15

Alejandría, invierno, 311-310 a.C.

Sátiro estaba tendido bocarriba junto a la imponente figura de Heracles, que iba solo y llevaba encima la piel de león. Desde cierta distancia, Sátiro lamentaba su propia muerte, y su espíritu flotaba en la habitación, observando al dios-héroe de pie junto a su cuerpo.

Tánatos entró a través del suelo, como si subiera a la habitación desde el Hades por una escalera invisible.

—Es mío —dijo.

—No —respondió Heracles.

—¡Es mío! —insistió la Muerte, y su voz era la voz de todas las criaturas del averno; el hedor a muerte y el olor a tierra vieja lo acompañaban. Sus prendas eran de lino putrefacto y su corona de oro presentaba una pátina de tanto tiempo como llevaba enterrada.

Heracles se interpuso entre la Muerte y la cama.

—No —dijo, y cruzó sus poderosos brazos.

—¡Ya van diez veces! —repuso la Muerte entre dientes—. ¿Acaso soy un semi-mortal para que se me trate así?

—¡Fuera de aquí! —dijo Heracles.

Tánatos no era cobarde.

—Bah —espetó, escupiendo arena—. Déjame ver qué parte de ti sigue siendo mortal, diosecillo.

Heracles se encogió de hombros.

—Ya he probado tu fuerza, tío.

Tánatos lo golpeó de improviso con una espada en forma de hoz, un kepesh egipcio. Heracles le agarró la muñeca de la mano con la que empuñaba la espada y levantó al dios y a su espada del suelo y salió de la habitación al balcón que se abría sobre el mar.

—Refréscate la cabeza en el reino de tu hermano Poseidón —dijo Heracles.

—¡Me llevé a tu padre en su momento de gloria, muchacho! ¡Y haré lo mismo contigo! —gritó Tánatos, y sus espantosos ojos se cruzaron con los de Sátiro, que entendió que se dirigía a él.

Y entonces Heracles dio media vuelta y arrojó al dios de la muerte por el balcón.

No se oyó el ruido de su caída al agua.

Y, a la manera de los sueños, Heracles lo condujo varios parasangs a lo largo del río hasta que llegaron a un templo, y Heracles lo llevó hasta el altar, pero no era un altar, y un anciano a quien sostenían dos musculosos aprendices estaba forjando hierro en un yunque, y la escena la iluminaba la luz rojiza de la fragua, y mientras Sátiro observaba, enfrió la hoja curvada, y en su sueño Sátiro sonrió, y luego lo llevaban de la mano por la maraña de calles del mercado nocturno, cruzándose con putas, pordioseros y cesteros, pasando ante el puesto de un panadero que trabajaba de noche para obtener más ganancias y con el de un hombre que vendía objetos robados, y con una mujer que afirmaba ser hija de Moira, la diosa del destino, y que podía ver el futuro. Heracles pasó ante todos ellos sin que ninguno lo viera, excepto la hija de Moira, que levantó los ojos de una fraudulenta fortuna y, horrorizada, se cubrió la cabeza con una estola.

Entraron en una taberna y los hombres se apartaron del camino del dios de los héroes sin darse siquiera cuenta de lo que hacían, echándose para un lado en respuesta a un movimiento de los ojos de Heracles, y Sátiro caminaba detrás de él. Olía el vino rancio, y también el olor penetrante del jugo de amapola que el posadero guardaba en una botella de cristal; cristal auténtico del templo, que valía su peso en oro. Casi perdió al dios por su repentino deseo de poseer aquella aciaga sustancia y así cambiar su sueño de sórdida realidad por los colores que hablaban como los dioses.

Se debatió entre qué paso dar. Uno lo conduciría, invisible y laureado, hasta la botella; el otro seguiría a su dios. Y entonces cruzó detrás de Heracles una cortina de cuero manchado, y luego un muro de mampostería sin mortero, hasta un cuarto inmundo que quizás antaño estuviera encalado pero que ahora apestaba a vino rancio y comida podrida.

Reconoció en el acto al hombre sentado a la mesa. Era Sófocles, el médico asesino ateniense, y había cuatro hombres en cuclillas en el suelo de tierra y una quinta persona, una mujer, de pie junto a la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Todos volvieron la cabeza cuando el dios apareció ante ellos, y Sófocles se puso en pie de inmediato, tomó aire y miró en derredor.

—Algo… ha venido —dijo—. ¡Malditos sean Egipto y sus espíritus!

Heracles no contestó y señaló a la mujer que estaba junto a la puerta.

Sátiro la conocía y…

Despertó. Estaba bañado en sudor, y débil; tan débil que no podía levantar el brazo para secarse el sudor de la cara.

Nearco estaba sentado a su lado.

—¿Estás despierto? —preguntó.

Sátiro quería mover el brazo pero fue como si la parálisis le impidiera ese primer movimiento, y un dolor atroz le sacudió el brazo, un calambre como los que podía padecer un atleta mal masajeado después de haberse esforzado demasiado. Una experiencia por la que Sátiro había pasado muchas veces.

Tuvo otro calambre, se acurrucó sobre el costado y le dieron arcadas. Nearco le sostuvo una palangana pero lo único que sacó fue un hilillo de bilis.

Cuando los calambres cesaron se relajó, y un esclavo le limpió la barbilla con una toalla. Inhaló profundamente y soltó el aire despacio, para ver si volvía a tener náuseas.

—¿Estaba muerto? —preguntó.

Nearco negó con la cabeza.

—Ni mucho menos. Lo has hecho muy bien, muchacho. Aunque, a decir verdad, tenías el hábito muy poco arraigado; ha sido cuestión de semanas. Mi hermano, por ejemplo…

Nearco meneó la cabeza.

—¿Dónde está Fiale? —preguntó Sátiro.

—Te visita a menudo, según tengo entendido —contestó Nearco—. Joven amo, me cuesta imaginar que te apetezcan sus servicios en tu estado actual.

—No… al contrario, doctor. Canción… Fiale… —Tomó aire y consiguió hablar con claridad—. Hará tanto por restablecer mi salud como… —Un calambre en el estómago, y se acurrucó en posición fetal. Cuando recobró el aliento, prosiguió— …como tus cuidados. —Hizo amago de sonreír—. No lo tomes a mal. Nunca podré agradecerte bastante lo que estás haciendo por mí.

Nearco encogió los hombros.

—Soy un criado de la familia, cumplo con mi deber. Debo decir que siempre me ha alegrado servir al amo León.

Los dos días siguientes Sátiro se recobraba y vomitaba por turnos, y sus músculos se negaban a obedecer a medio hacer los movimientos más simples. Pasaba las horas diurnas tendido en el balcón bajo el pálido sol invernal. A veces creía ver la imagen incorpórea de su dios en pie junto a él, y en otras ocasiones meneaba la cabeza al pensar en los curiosos efectos que la enfermedad tenía sobre la mente. Nearco le había proporcionado un esclavo, Helios, un chico oriundo de Amphipolis que había sido esclavizado cuando sus padres se lo llevaron en un viaje por mar, y el chico lo atendía con una solicitud poco frecuente en un esclavo.

Sátiro estaba sentado al sol, con un rollo de Heródoto en las manos. No conseguía leer pese a que el texto relataba la resistencia de los helenos en Platea, el clímax de la gran obra de Heródoto.

—¿Cuánto tiempo llevas siendo esclavo? —preguntó Sátiro.

El chico hizo memoria.

—Cuatro años —contestó—. Me tomaron preso la primavera en que Casandro mató a la reina.

Sátiro sonrió porque, incluso en su estado, comprendió que el chico se refería a Olimpia, la reina hechicera de Macedonia. Un enemigo. Un enemigo menos.

—¿Abusaron de ti los piratas? —preguntó.

—Los piratas, no —dijo Helios sin mostrarse alterado—. Pero mataron a mis padres.

Sátiro asintió.

—¿Sabes el nombre del pirata que te apresó? —preguntó Sátiro.

—Sí, claro —contestó el chico—. Nos abordó Demóstrate. Su tripulación mató a mis padres porque opusieron resistencia. Luego me pidieron perdón —agregó Helios, sonriendo.

Nearco y Safo le estaban enviando un mensaje. Su cerebro lo captó a través de la bruma del dolor y el desánimo: aquel chico era su voto de desaprobación a la alianza con el rey pirata.

—¿Te gustaría hacerte a la mar conmigo, chico? —preguntó Sátiro.

Helios sonrió haciendo honor a su homónimo, el sol, y sus cabellos rubios de tracio reflejaron sus rayos.

—Oh, sí —contestó entusiasmado.

Sátiro se recostó, agotado por la breve conversación.

—Si te llevo al mar y te enseño a luchar, ¿me servirás durante cuatro años?

Helios se encogió de hombros.

—Soy un esclavo —dijo, y acto seguido sonrió—. Me encantaría ir al mar —agregó. Sátiro fue consciente de que había dejado la parte más importante de su oferta sin decir. Intentó formularla mentalmente, pero se estaba desvaneciendo—. No importa —dijo, y se durmió.

Cuando volvió a despertarse, Nearco se sentó junto a su cama y le dio sopa; un maravilloso cocido de cordero, con especias y bolas de masa.

Luego lo vomitó todo.

Helios lo limpió, y Sátiro volvió a vomitar. Helios lo limpió de nuevo, quitándole con paciencia cada salpicadura del desagradable vómito de la melena, las pestañas, el vello púbico.

Sátiro bebió agua y se durmió.

Más tarde se despertó y era de noche. Se movió en el diván, notó que había alguien más en el lecho y se encontró con que el chico estaba pegado a él.

—Perdón —dijo Helios—. Estabas tiritando.

Sátiro se desperezó y no tuvo ningún espasmo muscular.

—Helios —susurró—. ¿Crees que podríamos probar a tomar un poco de sopa?

Las lámparas se encendieron por toda la casa antes de que transcurrieran diez minutos en el reloj de agua. Nearco se personó con una bata persa. Puso una mano en la frente de Sátiro y luego en su vientre.

—Por Hermes y todos los dioses —dijo.

Helios llegó de la cocina con un cuenco de sopa. Se sentó en la cama y se la dio a cucharadas a su amo.

Sátiro comió poco, aunque tenía ganas de beberse el cuenco entero y pedir otro, y se tendió de nuevo en la cama consumido de hambre.

Al cabo de media hora, el alimento seguía en su estómago.

Nearco se encogió de hombros.

—Me he equivocado por un día —dijo—. Ahora te repondrás enseguida.

Helios trajo un brasero y lo encendió para mantener caliente el cacharro de bronce en el que había traído el estofado desde la cocina. Cada media hora daba otras veinte cucharadas de sopa a su amo.

—Te libertaré —dijo Sátiro—. ¿Y si te liberto y te llevo al mar? Cuatro años. Necesito un sirviente —dijo.

Helios sonrió de oreja a oreja.

—Por supuesto —dijo. Y más quedamente agregó—: Ya sabía a qué te referías —dijo—. Pero tenía que oírte decirlo. —Se le saltaron las lágrimas—. La gente hace promesas que luego no cumple —dijo.

Sátiro se sorprendió dando palmaditas al chico en la cabeza. «Yo detestaba que Filocles me hiciera esto», pensó.

Helios levantó la vista.

—Vino un hombre; un egipcio con vestiduras de sacerdote. Trajo un paquete.

—Ve a buscarlo —dijo Sátiro.

En un momento lo desenvolvieron y apareció la espada de su padre; tal vez un pelo más corta, pensó Sátiro, pero era magnífica, y el azul metálico relucía, casi púrpura en la punta, de modo que la hoja relumbraba con gélida malevolencia.

—¿Me harías un recado? —dijo Sátiro a Helios—. Ve a ver a Safo y que te dé una mina de oro. Luego llévate a Hama y a dos soldados como escolta y ve al templo de Poseidón. Entrega el oro a Namastis, el sacerdote. Si quiere que lo acompañes a algún sitio, escóltalo allí adonde vayáis.

Helios contemplaba la espada.

—Un día, querré una espada como esta —dijo.

—Un día, te regalaré una —concedió Sátiro—. Y ahora, date prisa.

Al día siguiente Nearco estaba sentado en un taburete de hierro en la habitación de Sátiro, moliendo polvos junto a la ventana.

—Suelo utilizar esta habitación para preparar medicinas cuando tú no estás —dijo—. Espero que no te importe. Tiene la mejor luz.

Sátiro sonrió.

—No estoy en posición de censurar lo que hagas, doctor.

Nearco asintió y siguió moliendo.

—Es lo que pensaba. ¿Sigues queriendo ver a Fiale?

La sonrisa de Sátiro se desvaneció.

—Sí —dijo con gravedad—. ¿Crees que alguna vez se haya condenado a alguien usando como prueba un sueño? —preguntó.

Nearco se encogió de hombros.

—Me figuro que es posible —contestó—. Los sueños son poderosos.

La mirada de Sátiro se endureció.

—Me gustaría investigar el argumento de un sueño —dijo Sátiro—. ¿Fiale conserva a la misma sirvienta en su casa?

Nearco levantó la vista del almirez y el macillo.

—Sí —contestó.

—¿La misma mujer que cuando yo… era su cliente? —preguntó Sátiro.

Nearco reanudó su trabajo.

—Yo no estuve en su casa entones —dijo—. ¿Una mujer menuda, morena de pelo, que sería guapa si su mirada no fuese tan penetrante?

—Buena descripción de Alcea, doctor —dijo Sátiro—. Tiene un tatuaje en la muñeca izquierda.

Nearco se encogió de hombros sin dejar de trabajar.

—Nunca le he examinado las muñecas.

Sátiro hizo una seña a Helios, que aguardaba sentado junto a la pared.

—¿Sabes leer y escribir, chico? —le preguntó.

Helios asintió.

—Bastante bien —respondió—. Griego y un poco de escritura del templo.

—¿En serio? —dijo Sátiro—. Estupendo. Eres un pozo de sorpresas. Necesito que me hagas un mandado.

Helios asintió y se levantó del suelo.

—Ve en busca de Alcea. Trabaja para la hetaira Fiale. Trata de entablar conversación con ella. Y luego intenta averiguar dónde estuvo, hmm, hace dos noches.

Nearco enarcó una ceja.

—Eso es mucho pedir a un esclavo.

Sátiro se recostó.

—Le he prometido la libertad —dijo—. Dejemos que se la gane.

Tomó más sopa, y Nearco lo cambió; un humillante servicio más que el médico le prestaba. Sátiro pensó que él sería un mal médico. Detestaba tocar a las personas, detestaba la suciedad de sus propios excrementos, la bilis de su estómago, los mil pormenores de la enfermedad.

—¿Cómo lo soportas? —preguntó a Nearco, una vez limpio.

—¿Hmm? —respondió Nearco, mirando por la ventana—. Perdona, ¿qué has dicho?

Sátiro meneó la cabeza.

—Nada —dijo.

A la mañana siguiente se despertó con el sol e intentó levantarse de la cama. Dio unos pocos pasos y descubrió que le fallaban las fuerzas, y regresó a la cama sin que le doliera nada. Para desayunar tomó un huevo, y luego otro.

—Ya estás curado —dijo Nearco a mediodía, visto que no había devuelto los huevos—. Quiero que a partir de ahora te lo pienses mucho antes de tomar amapola otra vez. Aunque tengas una mala herida. De hecho, siempre echarás de menos esa sustancia. ¿Entendido?

—Sí —contestó Sátiro.

—Bien —dijo Nearco—. Safo lleva días con ganas de visitarte pero he supuesto que no querrías que te viera tan debilitado; conozco a los hombres como tú. Y además anda muy ocupada con el bebé.

—¿Dónde está Helios? —preguntó Sátiro.

—No lo he visto. Y la culpa es solo tuya, le encomendaste una tarea semejante a uno de los trabajos de Heracles —contestó Nearco, encogiéndose de hombros.

Sátiro leyó a Heródoto mientras el médico molía huesos para hacer pigmentos y luego quemaba un poco de marfil en un brasero.

—¡Puaf! —dijo al regresar al interior—. Disculpas por el olor.

Sátiro hizo una mueca.

—Más olores he despedido yo durante esta semana —respondió.

Nearco asintió, abanicándose.

—Vamos a vestirte —dijo, echando un vistazo al reloj de agua. Lo rellenó, reiniciando su mecanismo de dos horas de duración, y luego buscó un sencillo quitón blanco, se lo puso a Sátiro y lo volvió a acostar.

—Lamento haber mandado a Helios a la calle —dijo Sátiro—. No caí en la cuenta de que tendrías que hacer parte de su trabajo.

—Nearco negó con la cabeza.

—La decisión fue mía. Ahora tenemos ciertas normas en esta casa; desde los ataques cuando nació Kineas. Solo se toman esclavos tras haber comprobado sus antecedentes. Hacemos casi todo el trabajo nosotros mismos y recibimos muy pocas visitas. En la ciudad corre el rumor de que estás aquí; todavía no lo hemos confirmado. Podrías ser tú o tu tío León quien trajo el Loto a puerto. ¿Entiendes?

Sátiro asintió.

—Por supuesto.

—Y Hama tiene contactos en, ¿cómo debería decirlo?, en los bajos fondos. Entre los criminales del mercado nocturno. Se oyen cosas. En esta ciudad hay hombres que ofrecen dinero por tu cabeza.

Sátiro sonrió.

—Estratocles está muerto y sus conspiraciones siguen en marcha.

Nearco se rascó la nariz.

—Sófocles el Ateniense ha tomado el relevo.

Sátiro asintió.

—Ya lo sé —dijo.

Acto seguido Safo entró majestuosamente en la habitación, con Calisto pisándole los talones y un bebé en brazos.

Sátiro sonrió a las dos mujeres. Safo se inclinó para besarlo y lo mismo hizo Calisto.

—Nunca te imaginé haciendo de niñera —dijo Sátiro a Calisto. Calisto era una hetaira en activo que había sido esclava de su hermana, siendo ahora una mujer libre, dueña de sí misma.

—Hmm —dijo Calisto maliciosamente—. Estoy convencida de que eres un experto en mujeres, joven amo. Ahora soy madre, gracias.

—¿Qué opinión te merece Helios? —preguntó Safo. Una sirvienta le acercó una banqueta y se sentó.

Sátiro alzó las manos, tomó a su sobrino en brazos y lo acomodó sobre su pecho. El niño ya era capaz de sostenerse sentado por sí mismo, y pestañeaba observando el mundo con curiosidad.

—Es excelente —contestó Sátiro a la pregunta de Safo—. Ya le he prometido la libertad.

Safo enarcó las cejas.

—¿En serio? Pensé que tal vez necesitarías un criado.

—Y así es. Me lo quedaré durante cuatro años; pero según parece ya le han prometido la libertad en otras ocasiones.

Sonrió a Safo, que asintió lentamente, mostrando su complacido desacuerdo.

—Sabrás que lo aprehendieron los piratas —dijo Safo—. Mataron a sus padres, lo vendieron a un burdel y ejerció la prostitución durante dos años hasta que un cliente, sacerdote, por supuesto, lo compró para emplearlo como escriba… y calientacamas.

Su voz se fue volviendo más dura y grave a medida que hablaba. Igual que al tío León, a Safo la habían vendido como esclava y abusaron brutalmente de ella hasta que la libertaron. Aquel era el destino que más temía cualquier heleno, y el precio inevitable de un mundo en el que imperaba la esclavitud. Pero León y Safo obraban en consecuencia. Ambos compraban partidas de esclavos, sobre todo si habían nacido libres, y les buscaban colocaciones que les permitieran libertarse.

—Fue mi aliado, Demóstrate —dijo Sátiro.

—Tu «aliado» es un verdadero titán del Tártaro —le espetó Safo.

Sátiro se encogió de hombros.

—Tía —dijo—, este último año he aprendido que si aspiro a ser rey, a veces tendré que hacer cosas que, en sí mismas, son despreciables.

Safo mantuvo su semblante impertérrito pero, a sus espaldas, Calisto asintió.

Sátiro estiró un dedo y el pequeño Kineas lo agarró, tiró de él e intentó tragárselo.

—No lograré convencerte —prosiguió Sátiro—. De modo que tengo que pedirte que confíes en mí. Sé lo que estoy haciendo.

—Tu madre hizo un pacto con Alejandro —dijo Safo—. Nunca se lo perdoné, no pude. Fue una de las razones por las que nos establecimos en Alejandría. Y ahora tú, tú que eres prácticamente mi hijo, te vas a vender de la misma manera.

—Mi madre pactaba con cualquiera que quisiera pactar con ella para conseguir paz y seguridad. Incluso con Alejandro. —Sátiro no sabía que hubiese habido tan serias diferencias entre su madre y Safo. Dio un beso a su sobrino y meneó la cabeza—. Perdona. Me sabe mal. Me siento sucio cada vez que estoy con él, pero fue almirante de mi padre. Mi padre lo utilizó y yo haré lo mismo.

—Entonces lo cubría la sangre de sus víctimas —repuso Safo.

Sátiro se recostó.

—Hola, hombrecito —dijo a su sobrino—. No tengas prisa de hacerte mayor.

Kineas gorjeó y alargó los brazos hacia Calisto, que se aproximó para cogerlo con ese aire que adoptan las mujeres que consideran a los hombres incapaces de entretener a un bebé.

—¿Tiene un ama de cría? —preguntó Sátiro.

—Sí —contestó Calisto.

—¿Tú? —dijo Sátiro sorprendido.

Calisto se rio, con aquella risa grave tan seductora que atraía a clientes dispuestos a pagar cinco y diez minas por una noche, y a veces veinte veces esa suma.

—Me parece que sabes de sobra cómo se hacen los bebés —dijo Calisto.

Sátiro decidió que resultaría poco delicado preguntar quién era el padre, pero su semblante debió de traslucir la pregunta, puesto que Calisto se rio a carcajadas, sin un ápice de seducción.

—No es un cliente —dijo—. Un amigo. —Le dio el pecho al niño—. Pueden crecer juntos —agregó.

Aquella misma tarde Helios llegó con una manta limpia y envolvió a Sátiro.

—¿Tuviste suerte en tu misión? —preguntó Sátiro.

—La encontré —dijo Helios, asintiendo—. He quedado con ella esta noche. A menudo sale por la noche. En esa casa confían plenamente en ella; es prácticamente la mayordoma. Es la clase de esclava que da miedo a los demás esclavos. Cuesta saber de parte de quién está, si captas a qué me refiero.

—Lo capto —dijo Sátiro—. ¿Necesitas dinero?

Helios asintió.

—Me irían bien unos cuantos daricos —dijo—. Me gustaría parecer un esclavo que también goza de la confianza de su amo.

—Ya no eres un esclavo de confianza —respondió Sátiro. Cogió un rollo que le había llevado Nearco—. Aquí lo tienes —dijo—. Un hombre libre. Aún no eres ciudadano, pero ya me ocuparé de eso cuando acaben los cuatro años que hemos pactado.

Helios se abalanzó sobre el rollo y lo abrió. Sátiro lo vio mover los labios mientras leía; lo leyó dos veces.

—Aún debo presentarme ante el sumo sacerdote —dijo Helios.

—Pues mejor que te des prisa. —Sátiro asintió—. Hace cosa de una hora… —Se echó a reír porque de pronto le estaba hablando a una habitación vacía—. ¡Necesitas a Nearco como testigo! —gritó, confiando en que el chico lo oyera.

Nearco entró aturullado en la habitación al cabo de media hora.

—Ese chico tan guapo me ha besado en público —dijo—. Créeme, ha sido toda una experiencia. —Nearco enarcó una ceja—. Lo has hecho muy feliz pero, ¿no se marchará? Es libre.

—Se nota que nunca has sido esclavo —dijo Sátiro—. Pasaré cuatro años enseñándole a ser libre. Si me abandona, volverá a ser esclavo en cuestión de una semana. Y le consta. ¿Dónde trabajará? ¿En un burdel? ¿Como liberto?

Nearco asintió.

—Entiendo. —Se rascó la barba—. Podría ir a los templos y ofrecerse como aprendiz. Quizá para aprender medicina.

—Dentro de cuatro años, será el maestro remero más apuesto de la flota de León —dijo Sátiro—. O habrá muerto. —Dedicó media sonrisa a Nearco—. Me parece que le gustaría vengarse, y no me importará proporcionarle los medios y la oportunidad.

Nearco dejó de moler polvos. Volvió la cabeza.

—¿Traicionarías a tu aliado?

—¿Traicionar? —repuso Sátiro, riendo—. Realmente, Nearco, has llevado una vida muy retirada. —Cambió el tono de voz. Cogió un rollito de cebada, una de las especialidades del cocinero, y se lo comió mientras leía un rollo de papiro—. ¿Me escribirías una carta, Nearco?

—Soy médico, no escriba. Y Helios tiene muy buena caligrafía.

La mano de mortero de Nearco siguió moliendo.

—Le he tomado afecto a ese chico, pero no puedo confiarle el contenido de una carta para Diodoro —explicó Sátiro.

Nearco asintió.

—Entendido —dijo—. Me das un montón de trabajo, ¿sabes? —preguntó haciendo una mueca en broma.

La redacción de la carta les llevó casi toda la tarde. En un momento dado, Safo se sumó a ellos, añadiendo sus propias instrucciones y los mejores deseos para su marido, así como noticias que podían serle de utilidad en la lejana Babilonia de Seleuco, noticias que también interesaron a Sátiro. Calisto estaba sentada con los dos bebés, cual niñera esclava que los atendiera por turnos, y Sátiro se fijó en que Safo le transmitía noticias al escribir, sin decirlas en voz alta. Escribían con tinta negra directamente sobre la madera de unas tablillas a las que habían raspado toda la cera. Con su pulcra y firme caligrafía Safo escribió:

Tolomeo está preparando una campaña naval contra Chipre. Antígono está en Siria, confirmando su apoyo a las ciudades costeras mientras su hijo Demetrio reconstruye su centro de operaciones en Palestina tras la derrota del año pasado. Casandro intenta imponerse al joven Heracles, el último hijo de Alejandro, aunque nadie sabe si para convertirlo en rey de Macedonia o para matarlo. Y Lisímaco trabaja para construir su propia ciudad a fin de rivalizar con Alejandría y Antioquía. Según parece, cada uno de los diádocos quiere tener su propia ciudad.

Y Sátiro escribió:

Confío en que ya hayas recibido mi carta anterior. Necesitaré a los Exiliados y a nuestra falange en primavera. Si Seleuco puede prescindir de ti, te aguardaré en Heraclea del Euxino para el festival de Atenea. Ruego saludes de mi parte a Crax y a Sitalkes, y también a Amintas y a Draco, y diles a todos que Melita se ha marchado al este a sublevar a los sakje.

Safo leyó lo que Sátiro había escrito.

—Pareces muy seguro —comentó.

Sátiro asintió.

—No —dijo—. Es posible que mi hermana ya haya muerto. O que mi alianza naval fracase. O que Dionisio de Heraclea se niegue a prestarme su ciudad como base de operaciones para mi ejército… o que simplemente perdamos. —Se encogió de hombros—. O sea que hay muchas cosas que pueden salir mal; la palabra «seguro» jamás entra en mis pensamientos.

Cogió el tintero y escribió con esmero:

Por favor, envíame respuesta en cuanto recibas esto. Si dispones de tiempo, manda una copia a Safo y otra a Doña Amastris de Heraclea, y una tercera a Eumenes; es el arconte de Olbia, aunque te cueste creerlo. Y una cuarta vía Pantero al navarco de Rodas, al templo de Poseidón. Así tendré las máximas posibilidades de recibir tu contestación, ya que pronto emprenderé el vuelo.

—¿Alguna vez has pensado que si tienes éxito mi marido perderá su mando? Los Exiliados ya no serán exiliados. —Safo se rio—. Es una broma. Pero, si se restaura Tanais, ¿qué haremos todos nosotros?

Sátiro negó con la cabeza.

—Ni idea, tía —dijo—. Aunque me encantaría averiguarlo.

Y más tarde, bien entrada la noche, llegó Helios. Olía a un discreto perfume.

—¿Y bien? —preguntó Sátiro—. ¿Has pasado una velada agradable?

—No demasiado —contestó el chico. Su voz parecía forzada, su rostro cuidadosamente inexpresivo—. Es tonta de remate, por más mala uva que gaste. Me ha ofrecido cien daricos de oro para que te matara. —Helios soltó un monedero sobre el aparador, tan pesado que hizo crujir el cedro—. Le he contado un cuento penoso sobre cómo abusabas de mí, y me ha dicho que era un blandengue. —Bajó los ojos al suelo—. Pero después de complacerla, ha cambiado de canción, y ahí está la prueba. Y sí, sale casi todas las noches. Le gustan los chicos, como a la mayoría de ese tipo de mujeres. —El desprecio que sentía por sí mismo era patente, pero también su repugnancia por ella—. ¡Se cree que es mi dueña! —espetó.

Sátiro se estremeció.

—Yo… pensaba que eras demasiado joven para… Lo siento, Helios. Te he puesto en una situación…

Sátiro pensó que matar a inocentes no era el único precio que había que pagar por ser rey.

Helios parpadeó con sus largas pestañas rubias y se encogió de hombros.

—No he sido demasiado joven… No te preocupes. Tampoco es algo que no haya hecho antes, y en peores circunstancias.

Sátiro mantuvo la voz neutra.

—¿De dónde procede el dinero? Dudo mucho que esos cien daricos sean suyos.

—No lo son —dijo Helios—, pero tampoco sé de dónde salen. ¿Está implicada su ama? Tampoco lo sé. Por cierto, mañana vendrá a cantar para ti.

Sátiro asintió.

—Zarpamos dentro de tres días. Deberías hacerte con una espada, un yelmo y una coraza ligera. ¿Alguna vez has llevado armadura?

—No —dijo Helios, pestañeando.

—Ve a casa de Isaac Ben Zion y pide a su mayordomo que te venda una armadura. ¿Qué edad tienes, a todas estas? —preguntó Sátiro.

—Creo que tengo catorce años —contestó el chico—. Perdí la noción del tiempo… en el burdel.

Volvió a bajar la vista al suelo. Sátiro lo cogió del mentón y le levantó la cabeza.

—¿Nadie te ha contado la regla de la casa de León? —preguntó—. Ningún hombre debe arrepentirse de lo que hiciera antes de venir aquí; solo cuenta lo que aquí haga. Eres libre. Libérate del pasado.

Helios lo miró de hito en hito, incómodo y admirado.

Sátiro apartó la vista.

—Si tienes catorce años —dijo—, pide una armadura egipcia de lino. Crecerás demasiado deprisa para que merezca la pena comprar una de bronce o de escamas. —Señaló los daricos de oro—. Puedes usar eso, si quieres. Pero solo después de la visita de Fiale.

—¿Qué le harás? —preguntó Helios.

—¿A ella? —respondió Sátiro con dureza. Le sorprendió lo que sentía su corazón, pues se aproximaba más al odio de lo que había esperado—. Nada —dijo—. No le haré nada.

Fiale llegó precedida por su perfume, un toque de menta y jazmín que fue directo al corazón de Sátiro. Se quitó la estola de lana selecta haciéndola revolear y se la tiró a su sirvienta, que la cogió al vuelo y se retiró hacia la pared.

Sátiro observó que la sirvienta cruzaba una mirada con Helios, que ya estaba en pie junto a la misma pared. Luego se permitió besar a Fiale en la mejilla. El aliento de aquella mujer en el rostro tendría que haberlo excitado; la sutileza con que se servía de su cuerpo era la cúspide de su poder para subyugar a los hombres, y enseguida se percató de que Sátiro se estaba dominando.

Fiale se apartó y cruzó los brazos.

—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó.

Hama apareció en el umbral con Carlo, el hombre de mayor talla de todos los Exiliados, un gigante germano con cicatrices que se confundían con los tatuajes de su rostro. Entró en la habitación, desenvainó una espada corta y se plantó con ella en las manos.

—¿Dónde está Sófocles, Fiale? —preguntó Sátiro.

Fiale se llevó una mano al cuello.

—Soy una mujer libre. No puedes retenerme —le reprochó.

—Coged a la esclava —ordenó Sátiro—. No toquéis a la señora.

Carlo agarró a Alcea del pelo. La esclava intentó defenderse con una navaja y Carlo la estampó contra la pared. Alcea soltó la navaja.

—Acuso a tu esclava de conspirar contra mi vida. —Sátiro señaló a Helios—. El liberto Helios testificará que tu esclava le ofreció cien daricos de oro para que me matara.

Fiale retrocedió hacia un rincón.

—¡Safo! —chilló—. ¡Sátiro ha perdido el juicio!

—Mira, Fiale, Estratocles y Sófocles te compraron pero no puedo demostrarlo, y además… estás en venta. ¿Quién puede culparte por haberte vendido?

Sátiro hacía lo posible por disimular su amargura, y pensó lo mucho que se divertiría su hermana si estuviera presente. Nunca le había gustado la hetaira y había advertido innumerables veces a Sátiro de que pusiera freno a sus sentimientos por ella; en realidad, se había burlado de él.

—Estás loco. La droga te ha derretido los sesos. —Fiale se irguió—. ¡He venido a cantar para ti!

—Si ordenara que te desnudaran, ¿qué interesantes frascos encontraría? Una ampolla llena de veneno, ¿tal vez?

Sátiro meneó la cabeza.

—Exijo… —comenzó Fiale. Sátiro se puso de pie y la hetaira se calló.

—Me confundes con otro chico mucho más amable que conociste hace tiempo. No hay exigencias que valgan, Fiale. Hoy, antes de una hora, te embarcarás rumbo a Atenas después de revelar hasta el último detalle de tus conspiraciones. Te marcharás allí y nunca regresarás a Alejandría. Y al llegar me escribirás una carta a mí, tu nuevo amo.

Fiale se puso muy pálida pero le sostuvo la mirada.

—Estás delirando.

—Es muy posible —dijo Sátiro—. Pero no en este asunto.

Entró Safo, seguida de Nearco.

—¡La tienes! —dijo.

Fiale abrió mucho los ojos.

—¡Somos amigas! —exclamó Fiale.

—Has espiado en mi casa por última vez —respondió Safo.

—¡Hipócrita! —le espetó Fiale.

—Esa tal vez no sea tu mejor defensa —dijo Sátiro, caminando hacia Alcea.

—¿Por qué tendría que marcharme a Atenas? —preguntó Fiale.

—Depositas todas tus ganancias en manos de Isaac Ben Zion, ¿verdad? —preguntó Sátiro—. Me parece que cuando le cuente que has traicionado a su socio comercial, conduciéndolo al cautiverio, quizá decida confiscar tu fortuna. —Sátiro sonrió—. Tuviste… ¿poca visión de futuro, debería decir?, al dejar tu fortuna donde podía ser utilizada contra ti. Mañana, hasta tu último óbolo estará a buen recaudo en los cofres de mi tía. Si alguna vez quieres recuperar tu dinero, tendrás que obedecernos. Vete a Atenas. Quédate allí. Ódianos si así lo prefieres, pero ódianos de lejos. Y si alguna vez te pillamos obrando contra nuestros intereses, espiando, murmurando, cotilleando, un hombre semejante a Carlo, aquí presente, te tomará presa, te llevará a Delos y te venderá en el mercado de esclavos. ¿Queda claro? Ya no eres joven. Dudo que puedas ahorrar lo suficiente para comprar tu libertad otra vez.

Fiale se puso a sollozar. Pasó directamente de hablar en tono imperioso a hacerlo con la voz quebrada, sin mostrar ninguna emoción intermedia.

—¡No es justo! ¡No eres justo! Tú, que fuiste mi amante… ¿Quién me ha difamado de este modo? ¿Vas a exiliarme por lo que haya dicho un esclavo?

Alcea habló.

—¿Qué va a ser de mí, señor? —preguntó.

Sátiro asintió.

—Morirás, salvo si me lo cuentas todo. Y conste que ya sé bastante. Tanto que apenas tengo motivos para ser indulgente a no ser que me cuentes cosas que no sepa. Deja que comience yo: te reúnes con Sófocles en el mercado nocturno, detrás de la pared falsa de cierta taberna…

Fiale volvió a llevarse la mano al cuello y Alcea se postró, demostrando su acatamiento.

—Le escribía cada semana, con informes sobre tu casa.

Sátiro asintió.

—¿Y a quién habéis sobornado en esta casa? —preguntó.

Safo dio un respingo, y Sátiro le puso una mano en el hombro.

—¿Quién te proporciona información desde dentro de esta casa? —insistió Sátiro.

—No lo sé —contestó Alcea. Al ver el semblante de Safo, gimió—. ¡No lo sé! Alguien deja una tablilla de cera escondida en la cisterna de nuestra casa. Casi cada semana encuentro una.

Sátiro asintió.

—Eso no lo sabía. Tal vez vivas. ¿Hama? ¿Te importaría interrogarla?

Hama asintió.

—A tu servicio, señor.

Sátiro se volvió hacia Fiale.

—¿Te marcharás a Atenas, despoina? ¿O debo tomar otras medidas?

Fiale se encogió de hombros.

—No iré.

—¿De veras? —preguntó Sátiro—. No estoy seguro de que mi eudaimonia sobreviviera a tu muerte. Pero no te equivoques conmigo, despoina. Te mataré si es preciso. Seré rey en el Euxino. No me detendrán una hetaira provinciana ni un asesino a sueldo. ¿Dónde puedo encontrar a Sófocles?

Fiale negó con la cabeza.

—No lo sé —contestó—. Niego los cargos que me imputas. Careces de pruebas. Me marcharé a Atenas y te odiaré desde allí.

—Elige —dijo Sátiro—. Cuéntamelo todo y vive. ¿Dónde lo encuentro? Si me dices la verdad, podrás emprender una vida nueva en Atenas.

—Niego tus acusaciones. No conozco a nadie que se llame Sófocles. Estratocles me contrató como cortesana y, según parece, le guardas un rencor tremendo por ello. ¿Qué voy a saber yo, pobre de mí? ¡Solo soy una hetaira! —agregó Fiale, manteniéndose en sus trece.

—Tengo las notas que le ha escrito —espetó Alcea.

—¡Mientes! —replicó Fiale—. ¿Cómo ibas a tenerlas?

—Me ordenabas que las quemara —dijo Alcea—, pero las guardé por si llegaba un día como este.

—¡Bah!, pudo haberlas escrito ella misma —dijo Fiale—. Es quien redacta todos mis escritos.

Sátiro negó con la cabeza.

—Me parece que no me estás tomando en serio —dijo.

Fiale se cruzó de brazos.

—No me dejaré engatusar para condenarme a mí misma.

Hama habló con pesar.

—Puedo hacer que diga cualquier cosa en cuestión de una hora —dijo.

Nearco dio un paso al frente.

—No voy a ser cómplice de una tortura —dijo.

Sátiro miró uno por uno a todos los presentes.

—Una vez, cuando no maté a Estratocles, todos me aconsejasteis que en el futuro fuese el primero en golpear. Tía Safo, esta mujer es una víbora que nos hará daño en cuanto tenga ocasión. Ahora mismo, mientras hablamos, un asesino, su aliado, nos acecha. Intentó matar a Lita y tú acabaste con una daga clavada en el pecho para salvarla. Esta mujer proporcionó la información que dio pie a ese ataque, así como la información que condujo a la captura de León, y quizás haya hecho otro tanto contra el señor Tolomeo y Diodoro. Ahora no toca mostrarse indulgente.

Nearco miró a Fiale, cuyos ojos le imploraron.

—Soy inocente —le dijo—. Sátiro está loco.

Nearco se volvió hacia Sátiro. Negó con la cabeza y miró de nuevo a Fiale.

—Impediré que te torturen —dijo—. Pero eres tú, no Sátiro, quien está loca.

—Sé dónde encontrar a Sófocles, el médico —dijo Alcea, que seguía postrada en el suelo.

—Yo también —repuso Sátiro. No quería matar a Fiale pero no veía otra salida. Volvía a encontrarse en una situación como la de la playa; la muerte lo rondaba otra vez. Pero Sátiro había comenzado a entender a las personas. Si no acababa con ella, la hetaira iría a por él.

Y entonces pensó: «¿Qué haría Filocles?». Y lo vio claro. Filocles nunca la mataría. Filocles le arrancaría los colmillos y la dejaría libre. El acto moral.

—Traedlo —dijo.

Sófocles se les escapó por el grosor de una puerta. El médico ateniense desapareció en los túneles que se abrían detrás de la taberna mientras los hombres de Sátiro derribaban la pared falsa. Hama tenía atenazado al tabernero, apoyando la espada en su cuello, e inundaron las calles de soldados, pero aun así lo perdieron. Carlo arrastraba a Fiale allí donde efectuaban registros, de modo que todos los moradores de la noche la vieran en compañía de los Exiliados.

Más tarde, tomando vino caliente, Sátiro meneó la cabeza.

—Me he precipitado —dijo—. He dejado que la prisa por zarpar haya determinado mis actos. Tendría que haber permitido que siguiera conspirando y cogerla con las manos en la masa. Y lo mismo vale para el médico. Ahora me doy cuenta.

Hama, sentado junto al hogar con sus botas tracias apoyadas en el borde de la chimenea, sonrió.

—Pero todos los ladrones, proxenetas y putas del mercado piensan que nos ha entregado al médico, ¿eh? —dijo a Neiron, que rio forzadamente. Sus remeros habían peinado las calles con los soldados de Hama.

Sátiro asintió.

—Esa parte ha ido bien —admitió.

Safo llegó con queso y aceitunas, que dejó al alcance de los hombres.

—¿Y la sirvienta? —preguntó.

—Alcea es toda tuya, tía. Mátala, tortúrala, véndela… Para nosotros ya no tiene utilidad —dijo Sátiro, y se encogió de hombros.

Safo lo miró.

—Es una persona, Sátiro. Tiene una existencia, aparte de su utilidad.

Sátiro meneó la cabeza.

—Tal vez —concedió.

—Si te has propuesto convertirte en otro Eumeles, no veo motivo alguno para seguir apoyándote —dijo Safo.

—¡Tía! ¡Solo he obrado para defender a esta familia! ¡Para protegerte!

Sátiro se sintió herido en sus sentimientos, tanto más cuanto que su tía aludía a cosas que él se preguntaba sobre sí mismo. Los estoicos decían que un insulto solo ofendía si sabías que era acertado.

Safo fue a plantarse delante de él.

—Te estás convirtiendo en un monstruo —dijo—. Estabas dispuesto a matar a Fiale a sangre fría, igual que un tirano. Lo vi en tus ojos. Si lo hubieras hecho, a pesar de todo muchos de nosotros no te lo habríamos perdonado. Terón está lejos, Filocles ha muerto y mi marido está luchando quién sabe dónde. De modo que a mí me corresponde disciplinarte, y no soy más blanda que tú, sobrino. Vas camino de convertirte en un monstruo. ¡Abre los ojos!

Sátiro intentó beber vino pero se atragantó. Hama miró hacia otro lado. Nearco asintió a cada palabra de Safo y Neiron parecía que quisiera esconderse debajo del asiento.

—¿Hama? —preguntó Sátiro—. ¿Piensas que hice mal?

El oficial galo se miró las botas. Se encogió de hombros.

—En la guerra, los hombres hacen cosas crueles. En la paz, esas cosas parecen peores.

Sátiro se levantó, súbitamente enojado.

—¡Estamos en guerra! —dijo.

Safo negó con la cabeza.

—No, no lo estamos. Fuiste tú quien decidió hacerle la guerra a Eumeles. Mi marido y León te apoyan por amor a tus padres y a ti. Y esta guerra segará vidas, sobrino. Morirán personas. Si no eres mejor que Eumeles, un hombre egoísta y codicioso, aunque un mayordomo competente. Si vas a ser otro gobernante como él, que antepone sus intereses a la ley, que mata mujeres para limpiar de obstáculos el camino hacia el poder, todas esas personas morirán en balde. —Safo adoptó un tono más amable—. Es una mujer despreciable, pero sus actos nunca justificarán los tuyos. He visto tus ojos, ha faltado muy poco para que la mataras.

—¡Podría haber hecho que nos mataran a todos! —chilló Sátiro.

—¡Eumeles podría haber dicho lo mismo de tu madre! —replicó Safo—. ¡La mató porque le tenía miedo! —Se acercó y le cogió las manos—. ¿De verdad temes a Fiale?

Sátiro se apartó y apoyó las manos en el respaldo de su silla, apretándolo como si su barco corriera un temporal y se aferrara a la borda para no ser arrojado al mar. Miró uno tras otro a todos los presentes reunidos en torno al hogar y montó en cólera, y luego su ira se apagó como llamas en madera mojada. Soltó la silla.

—¿Qué haríais en mi lugar? —preguntó.

Nearco se encogió de hombros.

—Envíala a Atenas —dijo—, lávate las manos.

Safo negó con la cabeza.

—Déjala aquí —dijo—, y yo la vigilaré. Con Alcea. —Safo enarcó una ceja depilada—. Compraré el interés de Alcea y la pondré de nuevo a trabajar con su antigua patrona como espía.

—Y Fiale la matará o la evitará —dijo Sátiro.

—Lo dudo —respondió Fiale—. Y considero que deberías dejar que lo probara.

Sátiro miró a Hama.

—¿Y bien?

—Señor, no me impliques en esto. Yo obedezco. Si me lo pidieras, la mataría. Y, sin embargo, también estoy de acuerdo con la señora. Sobre cómo puede cambiar un caudillo. He visto a un buen jefe convertirse en un mal jefe, pero nunca he visto a un señor malo convertirse en un señor bueno. —Se encogió de hombros—. En cuanto a mí, me gustaría haber capturado al médico.

Sátiro dirigió la mirada a su timonel.

—¿Y tú, Neiron?

Neiron meneó la cabeza.

—En tierra hay problemas que no existen en el mar. Yo prefiero el mar, pero diré esto: cuando zarpemos, ningún enemigo de aquí supondrá un peligro para nosotros a no ser que tenga un barco más rápido y mejor tripulación. Nos iremos con la corriente. Cuando esa mujer vuelva a tener dinero y poder —el viejo marino se encogió de hombros—, seremos pasto para los peces o serás rey.

Sátiro asintió.

—Buen consejo. —Miró a su tía—. De todos vosotros —añadió, y suspiró—. No quiero ser un monstruo.

—Bien —dijo Safo.

Sátiro respiró profundamente.

—Sin embargo, el rumor de nuestra partida no debe salir de la ciudad. Hama, Safo, ¿podréis impedir que Fiale mande una carta? ¿Una tablilla? ¿Un rollo? ¿Un esclavo que se cuele en un mercante? Y Sófocles…

Neiron apoyó una mano en el hombro de su navarco.

—No pueden, pero pueden intentarlo, por los dioses, y ponérselo difícil.

Sátiro meneó la cabeza.

—Necesitamos tiempo. Si avisan a Eumeles… —Sátiro negó con la cabeza—. La vida es riesgo. —Se las arregló para sonreír—. Tengo veinte años y ya estoy perdiendo temple. Muy bien, tía. Se queda contigo.

—Gracias —dijo Safo, tocándole la mejilla—. Hama y yo haremos cuanto esté en nuestras manos.

Por la mañana, Sátiro se presentó ante Gabines, el mayordomo de Tolomeo, a la hora convenida. Contaba con tener que aguardar, pues, en Egipto, nadie era recibido la primera vez que solicitaba audiencia con el señor de la tierra.

Para su sorpresa, lo condujeron de inmediato a la presencia del señor de Egipto. Tolomeo estaba bajo un fresco magnífico de los dioses y los héroes, sentado en un trono de marfil tallado como si fuera el arconte de la ciudad y no su rey no coronado.

—¡Sátiro! —dijo, levantándose del sitial para cogerle ambas manos—. Nos temíamos lo peor, y seguimos echando en falta a tu tío.

Sátiro hizo una venia.

—Mi señor, estoy trabajando para poner fin a la ausencia de mi tío, y también preparo una campaña en primavera para derrocar a su captor.

Tolomeo volvió a sentarse y Gabines hizo señas a los esclavos para que trajeran vino.

—¡Procura que tu plan sea mejor que el último! —dijo Tolomeo.

Sátiro se sonrojó.

—Había un espía entre nosotros —respondió.

Gabines, jefe de espionaje del señor de Egipto, se inclinó hacia delante.

—Cuéntanos, joven.

Sátiro bebió un poco de vino, lo saboreó apreciativamente y asintió.

—¿Conoces a la hetaira Fiale? —preguntó.

—No tan bien como quisiera —contestó el señor de Egipto. Rio a carcajadas, mostrando todos los dientes.

Sátiro frunció el ceño.

—Espiaba para Eumeles, junto con Sófocles el médico ateniense.

Gabines asintió.

—Sófocles se ha marchado —dijo—. Lo tenía localizado pero ahora ha huido. Mi informante lo sitúa en un barco rumbo a Sicilia.

Sátiro se volvió de sopetón.

—¿Sabías que se escondía en el mercado nocturno? —preguntó.

—¡Sí! —contestó Gabines—. Y si tu tío hubiese estado aquí, habría tenido el atino de consultar conmigo antes de actuar.

Tolomeo asintió.

—Aquí no eres rey, muchacho. Te precipitaste.

Es difícil no perder la calma cuando se es joven y todos tus mayores parecen confabulados para señalar tus errores. Sátiro volvió a sonrojarse y notó calor en las mejillas. Disimuló su incipiente enojo bebiendo más vino.

Gabines meneó la cabeza.

—La próxima vez, sabrás a qué atenerte. ¿Puedes demostrar la implicación de Fiale?

Sátiro asintió.

—Creo que sí, aunque Filocles diría que depende de lo que se exija como prueba. Su esclava intentó sobornar al mío. Tenemos a esa esclava, que conserva escritos de su dueña. Escritos que Fiale dice que están falsificados.

—Circunstancias no faltan contra esa mujer —dijo Gabines, rascándose la barba. Miró a su amo—. No te recomiendo que la conozcas mejor, mi señor. —Se volvió hacia Sátiro—. ¿Qué te propones hacer con ella, muchacho?

Sátiro se recostó y sonrió.

—Nada.

El señor de Egipto y su mayordomo se sonrieron mutuamente.

—¿En serio? —preguntó Gabines.

Sátiro asintió.

—Mi tía ha dado su palabra de que Fiale no causará más… descontento. —Saboreó el vino—. ¿Qué podéis contarme de Eumeles?

Gabines se quedó callado un rato. Reinaba un silencio tan absoluto que Sátiro podía oír la respiración del esclavo que tenía a sus espaldas.

—Eumeles se indignó cuando destruiste su escuadra en Tomis. Y ha recibido noticias sobre ti desde Bizancio y desde Rodas. Y también desde aquí. —Gabines levantó la vista—. Pero teme mucho más a tu hermana. Hemos sabido que está contratando mercenarios.

—¿Dónde está mi hermana? —preguntó Sátiro.

—No lo sabemos —intervino Tolomeo—. En algún lugar tierra adentro. En Pantecapea cantan una canción, o eso asegura mi agente; la canción dice que mató a siete hombres ella sola. —Tolomeo meneó la cabeza—. Yo aún la recuerdo como una chiquilla la mar de buena y tranquila.

Sátiro no pudo reprimir una sonrisa.

—Esa es Lita. —Asintió a Gabines—. En primavera tendrá un ejército. Cuando el suelo se endurezca, irá a por Marthax, el rey de los asagatje. En verano, si todo va bien, estará preparada para enfrentarse a Eumeles.

—Siempre y cuando ese Marthax no firme una alianza con Eumeles —dijo Gabines, que se encogió de hombros.

—¿Y tú, muchacho? —preguntó Tolomeo.

—He pedido a Diodoro que se reúna conmigo en Heraclea del Euxino —contestó Sátiro—. Tengo intención de armar una flota y atacar cuando el tiempo cambie.

—¿Así, sin más? ¿Armar una flota? —preguntó Tolomeo.

—He llegado a un acuerdo con Demóstrate, el rey pirata. —Sátiro bebió un sorbo de aquel vio excelente—. Y con Rodas.

—¡Los piratas y Rodas no se mezclan, muchacho! —dijo Tolomeo.

—Y espero contar también con Lisímaco. —Sátiro se echó para delante—. Tiene pocos barcos pero necesito su buena voluntad; y puedo apartar a Eumeles de sus costas y llevarme a los piratas para que no intercepten sus vías de comunicación. Me necesita.

Gabines asintió.

—Nosotros también lo necesitamos. Sin su pequeña satrapía, Antígono el Tuerto puede moverse libremente entre Asia y Europa; Casandro estaría sentenciado.

—Pero Casandro apoya a Eumeles —repuso Sátiro.

Tolomeo se encogió de hombros.

—Somos aliados, no hermanos. Eumeles no es amigo de Egipto, como bien sabes.

—Tienes la bendición del señor para tomar el Euxino, si es que puedes —dijo Gabines. Desvió la mirada hacia los esclavos—. Pero nadie debe saber de nuestra mano en el asunto. No podemos cederte nuestros barcos.

—¿En serio? —preguntó Sátiro—. Pensaba que tal vez me…

Gabines negó con la cabeza.

—El señor Tolomeo necesita todos los remos en el agua para su expedición a Chipre —dijo.

Sátiro se dirigió a Tolomeo, no a su mayordomo.

—¿De veras, señor? Contaba con llevarme diez o quince trirremes de aquí.

—Tolomeo se inclinó hacia delante.

—Te equivocaste —dijo sin rodeos—. Te enfrentaste con Eumeles y perdiste. Capturó dos barcos míos y las repercusiones son preocupantes. No puedo permitir que ocurra algo semejante otra vez… con Casandro.

Sátiro asintió.

—Necesito barcos —dijo. Luego se encogió de hombros—. Muy bien —prosiguió—. ¿Pero tengo tu permiso para seguir adelante con mi plan?

Tolomeo negó con la cabeza.

—¿Cómo voy a darte permiso? —dijo. Se encogió de hombros exageradamente, como un actor—. ¡No puedo controlarte!

Sátiro no tuvo más remedio que reír.

—Mi señor, algo me dice que si tengo éxito afirmarás ser mi benefactor y que si fracaso me repudiarás y demostrarás que no me ofreciste ayuda.

Gabines asintió.

—Precisamente, joven. Lo que haremos —prosiguió Gabines— será cubrirte las espaldas. —Carraspeó—. Nos avergonzaron los ataques contra tu hermana. Nunca volverá a ocurrir algo semejante.

Tolomeo asintió.

Gabines se acercó como un conspirador.

—Tendré a un hombre pegado a los talones de Sófocles. Y me aseguraré de que ningún agente de Eumeles se pueda comunicar desde aquí durante los diez días posteriores a vuestra partida.

Sátiro asintió.

—Eso vale tanto como unos cuantos barcos —dijo—. ¿Puedo preguntar cómo lo harás?

Gabines se encogió de hombros.

—Estamos a punto de enviar a nuestros primeros exploradores a la costa de Chipre, y una diversión estratégica hacia las costas de Siria. Detendremos a todos los barcos durante diez días.

Sátiro silbó y meneó la cabeza.

—Las bendiciones de mi patrón, Heracles, os asistan en vuestro empeño —dijo.

Tolomeo sonrió.

—También es mi patrón, muchacho.

Sátiro asintió.

—Sigo necesitando barcos. Creo que mi tío León diría que las promesas son fáciles de hacer.

—Cuando seas rey, enseguida le cogerás el tranquillo a estas poses —dijo Tolomeo. Se levantó, estrechó ambas manos de Sátiro como si fuese un igual y le dijo—: Que Tiqué te bendiga. —Luego se acercó a él Y le susurró al oído—: Tengo dos barcos, buenos barcos con cascos sólidos, que saldrán a subasta hoy mismo. Y un par de trirremes que mis arquitectos han condenado por ser demasiado pequeños para la guerra moderna. —Se apartó y le guiñó el ojo—. Los cuatro se venderán a precios de saldo. —Retuvo una mano de Sátiro entre las suyas—. Es lo más que puedo hacer.

Sátiro sonrió.

—Que los dioses te bendigan, señor —dijo.

Los barcos que se vendían a peso rara vez se subastaban con aparejos y remos, y sus tripulaciones tampoco solían presenciar la subasta, aguardando a ser contratados por los nuevos armadores, sin embargo, así fue como sucedió en aquella ocasión. Sátiro y e Isaac Ben Zion fueron los únicos compradores que acudieron a la subasta.

—No pujes contra mí por el cuadrirreme con la máquina en proa —dijo Ben Zion—. Es para Abraham.

Sátiro vació de oficiales el establecimiento de León sin vacilar, llevándose la flor y nata de los capitanes, timoneles y maestros remeros de su flota mercante a sus nuevos barcos. Estuvo encantado de encontrar el Avispón, un trirreme capturado, varado en la playa.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Sátiro, y los marineros le contaron que Sarpax lo había capturado con un pentekonter en la boca del Euxino. Sátiro siguió la pista de Sarpax hasta un burdel y lo reclutó para que comandara el Avispón contra Eumeles durante el verano.

—¿Tiras tan bien como tu hermana? —preguntó Sarpax. Se echó a reír y la perla que llevaba en la oreja brilló—. ¿Servirá para traer de vuelta al amo León?

—Sí —contestó Sátiro, y se dieron la mano para cerrar el trato.

Sátiro también se llevó el Jacinto, un barco idéntico al Loto Dorado, otra tremiolia de Rodas, el buque insignia de la escuadra que León enviara a Marsella, juntando así una flota de siete naves. Cenó con sus oficiales, hombres a quienes conocía de la mesa de Safo.

—¿Oinoe? ¿Platea? —preguntó Safo desde su diván—. Eso son nombres de ninfas.

—No, de batallas en las que Atenas salió airosa. —Sátiro alzó su copa de vino—. Por la Estoa Pintada, amigos. Y por Zeno, el amigo de Filocles. Fue quien tuvo la idea poner estos nombres. Oinoe y Platea son los cuadrirremes. Maratón y Troya los trirremes.

Sandokes, el nuevo navarco del Oinoe, era un jonio de Samotracia. Tenía una hermosa cabellera negra rizada, llevaba sendas cuadrigas de oro en las orejas y su cuerpo mostraba los músculos propios de un hombre que se cuidaba mucho en el gimnasio. Pese a todo ello, era uno de los capitanes predilectos de León, un hombre que había hecho la carrera de Marsella cuatro veces y que en una ocasión había capturado un mercante al otro lado de las Columnas de Heracles.[8] Conocía a Sarpax desde hacía muchos años, y compartía diván con él.

Aekes, que también tenía fama de ser amigo de Sandokes, tenía un temperamento diametralmente opuesto. Con el pelo crespo por el salitre, llevaba un simple quitón de cuero hecho con dos pieles de cordero cosidas, igual que un granjero. Iba bastante limpio y sus brazos y piernas mostraban los músculos propios de un marinero bregado, pero no llevaba pendientes ni ropa de gala para acudir a un simposio. Lo que sí tenía era una larga espada celta en una vaina de bronce que había dejado apoyada contra el diván, así como la reputación de ser un gran cazador de piratas. Iba al mando del Jacinto. Se decía que por nacimiento era un ilota de Esparta, pero nadie lo había interrogado al respecto. A Sátiro le constaba que había estado muy unido a Filocles y que había donado una suma considerable para la estatua del espartano que iban a construir en la biblioteca.

Dionisio, uno de las decenas de hombres que llevaban ese nombre en Alejandría, era amigo de infancia de Sátiro. Estaba tendido cerca de Sandokes, a quien idolatraba. Tomaría el mando del Maratón. Sátiro había dudado en volver a enrolarlo; había faltado poco para que Dionisio perdiera su barco en la batalla en aguas de Olbia, y había difundido el rumor de la muerte de Sátiro. No obstante, Dionisio había costeado la reparación del barco y los salarios de los remeros con la fortuna de su padre, en dinero contante y sonante, y lo cierto era que la flota de Sátiro estaba comenzando a salir tan cara que ya se veía el fondo de los cofres de su tío León.

Anaxilao era capitán y científico, amigo de muchos filósofos de la biblioteca, un hombre muy culto que, no obstante, había optado por ser navegante. Era pelirrojo, cosa que bastaba para que destacara entre los demás invitados, y sus excelentes modales señalaban sus orígenes sicilianos. Su padre y su abuelo habían sido tiranos en la Itálica, y Anaxilao solía bromear diciendo que se había hecho a la mar porque era más seguro que permanecer en casa. Iría al mando del Troya. Gelón, su mucho más guapo hermano menor, sería el responsable de llevar el Platea hasta Bizancio para Abraham. Allí le habían prometido un trirreme. Estaba recostado frente a Apolodoro, que se las daba de caballero e insistía en detallar su linaje a los sicilianos.

Eran hombres sociables, los marinos lo son por naturaleza, y si la conversación era apasionada y versaba sobre asuntos náuticos, también era distinguida. Safo aún sonreía por la galantería de Anaxilao mientras acompañaba a los últimos invitados a la puerta.

—Los sicilianos tienen los mejores modales —dijo, mientras el mayordomo cerraba la puerta del jardín.

—Me parece que Filocles habría dicho que los espartanos los tienen mejores —respondió Sátiro. Regresaron juntos al salón principal y se reclinaron en divanes contiguos.

—¿Todavía estás enfadado conmigo? —preguntó Safo.

—No —contestó Sátiro—. En absoluto. Tenías razón, por supuesto. Echo de menos a Filocles. Solía decir que a veces es fácil confundir lo brutal con lo sencillo. —Sátiro fue consciente de que el vino le había subido a la cabeza. Su tía era realmente guapa, aunque tampoco fuese la primera vez que reparara en ello. Apartó ese pensamiento por considerarlo indigno—. Matar es fácil, y encontrar otra solución es difícil; pero a mí me cuesta matar y eso enturbia el asunto.

Safo se puso bocabajo; una postura más propia de una hetaira que de una refinada señora de Tebas.

—Querido sobrino, todos hacemos cosas que lamentamos; a menudo solo para demostrarnos algo a nosotros mismos. ¿Puedo decirte que opino que eres afortunado con tus capitanes?

Sátiro sonrió e intentó disipar el aturdimiento y la pesadez.

—Estoy de acuerdo. Buenos hombres; y una buena fiesta, también.

Safo sonrió al vino de su copa.

—Como veterana de unas cuantas fiestas, querido, puedo asegurarte que los buenos hombres son los que hacen buena una fiesta, no la calidad de las langostas o las gracias de las flautistas.

Sátiro le sonrió.

—Filocles podría haber dicho lo mismo.

Safo asintió y rio con socarronería, como burlándose de sí misma. Sátiro no supo a qué atenerse y optó por cambiar de tema.

—¿Estás satisfecha con la perspectiva de retener a Fiale? —preguntó.

Safo asintió.

—Gabines me ha enviado una nota —dijo—. Vigilaremos a Fiale. Y Sófocles se ha marchado a Sicilia. No regresará a menos que lo hagas tú. Yo no soy un objetivo valioso.

Sátiro asintió.

—Eso solo demuestra lo idiota que es. Tú mandas sobre mí y mi hermana. Diriges las finanzas de los Exiliados y, según he podido deducir, fuiste tú y no Coeno quien envió a mi hermana a hacerse con el liderazgo sobre los sakje.

Safo alzó su copa de vino.

—¡Adulador! —dijo.

—Los hombres son extraños —respondió Sátiro—. Los griegos fingen que las mujeres son inferiores cuando, en mi opinión, tú que eres hija y antigua esposa de beotarcas,[9] puedes competir con cualquier hombre en un concurso de inteligencia.

—He conseguido un par de triunfos —dijo Safo. Bebió otro sorbo de vino—. Acepto agradecida tus cumplidos. Ya he rebasado la edad en que los hombres se paran en la calle para mirarme.

Sátiro se levantó de modo vacilante. Había tomado demasiado vino para el poco tiempo que llevaba restablecido.

—¡Te equivocas, tía! Los hombres siguen ensalzando tu belleza.

Caminó hacia ella con paso inseguro. Pocas veces la había visto tan guapa.

Safo se levantó del diván y se alisó el quitón.

—Eres la viva imagen de tu padre, Sátiro. Hasta en la torpeza y la simpatía de tus halagos. Tus sentimientos por Fiale te han dejado vulnerable. Sé precavido.

Abrazó a Sátiro, que sintió su calor, la presión de sus pechos contra el suyo, y luego se apartó.

Sátiro se sonrojó porque, como de costumbre, su tía había dado en el clavo.

—¿Creceré alguna vez? —preguntó.

Safo rio con los ojos chispeantes hasta que él también se echó a reír.

—Una buena fiesta nos hace sacar la lascivia a todos —dijo Safo—. Ve y conquista el Euxino —agregó—. Y haz que tu hermana regrese en busca de su hijo antes de que decida quedármelo.

—Dijiste que no querías más hijos —repuso Sátiro—. Me acuerdo muy bien.

Safo meneó la cabeza y dio media vuelta.

—He visto hombres con una voluntad de hierro en lo concerniente a las mujeres… hasta que una los toma de la mano y, con ese primer contacto, se convierten en arcilla en sus manos. —Se encogió de hombros—. Las mujeres a veces son así con los niños.

—Pero… —comenzó Sátiro.

—Calla, sobrino —dijo Safo—. Ve y conquista el Euxino. Yo me ocuparé del niño.

Por la mañana todos los barcos de su escuadra zarparon de la playa a la vez. Los oficiales de León, ahora oficiales de Sátiro, eran profesionales, mejores oficiales, cada uno de ellos, que los que la armada de Tolomeo había puesto a su disposición. Sátiro se tendió junto a la borda del Loto y escuchó sus órdenes, observando a los remeros y a los marineros que se afanaban para reflotar las naves. Los dos trirremes ligeros fueron pan comido, pero los pesados cuadrirremes con sus catapultas de proa y sus nutridas tripulaciones costaron más de botar, y las voces de Diomedes, el nuevo timonel del Platea, se oían a un estadio de distancia.

No obstante, los cascos de las naves estaban recién limpiados. El Loto había sido raspado y puesto a secar mientras Sátiro yacía postrado en cama gritando a sus visiones, y los remeros lo impulsaron rumbo al norte, siguiendo la costa de Palestina a toda velocidad.

Sátiro escudriñaba la orilla y a cada tanto desviaba los ojos hacia los horizontes de occidente, donde Chipre acechaba fuera del alance de la vista. Pero el invierno, el pleno invierno, no era el mejor momento para arriesgarse a que los pillara un vendaval en mar abierto al sur de Chipre.

Vararon los barcos en Ake, el puesto de avanzada más septentrional del poder de Tolomeo, y descansaron un día y una noche antes de surcar las aguas hacia el norte, impulsados por una infrecuente brisa favorable. Pasaron por delante de Tiro en pleno día y vieron el puerto interior atestado de barcos de guerra, aunque todos sus mástiles estaban bajados y los cascos amontonados en la playa. Y tres horas después pasaron volando por delante de Sidón, con las velas todavía hinchadas por el viento fresco. Todos los timoneles y los trierarcas ofrecieron libaciones a Poseidón y siguieron adelante. Si alguien emprendió su persecución, nadie se dio cuenta.

—Creía que Tolomeo tenía una escuadra remontando esta costa para hacer un amago —dijo Neiron—. Tendríamos que haberla visto.

—Tengo la creciente sospecha de que el amago de Tolomeo somos nosotros —contestó Sátiro. Miró hacia tierra a la luz rojiza del atardecer invernal—. Quizá no encontremos tiempo tan bueno en diez días. Es demasiado bueno para que nos paremos a hacer noche. —Miró a Neiron—. Me gustaría llegar al norte de Laodicea antes de buscar una playa.

Neiron asintió.

—Pídeme que resuelva tus disputas en tierra y seré un hombre de mar —dijo Neiron. Asintió de nuevo y se rascó la garganta—. Aquí no tengo problema en dar consejo. Tendremos este viento como mínimo hasta que salga el lucero del alba. El cielo está raso y los hombres descansados; nadie ha tocado un remo en todo el día. —Frunció el ceño—. Además, quieres que estén preparados para cualquier cosa cuando entremos en el Euxino. Correr pequeños riesgos ahora nos dará mejores tripulantes.

Pasaron ante Laodicea a oscuras, su posición solo la marcaba el mortecino resplandor de la ciudad, y casi toda la luz provenía del fuego eterno que ardía en el templo de Poseidón, levantado en un promontorio que dominaba la localidad.

Venus, el lucero del alba, comenzó a ser visible cuando doblaron el cabo de Gigarta y Neiron señaló la negrura del mar abierto.

—Hay un grupo de islas al noroeste de Trípoli —dijo—. Si alineo la punta de Kalamos con la Estrella Polar, deberíamos llegar a una playa en cuestión de una hora.

El viento estaba cayendo, y las velas se sacudían cada pocos minutos con sus ráfagas intermitentes. Sátiro asintió.

—¿Cambio de tiempo? —preguntó.

—Harto probable —contestó Neiron.

—Hazlo —ordenó Sátiro, y una hora después estaba comiendo estofado caliente en una playa lo bastante grande para siete barcos de guerra y sus tripulaciones. Y reparó en cierto respeto por parte de los timoneles y los trierarcas. La navegación nocturna no estaba hecha para los pusilánimes.

Por la mañana remaron hacia el norte, con una brisa que soplaba de tierra. La tremiolia podía navegar con el viento por la aleta pero no así los trirremes y los cuadrirremes, y sus remeros tuvieron ocasión de ejercitarse.

A mediodía se encontraban al norte del antiguo puerto pirata de Arados, y cenaron en la playa de Gabala, en la costa de Siria.

De hecho, pasaron tres días en la playa de Gabala resistiendo el azote del viento y unas lluvias torrenciales que hacían imposible reflotar los trirremes, y Sátiro se vio obligado a utilizar al personal para alejar las embarcaciones del agua, subiéndolas a lo más alto de la playa. Y tenía a mil remeros a los que alimentar, de modo que sus hombres recorrieron el campo en busca de comida mientras aguardaban a que cesara la tempestad, pues habían consumido hasta la última ración de sus provisiones.

El cuarto día se hicieron a la mar con el estómago vacío y varios puestos sin ocupar en las bancadas porque algunos remeros no habían regresado. Poner a flote el Platea no fue tarea fácil y luego surcó las olas con poco brío dado que los remeros de la cubierta superior habían comido algo en mal estado y la disentería hacía estragos.

Llevaban menos de un ahora en el mar cuando Sátiro vio la escuadra en popa. Se la señaló a Neiron, que maldijo.

—Por la verga de Poseidón —dijo—. ¿De dónde han salido?

—No lo sé —dijo Sátiro—. ¿Tiro? ¿Sidón? Siempre he sabido que corríamos un riesgo subiendo por esta costa. Estamos navegando en aguas que controla la flota de Demetrio. —Meneó la cabeza—. Tolomeo tiene buena parte de culpa.

A mediodía doblaron el cabo de Posidonia y todo hombre que tuviera grano tiró un puñado de cebada al mar. La escuadra que los seguía no era más que un grupo de mellas en el horizonte, y su avistamiento solo era ocasional. Nadie llevaba el palo levantado en un día como aquel, con el viento soplando del norte, y los remeros maldecían su suerte a cada estrepada.

A primera hora de la tarde el viento volvió a rolar al este, soplando de tierra, y la escuadra perseguidora comenzó a ganar terreno, comenzando a notarse que llevaba remeros más descansados y mejor alimentados.

Sátiro los vigilaba mientras se aproximaban. Estaba de pie en la popa observando los gallardetes que ondeaban en el mástil, indicando cada cambio de viento.

—¿Neiron? —llamó.

—¿Señor?

Neiron se despertó y enseguida se puso alerta. Había puesto al maestro remero al timón para dormir un rato en el banco del timonel.

—Tengo intención de virar al oeste y navegar de empopada hasta Chipre —dijo—. ¿Qué opinas?

Neiron se chupó dos dedos y los levantó. Luego miró las nubes.

—Es arriesgado —dijo.

Sátiro señaló hacia popa y Neiron dio media vuelta y vio a los perseguidores.

—A lo mejor no van a por nosotros —dijo, mesándose la barba.

Sátiro asintió.

—Son persistentes, no obstante. Se avecina otro vendaval y esos caballeros siguen en el mar.

—Y realmente parecen barcos de guerra. —Neiron miró protegiéndose los ojos con la mano—. Seis horas hasta que avistemos el templo de Afrodita en Kleides. —Meneó la cabeza—. Si el viento cambia, estaremos en mar abierto en plena noche con una tormenta formándose detrás de nosotros.

Sátiro asintió.

Neiron se encogió de hombros.

—Hazlo —dijo.

Sátiro cogió el timón. Neiron fue hacia proa y ordenó a los tripulantes de cubierta y a los marineros que izaran la vela mayor, y en cuanto estuvo envergada al mástil, Sátiro dio la orden y el Loto, que todavía iba a remo, viró de norte a este en una eslora. Sátiro quedó complacido al ver que el siguiente barco de la fila, el Oinoe, estaba preparado y, aunque tardó más en levantar su mástil, efectuó la virada ordenadamente. Detrás de él, el Platea compensó su mal rendimiento en una maniobra anterior y viró con celeridad, y los dos trirremes levantaron sus mástiles mientras viraban.

El Jacinto se demoró en la virada y perdió terreno mientras seguía avanzando lentamente a remo hacia el norte. No sería de extrañar que su timonel se hubiese dormido. Pero por lento que fuese el Jacinto, más lo fueron los perseguidores. Continuaron rumbo norte tanto rato que Sátiro comenzó a preguntarse si estaba huyendo de fantasmas. Solo cuando se hubieron interpuesto por completo entre Sátiro y la costa giraron sus proas hacia el mar, aunque no izaron las velas.

—Cuento diez —dijo Neiron—. Son enormes, los muy cabrones. Todo el mundo construye barcos cada vez mayores. ¿Eso es un hepteres?

El perseguidor de más porte descollaba entre los demás, con tres cubiertas de remeros y un casco ancho y pesado que sin embargo parecía navegar deprisa.

—Ahí van Demetrio o su almirante —dijo Sátiro. Meneó la cabeza—. Debe creer que somos la tan esperada incursión desde Egipto.

—Por eso nos ha alejado de su costa —dijo Neiron—, y ahora nos deja a la merced de Poseidón.

—Ojalá no hubieras dicho eso —respondió Sátiro.

Siguieron adelante por un mar cada vez más embravecido, con el viento aullando detrás de ellos.

Pero tenían buenos barcos y buenos oficiales, y antes de que los últimos rayos rosados del ocaso invernal desaparecieran tras las montañas de Chipre, el Loto tenía la popa varada en arena negra al oeste de Ourannia, con un promontorio entre ellos y la fuerza de viento de levante. Campesinos chipriotas bajaron a la playa con canastos de pescado seco y cangrejos vivos, y Sátiro pagó en metálico un festín mientras el viento arreciaba y volvía a caer.

Durante tres días avanzaron penosamente ante la costa de Chipre, con la proa encarada al fresco viento de poniente que siguió a la tempestad, y siguieron costeando hasta llegar a la playa de Likkia, una playa que Sátiro ya había utilizado con anterioridad. Allí aprovisionó los barcos, pagando a crédito con el nombre de su tío, por todos bien recibido. Aguardó unos días a que soplara viento del este y, cuando se levantó, hizo un sacrificio en la playa y se hicieron a la mar.

—Derechos al oeste hasta Rodas —dijo.

Neiron meneó la cabeza.

—¿Por qué arriesgarse? —preguntó.

—El tiempo vuela —dijo Sátiro—. Cualquier día de estos correrá la voz de nuestra partida de Alejandría.

—Cualquiera que se dirija al norte tiene que seguir la misma ruta que nosotros hemos seguido —dijo Neiron.

—Y yo ya lo he hecho antes —respondió Sátiro.

Neiron asintió.

—Eso me han dicho —contestó—. ¿No basta con una vez?

La mayoría de naves navegaba cerca de la costa, poniendo rumbo norte desde la punta de Chipre hasta la costa de Asia Menor para luego costear de puerto en puerto hacia poniente.

—Si el viento se mantiene doce horas, alcanzaremos Rodas antes de que las estrellas aparezcan en el firmamento —dijo Sátiro.

—Si el viento cae, estaremos a la deriva en alta mar, rezando para que Poseidón se apiade de nosotros. —Neiron se encogió de hombros—. Pero tú eres el navarco. Solo espero que cuando Tiqué te abandone yo ya haya muerto.

Sátiro sonrió, pero mantuvo los puños apretados y tuvo retortijones de estómago hasta que aquella noche atracaron. La tripulación se exaltó cuando el vigía divisó el promontorio de Panos, y de nuevo cuando se deslizaron por el espejo de agua del puerto interior de la ciudad, pasado el templo de Poseidón.

—¿Todo esto por ganar un día? —preguntó Neiron.

Sátiro terminó de verter el vino al mar.

—Las tripas me dicen que cada día cuenta —contestó.

—¿Crees que aceptarán tu oferta? —preguntó Neiron.

Sátiro señaló la playa de debajo del templo, donde había una docena de triemioliai varados en la arena.

—¿Se te ocurre algún otro motivo por el que prepararían una escuadra en pleno invierno? —preguntó.

—Los dioses te aman —dijo Neiron, sonriendo. Asintió con gravedad—. Aprovecha mientras dure.