CAPÍTULO XIV
Cuando cruzó la calle, las luces del estudio seguían apagadas.
En los últimos días, después de la muerte de Susan Calloway, las clases habían estado notablemente desorganizadas —ella había tenido ocasión sobrada de verlo desde su ventana—. Casi lo más exacto hubiera sido decir que Scrimer apenas había hecho ningún ensayo con los alumnos. Por lo tanto, no resultaba extraño que a una hora tan relativamente temprana —todo el mundo estaba cenando en sus casas— no hubiese ya nadie en la academia.
Subió al consultorio, abrió y como la vea anterior, se dirigió al cuarto de baño, por medio del cual pasó al de la academia. Una vez dentro, se detuvo a escuchar.
Se dijo que había obrado un tanto precipitadamente, que debía haber avisado a Ormsby, que para lo que iba a buscar no corría tanta prisa… Pero ya no se podía volver atrás. Puesto que ya se hallaba en el piso del estudio, despacharía cuanto antes, regresaría por el mismo camino y…
Avanzó casi a tientas y abrió sólo una rendija de la puerta del despacho de Scrimer. El silencio en el estudio era absoluto; apenas si llegaban los ruidos de la calle.
No quiso encender la luz; no sentía el menor deseo de ser sorprendida ni, cuando llegase a la sala de ensayos, ser contemplada por alguno de los curiosos de la casa de enfrente, donde ella vivía. Atravesó el despacho, pisando sin hacer ruido, y paseó su vista por la sala de ensayos.
Estaba a oscuras. Las luces de la calle penetraban a través de la ventana y se proyectaban hacia el techo, donde formaban una figura geométrica de luz blanco azulada muy difusa y de forma trapezoidal. El techo reflejaba parcialmente la luz que recibía y proporcionaba un tenue resplandor al salón.
En el edificio frontero, en la parte baja, había un bar, cuyo anuncio de neón rojo se encendía y apagaba con periódicas intermitencias. Entonces, el cuadrado irregular del techo tomaba una fosforescencia encarnada, muy acentuada, casi violeta, al mezclarse el resplandor del neón con el del mercurio vaporizado de las lámparas de la calle.
El sillón estaba casi en el centro, en el mismo lugar donde Susan Calloway había muerto asesinada. Se imaginó a la caprichosa muchacha aguardando a su esposo, esperando a que Andy terminase su partida de cartas. Si Susan quería guardar el secreto de su matrimonio, aquel lugar y aquella hora eran los mejores para entrevistarse sin ser advertidos.
Pero, posiblemente, el asesino conocía tales entrevistas. Y debía haber madurado su crimen a lo largo de los meses, esperando a que los dos esposos se entrevistasen. Ahora bien, se preguntó, ¿cómo había sabido el asesino que Andy y Susan tenían que encontrarse?
No era presumible un largo y cotidiano espionaje a unas horas tan incómodas. Con toda seguridad, siguió sus razonamientos, el asesino había ido a tiro hecho, sabiendo que Susan iba a estar en el estudio y que su esposo iba a llegar poco después. Entonces, anticipándose a Renfrew, le había dejado allí aquella macabra sorpresa.
Pero el asesino había cometido un error, un tremendo error. Había querido achacar la culpa a otro, y después de cometido su crimen, se había percatado del error. Por dicha razón, había vuelto a la noche siguiente a buscar el objeto que se había olvidado.
¿Lo habría encontrado?, se preguntó Pearl. En tal caso, su esfuerzo habría resultado inútil. Pero, aun en tal caso, la policía, Carroll Ormsby, podrían hacer alto por detenerse y formular una acusación en toda regla.
Llegó al sillón. Era cómodo, pero barato, forrado, no del paño propio de una tapicería, sino de plástico, por lo cual, había bastado luego un paño humedecido con agua y algo de detergente, para lavar las manchas de sangre de la espalda de Susan Calloway. Se arrodilló y empezó a buscar, tanteando las junturas del tapizado, particularmente en los puntos de unión del asiento con el respaldo.
Al fin encontró el objeto que tanto buscaba. Un gran suspiro de alivio se escapó de sus labios. La piedra amarilla del anillo del asesino emitió un destello sangriento cuando el neón rojo del bar de enfrente centelleó rápidamente.
Se puso en pie, contemplando la joya artificial. De pronto, una mano masculina pasó por detrás de su brazo y le quitó el anillo, al mismo tiempo que sonaba una voz:
—Un millón de gracias por su amabilidad, señorita Brisson. Confieso que yo también busqué el anillo, aunque en vano; francamente, jamás se me habría ocurrido mirar en el sitio que usted lo ha hecho.
Sonó una risita de trémolos estremecedores. Pearl sintió que se le cortaba la respiración.
—La intuición femenina —siguió el asesino— suele ser un recurso maravilloso para adivinar según qué cosas, pero ¿se atrevería usted a profetizar lo que le va a ocurrir dentro de unos segundos, señorita Brisson?
* * *
Carroll Ormsby apretó el timbre y esperó unos segundos.
Había hablado con Andy Renfrew nuevamente; después había ido a visitar a Mike Parron, todo ello, una vez hubo terminado de interrogar a Clancey. Pero antes de abandonar la Jefatura había releído todos los informes del caso e incluso formulado unas cuantas preguntas al doctor Misch. Ahora, antes de decidirse a actuar, quería hacerle también un par de preguntas a la muchacha, relacionadas con el ataque de que había sido objeto Andy Renfrew.
—Es extraño —murmuró, observando la tardanza de la muchacha en abrirle. Y volvió a presionar el botón de llamada.
Frunció el ceño al darse cuenta de la persistencia del silencio. Estaba seguro de que Pearl debía hallarse aún en casa. La muchacha habría esperado su llamada, aunque en vano, pero por la misma razón, no se habría movido del apartamiento. ¿Qué hacía para no contestarle?
Consultó su reloj de pulsera. Aún no eran las nueve de la noche. Por lo tanto, Pearl debía hallarse aún en pie.
Resuelto a todo, asió el pomo y lo hizo girar. Entró en el piso.
El silencio persistía. Ormsby dio la luz.
Avanzó hacia la salita. Entró en el dormitorio. Los detalles que observó le dijeron que Pearl había salido precipitadamente.
¿A dónde había ido tan aprisa? ¿Alguna llamada del doctor Janswar?
La especialidad de su amigo no eran las urgencias. Janswar era principalmente analista. No parecía lógico que Pearl hubiese echado a correr por una llamada urgente.
Volvió al saloncito. Entonces divisó los prismáticos de teatro sobre el asiento del sillón que había ocupado la muchacha junto a la ventana.
Una súbita sospecha invadió su ánimo. Buscó el interruptor y apagó las luces, sumiendo la estancia en la oscuridad. Tomó los prismáticos y miró hacia la casa de enfrente.
Esperó unos segundos a que sus pupilas se hubiesen acostumbrado a la penumbra. El aumento del aparato óptico le permitió ver parcialmente algo de lo que sucedía en el estudio.
Un ramalazo de luz cárdena penetró de súbito a través de la ventana en el salón de ensayos. Ormsby divisó dos siluetas casi juntas.
En la décima de segundo que duró el fogonazo rojo pudo distinguir una silueta femenina. Indudablemente, era Pearl. La otra persona que estaba con la muchacha no podía ser otro que el asesino.
El neón destelló de nuevo. Entonces Ormsby distinguió el brillo de un objeto metálico y alargado, un puñal o cuchillo, sin duda alguna.
Tiró los prismáticos sobre el sillón y se lanzó a todo correr hacia la salida. Si se daba prisa, quizá pudiera llegar a tiempo para salvar a la muchacha de la furia del asesino.
* * *
Pearl Brisson se volvió. El destello rojo, casi violáceo, del neón del bar, iluminó con lívidos resplandores el rostro del asesino.
Instintivamente, retrocedió un paso. El asesino no estaba armado, en apariencia, pero aunque sólo usara las manos, ella era una débil mujer y sucumbiría, como ya había sucumbido Susan Calloway.
—¿No me contesta nada, señorita Brisson? —dijo Néstor Scrimer.
Pearl intentó recobrarse. Tal vez consiguiera escapar. Su imaginación funcionó activamente. Tenía que distraer al asesino, dar tiempo a que llegase alguien… Llamar la atención. ¡Si pudiese lanzar un objeto contra el cristal de la ventana…! El estrépito, entonces… Pero se acordó de que no había oído los disparos; para insonorización y acondicionamiento del local, el cristal era doble. Quizá resistiese su intento.
—No tengo nada que decirle, excepto que si me mata, tendrá que responder de un nuevo crimen, señor Scrimer —dijo al cabo.
—¿Y quién se enterará? —rió el asesino siniestramente.
—El capitán Ormsby…
—El cual, en estos momentos, no sabe que se encuentra usted aquí. Ni nadie, señorita Brisson. Usted y yo solos aquí… y nadie más. Mañana aparecerá muerta y… Una buena noticia para los periódicos, indudablemente.
—Es posible —convino Pearl, sintiendo que su valor volvía poco a poco. Movió ligeramente ambas manos, asiendo el bolso con fuerza—. Pero tarde o temprano le atraparán. El capitán Ormsby no es tonto.
—Yo tampoco —fanfarroneó Scrimer—. Y ¿sabe?, la he estado; observando a usted muchas veces. Usted miraba mucho mi estudio desde su ventana. Yo también la miraba a usted y me daba cuenta del espionaje de que era objeto. Sabía que un día u otro vendría. Todo era cuestión de tener paciencia.
—Hasta que he venido a buscar el anillo que usted se quitó para estrangular el cadáver de Susan Calloway y hacer que, de este modo, su propio esposo cargase con las culpas. ¿Qué más lógico que un hombre ofendido por la conducta casquivana de su esposa se tome la justicia por su mano? ¿No es así como razonó usted?
—Su clarividencia me admira —sonrió Scrimer.
Animada, la muchacha continuó:
—Planeó usted el crimen con un exceso de inteligencia. Aparentemente, podría haber sido cometido por cualquiera de los otros tres pretendientes de Susan, pero, finalmente, la policía llegaría a la conclusión de que había sido Andy Renfrew, porque Andy Renfrew no usaba el anillo clásico de su escuela, cuya huella, a pesar de los veinte o treinta minutos transcurridos desde el fallecimiento de Susan, habría quedado impresa en la garganta. Usted se lo quitó, pero lo perdió… Acaso por echárselo mal al bolsillo en el momento de fingir el estrangulamiento de Susan, quien ya estaba muerta por haber recibido los dos disparos fatales. Esa huella del anillo, en cambio, aparecía en la garganta de Andy Renfrew cuando usted, disfrazado de Jerry Clancey, lo dejó por muerto. No podía usar un arma de fuego, por no alarmar a la vecindad; ni tampoco disponía ya del bastón estoque de Hymes. Usó las manos y dejó al muchacho por muerto, aunque conseguimos volverle a la vida. ¿Qué le pasaba con Andy? ¿Acaso, como Hymes, sabía que usted era el asesino y pretendía extorsionarle? ¿Encargó un segundo anillo al ver que había perdido el primero?
—Admitámoslo —contestó Scrimer con frío cinismo.
—Y quiso complicar a Clancey disfrazándose como él, ¿no es cierto?
—Si lo sabe, ¿por qué lo pregunta?
—Curiosidad, mera curiosidad —respondió Pearl—. Pero, dígame, ¿por qué mató a Susan Calloway?
El semblante del asesino se endureció.
—Quería dejarme —dijo con voz ronca—. El trato que hicimos era que cuando yo la considerase suficientemente preparada, sería su agente y director artístico. Ella tenía más pretensiones. Era una mujer egoísta, cínica, despiadada; dijo que estaba en tratos para hacerse representar por un importante agente de Nueva York. ¿Iba yo a consentir que un extraño se aprovechase de mi obra, de la estatua que yo había esculpido partiendo de un informe bloque de mármol?
—Y además, estaba enamorado de ella.
Scrimer guardó silencio.
—Acabemos —exclamó de pronto—. Todo esto no conduce más que perder tiempo. Quiero irme de aquí.
En aquel momento, la muchacha sacó la mano del bolso y enseñó el escalpelo con el que había abierto la ventana del cuarto de aseo.
—Si da un solo paso más —dijo truculentamente—, le degüello, señor Scrimer. Esto que tengo es un escalpelo de cirujano y corta un cabello en el aire. Entrará en su carne con más facilidad que un cuchillo caliente en la manteca, ¿me comprende usted?
Scrimer respingó.
Pearl se animó y sonrió:
—No se esperaba usted eso, ¿verdad? —dijo—. Bueno, ahora llamaré a la policía. El capitán Ormsby se encargará de usted, se lo aseguro.
Scrimer dio un paso hacia adelante. Pearl alargó el brazo con gesto brusco y el asesino se vio obligado a dar un salto en sentido inverso, para evitar que el escalpelo le cortase la mejilla.
—A mí no me atrapará usted —dijo decididamente, haciéndole retroceder aún más, con la punta del escalpelo dirigida hacia su rostro—. Camine hacia el bar; allí está el teléfono.
El siguiente relámpago del neón iluminó un rostro deformado por una furia satánica. No era ya la cólera de saberse descubierto, sino también la de verse vencido por una mujer, a la cual había esperado vencer con toda facilidad.
Rechinando los dientes, se acercó al bar. Pearl caminó paralelamente a él, sin dejar de mantener el brazo alargado.
Alcanzaron el teléfono. Pearl bajó el brazo izquierdo y dejó que el bolso resbalase hasta el suelo. Volvió a levantarlo y sin quitar la vista de Scrimer, tanteó para asir el auricular.
Falló. Instintivamente, volvió los ojos, a fin de realizar la operación sin error. Scrimer se percató del detalle y lanzando un rugido de ira se abalanzó hacia la muchacha.
Pearl gritó cuando el asesino, de un manotazo, envió el escalpelo a media docena de pasos de distancia. Quiso escapar, pero las manos de Scrimer se cerraron en torno a su garganta.
Repentinamente, sonó una voz de tonos intimidatorios.
—¡Scrimer, suelte a esa mujer o le mato a tiros!
El asesino obedeció en el acto, quedándose completamente inmóvil. Pearl dio un salto y se apartó de la vecindad de Scrimer.
—¡Carroll! —gritó.
—Hola, Pearl —contestó el policía—. Apártese a un lado, no quiero tener que herirla.
—Muy bien, como diga, Carroll.
Hubo una pausa de silencio. Scrimer había quedado con los brazos levantados, junto al bar. Ormsby estaba a dos o tres pasos de distancia, a su espalda.
—Esto se ha terminado, Scrimer —dijo.
El asesino permanecía mudo, En vista de ello, Ormsby prosiguió:
—He vuelto a hablar con todos los sospechosos: Parron, Renfrew y Clancey. Éste me ha suministrado un detalle muy importante, en el que yo no había reparado siquiera. Se lo diré, Scrimer. La noche en que se fingió la muerte de Susan Calloway, Clancey no estaba aún presente cuando le tocaba actuar. Usted ocupó su puesto y, para hacerlo con más propiedad y también para demostrar a sus alumnos sus grandes dotes de actor, tomó su misma apariencia… El aspecto idéntico que empleó para hacer, creer a Renfrew que había sido Clancey, el mayor enamorado de Susan Calloway, el que había ido a matarlo… Y también, por si era visto, que identificasen a Clancey como el asesino de Andy, ¿no es así?
—Usted se lo dice todo, capitán —gruñó Scrimer hoscamente.
—Fue usted listo, endiabladamente listo. Preparó la muerte de Susan de tal modo que todo el mundo creyese que Susan había sido muerta, sucesivamente, por tres enamorados más conspicuos. Tan hábil fue, que preparó el papel secante y luego dejó una supuesta carta de Susan en la mesilla de su habitación. Éstos eran indicios que nosotros encontraríamos indefectiblemente y que nos harían caer sobre Renfrew. Por un momento, creyó que su plan había tenido éxito, pero cuando solté a Andy, usted comprendió el gravísimo peligro que corría porque sabía que el muchacho acabaría por darse cuenta de la verdadera identidad del asesino. Entonces fue cuando se le ocurrid disfrazarse de Clancey para matarlo. Y, posiblemente, Andy hubiese terminado por morir, de no haber sido por nuestra oportuna llegada. ¿Qué le parecen mis argumentos?
—Prueban su excepcional aptitud para emplear el sistema deductivo, capitán —comentó Scrimer—. Pero ello no es síntoma de que me hayan atrapado todavía.
Bruscamente, agarró el teléfono y volviéndose con centelleante rapidez, lo arrojó a la cara del joven.
Ormsby apenas si tuvo tiempo de ladearse ligeramente. El pesado aparato le golpeó en el hombro derecho, derribándole a medias, y el revólver se escapó de sus manos.
Pearl gritó cuando vio que Scrimer escapaba a todo correr hacia la puerta de salida. Ormsby se puso en pie y recogió el revólver, aunque tuvo que agarrarse el hombro alcanzado con la mano del lado opuesto.
—¡Quédese aquí! —gritó a la muchacha, mientras salía en persecución del asesino.
Sabía el camino que Scrimer iba a seguir. Lomas se la había indicado, la noche en que Pearl vio el centelleo de la linterna.
Se lanzó escaleras arriba, tras las huellas de Scrimer. El ruido de sus pasos le guió.
Scrimer trepaba la escalera a grandes zancadas. Pero Ormsby no se quedaba atrás.
El asesino ganó por fin la puerta de salida a la azotea. Tenía llave por dentro; hízola girar y la arrancó, tirándola luego a lo lejos.
Ormsby no se entretuvo en forzar la puerta con un hombro que tenía resentido; disparó dos veces y la cerradura saltó. Pegó un puntapié y el paso quedó franco.
—¡Alto! ¡Deténgase! —gritó a la silueta que se disponía en aquel instante a saltar a la azotea contigua.
Scrimer estaba ya en pie sobre el borde del parapeto, tomando impulso para consumar el salto. Deteniéndose un instante, Ormsby tomó puntería.
No quería matarle, ni tan siquiera herirle; sabía que no tenía escapatoria y que, tarde o temprano, en el peor de los casos, acabaría por caer en manos de la policía. Pero ansiaba terminar el caso cuanto antes.
La bala pegó en el borde del parapeto, al lado del pie derecho de Scrimer, y rebotó con agudo chillido. En aquel instante, Scrimer se disponía a saltar.
La detonación y el subsiguiente maullido del proyectil le sobresaltaron. Vaciló una fracción de segundo, momentáneamente irresoluto.
Pero su cuerpo ya se lanzaba hacia adelante, siguiendo el primer impulso. La indecisión que tuvo tras el disparo le hizo perder fuerza.
Se tambaleó, alargando patéticamente las manos hacia el parapeto de la azotea contigua. Un infrahumano alarido se escapó de sus labios al comprender lo irremediable de su suerte.
Cayó. Su cuerpo describió una parábola y chocó contra la pared de la casa vecina, rebotando a continuación hacia atrás. El alarido que había lanzado en un principio descendió rapidísimamente con él. Un segundo después ascendió el horripilante estruendo de un cuerpo al estrellarse contra el suelo de cemento del patio interior de las casas.