma. Frunció el ceño.

—No sabía que Susan estuviese casada —mintió.

—Yo tampoco —dijo la señora Strong—. Con la de veces que he visto a su esposo en este mismo edificio.

—¡Cómo! ¿Es que vivía aquí? —preguntó Pearl.

—Oh, no, en absoluto. Trabaja en unas grandes oficinas que casi ocupan todo el piso superior. Bueno, él no es un oficinista propiamente dicho, sino el mecánico que vigila las máquinas electrónicas calculadoras que usan en esa oficina. Creo que se dedican a hacer cálculos, pruebas y ensayos de costos para otras empresas, pero no me pregunte más. Y bueno, si le dijese yo lo que organizan ahí arriba después de que todo el mundo se va…

—Orgías, supongo —sonrió Pearl, vivamente excitada en su interior.

—No de la clase que usted supone. —La señora Strong hizo un gesto sumamente significativo, frotándose el pulgar y el índice—. Juego, querida niña. Cuatro o cinco pájaros de cuenta… El esposo de la señora Roberts, que vive en el piso inferior, también era de la partida, hasta que su mujer se plantó y le dijo que podía elegir entre ella o las cartas…

Pero Susan ya no la escuchaba. Su mente trabajaba con gran actividad, tratando de hallar las debidas conexiones entre la noticia que acababa de recibir y la muerte de Susan Calloway.

A mediodía, mientras almorzaba con Ormsby, dijo:

—También desde el piso de arriba puede verse el estudio, capitán. Y lo que es más, pudo haber salido, abandonando la partida unos momentos fingiendo que iba al lavabo, cruzar la calle, llegar hasta la academia y matar a su mujer.

Ormsby se frotó la mandíbula.

—Es muy posible, en efecto. Le habría costado muy pocos minutos, no más de cinco. Haré comparar las balas que se encontraron en el cuerpo de Susan con las del revólver de Andy.

—¿Es eso sólo lo que se le ocurre? —preguntó ella.

—¿Qué más quiere que haga, Pearl?

—Pues ir a ver a Andy Renfrew e interrogarle acerca de su trabajo, de que podía ver lo que pasaba desde las ventanas de las oficinas, de la partida de póker… Saber que trabajaba en la casa situada frente al estudio de Scrimer introduce un nuevo elemento en el problema, ¿no le parece?

Ormsby se frotó la mandíbula. Sí, realmente, era un dato nuevo, del cual convenía extraer las pertinentes consecuencias.

—Muy bien, pero mientras tanto, ¿por qué no acabamos de comer? Andy no se nos va a escapar, digo yo.

—Como quiera, capitán —contestó ella—. Pero recuerde que he sido yo la que traje ese dato, y que me merezco una recompensa.

—¿Cuál? —sonrió él.

—Acompañarle a usted y presenciar el interrogatorio de Andy.

—El doctor Janswar se quejará de que ha contratado a un detective, en lugar de una enfermera —sonrió Ormsby.

—Esta tarde debe asistir a una importante conferencia y no tengo trabajo, de modo que puedo ir con usted perfectamente.

—¿Sabe lo que le digo, Pearl? Verá, de no haber sido por su oportuna llegada a la ciudad, muchas cosas se nos habrían pasado por alto. Incluso el asesino de Susan Calloway y de Gaston Hymes habría quedado en la impunidad.

—¡Pero si todavía no le ha detenido!

—Es cierto. Sin embargo, todo lo que sabemos gracias a usted, nos habría costado mucho más tiempo saberlo, y entonces, tal vez el asesino habría tenido tiempo de escapar. O de crearse unas defensas insalvables para nosotros.

—Si fue Renfrew, poca defensa puede tener —alegó Pearl. Se quedó pensativo unos momentos y luego dijo—: ¡Es curioso…!

—¿A qué llama usted curioso?

—Todos los hombres que conocieron a Susan Calloway la motejan de casquivana, coqueta, vana, egoísta, ansiosa de fama —y de dinero también—, acusaciones tal vez exageradas, aunque con un indudable fondo de verdad; pero sólo uno la defendió encarnizadamente.

—Jerry Clancey.

—Justamente. Me pregunto por qué lo haría.

—Dijo que la amaba apasionadamente, sin esperanzas, por lo que puede deducirse.

—Tal vez la idealizó en exceso. Le hubiese gustado que fuese una mujer buena, honesta, de grandes sentimientos, de carácter noble, y precisamente porque la amaba y ya estaba muerta, no quería que nadie echase barro sobre su figura.

—Don Quijote idealizó a su Dulcinea en una basta y zafia aldeana, y para él era la mujer más hermosa del mundo.

—Así debía ocurrirle a Clancey —convino la muchacha pensativamente.

—Entonces, por la misma razón, es el más sospechoso de todos.

Pearl se sorprendió.

—No entiendo, capitán.

—Pues es bien sencillo. Cuando un tipo, sobre todo de los años de Clancey, piensa de ese modo, su mente llega a perturbarse. Entonces, en el caso de Clancey, la mujer a quien amaba tenía todos los defectos y muy pocas, por no decir ninguna virtudes. El hubiese querido que fuese la mujer perfecta y al no ser así, sabiendo, además, que no podía conseguir reformarla, la mató. Hay tipos de ese calibre, Pearl, créame.

Ella asintió con gesto preocupado.

—Es muy posible que así —sea— concordó.

Poco más tarde terminaron el almuerzo. Carroll Ormsby satisfizo la cuenta y a continuación se dirigió a la salida en compañía de la muchacha.

La primera sorpresa que recibieron, fue que Andy Renfrew no estaba en su lugar de trabajo.

—Dijo esta mañana que no se encontraba muy bien —les informó un empleado.

Los dos jóvenes se miraron con gesto sorprendido. De repente, Ormsby agarró por el brazo a Pearl y echó a correr.

—¡Vamos! —gritó—. Démonos prisa, antes de que sea demasiado tarde.

Montaron en el coche. Aunque no llevaba distintivos policiales, sí disponía de sirena y radioteléfono. La sirena les abrió paso y mientras conducía con una mano, Ormsby llamó a Lomas y le ordenó que acudiese urgentemente a casa de Andy Renfrew.

Pearl se sentía muy aprensiva.

—¿Cree que llegaremos a tiempo? —preguntó, interpretando también los temores del joven.

—Me gustaría tener esa suerte —contestó él sombríamente, pero sin apenas esperanzas en su interior.

Poco después llegaban a casa de Renfrew. El joven se lanzó escalera arriba, seguido por Pearl, aunque sacó a la muchacha una notable ventaja. Cuando llegó a la puerta, se dio cuenta vagamente de que alguien había reparado la cerradura estropeada el día anterior, acaso el propio Renfrew.

Llamó con grandes golpes.

—¡Andy, Andy! —gritó—. ¡Soy el capitán Ormsby! ¡Abra, pronto!

Ninguna respuesta les llegó del interior. Entonces, el joven tomó impulso y cargó contra la puerta, haciendo saltar la cerradura por segunda vez.

Apenas hubo franqueado en el umbral, vio que sus temores se habían confirmado.

Andy Renfrew yacía en el suelo, completamente inmóvil.