Epílogo

Les llevó varios días dar sepultura a los muertos, y todavía más días sentir algo que no fuera una vaga aflicción; dolor y aturdimiento, y luego el sufrimiento y una profunda pena.

Sátiro había perdido la mitad de su juventud en una tarde, y Melita aún más. Urvara había fallecido, igual que Graethe y Menón, muertos a manos de la falange, luchando en primera línea; los hombres de más edad entre los amigos de su padre, y quizá los mejores.

Y había otros miles de muertos. A muchos no los conocía. A algunos, como a Litra, los conocía demasiado bien. Tuvo la mala fortuna de ser él quien hallara su cuerpo, un cuerpo que había estrechado entre sus brazos.

Ataelo demostró ser difícil de matar. El hachazo que lo había derribado lo dejó inconsciente, pero al cabo de unos días recobró el conocimiento.

Más adelante, Sátiro diría que los días posteriores a la Batalla del Río Tanais lo habían cambiado más que toda la campaña que había conducido hasta ella.

Y antes de que dejara de llorar a sus muertos, mientras la pena seguía siendo una herida abierta que en cualquier momento les provocaba el llanto, tenía que ser rey. Pues así como el zumbido de las moscas todavía se oía sobre los muertos, las solicitudes de atención, decisiones y consejos comenzaron a zumbar en sus oídos.

Cuatro días después del combate, cuando algunos de los veteranos de más edad habían comenzado a convertirlo en un relato y la herida del vientre se le estaba cerrando sin infectarse, se puso un quitón y se alejó del campo con Melita. Dejaron a todos sus bienintencionados amigos atrás y cabalgaron hacia el norte siguiendo el curso del Tanais hasta los pies del kurgan de Kineas.

—¿Todavía quieres ser rey? —preguntó Melita, y Sátiro negó con la cabeza.

—El precio es demasiado alto —contestó Sátiro—. Me siento como… como solía sentirme cuando gastaba todo mi dinero en el mercado para comprar un juguete y luego quería devolverlo.

Melita levantó la vista hacia el kurgan.

—¿Sigues queriendo hacerlo?

Sátiro asintió.

—¿Vienes conmigo?

—Hasta la cima —dijo Melita.

Treparon juntos al kurgan mientras el sol se ponía en el oeste. Debajo de ellos, los sakje y los griegos iban de aquí para allá, preparando la cena, y el humo de sus fogatas subía a los cielos.

Sátiro tuvo que detenerse tres veces durante el ascenso, y Melita maldecía cuando los brazos le fallaban. Todavía estaba muy cansada, y había reposado lo justo para que le dolieran todos los músculos.

Pero alcanzaron la cima antes de que el borde del sol se ocultara en la bahía del Salmón. En lo alto había una losa, y en medio de ella una profunda hendidura.

Sátiro desenvainó la espada egipcia y se la entregó a Melita.

Ella la sostuvo en alto de modo que el sol alcanzara la hoja, convirtiéndola en una lengua de fuego. Luego la hundió en la hendidura, y la hoja chirrió mientras ella la empujaba hasta la empuñadura.

Permanecieron en silencio hasta que el sol se puso, y luego bajaron del kurgan y regresaron al campamento. Y la espada retuvo la luz durante mucho tiempo.