CAPÍTULO IV

El hombre que entró en el despacho de Carroll Ormsby era alto, fuerte, de abundante cabellera castaña, de una frondosidad casi femenina, nariz aquilina y ojos penetrantes. Vestía con cierto rebuscado desaliño y el detalle más importante de su, en apariencia, descuidaba indumentaria, era una chalina de seda negra sobre una camisa de una impoluta blancura.

—Siéntese, señor Scrimer —dijo el joven—. ¿Un cigarrillo?

Scrimer aceptó el pitillo con mano temblorosa. Ormsby se fijó en el tamaño excepcional de aquellas manos; su dueño debía tener cuarenta y cinco años bien corridos, pero daba la sensación de conservar toda su fuerza física.

—Estoy anonadado —manifestó el director de la academia—. Jamás pude imaginarme que Susan Calloway, la mejor de mis alumnos, la mujer a la cual aguardaba un porvenir esplendoroso, haya podido perecer asesinada tan inicuamente.

—Ha sido un crimen canallesco, en efecto —convino cortésmente Ormsby—. Y más, si se piensa que se ha cometido empleando los tres procedimientos que usted y sus alumnos ensayaron ayer por la tarde.

—¿Cómo? ¿Lo sabe usted, capitán? —se extrañó Scrimer.

Ormsby sonrió.

—Una señorita nos denunció un crimen que había presenciado desde su ventana —manifestó—. Luego resultó que había sido una ficción, pero claro, ella no podía saberlo. Los agentes que investigaron se enteraron por otros vecinos de la misma casa, que el crimen se había repetido dos veces antes, también fingidamente, por supuesto. Pero ahora, ese crimen se ha llevado la práctica… de las tres formas en que se ensayó ayer, señor Scrimer.

El director de la academia aparecía muy abatido:

—Terrible, terrible —murmuró—. Una muchacha con un porvenir tan espléndido… Capitán —exclamó de pronto—, si hay algo que yo pueda hacer para ayudarle, dígamelo. Estoy decidido a colaborar plenamente con la policía para que se descubra y castigue al asesino como es debido.

—Muy agradecido —contestó Ormsby—. Y ahora hábleme de Susan Calloway. ¿Qué sabe usted de ella en el aspecto personal?

—Era una buena muchacha, un tanto pagada de sí misma, porque sabía su valor como artista, pero ése no es defecto capital.

—¿Tenía familiares?

—No, que yo sepa. Vivía sola en…

—Sé su domicilio —atajó Ormsby—. ¿Tenía pretendientes?

Scrimer hizo un amplio ademán con la mano y sonrió.

—Yo, el primero, capitán —contestó—. Además de actriz excepcional, era una muchacha guapísima. Todos los alumnos masculinos de mi academia estaban enamorados de ella.

—En ese aspecto, ¿qué tal era su conducta?

—Se sentía satisfecha y le gustaba coquetear. Pero no pasaba de ahí; afortunadamente, tenía ideas muy claras y sabía que no podía permitirse el lujo del amor, mientras no hubiese conseguido una sólida posición dentro de su campo artístico.

—¿Hubo alguna vez peleas entre los alumnos varones de su academia, por culpa de Susan?

—Si las hubo, se produjeron fuera y yo no me enteré. Jamás hubiera consentido una cosa semejante dentro de mi local —contestó Scrimer orgullosamente—. Hubiese representado un descrédito… Bastante descrédito es ya que se haya cometido un crimen, del cual hablarán todos los periódicos y en letras bien chillonas.

Ormsby leyó rápidamente un informe que tenía sobre la mesa.

—Ayer tarde, después de la clase, usted, Susan Calloway y los tres alumnos que habían ensayado las escenas, se marcharon a sus domicilios respectivos. ¿Alguno de ellos la acompañó?

—No. Tomó un taxi y se marchó sola.

—¿Oyó usted si daba la dirección de su casa?

—No, aunque me imagino que sí. Susan era bastante recatada en ese aspecto. Una vez la invité yo a cenar, pero ella rehusó.

—Después volvió a la academia, suponemos que antes de las cinco de la madrugada —dijo el joven—. El conserje de noche del edificio no vio nada, supongo que porque estaría dormido. En su opinión, señor Scrimer, ¿por qué tenía que volver Susan a la academia a una hora tan intempestiva?

—No se me alcanzan los motivos en absoluto, capitán.

—¿Pudo haber regresado para buscar la copia de algún papel que debía haber estudiado y que se le olvidó?

—Usted mismo ha dicho que la hora era intempestiva, capitán. De haber hecho tal cosa, hubiese ido después de las ocho o las nueve de la mañana, digo yo.

—La puerta estaba abierta alrededor de las nueve —observó el joven—. Las mujeres de la limpieza actúan mucho antes; a las siete ya están trabajando. ¿Cómo se explica usted que la mujer que les asea la academia no descubriese un asesinato que, según el forense debió cometerse entre cinco y siete de la mañana?

Scrimer se removió inquieto en el asiento.

—Verá, capitán —dijo, con expresión entre titubeante y avergonzada—, yo… Bueno, tengo ciertas dificultades económicas. Soy un buen profesor de arte teatral, esto es cierto y lo digo sin falsa modestia, pero en esta ciudad, la afición no es tanta como a mí me convendría. Cuando terminan las clases y se han ido los alumnos… En fin, una mujer de la limpieza me supondría un sueldo que yo no estoy en condiciones de pagar. Sólo hace limpieza general dos veces por mes.

—Entiendo —dijo el joven—. Así que usted, cuando terminan las clases, se encarga de dejar limpia la academia para el día siguiente.

—Sí, y también despacho la correspondencia y la parte administrativa. —Scrimer emitió una sonrisa de circunstancias—. Otro sueldo que me ahorro, capitán.

—Eso es algo perfectamente comprensible. Ahora, por favor, teniendo en cuenta que Susan Calloway ha sido asesinada de una forma que se ensayó ayer por la tarde, dígame qué representaban las escenas que vieron los testigos… Quienes, anteriormente, ya han presenciado otros acontecimientos similares. Dígame también, de paso, los nombres y domicilios de los alumnos que intervinieron en esas escenas.

—Con mucho gusto, capitán —respondió Scrimer—. El primero representaba a un hombre de cierta edad, con un defecto físico muy pronunciado. Se llama Gaston Hymes y vive en el 873 de West Drive Road. Lo curioso del caso es que es cojo, en la realidad, aunque tiene mucha afición y cree que podría desempeñar papeles de carácter. En realidad, así es, tiene madera de actor y… Bien, la escena representaba que él se hallaba enamorado de Susan, mujer vana y egoísta, que le despedía burlándose descaradamente de su cojera. El, entonces, ciego de despecho, perdía la cabeza y…

—Entiendo —sonrió Ormsby—. Sigamos con el serondo, señor Scrimer.

—Sí, capitán. Se llama Jerry Clancey vive en el número 10 de la calle Garden. Su papel era el de un pretendiente de edad, más o menos la que tiene, esto es, unos cincuenta y ocho años, que ama a una mujer mucho más joven que él. Clancey había intervenido en algunos programas de la televisión local, pero quería mejorar su dicción y su forma de actuar. Para según qué papeles era el actor ideal.

—Y ella —dijo el oficial de policía— lo desdeñaba por viejo.

—Exactamente. Clancey tenía que fingir que perdía la cabeza y la estrangulaba.

—Muy bien. Hablemos del tercero.

—Se llama Mike Parron y vive en la calle Appletre, doscientos nueve. Su papel era el del hombre joven y atractivo, dominador de las mujeres, que se encuentra de repente con una que se ha hartado de su continua ostentación, de su apostura varonil, y también, ¿por qué no decirlo?, de lo que podríamos llamar dominio de «gigoló». Ella le desprecia, le dice que ha encontrado por fin al hombre a quien ama, joven, algo mayor que Parron, y con una sólida posición financiera, y le arroja el contenido de su vaso a la cara. Parron pierde la cabeza y…

—Le dispara dos tiros —sonrió el joven—. ¿Escribió usted mismo esos guiones de prueba, señor Scrimer?

—Oh, sí, claro; siempre suelo hacerlo, a menos que se trate de escenas de autores clásicos o modernos consagrados. Quería probar la ductilidad de Susan Calloway al hallarse ante tres prentendientes distintos en dimensión temporal, como, al mismo tiempo, probarlos a ellos también.

—Un asesinato en tres dimensiones —dijo Ormsby con cierto humor, parodiando la definición de la visión en relieve.

—Así ha sido, capitán.

—¿Presenció usted la ejecución de las escenas?

—Sí, claro. Siempre estoy presente, para corregir los posibles defectos de mis alumnos.

—Los testigos no le vieron al principio —observó el joven.

Scrimer sonrió de mala gana.

—Siempre me están espiando a través de las ventanas. Yo estaba en el estrado; no me podían ver desde la casa de enfrente, capitán.

Carroll Ormsby reflexionó durante algunos instantes. Luego dijo:

—Una última pregunta y ya clásica, señor Scrimer. ¿Sospecha usted de alguien?

—No. En absoluto —respondió el director de la academia con acento lleno de énfasis.

—Alguno de los tres citados —insistió el policía—, ¿no pudo haber llevado a la práctica el ensayo del crimen realizado la víspera?

—Mi opinión personal es que no, capitán. Pondría la mano en el fuego por esos tres alumnos.

Al quedarse solo, Carroll Ormsby tiró de un cajón y dejó al descubierto una grabadora, en la cual había recogido la conversación con el director de la academia. No era cosa que pudiera presentar como prueba en un juicio, pero siempre le era muy útil para repasar interrogatorios a testigos y posibles culpables. Escuchó atentamente sus preguntas y las respuestas de Scrimer, y después de terminar, dejó el aparato nuevamente en estado de funcionar cuando la ocasión lo requiriese.

* * *

Por la tarde recibió el informe del forense.

Susan Calloway había recibido primero los disparos en la espalda, había sido estrangulada, y por último, el asesino le atravesó el pecho con un estoque.

El doctor Misch dijo:

—Debió recibir los disparos alrededor de las cinco de la mañana. Media hora más tarde, o algo menos, fue estrangulada… su cadáver, claro está. Y alrededor de las seis, le clavaron el estoque.

—¿Cuál es su impresión, doctor?

—Verá, capitán. Yo diría que el asesino le disparó los dos tiros y la dejó sentada luego en el sillón. Las balas son de pequeño calibre, un treinta y dos, y por lo tanto, no traspasaron el cuerpo. Después vino otro sujeto, y al vería sentada en el sillón, aparentemente dormida, la estranguló, sin más. Si esto ocurrió alrededor de treinta minutos más tarde, entonces no tuvo tiempo de notar que el cuerpo empezaba a enfriarse. Por otra parte, es concebible que no se diese cuenta de que ya estaba muerta, teniendo en cuenta que es muy posible que actuase en las sombras, puesto que debió atacarla alrededor de las cinco y media; en todo caso, se guió por la luz de la calle, que penetraba por la ventana, la cual, si le permitía ver las siluetas, no era lo suficientemente fuerte para que pudiera captar demasiados detalles.

—Entiendo —dijo el joven—. Y al que usó el estoque, debió pasarle algo parecido. En los finales de abril, a las seis de la mañana, todavía es de noche, apenas ha empezado el alba.

—Exactamente, capitán.

—Lo que yo me pregunto —murmuró Ormsby, sumamente pensativo— es qué diablos tenía que hacer Susan Calloway a las cinco de la mañana en el estudio de arte. ¿Tenía una cita? ¿Esperaba a alguien?

El doctor Misch soltó una risita.

—Eso, mi querido Carroll Ormsby, es a usted a quien compete averiguarlo.