CAPÍTULO X

Sin el menor escrúpulo, Pearl Brisson abrió el sobre, que no había sido engomado, y sacó de su interior una cuartilla de breve, pero sustancioso contenido:

«Querido Andy: Ten paciencia y confía en mí. Sabes de sobra que te amo como a nadie y que estoy ansiosa de que todo el mundo conozca los sagrados lazos que nos Unen. Pero ahora, tú lo sabes mucho mejor que ninguno, debemos mantener nuestro matrimonio en secreto. Es ya muy poco el tiempo que nos queda de vivir separados; dentro de una o dos semanas me harán unas pruebas en la emisora de TV local. Estoy segura de triunfar y entonces, cuando mi nombre sea ya famoso, podré lucirte a mi lado y proclamar a los cuatro vientos que no hay hombre como mi adorado Andy para su enamorada».

«Susan».

—La violación del correo es un delito federal, señorita Brisson —dijo una voz masculina en aquel instante.

A Pearl no le pareció extraño ver al capitán Ormsby en el dintel de la puerta. Tranquilamente, respondió:

—Cuando una carta no está cerrada, el delito se convierte simplemente en una falta; la curiosidad, capitán.

Ormsby extendió la mano.

—A ver, déjeme esa carta.

Pearl se la entregó, disfrutando interiormente con la sorpresa que el capitán Ormsby iba a recibir, al enterarse de que Susan había estado casada, precisamente con el individuo cuyo nombre habían desechado como posible sospechoso. Pero se quedó un poco decepcionada, porque el rostro del joven no mostró ningún asombro.

—¿Dónde encontró la carta? —preguntó, una vez concluida la lectura.

Pearl le indicó el sitio. Pensativo, Ormsby comentó:

—Es extraño. El sargento Lomas registró personalmente la habitación, y que yo sepa, es el hombre más minucioso que he conocido.

—Pudo pasársele por alto, ¿no cree? Yo misma no la hubiese hallado, a no ser por esa coincidencia que ya le he dicho —manifestó Pearl.

—Quizá —convino Ormsby ambiguamente—. De todas formas, esto ya lo sabía.

—¡Cómo! —Respingó la muchacha—. ¿Sabía que Susan Calloway estaba casada?

—Mi querido Sherlock Holmes con faldas: La policía se equivoca muchas veces antes de hallar la verdad, pero por encima de cualquier error, trabaja incansablemente, buscando los menores indicios que contribuyan al esclarecimiento de un delito. Esta tarde, uno de mis hombres, investigando antecedentes de todos los relacionados con el crimen, la propia víctima incluida, halló que Susan Calloway y Andy Renfrew se unieron en matrimonio hará un par de años, aunque, por razones fáciles de comprender, ella siguió utilizando su nombre de soltera. Lo único que desconocíamos era el domicilio de Andy Renfrew y ése, gracias a usted, ya lo sabemos.

—Entonces, le detendrá, acusado de asesinato de su propia esposa.

El joven sonrió.

—Primero le interrogaré. Por ahora, es un sospechoso tan bueno como los restantes. Del resultado del interrogatorio dependerá que le acuse o no del asesinato de su esposa.

—Entonces, tenemos que ir inmediatamente a la calle Larrymore —dijo Pearl con gran vehemencia.

—¿Tenemos? —repitió él, maliciosamente.

La muchacha se ruborizó.

—A fin de cuentas, yo también he colaborado, ¿no? Creo que me merezco esa pequeña recompensa, capitán.

—Su recompensa debe ser la satisfacción del deber cumplido, con celo excesivo, por cierto. Ahora, como una buena chica, regresará a su casa, cenará, se meterá en la camita y se dormirá, para tener preparado el consultorio del doctor Janswar a las nueve en punto. ¿Está claro?

Pearl comprendió que Ormsby no cedería. Suspiró, poniendo de relieve las compactas curvas de su busto bien formado.

—El rey ha hablado —dijo, con forzado buen humor—. ¿Cuándo podré llamarle para conocer el resultado de su investigación, capitán?

—Le diré algo si me acepta una invitación para almorzar mañana a la hora adecuada —contestó él.

—Acepto encantada —sonrió Pearl—. El honor que me dispensa su majestad, me abruma.

Hizo una gran reverencia de corte, tomó el bolso y salió. Pero una vez ya en la puerta, se volvió.

—Capitán.

—¿Señorita Brisson?

—¿Cómo se le ocurrió venir aquí?

—Quizá pensé que usted podría hallar esta carta —respondió él, abanicándose con el sobre y la cuartilla.

—¡Tipo fresco! —le apostrofó ella. Y se marchó.

Ormsby prendió fuego a un cigarrillo y releyó la carta, que guardó a continuación en el bolsillo. Inmediatamente, salió y se despidió de la dueña de la pensión, que estaba charlando por los codos con el sargento Lomas.

—¿Algo nuevo, señor? —preguntó Lomas, una vez ya en el coche.

—Sí. Vamos a la calle Larrymore. Allí es donde vive Andy Renfrew.

—Ha sido una sorpresa enterarnos de que Susan estuviese casada, ¿eh?

—Sí, ciertamente —contestó el joven, con el ceño fruncido.

—Bueno, tal vez tengamos ahí al asesino, señor.

—Por lo menos, un sospechoso.

—Susan Calloway coqueteaba mucho. Tal vez fuese buena, pero es que hay maridos a quienes los dedos se le vuelven huéspedes. Claro que también la mujer debe no sólo ser honesta, sino aparentarlo.

—Sí, soy de su misma opinión, Lomas. Pero a mí, lo que me sigue preocupando, y me preocupará, son los motivos que llevaron a Susan al estudio a las cinco de la mañana. Cuando los conozcamos, habremos hallado la clave y el resto se nos dará por añadidura.

Poco después llegaban a la calle Larrymore. Lomas detuvo el coche frente al número cuatrocientos sesenta y dos, una vieja casa de cinco pisos y estructura de ladrillo, con las clásicas escaleras exteriores de incendios en el callejón adyacente.

Un minuto después, el joven pulsaba el timbre de llamada. A poco, una voz masculina preguntó desde el otro lado:

—¿Quién es?

—La policía. Abra, queremos hablar con usted, Renfrew.

Hubo una breve pausa de silencio. Después, la voz de Renfrew dejó oír una inequívoca amenaza.

—Si no se apartan de la puerta antes de cinco segundos, abriré el fuego. Tengo una pistola y no estoy dispuesto a dejar que me pesquen vivo para colgarme un crimen que no he cometido.

Los dos hombres saltaron en el acto a ambos lados de la puerta. Poseían la suficiente experiencia para saber lo que debían hacer en un caso semejante.

Ormsby sacó la pistola y movió la mano en sentido semicircular. Lomas comprendió en el acto; era preciso cortar la retirada a Renfrew. Agachándose, pasó rápidamente por delante de la puerta y echó a correr hacia la escalera.

Entonces, Ormsby levantó la voz de nuevo:

—¡Renfrew! ¡Todavía no le acusa nadie de ningún crimen! ¡Sólo queremos hablar con usted en relación con el asesinato de su…!

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!

Los tres disparos resonaron muy rápidos y sus proyectiles arrancaron astillas a la puerta.

—¡Ésa es mi respuesta! —aulló Renfrew.

El joven se contuvo. Sabía que el esposo de Susan Calloway debía hallarse tremendamente nervioso y conturbado por el hecho, y se daba cuenta de que ello había afectado momentáneamente a su razón. Hubiera podido disparar, pero sabía que Andy Renfrew no era un forajido sin escrúpulos, sino un hombre decente, tal vez culpable de un asesinato, pero a quien debía persuadir con palabras más que con las balas.

—Le aseguro que cuanto le he dicho es verdad, Renfrew —exclamó—. No le acusamos de un asesinato; sólo queremos hablar con usted.

El griterío en los pisos del edificio se acentuaba por momentos. Algunas cabezas empezaron a asomar por las puertas y la barandilla de la escalera.

Renfrew no contestó ni volvió a disparar de nuevo. El joven insistió, obteniendo idéntica respuesta.

Entonces retrocedió un par de pasos y tomando impulso, se lanzó contra la puerta, haciendo saltar la cerradura con gran crujido. Atravesó una sala y llegó a un dormitorio, cuya ventana estaba abierta de par en par.

Sacó medio cuerpo por el hueco. Sonrió satisfecho.

Andy Renfrew estaba en la calle, brazos en alto, mantenido inmóvil bajo la amenaza del revólver que empuñaba Lomas. A los pies de Renfrew podía verse claramente el arma que había utilizado.

—Ya puede bajar, capitán —gritó el sargento al verle asomar por la ventana.

Ormsby enfundó la pistola. Utilizando la misma escalera de incendios, llegó al callejón. Entonces recogió el arma de Renfrew, y tras echársela al bolsillo, le agarró por un brazo.

—Vamos, Andy —dijo en tono normal—. Hablaremos en Jefatura. Aquí hay demasiados curiosos.

—¿Me llevan detenido? —preguntó Renfrew aprensivamente.

—Has atacado a unos oficiales de la Ley —respondió el joven—. Te acusaremos de ese delito, que podías habértelo ahorrado, si nos hubieses franqueado la puerta desde el primer momento.

—No tenía ganas de que me echasen encima la muer te de Susan.

El acento del muchacho era de desesperado desafío, como si estuviese perdido y lo supiera. Benevolentemente, al tiempo de entrar en el coche, Ormsby dijo:

—Eras el esposo de la víctima, Andy. Por lo tanto, opinamos que puedes facilitamos muchos datos acerca de la pobre Susan. —El auto arrancó, abriéndose paso entre los curiosos—. Claro que, si he de serte franco, también entras en la lista de sospechosos, Andy.