5
Túmulo de Graco, mar Euxino, 311 a.C.
—Lo que necesitamos es madera —dijo Sátiro.
Les había llevado un día entero montar un campamento en el promontorio que quedaba detrás de la granja de piedra, invisible desde la costa y bien abastecido de agua gracias al río. Otro día se dedicó a cortar el mástil de trinquete, reflotar el Halcón, remendar la proa y remolcar el casco río arriba hasta el campamento, de modo que pudiera recibir los cuidados que merecía, oculto a la vista de los barcos que surcaran la gran bahía.
El tercer día, Sátiro se encontraba en el mayor de los graneros de piedra de Alejandro, observando las viguetas curvas que sostenían las vigas principales.
—Lo que necesitamos es madera —dijo otra vez.
—Dudo que a Alejandro, por más bien dispuesto que esté hacia nosotros, le gustase que arrancáramos las tripas de sus graneros para reconstruir la proa.
Terón seguía estando cansado y aún se movía con rigidez. Seis hombres habían muerto a causa de sus heridas, y Sátiro comenzaba a preguntarse si alguna vez volvería a correr como antes; la cadera no se le soldaba bien, y le costaba dormir porque le dolía el brazo, pero Terón estaba recuperando su sentido del humor, y Sátiro había comenzado a pensar que quizá sobreviviría.
—Estas vigas y viguetas han salido de alguna parte —insistió Sátiro.
—Preguntemos a Alejandro —dijo Terón. Y Sátiro lo hizo.
—Las trajeron los sakje; las arrastraron desde los montes de tierra adentro en trineos —explicó Alejandro—. Las canjeé por vino; cuarenta ánforas del mejor caldo de Mitilene.
Sátiro reflexionó mientras contemplaba la proa de su barco, que ahora sobresalía del agua un poco inclinado, remolcado por la fuerza de doscientos hombres y cuatro bueyes hasta que todo el casco salió del río. La proa destrozada se alzaba por encima de la cabeza de un hombre. Caminaba de un lado a otro.
—Aunque consigamos madera —dijo a Diocles—, necesitamos un espolón.
—Una cosa después de otra —respondió Diocles—. Propongo que reconstruyamos la proa sin espolón y que lo llevemos de regreso a casa tan deprisa como podamos. En Alejandría, un espolón nuevo solo es cuestión de dinero. —Miró a Sátiro, y Sátiro temió ver compasión en su mirada—. Piensas que puedes aparejarlo para la guerra y rescatar a tu tío, pero ese barco partió hace cuatro días, señor. León está preso, o muerto. Somos nosotros quienes precisamos liberarnos, y ningún espolón nos salvará en estas aguas.
Sátiro bebía una infusión de hierbas y caminaba de aquí para allá, mirando alternativamente su barco y a Diocles. Al cabo de una hora, asintió.
—De acuerdo —dijo—. Tienes razón. Proa de madera. Habrá que reconstruirlo, cambiar de sitio los mástiles. Sin el espolón es ingobernable, y lo sabemos bien. Hay que reequilibrar todo el casco.
Diocles asintió lentamente.
Terón se aproximó a ellos con su clámide oscura echada para atrás porque hacía buen tiempo.
—Tengo cierto talento para las matemáticas —dijo Terón—. Y Sátiro también. Diseñemos la nueva estructura mientras Alejandro manda aviso a los sakje, y a lo mejor ya tendremos la madera cuando estemos listos para comenzar.
Los sakje aparecieron un día después de que se encendiera la almenara, tal como Alejandro había predicho; treinta jinetes con doscientos caballos que llegaron al atardecer. Alejandro les dio la bienvenida en la huerta, donde lo único que Sátiro vio fue un destello de oro y un remolino de corceles que le arrasaron los ojos en lágrimas por su familiaridad. Sin darse cuenta de lo que hacía, echó a correr hacia la huerta, ya no como un formal navarco y señor sino como un niño que regresara al seno del pueblo de su madre.
Un hombre alto que montaba un caballo cubierto de pintura roja estrechó las manos de Alejandro, y se pusieron a hablar rápidamente como viejos amigos separados por demasiado tiempo. Sátiro reconoció de inmediato a aquel hombre del hogar de su infancia.
—¡Kairax! —llamó Sátiro. Era el tanista[5] de su madre en el oeste, ahora soberano por derecho propio de la puerta occidental de la confederación asagatje. Tenía canosa la barba antaño morena, y arrugas en las mejillas, pero el tatuaje de su clan seguía siendo bien visible en su bíceps, y sus brazos todavía eran musculosos.
Al oír su grito, Kairax se volvió y se exclamó. Acto seguido, Sátiro se vio envuelto por los fuertes brazos del sakje, y tuvo que esforzarse para que no se le saltaran las lágrimas.
—¡No sabía que eras tú! —dijo, titubeando al hablar en sakje.
—¡Yo tampoco, joven primo! ¡Aunque no tan joven! —Kairax asintió en señal de aprobación—. Eres un hombre. Sin embargo, ¿has venido aquí en barco y no a caballo? ¿Cómo es eso?
Sátiro refirió, tal vez extendiéndose demasiado, las aventuras del exilio, y Kairax inclinó la cabeza cuando Sátiro le contó el asesinato de su madre.
—Demasiado tiempo hemos aguantado a ese Eumeles —dijo Kairax—. Marthax siempre aconseja paciencia; pero odiaba a tu madre y es viejo, y mis hombres jóvenes se están impacientando. —Miró a Sátiro a través de sus pobladas cejas—. ¿Qué clase de primo eres tú, que vienes con barcos antes de pedir ayuda a tus parientes? Creo que has pasado demasiados veranos en el mar de agua y no suficientes en el mar de hierba.
Sátiro inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Primo, admito mi error —dijo, recuperando el sakje como un recuerdo de juventud.
Kairax sonrió.
—¡Bah! Eres demasiado mayor para que te dé una paliza —dijo—. Alejandro de la Casa de Piedra dice que necesitas madera.
—Maderos grandes, árboles grandes. Como los de su granero —dijo Sátiro.
Kairax asintió.
—Si los traigo, ¿luego qué?
Sátiro no supo qué decir.
—Escucha, muchacho —dijo Kairax—. Los asagatje son como hierba seca un día de verano, y tú podrías ser un rayo en el cielo. Ven conmigo y enciende la hierba.
Sátiro estuvo tentado, tan tentado que tuvo que recordar todo lo que sus tíos León y Diodoro habían dicho sobre el poderío naval para rechazar la propuesta.
—Hay que derrotar a Eumeles en el mar —dijo—. Hasta entonces, puede utilizar sus barcos para luchar contra los sakje.
Kairax se rio.
—¿Barcos contra los sakje? ¡Me gustaría verlo!
—¿Todas las ciudades cerradas a vosotros? —dijo Sátiro—. ¿Guarniciones de hombres que pueden ir y venir por mar sin estar nunca al alcance de los arcos? —Sátiro recordó otro dato—. Y una parte de los sakje son leales a Eumeles, Kairax. Había arqueros sakje en todos sus barcos; muy buenos, y tiraban bien, como hombres que han dado su palabra.
Ahora le tocó a Kairax bajar la cabeza.
—Es tal como dices —admitió—. Marthax envía jóvenes a servir a Eumeles y ellos van de buen grado, por el tesoro.
Sátiro le agarró el brazo y se lo apretó.
—He vuelto para quedarme —dijo—. Tengo intención de matar a Eumeles y establecer un reino en el Euxino.
Kairax negó con la cabeza.
—Eso no es propio de los sakje —dijo.
Sátiro asintió.
—No, es propio de los griegos, pero daré la libertad a los sakje y a los granjeros. Y vosotros os libraréis de Marthax y yo de Eumeles.
Kairax hizo un gesto con la nariz, como si oliera algo interesante: una señal de aprobación, si conocías sus costumbres.
—Es un sueño ambicioso —señaló.
—Necesito madera para hacerlo realidad. Tengo que reparar este barco, escabullirme de la flota de Eumeles y buscar a mis amigos. —Se guardó de añadir que necesitaba armar una flota propia—. Regresaré con más barcos.
Kairax ya no estaba solo. Mientras habían estado conversando, su trompetero y varios de sus principales guerreros oyeron retazos de lo que decían, y ahora se estaban congregando en torno a ellos.
—¡El hijo de Srayanka! —exclamaban—. Una muchacha alargó el brazo y le tocó la mejilla.
—¡Para suerte! —dijo en griego.
Sátiro se acordó de Ataelo, y las lágrimas volvieron a asomarle a los ojos.
En dos ocasiones pasaron barcos de guerra costeando, pero ninguno de los dos decidió desembarcar.
—Temen a los sakje —explicó Alejandro con satisfacción—. Recaudadores hijos de puta. Yo pago mi diezmo a Kairax, y vale hasta el último céntimo. No pago ni un óbolo a ese cabrón de Pantecapea. Aquí no cuenta su mandato, y esos marineros lo saben.
—Pero siguen buscándonos —dijo Sátiro.
Tres días después de la visita de Kairax, veinte hombres getones y dos mujeres llegaron con cuarenta mulas que tiraban de veinte robles. Sátiro pagó en oro, casi el último dinero en efectivo que le quedaba, y antes de que el sol cayera sus hombres ya estaban trabajando con las abundantes herramientas del granjero, cortando maderos para la proa.
—Tres días —dijo Sátiro a Diocles y Terón.
—¿Y vendrás con nosotros? —preguntó Terón. Su mirada se dirigió más allá de Sátiro, hacia una chica sakje, Lithra, que no se había apartado del lado de Sátiro durante dos días y sus correspondientes noches.
Sátiro sabía que le tomaban el pelo, pero se encogió de hombros.
—Necesitamos una flota, y aquí no la conseguiré.
—No estará nada contenta —dijo Diocles.
Sátiro se encogió de hombros otra vez.
—No es una muchacha griega que necesite que la despose. Es una doncella lancera de los Manos Crueles, y ya lo hemos hablado. Bien, caballeros, si habéis terminado de indagar en mi vida privada, construyamos este barco y marchémonos.
—Es igual que su padre —dijo Alejandro al silencio.
A pesar de la creciente irritación que le provocaban los mayores, Sátiro no halló motivo de enojo en «ser igual que su padre», de modo que les sonrió y se fue en busca de Lithra.
—Tú estás para marchar pronto —dijo Lithra. Estaban acurrucados en el heno, y algo extraño hacía que Sátiro tuviera ganas de rascarse pero la dignidad post-coital exigía que demostrara cierta indiferencia.
—Sí —contestó.
—Yo para aprender mejor griego —dijo ella—. ¿Y bien?
—Regresaré —dijo Sátiro, sonando lamentable, incluso para él.
—¡Lo sé! —respondió Lithra. Era una chica alta con los pechos pequeños y una cintura tan estrecha, los músculos del torso tan duros, que acariciarle el vientre le provocó una erección. Su cuerpo era maravilloso y, a pesar de la barrera parcial que suponía no acabar de compartir dos idiomas, Sátiro ya la conocía suficientemente bien como para estar prendado de algo más que de su cuerpo.
Lithra alargó el brazo y acarició con mano experta la base de su pene.
—¿Las chicas griegas hacen esto? —preguntó.
Sátiro pensó en Amastris. Había una mezcla culpabilidad y otra cosa, algo difícil de definir, en el pensar en Amastris con las manos de otra mujer en su hoplon.
—No —contestó Sátiro.
Lithra se inclinó encima de él.
—Para tú perder si no vuelves, Satrax. Lithra cabalga diez días y no se cansa, cinco flechas en el blanco antes de volverse, diez hombres muertos en los montes. —La luz del atardecer le bañó el rostro—. Regresa. Para mí gustas.
Sátiro se deleitaba cuando lo llamaba Satrax. Le cogió las manos, rodó para ponerse encima de ella y en su falsa pelea llenaron el aire de paja, levantando una nube de polvo entre toses y risas, a pesar del pus en la herida del brazo y del dolor incesante que sentía en el muslo.
—Regresaré —dijo Sátiro, preguntándose si mentía o decía la verdad.
Lithra sonrió y se quedó entre sus sábanas una noche más, pero por la mañana montó junto con sus guerreros y se marchó. Hizo adiós una vez con la mano y desapareció tras las primeras colinas, y Sátiro no supo cuál de sus actos merecía la mayor parte de la culpabilidad que sentía. Una íntima culpa y vergüenza por burlarse de sus mayores, hasta que los rehuyó poniéndose a trabajar en la proa, desbastando la madera con la azuela junto a los mejores marineros y los nietos del granjero, carpinteros más experimentados que cualquiera de los navegantes.
Trabajó hasta la hora de dormir y al levantarse volvió al trabajo, y el quinto día se fijaron las últimas tablas del machihembrado, largas piezas cuidadosamente ensambladas con láminas flexibles de álamo para mantenerlas juntas, y se remodeló la popa con baos de sólido roble. El palo mayor volvió a fijarse en la cubierta un poco más atrás, igual que el palo trinquete, de modo que el Halcón tenía cierto parecido con una triemioliai, y le añadieron una cubierta central más ancha, provista de una catafracta revestida de escamas de acero, que al añadir peso reduciría la escora cuando navegara a vela; o al menos eso esperaban. Y, en caso de combate, protegería a los remeros.
Terón se llevaba a todos los hombres que no trabajaban en el barco al campo, donde cazaban y practicaban con sus armas, de tal suerte que cuando la proa estuvo lista para navegar, eran, en palabras de Terón, la tripulación de remeros más peligrosa del Euxino.
—Los hay que incluso saben lanzar la jabalina —dijo, sonriente.
—Tienes mejor aspecto, maestro —observó Sátiro—. Quizá podríamos hacer un par de asaltos.
Terón negó con la cabeza.
—Todavía tienes mal la cadera, y puedo oler ese brazo desde aquí. Tienes que hacer que te lo miren. Aún te sale pus. Y no estoy dispuesto a ser el blanco de tu enojo —dijo.
—No estoy enojado —respondió Sátiro, pero en cuanto lo hubo dicho se dio cuenta de que sí lo estaba.
Diocles vino con un par de lanzas al hombro.
—Bueno, llegado el caso, podremos abordarlos —dijo—. Nadie cuenta con que las bancadas se vacíen en los primeros momentos de un combate.
Seguramente bromeaba, pero Sátiro asintió.
—Deberíamos practicar —dijo—. Mañana, mientras lo sacamos a la bahía con la tripulación de cubierta, podrías comprobar cuánto tardan en abandonar las bancadas.
—Por Ares, lo dice en serio —dijo Terón.
—Es un hombre serio —repuso Diocles—, cuando tiene la verga seca.
Sátiro decidió que sería malo para la disciplina decir lo que tenía en mente, de modo que se obligó a sonreír y se marchó a supervisar el ajuste final de las tablas de la proa y las bordas nuevas. Su cabeza entendía que había obrado mal al tomar una amante, al permitirse algo que los demás hombres no, cosa que lo convertía en el objeto de un sinfín de chanzas. Su cabeza lo sabía, pero en su fuero interno estaba enojado con ellos por ser tan mezquinos.
Cuando despuntó el sol ya estaban a flote fuera del río, con la bodega llena de piedras de la playa para estabilizarlo. No era el Halcón; o mejor dicho, era el Halcón en algunos momentos hasta que, de repente, se convertía en un barco completamente distinto: más estable, mejor a vela, más difícil de impulsar a remo y con la popa hundida, torpe en las viradas. La proa hacía agua. Sátiro pasó buena parte del día agachado junto a las tablas nuevas, preocupado por las filtraciones de agua.
—Tendrías que relajarte —dijo Diocles—. Se hincharán.
—Y tú tendrías que callarte y hacer tu trabajo —le espetó Sátiro—. Eres un buen timonel, pero puedo reemplazarte. Te ascendí cuando eras un simple remero. Mi vida privada no es de tu incumbencia, y lo que yo piense, tampoco. Largo.
Diocles dio media vuelta y se dirigió a la popa.
Sátiro maldijo su mal genio y su estúpida reacción, pero no se retractó.
No se dirigieron la palabra mientras lastraban el barco a fin de hundir la proa en el agua. Se mantuvieron bien alejados mientras Sátiro abrazaba a Alejandro y a todos sus hijos en la playa.
—El amigo de tu padre, el héroe, solo me ha traído buena suerte. Me alegra haber podido ayudarte.
Alejandro les había ofrecido una cena de despedida, un pescado enorme de la bahía y buen vino para todos los tripulantes, que sin duda le costó una pequeña fortuna.
—Cuando sea rey, nunca pagarás impuestos —prometió Sátiro.
—¡Desde luego que no! —respondió el granjero—. En fin, ya se verá. Buena suerte, muchacho. Ve y pasa por el bronce a ese cabrón de Pantecapea en nombre de todos los granjeros.
El anciano abrazó a Terón, que había pasado largos ratos con sus nietos, y a Diocles, que lo soportó muy envarado, y al cabo ya surcaban la bahía empujados por una brisa fresca.
—Si el viento sigue soplando, no habrá ni un crucero en todo el Euxino capaz de darnos alcance —dijo Diocles, a nadie en concreto. Asintió mirando a Terón—. Deberías dejar la palestra y convertirte en carpintero de ribera.
Terón esbozó una sonrisa.
—Supongo que se me pegó algo de mi padre —dijo, observando a Sátiro.
Sátiro se dio cuenta de que Diocles quería hacer las paces, pero fue incapaz de contestar o disculparse, y eso le hizo sentirse como un idiota. El brazo no paraba de hinchársele, y estaba aturdido.
Si había un barco enemigo cerca de la bahía, no lo vieron, y cabalgaron las olas con el viento de popa en cuanto viraron al sur, de modo que la estancia en la granja parecía un sueño. Sátiro pasó la mañana vigilando su preciada proa como lo haría una gata con sus primeros cachorros, pero la filtración no era peor que la que cualquier barco seco presentaba durante sus primeras horas en el mar, y a mediodía dejó de entrar agua ya que las tablas se hincharon, cerrando las fisuras de la nueva construcción. Sátiro acarició las tablas recién cortadas, sonrió satisfecho y subió a la nueva catafracta para dirigirse a popa.
—¿Derechos hacia el Gran Bósforo? —preguntó Diocles. Fue lo más cercano a una comunicación directa que habían intentado establecer en dos días—. Tal vez lo logremos si vamos por alta mar. Lo avistaríamos mañana por la noche, con ayuda de los dioses.
—A Tomis —contestó Sátiro, y lamentó su seca respuesta de inmediato. Diocles estaba intentando disculparse. Sátiro era lo bastante listo para saber que aquella conversación no era en torno al rumbo. Lo era y no lo era. Trató de corresponderle de la misma manera—. Tomis está en la satrapía de Lisímaco. Deberíamos ser bien recibidos. Además, tengo amigos allí; algunos íntimos de mi padre, y otros. A este ritmo, llegaremos antes del ocaso. Capearemos el estrecho de día, pasado mañana.
—¿Tomis? —preguntó Diocles—. Allí podría encontrar otro barco.
—¡No seas zopenco, carajo! —replicó Sátiro. Se abrazó a sí mismo—. Te necesito —agregó, con el mismo esfuerzo que habría empleado en un combate.
—¡Ja! —dijo Diocles, con el aire de quien tiene mucho más que decir.
Costearon todo el día sin perder de vista en ningún momento el delta del Ister con sus miles de islas y su amplio abanico de cieno, y luego siguieron la curva de la orilla hacia el sur, ante tierras a todas luces civilizadas, con granjas griegas hasta donde alcanzaba la vista y los imponentes Montes Coilaletos en poniente.
—¡El rompeolas de Tomis! —anunció el vigía.
—Ya era hora —dijo Neiron. Había tenido un día muy tranquilo, con el viento adecuado para navegar.
—Barcos en la playa —avisó el vigía.
Sátiro asintió a sus oficiales.
—Voy yo.
Ninguno parecía inclinado a discutir. Se quitó el quitón por la cabeza, lo dejó caer al suelo y corrió a encaramarse al palo trinquete. El vigía era Thron, el grumete más joven y ágil del barco.
—¡Mira eso, señor! —dijo, señalando la playa que se extendía detrás del rompeolas. Tomis presumía de tener dos playas para galeras, una a cada lado de un cabo rocoso. Ellos solo veían la rada norte.
Había tres trirremes varados en la playa y un cuarto barco de guerra anclado en la amplia curva de la bahía. Era el Loto Dorado.
—¡Kalos! ¡Arriad las velas ahora mismo! —gritó Sátiro desde la cofa.
—¡Sí, señor! —contestó Kalos, y los marineros corrieron a sus puestos, y se oyó el palmoteo de sus pies descalzos en las cubiertas.
—Buen ojo, chico —dijo Sátiro. Señaló la cubierta—. Una lechuza de plata para ti cuando termines tu turno de guardia.
—¿Para mí? —respondió Thron, sonriendo de oreja a oreja.
Sátiro pasó por alto su admiración y bajó a la cubierta.
Diocles ya estaba virando hacia el mar.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—El Loto Dorado está en la rada —contestó Sátiro. Miró en derredor—. ¡Todos los oficiales! —llamó.
Neiron estaba sentando a los remeros en las bancadas. Hizo una seña.
Kalos ya había arriado las reveladoras velas. Alguien que observara desde la playa solo podría alcanzar a ver dos palos desnudos a contraluz del ocaso. Se dirigió a popa, deteniéndose para maldecir a un marinero que mostraba torpeza plegando la preciada vela.
Apolodoro, otro superviviente de Gaza, vino desde la proa. Sin armadura, y pese a su corta estatura, exhibía su formidable musculatura. Un hombre muy duro, sin duda. A falta de Abraham, era el filarco de sus infantes.
Sátiro señaló hacia el puerto.
—Es posible que León haya venido aquí —anunció.
—No puede ser León —dijo Terón—. Lo rodeaban diez barcos cuando escapamos. Lo apresaron.
—Nosotros escapamos —repuso Sátiro.
—Él no —insistió Terón.
—¿Ninguna posibilidad? —preguntó Sátiro, acallándolos—. Tomis es un puerto amigo. Si esos barcos son los de Eumeles, él y su navarco son idiotas. Y tenemos un casco lleno de remeros entrenados para luchar. Ahora bien, si es León, quedaremos como unos estúpidos y quizá matemos a algún amigo nuestro. Tenemos que saber a qué atenernos.
Kalos se encogió de hombros.
—Entramos, nos abarloamos y les ponemos un cuchillo en el cuello. Si son amigos, pedimos perdón y dejamos que nos inviten a vino.
—Hete aquí por qué no eres navarco —dijo Neiron, rascándose el cogote—. Estoy de acuerdo con el capitán. Tenemos que saber.
Terón asintió lentamente.
—Yo también estoy de acuerdo.
Sátiro asintió.
—Bien. Voy yo.
Terón negó con la cabeza.
—No seas tonto, chaval.
Sátiro se volvió y miró fríamente a su antiguo entrenador.
—No soy un chaval, y tampoco soy tonto, Terón. Ya hablaremos de esto en otro momento —dijo con cuidado, procurando traslucir la menor ira posible. Había llegado la hora de marcar las distancias con todos ellos, decidió—. Aquí tengo amigos de familia. Soy joven, sé nadar y estoy prácticamente ileso.
—Deja que vaya Diocles o uno de los chicos —dijo Terón. Era evidente que le había dolido la reprimenda de su antiguo alumno—. Tienes el brazo mal.
—He tenido heridas peores —repuso Sátiro.
—Caray, chico —dijo Terón, dando un paso al frente.
—Cuidad con lo que dices, señor. Aquí no soy tu pupilo, soy tu capitán. Y para ti no soy un chico. ¿Entendido?
—Muy bien, señor. —Terón estaba enojado—. ¡Envía a Diocles!
—Diocles es mi primer oficial, pero carece de la distinción social que me protegerá a mí —dijo Sátiro.
—Que es una manera amable de decir que, si son hostiles, pueden capturarme y ponerme a remar —aclaró Diocles.
—Si te capturan, no vivirás ni una hora —repuso Terón.
—El precio de la gloria —dijo Sátiro—. Me voy. Diocles, acércame a tierra al norte del cabo. Ve costa arriba, da de comer a los remeros y regresa a buscarme mañana por la noche, antes de que salga la luna. Si ves tres fuegos en la playa, ven a recogerme. Si solo hay dos, estoy preso y es una trampa. Si ninguno… Bueno, no estaré allí. ¿Queda claro?
Terón negó con la cabeza.
—Me opongo —declaró.
Terón era un caballero y un atleta famoso, y el resto meros marineros. Ninguno de ellos se pronunció, ni a favor ni en contra. Sátiro miró a su antiguo entrenador.
—Tomo nota de tus reservas —dijo Sátiro, recurriendo a una frase de León que le vino a la cabeza y que sonaba mucho más adulta que «jódete».
El rostro de Terón se ensombreció, pero a sus espaldas Diocles sonrió y se dio media vuelta para disimular.
El agua estaba fría, faltaban menos de dos festividades para que llegara el invierno y el Euxino ya se asemejaba más de la cuenta a la laguna Estigia. Sátiro saltó por la borda a menos de un estadio de la orilla. Llevaba su bolsa de cuero, el cinto de la espada y toda su ropa dentro de un odre de cerdo que procuraba mantener encima de la cabeza mientras nadaba con una lanza en la mano izquierda. La distancia era corta pero la primera impresión le cortó la respiración, y llegó penosamente a la arena de la playa, con el brazo ardiendo de escozor a causa de la sal y del esfuerzo. Se tumbó jadeante en los guijarros y descansó un momento antes de levantarse, quitarse las algas y vestirse. El agua había penetrado en el odre y el quitón de lana estaba húmedo, igual que su clámide, pero eran de buena lana, y cuando se puso el cinto de la espada, se colgó la bolsa al hombro, recogió la lanza de caza y ascendió a paso ligero por la duna hacia la carretera, ya había entrado en calor.
Había granjas en ambos lados, con sus vides a lo largo del camino y sus campos de cebada extendiéndose en la desolación del otoño, salpicados de olivos esmirriados y lozanos manzanos. Mientras Sátiro contemplaba los campos, vio a un esclavo apuntalando una rama cargada de fruta.
Sátiro corrió por el camino de detrás de la duna hasta llegar a la altura del esclavo. Era un hombre bastante mayor.
—¡Buenas tardes! —saludó Sátiro.
El esclavo se volvió, lo miró y siguió cortando un puntal.
—¿Cuánto falta para Tomis? —preguntó Sátiro.
El anciano levantó la vista, claramente molesto. Señaló camino abajo.
—No lo suficiente —contestó el esclavo.
Sátiro tuvo que reír ante aquel comentario. Reanudó la marcha, corriendo un par de estadios hasta donde el camino torcía para rodear un promontorio, cruzando terrenos donde las granjas eran más escasas debido a la pobreza del suelo. Bancales plantados de olivos se alzaban junto a la carretera y, justo después de la curva, un conejo examinaba unas matas de hinojo bajo el sol del atardecer. Sátiro lo atravesó con su lanza y lo destripó allí mismo, antes de seguir corriendo con una plegaria a Artemis en los labios y el conejo colgando de su lonche.
Pocos estadios más adelante encontró un campo de manzanos lleno de hombres y mujeres que recogían fruta aprovechando la última luz de la tarde. Sátiro sonrió a dos mujeres que compartían una botella de agua junto al camino, y que bajaron los ojos y se retiraron hacia los árboles.
—¿Cuánto falta para Tomis? —preguntó Sátiro, levantando la voz.
La doncella más joven negó con la cabeza y siguió retrocediendo. La mayor se detuvo donde no podía alcanzarla y se encogió de hombros.
—La verás después del cabo —dijo en griego con acento bastarno.
Un hombre salió de entre los manzanos portando una lanza.
—Saludos, extranjero —gritó manteniéndose a buena distancia.
Sátiro hizo una reverencia.
—Soy Sátiro —dijo.
—Yo, Talkes —contestó el hombre. Era precavido, pero reparó en el conejo con glotonería—. ¿De caza, señor?
—He tenido suerte —dijo Sátiro—. Estoy buscando a unos amigos. ¿Dónde puedo encontrar a Calco el Ateniense? ¿O a Isocles, hijo de Isócrates?
—Estás de suerte —dijo Talkes—. Mis disculpas, señor. Mi señora es Penélope, hija de Isocles.
—¿Reside en esta granja? —preguntó Sátiro. Recordaba vagamente que Isocles tenía una hija. Tendría el doble de su edad. Casada con Leandro, hijo de Calco. O eso creyó recordar.
—Ahora mismo la ciudad no es segura —dijo Talkes en voz baja—. Si no hubieses venido con tanto sigilo, nos habríamos marchado; se supone que debemos huir de los hombres armados. La señora está en la granja. Si me das tu recado, se lo transmitiré.
—Preferiría hacerlo en persona —respondió Sátiro.
Talkes negó con la cabeza.
—No, señor. Corren malos tiempos por estos pagos. Nadie se acerca a mi señora salvo si ella lo dice.
Talkes sostenía la lanza como un hombre para quien su arma era una vieja amiga, la compañera de muchos días en el campo. Un hombre peligroso.
Sátiro asintió.
—Muy bien. Di a tu señora que soy Sátiro y que mi padre era Kineas, y que soy amigo íntimo de su padre, y que imploro su hospitalidad. —Sátiro suspiró por sentirse insensato; si alguno de aquellos esclavos hablaba, podrían apresarlo fácilmente—. ¿Sabes de quién son esos barcos varados en la playa de la ciudad?
—Son del rey, pero no de nuestro sátrapa, el viejo Lisímaco. Pertenecen al nuevo rey. Eumeles. —Talkes meneó la cabeza—. Ayer por la mañana mató a algunos hombres de la milicia durante un combate en la playa. También mató al padre de mi señora. Quemó algunas granjas. He creído que podrías ser uno de ellos. Aunque todavía no sé qué pensar. Teax, ve a la casa enseguida. Cuenta a la señora lo del desconocido. Yo aguardaré aquí. —Talkes miró a Sátiro, ladeando la cabeza—. Así pues, ¿eres Sátiro? ¿El que andan buscando los soldados? —Talkes se volvió—. ¡Corre, chica!
La mujer a quien así se dirigió, la más joven, se esfumó como un potrillo en una cacería de primavera, levantándose el pesado quitón de lana y corriendo como una atleta.
—Tengo un poco de vino que podemos compartir —ofreció Sátiro.
—Guárdalo —respondió Talkes—. Los demás, volved al trabajo.
Talkes se alejó y bajó la lanza, plantándose bajo un manzano para vigilar a sus braceros y a Sátiro a la vez.
Sátiro pensó que seguramente sabía todo lo que él necesitaba saber, pero la curiosidad lo contuvo. Bebió un trago de vino y se puso en cuclillas a esperar.
—Ahora sí que bebería un trago, si la oferta sigue en pie, extranjero.
Talkes, vacilante, dio un paso al frente.
Sátiro asintió. Puso de nuevo el tapón al frasco y lo dejó en el suelo. Luego recogió su lanza, con el conejo y todo, y se alejó un buen trecho.
—Faltaría más.
Talkes se acercó con cautela a la cantimplora, como si temiera que fuese un animal peligroso. Pero tomó un sorbo y sonrió.
—Desde luego, eres todo un caballero —dijo—. ¡Ojo!, eso no quita que puedas ser uno de los hombres del tirano —agregó, y bebió otro sorbo. Sonrió y regresó a supervisar la labor de sus peones.
Sátiro también bebió otro trago de vino.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí? —preguntó.
—Cuatro días —contestó Talkes.
Más de tres semanas desde el combate naval. Tiempo de sobras para que Eumeles reparase un barco capturado y navegara hasta allí; sobre todo tratándose de un navío tan bueno como el Loto Dorado.
—Dice la señora que lo lleves a la casa —dijo Teax desde la penumbra—. Dice que es amigo.
El paseo hasta la casa fue tenso, como poco, y Sátiro tuvo la sensación de que la lanza de Talkes nunca estaba lejos de su garganta. Subieron el resto de la colina y descendieron por el otro lado. La casa estaba a oscuras, pero desde más cerca Sátiro vio que los postigos de todas las ventanas estaban cerrados a cal y canto.
—La lanza y la espada, señor —dijo Talkes al llegar a la puerta.
Sátiro se planteó rehusar, pero le pareció un sinsentido. Entregó sus armas y lo hicieron pasar al interior.
—El conejo es mi regalo como huésped —dijo.
—Pues se lo mandaré a la cocinera —dijo el bastarno—. Acompáñame.
La casa no era lo bastante grande para perderse en ella, pero Sátiro siguió a Talkes como si estuviera en el palacio de Tolomeo en Alejandría, y no tardó en encontrarse ante una mujer ataviada con generosas vestiduras, sentada con un carrete en la mano y tres lámparas de aceite. Olía un poco a rosas y otro poco a vino rancio. Sátiro no pudo evitar fijarse en lo desnuda que estaba la casa; todo el mobiliario que veía estaba hecho in situ.
—¿En verdad eres el hijo de Kineas? —preguntó ella sin levantar la cabeza.
Sátiro asintió.
—Lo soy —contestó.
La dama ahogó un sollozo.
—Hace dos días mataron a mi padre —dijo—. Le habría encantado verte. —Levantó la cabeza y recobró el dominio de sí misma—. ¿En qué puedo servirte? —preguntó.
—Quisiera solicitar la hospitalidad de tu casa —dijo Sátiro.
—Mi casa ha caído en desgracia —contestó ella—. Corre el rumor de que eres un gran capitán del ejército del señor de Egipto. ¿Cómo te presentas en mi puerta con un conejo ensartado en la lanza? Los capitanes de Eumeles te están buscando.
Sátiro decidió no mentir a aquella amable mujer de ojos grises, pese al ligero olor a vino que la envolvía.
—Intenté arrebatar el reino de mi padre a Eumeles de Pantecapea. Fracasé y faltó poco para que perdiera la vida y mi barco.
La dama se levantó, dejando sus carretes de marfil tallado, los objetos más valiosos de la habitación, en una canasta llena de lana.
—Lo saben todo sobre ti, Sátiro. No sobrevivirás si te quedas aquí. Mataron a mi padre porque era amigo tuyo y, si lo capturan, Calco será el siguiente. Si te doy cobijo, vendrán y nos matarán a todos. —Se encogió de hombros—. Pero soy una hija obediente y no te rechazaré. Tal vez sea mejor para mí acabar de esta manera.
—Escóndeme una noche y mañana vengaré a tu padre antes de la puesta de sol —dijo Sátiro—. No seré tu muerte.
La dama surgió de un rincón mal iluminado con una copa en la mano.
—Soy Penélope —se presentó—. Esta es la copa de bienvenida. Aquí nadie te traicionará. Te recibo en memoria de tu padre, el primer hombre al que miré con ojos de mujer. Quizá me habría desposado.
—Se casó con mi madre, la reina de los sakje —respondió Sátiro. Bebió de la copa. Contenía queso y cebada, y se dejaba beber. Le llegó el olor del conejo cocinándose.
—Mejor tener como rival a una reina que a otra mujer, me figuro —dijo Penélope—. Sea como fuere, tu padre nunca prometió nada y nunca regresó.
—¿Y te casaste? —preguntó Sátiro, después de una pausa.
—¿Acaso parezco una doncella? —dijo Penélope riendo, y su risa fue avinagrada—. Me casé con el hijo menor de Calco. —Su amargura era obvia—. ¡Ahí sí que no tuve a una reina como rival! —agregó. Sátiro carecía de la experiencia precisa para cambiar de tema.
—Lo siento —dijo.
Penélope levantó la cabeza y lo fulminó con la mirada.
—Ahórrame tu compasión, muchacho. —Luego meneó la cabeza—. ¿Cómo has planeado vengarnos? ¿Y qué te lleva a pensar que más derramamiento de sangre mejorará la situación?
Sátiro bebió un trago de vino para disimular su confusión. Finalmente, se encogió de hombros.
—Tengo un barco —dijo—. Los echaré de la ciudad.
Penélope asintió.
—El sátrapa llegará cualquier día de estos, y entonces Eumeles se verá en una guerra. Más vale que te mantengas al margen, Sátiro hijo de Kineas.
—¿Quién está al mando? —preguntó Sátiro.
Penélope negó con la cabeza.
—Supongo que podría averiguarlo. —Sonrió, luego levantó los ojos y sonrió de un modo extraño—. Cuando te dejas morir, a menudo cuesta regresar a la vida —dijo. Y luego—: Qué más da. No me hagas caso. Soy una vieja amargada y podría haber sido tu madre.
—No eres vieja —respondió Sátiro cortesmente. De hecho, bajo los amplios pliegues de sus vestiduras, no era menos atractiva que su tía Safo, y eso era mucho decir.
—Hmmm —musitó Penélope—. Había olvidado el sabor de la galantería.
—La cena está servida, señora —dijo Talkes desde el umbral.
La cena fue sencilla. Su conejo desapareció en un estofado hecho con cebada y tubérculos de temporada, que acompañaron con buen pan y un vino áspero. Los esclavos o sirvientes, Sátiro no acabó de tenerlo claro, comieron en la misma mesa que su señora, una gran mesa de madera oscura a la que el uso había dado una pátina negra semejante a la de la cerámica de Atenas.
Comió y comió. El estofado poco a poco le empezó a gustar; llevaba semanas comiendo el rancho que el cocinero de su casino preparaba en distintas playas. El vino era agrio, pero tampoco mucho. El pan, excelente.
—Mis cumplidos para la cocinera —dijo Sátiro.
Las cuatro chicas bastarnas rieron disimuladamente.
—¿Pasarás la noche aquí? —preguntó Penélope.
—Sí, despoina —contestó Sátiro.
—Ni se te ocurra acostarte con alguna de mis chicas. Teax es lo bastante joven y lo bastante tonta para calentarte la cama, pero no puedo permitirme perderla ni alimentar a un bebé suyo. ¿Entendido, joven señor?
La dureza de la voz de Penélope era muy distinta de la aparente debilidad que había mostrado antes. Sátiro concluyó que era una mujer diferente delante de su personal. Una jefa.
—Sí, despoina —dijo Sátiro.
Penélope enarcó una ceja.
—Eres un invitado muy cortés, para obedecer a los caprichos de una anciana.
Sátiro siguió comiendo estofado. Talkes, el capataz, observaba todos sus movimientos.
Sátiro se estaba sirviendo una tercera ración de estofado cuando se oyó un ruido en la verja del patio.
—Abrid la puerta —dijo una voz cantarina, como si un payaso o un mimo exigiera que le franquearan la entrada.
Talkes miró a su patrona.
Penélope se levantó y miró a Sátiro.
—Te esconderé —dijo. Fue la simple constatación de un hecho. Lo tomó de la mano y lo hizo subir a la exedra. Abrió un pesado baúl del que sacó un edredón de lana que sacudió y extendió sobre su cama. Tenía la espada de Sátiro, y se la entregó.
—Métete aquí —dijo.
—Podría…
—Podrías hacer que nos mataran a todos. Vamos, entra de una vez.
Sostuvo la tapa abierta y Sátiro se metió en el baúl, agarrando la espada con las dos manos. Quedó encajado, con las rodillas casi debajo de la cabeza. La postura le hacía daño, y aún le hizo más daño minutos después, cuando comenzaron los gritos en el patio.
La hora siguiente fue la peor y la más larga de la vida de Sátiro. Su maldición fue que pudo oírlo todo. Oyó a los hombres en el patio, la voz de payaso mofándose de Penélope, a los soldados desplegándose para registrar la casa, ruido de vajilla rota. Oyó que lo habían delatado el viejo esclavo de la carretera y la sangre y las vísceras que había dejado al destripar el conejo.
Oyó la voz del payaso amenazando a Talkes, y la misma voz amenazando con vender a Penélope como esclava.
—O podría hacerte lo mismo que a tu padre, mujer estúpida. ¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntó aquel hombre, sumamente enojado.
—Haz lo que quieras —respondió Penélope—. Cuando Lisímaco venga, eres hombre muerto.
—Todos vuestros sucios granjeros cantan la misma canción. Entérate, zorra, Lisímaco no vendrá. Ahora yo soy el señor de este lugar. Eumeles es rey del Euxino y me nombrará arconte. ¿Quieres que queme la casa? Dime dónde está ese hombre.
La voz gangosa sonaba poco natural, como la de un sacerdote o un oráculo.
—¡Nada en los graneros! —gritó otro hombre de voz más grave.
—Registrad arriba; la exedra. Acuchillad todos los colchones y romped todos los muebles —ordenó la voz de payaso.
—Dos esclavas en la bodega. Ningún hombre —dijo otra voz grave, esta con acento getón.
—¡Veámoslas! —se oyó gritar, y luego rechiflas y carcajadas. Más vajilla rota y más gritos, y dos hombres entraron en la exedra para registrarla. Los oyó fisgonear, olió el perfume de un frasco que rompieron. Y abajo, oyó que violaban a Teax; ululatos, sollozos.
—¡Así os pudráis todos por dentro! ¡Que los cerdos se os coman los ojos! —chilló Penélope.
—Cierra el pico, zorra, o serás la siguiente.
Más risotadas.
—Yo también quiero hacerlo —dijo una voz cerca del baúl.
A Sátiro le ardían las rodillas de dolor, y la conciencia de su propia cobardía le subió a la cabeza como los gases del vino. «Si fuese digno de mi nombre, saldría de este baúl y me abriría camino matando a estos hombres o moriría en el intento», pensó. Empuñó su espada prestada, listo para matar al hombre que abriera el baúl.
—¡Atenea te maldiga, hombre con voz de mujer! —La voz de Penélope, forzada por la ira y el terror, le llegó claramente—. Que se te pudran las entrañas. Que nunca conozcas el amor de una mujer. Que los chacales te arranquen las entrañas mientras aún tengas ojos para verlo. Que los gusanos se coman tus ojos. Que todos tus hijos mueran antes que tú.
Teax volvió a chillar.
—¿Qué hacemos aquí arriba? Ese cabrón hace rato que se ha ido, si es que alguna vez ha estado aquí —dijo la voz más grave, dando una patada al baúl donde estaba escondido Sátiro.
Penélope chilló.
—Quemadla —dijo la voz de payaso en el patio—. Matadlos a todos. Estúpidos campesinos de mierda.
Encendieron el tejado pero las vigas no prendieron, y Sátiro salió trabajosamente del baúl con las piernas entumecidas, y se arrastró escaleras abajo hasta el patio, haciendo caso omiso del peligro. Pero aunque fueran tan malos incendiarios, eran asesinos consumados. Penélope estaba tendida en un charco de sangre negra, tan fresca que relucía a la luz vacilante del tejado en llamas, y Teax yacía desnuda. La expresión de su rostro, de horror, terror y pérdida de esperanza, le quedó gravada a fuego en el cerebro. Cerró los ojos, ensuciándose las piernas con su sangre, y la cubrió con su clámide de lana buena.
Talkes seguía con vida. Alguien le había clavado una lanza en el vientre, pero estaba vivo cuando Sátiro lo encontró.
—¡Muertos! —dijo Talkes—. ¡Todos muertos! —Miró a Sátiro a los ojos—. Tú estás vivo.
Sátiro asintió.
—Así es —dijo, sintiéndose desdichado.
Talkes asintió.
—Yo también quiero vivir.
Asintió de nuevo y falleció.
Sátiro pensó si enterrarlos a todos o si meterlos en la casa y prenderle fuego. Ambos eran gestos que no podía permitirse. Cuando recuperó la movilidad de las piernas, recogió su lanza en la entrada y echó a correr campo a través hacia la costa. Hizo lo posible por apartar de la mente la imagen de Teax. Ya lo había hecho antes con la chica que matara en el río Tanais, y también cuando tuvo la sensación de abandonar a Filocles a su suerte en Gaza. Sabía cómo conjurar esa imaen para concentrar su miedo y su odio en un único fin: la venganza.
Y lloraron juntos.