CAPÍTULO XIII
Carroll Ormsby contempló durante unos segundos al hombre que tenía al otro lado de la mesa y que, a su vez, le miraba con expresión entre especulativa e irónica.
Afuera estaban los periodistas. Había tenido que bregar duramente con ellos para poder entrar en su despacho. La noticia del arresto de Jerry Clancey se había extendido rápidamente y los «chicos de la Prensa» estaban impacientes por conocer más detalles del asesino.
—No está probado que fuese él —había dicho el joven—. Hay que demostrarlo antes de formular una acusación en regla.
Pero nadie le había creído y sabía que más de un periódico se apresuraría a lanzar una edición especial con la noticia. De todas formas, a él no le importaba gran cosa. Era Clancey quien le interesaba.
—Andy Renfrew le acusa de haber querido estrangularlo —dijo.
—Falso —protestó Clancey con relativa compostura.
—Renfrew le conoce. No hay dudas y ni siquiera estaba bebido.
—Llame a mi casa. Mis hermanos le dirán dónde estaba en ese momento, capitán.
—Enséñeme sus manos, señor Clancey.
El detenido obedeció.
—Son fuertes —comentó Ormsby—. Capaces de cortar una vida humana por estrangulación.
—Si usted lo dice… —contestó Clancey cortésmente.
—¿Por qué quiso asesinar a Renfrew?
—Ya le he dicho que yo no fui, capitán.
—Renfrew está dispuesto a jurarlo. Ése es un mal negocio para usted, señor Clancey.
El hombre del pelo casi blanco se encogió de hombros.
—Su palabra contra la mía, capitán. No hubo testigos del hecho.
—Luego, admite que quiso matarlo.
—No. He dicho, simplemente, que no hay testigos. Cuando quiero admitir una cosa, la digo claramente.
—A pesar de todo, el fiscal le procesará.
—Tendré que resignarme. Luego, cuando se demuestre mi inocencia, demandaré al Departamento de Policía.
—Estará en su derecho. Pero si demostramos que es culpable de dos muertes y de un intento de asesinato, se sentará en la silla eléctrica.
Clancey sonrió levemente.
—Tendrá que trotar mucho para demostrar usía cosa indemostrable, capitán.
—Somos tenaces, señor Clancey.
—Si me arrancan una confesión con malos tratos, la desmentiré en el juicio. Además, ¿sabe que puedo callarme hasta que venga mi abogado? ¿Me permite que le llame? —indicó el teléfono con la mano izquierda.
—No. Puedo retenerle hasta veinticuatro horas incomunicado. Espere hasta mañana a las cinco de la tarde, en que se cumplirán esas veinticuatro horas. Y mientras tanto, dígame, ¿por qué quiso asesinar a Renfrew?
Clancey hizo un gesto de cansancio.
—Ya le he dicho que yo no he asesinado a nadie, y mucho menos, he intentado hacerlo con ese caballero.
—Pero él le ha visto, no cabe la menor duda.
—Bueno, su palabra contra la mía —insistió el detenido—. ¿Por qué no llama a casa de mis hermanos?
—Porque no serían testigos imparciales, ni aunque, en lugar de exculparle, le acusaran. Usted estaba enamorado de Susan Calloway, ¿no es cierto?
—Ya dije que si la vez anterior, capitán.
—Y le molestaba que otros la amasen también.
El semblante de Clancey se envaró de pronto.
—Mis sentimientos son cosa mía, capitán —dijo hoscamente.
—No, cuando hay dos muertes de por medio —arguyó el joven—. Usted sostiene que Susan era una magnífica mujer, pero la realidad demuestra todo lo contrario. Tal vez, al ver que el ídolo al que usted adoraba tenía los pies de barro, se derrumbó la fe que tenía puesta en él y por dicha razón la mató. De alguna manera, Hymes se enteró que usted la había asesinado, y para evitar que le delatase, —lo mató también.
Clancey sonrió desdeñosamente.
—Ahora dígame, capitán; ¿por qué iba a matar también a Andy Renfrew?
Ormsby adelantó el busto.
—Se lo diré con toda claridad, señor Clancey. Andy Renfrew fue el único, de entre todos ustedes, que consiguió, de una manera real, en todos los sentidos, el amor de Susan Calloway. Bien es cierto que a Susan se le pasó pronto aquel enamoramiento, aunque, quizá por capricho, por tener un hombre más sujeto a su volubilidad, continuaba casada con Renfrew. Pero a usted se le hizo insoportable la idea de que siguiera viviendo el hombre que había conseguido el amor de Susan y por dicha razón trató de matarlo. En realidad, creyó que lo había hecho, aunque, afortunadamente, llegamos a tiempo de salvarle.
—Unos motivos muy complicados, ¿no cree, capitán?
—Todos los motivos de los enamorados, en el fondo, lo son. Y si no, dígame, ¿por qué un hombre de su condición económica tenía que estudiar arte teatral? Si Susan hubiera sido campeona de esquí, usted la hubiese seguido también a todos los centros invernales, ¿no es cierto?
El cuerpo de Clancey se envaró en el sillón.
—Eso no demuestra que yo la matase, capitán.
Ormsby no se amilanó.
—Tres hombres fingieron la víspera de la muerte real de Susan, matarla por tres medios distintos. Luego, usted, a fin de complicar a los otros, aunque se complicase a sí mismo, pero, a la vez, para despistar a la policía, la mató tres veces. Tiros por la espalda, estrangulamiento y estocada. Disparó contra Susan primero y la dejó sentada en el sillón. Media hora más tarde estranguló su cadáver y treinta minutos después, le asestó una estocada, con el mismo bastón de Hymes. O quizá con uno idéntico. ¿Qué supondríamos nosotros, al encontrarnos el cuerpo de Susan muerto de tres maneras distintas? Se lo diré, señor Clancey. Creeríamos que Parron la había matado primero, dejándola sentada en la oscuridad; que usted llegó y, encontrándola sentada en el sillón, la estranguló y que luego Hymes vino también y la acuchilló. De los tres, sólo uno podía ser culpable, Parron, puesto que a los demás no se les podía acusar de asesinato, por haber matado a una muerta, ¿comprende? Pero en realidad, sólo hubo un asesino. Confiéselo de una vez, Clancey.
El detenido escuchó las palabras de Ormsby sin pestañear.
—Negaré siempre, siempre —afirmó rotundamente.
—Muy bien. Volveré a interrogarle. Acabará por confesar, se lo aseguro. La declaración de Renfrew, a estos efectos, será contundente.
Clancey se encogió de hombros.
—Correrá usted un ridículo espantoso, capitán.
—Me arriesgaré —respondió el joven—. Me gustaría saber qué dijo Susan la víspera de su muerte, cuando estaba brindando con todos ustedes por el feliz resultado de los ensayos de su propio asesinato. ¿Les felicitó por lo bien que lo habían hecho?
—Creo que se equivoca, capitán —dijo Clancey—. Yo no ensayé la muerte de Susan Calloway. Llegué al estudio unos minutos después, cuando los ensayos habían terminado ya.
Al oír aquellas palabras, Carroll Ormsby se quedó con la boca abierta de par en par.
* * *
Sentada en un sillón, junto a la ventana, Pearl Brisson se sentía considerablemente defraudada. Carroll Ormsby no la había llamado para cenar.
Se dijo que tal vez habría tenido mucho trabajo con Clancey. Era lógico, por lo que debía esforzarse por soportar con ecuanimidad la ausencia del joven. Sin embargo, le habría gustado que Carroll hubiese acudido a cenar; de este modo, podrían haber hablado exactamente del tema que tanto les preocupaba… y de otros menos desagradables, y quizá, más personales.
Suspiró, mientras, en la oscuridad, contemplaba la ventana del estudio. Días antes había visto representar la muerte de una mujer… muerte que se había realizado pocas horas más tarde. Una mujer joven, hermosa y con un radiante porvenir, se había convertida en unos instantes en un montón de carne yerta y fría.
Extraños resultados los de la muerte de Susan Calloway, se dijo. Una serie de cosas raras hablan, visto la luz; había sucedido de la misma forma que cuando una persona, con un palo, remueve el fondo de una charca aparentemente limpia. Entonces, el fango se agita y enturbia la trasparencia de las aguas.
Tres hombres la habían matado teóricamente, pero tal vez sólo uno había sido el criminal auténtico. Tiros, estrangulamiento y estocada.
Se preguntó por qué, en caso de que hubiese sido uno solo el autor de la muerte de Susan, había invertido el orden de las muertes ensayadas la víspera. Lo lógico hubiera sido empezar por la estocada, pero no; los disparos habían ido en primer lugar.
¿Qué motivos había para un trastrueque semejante?
Dos disparos en la espalda, se repitió.
De pronto, creyó comprenderlo.
Si el asesino había sido uno y quería engañar a la policía, haciéndole creer que eran tres, resultaba lógico que hubiese empezado primero por los disparos.
«Supongamos —se dijo— que yo soy el policía encargado de la investigación y creo en la existencia de tres asesinos sucesivos. Era de noche y el segundo, Clancey, hubiese actuado en la oscuridad, una oscuridad relativa, porque algo de luz penetraba por la ventana, proveniente del alumbrado público. Pero esa luz no habría sido suficiente para descubrir que Susan estaba ya muerta, sino que le hubiese parecido que cansada de esperar al que fuese —a Andy Renfrew, en este caso—, se había dormido en el sillón. Entonces, sin despertarla, le hubiese aplicado las manos al cuello y… La poca luz que penetraba de la calle hubiese permitido, sin embargo, ver la sangre derramada por la estocada, de haberse asestado ésta en primer lugar, ya que era dirigida al corazón. Pero la sangre de los disparos en la espalda no se había visto, como no se veía en efecto. Así, el supuesto segundo asesino, Jerry Clancey, le hubiese aplicado las manos al cuello, creyéndola aún viva, pero dormida…».
Repitió la frase mentalmente dos o tres veces más. ¿Qué encontraba ella raro en aquellas pocas palabras? Le hubiese aplicado las manos al cuello…
De repente, algo chispeó en su mente. Recordó la noche en que vio una lámpara portátil oscilando por el interior del estudio.
¡Ahora ya sabía qué buscaba el asesino!