CAPÍTULO PRIMERO

La víctima se hallaba sentada en un sillón, de espaldas a la puerta. Era una muchacha rubia, muy bonita y de formas agraciadas, y observaba una actitud apacible, como si estuviese esperando a alguien, sin demasiadas prisas o escuchando con deleite algún concierto por la radio.

El sillón estaba situado casi en el centro de la estancia, aunque lo suficientemente cerca de un ventanal, para que la muchacha pudiera ser vista desde los pisos del edificio de enfrente, separados por una distancia de unos veinticinco o treinta metros. Acababa de anochecer y la luz estaba encendida, por lo que podía verse con toda facilidad lo que sucedía en la estancia.

La puerta se abrió sigilosamente. Un hombre entró. Tenía los hombros encorvados, cojeaba de una manera pronunciada y se apoyaba en un bastón para caminar. Pese a todo, el detalle más significativo de su aspecto era el mostacho y la perilla estilo mosquetero, de pronunciado color negro, que adornaban su rostro.

El individuo dio la vuelta al sillón. La muchacha, Susan Calloway, levantó la cabeza.

Discutieron, no muy amigablemente, al parecer. De pronto, el hombre del bigote y la perilla tiró del puño del bastón y sacó a relucir un corto estoque, de unos cincuenta centímetros de longitud. Lanzándose a fondo atravesó el pecho de Susan Calloway.

La muchacha se llevó ambas manos a la herida. Se tambaleó unos instantes, mientras su rostro expresaba un inenarrable sufrimiento, y luego se derrumbó sobre el suelo.

El asesino, fríamente, envainó el estoque y cojeando, se dirigió apresuradamente hacia la salida. Apagó la luz, abrió la puerta y escapó.

La señora Nellie Strong presenció la escena desde su ventana, situada frente a la habitación donde acababa de cometerse el crimen, aunque un piso más alta, en la casa de enfrente. Su primera intención fue correr hacia el teléfono para avisar a la policía, pero de pronto, recordó un detalle.

Meneando la cabeza, se dirigió hacia la cocina, a fin de preparar la cena para su esposo, que ya no podía tardar mucho. Emitió una sonrisa comprensiva. «¡Estos artistas!», murmuró a media voz.

* * *

Apenas se apagó la luz, Susan Calloway se levantó del suelo y caminó hasta el interruptor, situado junto a la puerta. Encendió de nuevo, tomó un periódico del revistero que había en aquel mismo sitio, y regresó al sillón.

Cinco minutos después, alguien tocó con los nudillos en la puerta. Susan, sin levantar la cabeza de las páginas de la revista, dio permiso.

Un hombre franqueó la entrada. Era alto, fuerte y todavía robusto, pese a que tenía los cabellos casi completamente blancos. Situándose frente a la muchacha, empezó a hablar con ella.

El señor Achilles Mac Tubbs también vivía enfrente de aquella ventana, en la casa situada al otro lado de la calle. Su piso estaba al nivel de la habitación donde se producía la escena, por lo que pudo contemplar todo sin perderse ningún detalle.

El hombre de los cabellos blancos habló apasionadamente con Susan Calloway. La muchacha le contestó en tono despectivo.

El hombre insistió. Ella se puso en pie y le indicó la puerta con un ademán harto significativo, a la vez que profería una serie de palabras que, a causa de la distancia, Achilles Mac Tubbs no pudo oír.

Pero se figuró fácilmente lo que ocurría. La chica era joven y linda. El hombre le doblaba la edad, cuando menos. Diciéndolo crudamente, resultaba demasiado viejo para ella.

Las frases de Susan Calloway hicieron perder los estribos al sujeto. De pronto, se arrojó al cuello de la muchacha y la aferró con ambas manos, apretando con todas sus fuerzas. Susan Calloway se debatió, aunque estérilmente. A poco, la presión de las manos del sujeto hizo sus efectos y el cuerpo de la muchacha adquirió la definitiva flaccidez de la muerte.

Cuando Susan Calloway cayó al suelo, el asesino pareció espantarse de su propia obra. Retrocedió un paso o dos, contemplando con gesto horrorizado el cuerpo yacente en el suelo. Era fácil ver que se daba cuenta de la enormidad de su acción.

De pronto, echó a correr. Sin embargo, apagó la luz antes de salir y el cuadrado luminoso que era la ventana, desapareció en el acto.

Achilles Mac Tubbs meneó la cabeza, satisfecho. Realmente, había sido una escena de sorprendente verismo. De no haber sabido lo que ocurría, hubiese llamado a la policía inmediatamente para denunciar el supuesto crimen.

* * *

Por segunda vez, Susan Calloway volvió a levantarse. Encendió la luz y dirigiéndose a un aparador cercano, se preparó un high-ball casi lleno. Abrió una caja de cigarrillos, tomó uno, se lo puso entre los labios y lo encendió con un mechero, exhalando el humo placenteramente. Sorbió un poco del contenido del high-ball y luego, chupó de nuevo el cigarrillo, distendiendo al hacerlo las generosas curvas de su cuerpo.

Casi inmediatamente se abrió la puerta y otro hombre penetró en la estancia. Era un muchacho de, aproximadamente, la misma edad que Susan, todo lo más uno o, dos años mayor que ella. Tenía los cabellos revueltos y su rostro expresaba cólera y rabia.

Habló irritadamente con Susan. Ella se le rió en su propia cara y luego, levantando ambos brazos a la vez, sin soltar el vaso ni el pitillo, empezó a dar unas vueltas de vals por la habitación. El muchacho le gritó algo, pero Susan no le hizo el menor caso.

El muchacho perdió los estribos. Agarró a Susan por un brazo y detuvo en seco su alocada danza. Entonces, ella, también irritada, le arrojó a la cara el contenido del vaso.

El muchacho retrocedió, medio cegado por el líquido. Sacó un pañuelo y se limpió los ojos, mientras que Susan le apostrofaba coléricamente, a la vez que le indicaba la puerta con un ademán.

El ademán de Susan hizo enloquecer al muchacho. Éste vestía una cazadora de cuero negro, de uno de cuyos bolsillos, sin previo aviso, sacó un revólver de pequeño tamaño.

Al ver el arma, Susan Calloway se espantó. Gritó algo y, repentinamente, dio media vuelta y pretendió escapar.

El muchacho disparó contra su espalda. Susan se estremeció horriblemente al ser alcanzada por el proyectil. Tropezó, vaciló, pero consiguió rehacerse. Hubiese alcanzado la puerta, de no haber sido porque el muchacho disparó de nuevo contra ella. Ahora, Susan se desplomó de bruces, sin un solo movimiento más.

Durante unos segundos, el muchacho estuvo contemplando el inerte cuerpo de Susan Calloway. De pronto, reaccionando, echó a correr y huyó de la habitación. Antes de salir, tuvo la serenidad suficiente para apagar la luz.

Amos Leach también vivía en la casa de enfrente.

Era un sujeto pacífico, tranquilo, tendente a la obesidad, y la escena le divirtió muchísimo.

—Parece como si lo hubiesen hecho de veras —comentó a media voz. Se arrellanó en su sillón y continuó leyendo el periódico. El relato del último partido de béisbol era realmente fascinador.