CAPÍTULO XII

Pearl Brisson reaccionó casi antes que Ormsby. Echándole a un lado, irrumpió en la habitación, se arrodilló junto al caído, y le puso una mano en el pecho. El cuello de Renfrew mostraba unas inconfundibles huellas violáceas, procedentes de los dedos de las manos que habían formado férreo cerco en torno a su garganta.

De pronto, Pearl lanzó una fuerte exclamación:

—¡Aún está vivo, capitán! ¡Corra, llame qué venga la ambulancia; es muy posible que podamos salvarle la vida!

Ormsby no se lo hizo de rogar dos veces. Dio media vuelta y salió disparado hacia su coche, en donde, por medio del radioteléfono pediría la ambulancia. Mientras tanto, Pearl hacía la respiración artificial al desvanecido Renfrew.

Cuando Ormsby regresó, se encontró con una escena singular.

Pearl estaba tendida sobre el caído, con su boca unida a la de Renfrew. La muchacha inspiraba con fuerza, llenándose los pulmones de aire y pasándolo luego, a través de la boca de Renfrew, a sus maltratados pulmones. Ormsby se arrodilló a un lado, contemplando los trabajos de la muchacha.

Pearl interrumpió su labor un segundo.

—Busque una toalla o un trapo y empapelo en agua, pronto.

El joven regresó momentos después con lo requerido. Pearl mojó abundantemente la cara de Renfrew, cuyos ojos continuaban pertinazmente cerrados. De pronto, el muchacho dejó escapar un suspiro y se agitó levemente.

Empezaron a oírse las sirenas.

Pearl miró a Ormsby con ojos brillantes.

—Se salvará —dijo.

—Gracias a usted y al «beso de la vida» que le ha aplicado —elogió el joven—. A mí nunca se me hubiera ocurrido.

Sonaron pasos por la escalera.

—¿Sabe? —añadió el policía—. En estos momentos, siento una terrible envidia de Andy Renfrew.

Pearl se ruborizó intensamente, al comprender el significado de las palabras del joven. En aquel momento, Lomas y un par de hombres vestidos de blanco, penetraron en la habitación.

Dos horas más tarde, el médico de guardia del hospital dio permiso para que hablasen con Andy Renfrew. Ormsby, Pearl y Lomas penetraron en la habitación.

Renfrew estaba tendido en el lecho. Tenía la cara muy blanca y el cuello vendado.

—Fue Clancey —dijo, sin más preámbulos, apenas les vio cruzar el umbral.

—¿Le viste tú, Andy? —preguntó el joven, tuteándole.

—Como le estoy viendo a usted, capitán. No hay duda alguna.

Ormsby se volvió hacia Lomas.

—Búsquelo y llévelo a Jefatura.

—Bien, capitán.

El joven se enfrentó nuevamente con Andy.

—Cuéntame todo lo que pasó —dijo.

—Es sencillo de contar. Hoy no tenía ganas de ir a trabajar…

—¿Póker anoche?

—Bueno, tal vez —admitió Renfrew de mala gana.

—Muy bien. Sigue, Andy.

—Bueno, el caso es que estaba durmiendo y llamaron a la puerta. Fui a abrir y me encontré con Clancey. Dijo que quería hablar conmigo y acepté el diálogo. Me eché a un lado, cerré y… apenas lo había visto, se echó encima de mí. Quise defenderme, pero ya no podía hacer nada. El tipo empezó a apretar, apretar y… Bueno, ya no sé nada hasta que me desperté aquí.

Ormsby y la muchacha se miraron.

—Debió dejarlo por muerto —sugirió ella.

—Es lo más probable. Andy —exclamó Ormsby—, ¿estás dispuesto a acusar a Clancey?

—Tráigame un papel y una pluma y verá lo que escribo —contestó el muchacho con acento de ira.

Ormsby reflexionó unos momentos.

—Andy, en tu opinión, ¿por qué te atacó Clancey?

—¡Y qué sé yo! ¡Ese tipo debe estar loco, es todo lo que puedo decirle, capitán!

—¿No crees que él puede suponerte culpable de la muerte de Susan y que por eso trató de vengarla?

—A Susan también la estrangularon —alegó Renfrew—. Y ¿qué me dice de Gaston Hymes?

—¿Qué me dices tú de Gaston Hymes? —Repreguntó Ormsby.

Renfrew le miró con leve gesto de sorpresa.

—Nada. ¿Qué diablos quiere que le diga? Era feo y cojo. ¿Iba Susan a enamorarse de un tipo así?

—Ella, posiblemente, no; pero él sí estaba enamorado de Susan.

Renfrew quiso reír, pero el cuello le dolió.

—Entonces, Clancey ya puede salir a la calle e ir estrangulando a la gente a diestro y siniestro. ¿Quién, de entre todos los que la conocían, no estaba enamorado de ella? ¿Acaso ese tipo quería quedarse solo en el mundo para que Susan cayese en sus brazos?

—No, pero tal vez mataba a sus más directos rivales. Y convendrás conmigo que tú eras el más peligroso de todos, Andy.

—Yo lo único que sé es que ese tipo me dejó por muerto y que yo no le había hablado jamás.

—Entonces, ¿cómo sabes tantas cosas de él?

Renfrew desvió la mirada.

—Bueno, a veces, Susan y yo nos encontrábamos y teníamos nuestras conversaciones, claro.

—¿En el estudio? —preguntó Pearl de repente.

Ormsby miró a la muchacha, sorprendido de su sagacidad. Aquella posibilidad no se le había ocurrido a él.

—Vamos, contesta a la señorita Brisson, Andy —le apremió.

Renfrew desvió la mirada.

—Algunas veces, sí —confesó.

—¿También la noche, mejor dicho, la madrugada en que murió? —preguntó Ormsby.

—Pensaban encontrarse después de su partida de póker, ¿no es cierto? —exclamó Pearl.

—Y tú llegaste allí, la viste, empezasteis a discutir, y en el calor de la discusión, porque tú estabas harto ya de vivir separados, y además, sin posibilidades de reuniros de nuevo, porque ella se había arrepentido ya del que tú mismo has llamado «cuarto de hora tonto» y quería seguir con su carrera por encima de todo, le diste muerte.

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Andy.

Las voces que dio le provocaron un agudo acceso de tos. Ormsby y Pearl tuvieron que esperar a que se le calmase.

—Ella estaba ya muerta cuando yo llegué —confesó Andy roncamente, hablando con ciertas dificultades—. Eran las cinco y cuarto, poco más o menos… La partida había acabado. Estaba sentada en el sillón. La llamé… No me contestó y cuando la toqué, cayó al suelo… Entonces vi los dos agujeros en su espalda… Aún estaba caliente, eso puedo jurarlo… Entonces, me espanté y escapó a todo correr. Perdí la cabeza y…

Andy tosió de nuevo.

—Eso es todo, capitán, se lo juro.

Ormsby reflexionó unos instantes.

—Cuando tú descubriste el cadáver, ¿sólo tenía los dos tiros en la espalda?

—Nada más, sólo los disparos.

—¿Ni señales de estrangulamiento ni de la cuchillada que le asestaron también?

—Yo sólo vi dos agujeros en la espalda y casi en el acto eché a correr.

—¿Dejándola caída en el suelo? —preguntó Pearl.

—Pues, sí… No se me ocurrió moverla, claro.

Pearl miró al joven.

—Ella fue encontrada sentada, capitán.

—Entonces, es que el asesino estaba adentro, escondido —apuntó el joven.

—O quizá Clancey llegó poco después y la estranguló.

—No. Eso no puede ser. Si estaba caída en el suelo, tuvo que verle las heridas causadas por los balazos. Entonces; carecería de lógica matar a una persona muerta.

—Bueno, tal vez la mató a tiros y luego, cuando se fue Andy, fingió el estrangulamiento. Y más tarde, le asestó la estocada, con lo cual pensaba confundirles a ustedes.

—Es posible —dijo Ormsby, acariciándose la mandíbula con gesto pensativo—. De todas formas, una conversación con Clancey me aclarará muchas cosas que ahora se me aparecen oscuras. —Miró al muchacho—. De momento, Andy, quedarás en el hospital bajo vigilancia. Quiero tenerte seguro, ¿comprendes?

Renfrew se limitó a volver la cabeza a un lado, en silencio.

Poco más tarde, Ormsby dejaba a la muchacha a la puerta de su casa.

—Si me quedase tiempo hoy, le llamaría para cenar juntos, Pearl.

Ella sonrió.

—Hagamos un trato, capitán. Llámeme y entonces prepararé yo la cena en mi piso. ¿Le parece bien?

—Será una ocasión magnífica para comprobar si, además de buena enfermera, es también buena cocinera.

—Le aseguro que no quedará defraudado, capitán.

—Carroll, por favor —dijo él intencionadamente.

—Carroll, de acuerdo —sonrió la muchacha, despidiéndose de él.

El joven puso en marcha el coche. Dio la vuelta completa a la manzana del otro lado de la calle y se detuvo frente al edificio donde Scrimer tenía instalado su estudio de arte.

Momentos después estaba hablando con Scrimer.

—Sólo un par de preguntas rápidas, y enseguida le dejo que siga con sus clases —dijo.

—Muy bien, capitán. Venga a mi despacho —contestó el director de la academia.

Fumaron. Después de la primera bocanada, Ormsby inquirió:

—Señor Scrimer, sabemos que Susan Calloway estaba aquí a las cinco de la mañana, es decir, unos minutos antes. ¿Tenía ella una llave de la academia?

—Sí —contestó el sujeto sin vacilar.

—¿Por qué?

—No era sólo Susan la que tenía la llave, sino también algunos de mis alumnos más distinguidos. Lo hacía a fin de que ellos pudiesen venir, aunque yo no estuviese presente, para que estudiaran sus papeles con mayor comodidad. Algunos, en su casa, no disponen de sitio suficiente o bien son molestados por sus familiares, o también los hay que se sienten tímidos al ensayar sus papeles en lugares donde pueden ser vistos por extraños.

—Comprendo. Y dígame, además de Susan, ¿quiénes más tenían llave del estudio?

—Entre otros, Hymes, Clancey y Parron —respondió Scrimer sin vacilar.

—Lo cual significa que podían venir a cualquier hora.

—Exactamente.

Ormsby se puso en pie.

—Eso es todo, muchas gracias, señor Scrimer.

—No hay de qué, capitán. Ya sabe que yo sólo deseo que encuentren al asesino de Susan y que lo castiguen como es debido.

—Desde luego, pero ¿qué me dice usted de Gaston Hymes? ¿Quién y por qué lo mató?

—Tal vez conocía la identidad del asesino de Susan Calloway, ¿no le parece a usted, capitán?

Ormsby asintió con una sonrisa.

—En efecto, así parece que debió ser, señor Scrimer. Adiós y muchas gracias.