6

La Propóntide, principios de invierno, 311 a.C.

Dos campamentos gélidos porque Sarpax, el navarco, no era amigo de encender fuegos. Surcaban la Propóntide a remo contra un viento fuerte de otoño y pasaron ante Bizancio con las primeras luces, bogando con tanto ímpetu que los remeros refunfuñaban. Allí se separaron del convoy y prosiguieron hacia el norte.

Melita solo podía pensar en lo mucho que extrañaba a su hijo. Tenía los pechos llenos de leche, y eso bastaba para que tuviera en mente a Kineas en todo momento; leche tan abundante que le dolía, y cada vez que se planteaba ponerse la armadura, la mera idea la estremecía. El más leve roce de tela en los pezones le hacía sacar leche de nuevo, de modo que vivía perpetuamente avergonzada, con los quitones manchados y un viento cortante que le helaba los pechos.

¡Pues vaya con la aventura de su vida! Echaba de menos a su hijo y no desempeñaba función alguna en el barco, salvo otear el horizonte y preocuparse.

Y extrañar a su hijo.

Nihmu la ayudaba bien poco. Se instalaba en la proa a vigilar el mar, olisqueando el aire como un perro, escrutando cada barco con el que se cruzaban como si León pudiera ir a bordo.

Fue Nihmu quien avistó al patrullero, justo cuando el agua cambiaba de color y las altas riberas de la Propóntide se abrían a ambos lados. Regresó a la popa, y sus botas de cuero dejaron marcas en la cubierta.

—Un trirreme —anunció—. Justo en el horizonte.

Coeno fue a proa con el navarco y regresó meneando la cabeza.

—Tiene el viento a favor —dijo Coeno—. Y se aproxima para efectuar una inspección.

Sarpax se unió a él.

—Señoras, al castillo de proa, por favor. Repartid armas. Caballeros —dijo, mientras los oficiales se reunían—, actuaremos como su estuviéramos dispuestos a ser abordados hasta que dé la consigna. La consigna es «ataque». Si la doy, haced lo posible por matarlos. Lo cierto es que, una vez abarloados, nosotros tenemos más infantes, ¿eh? Pero si escapan, somos hombres muertos, ¿eh?

El bigote aceitado de Sarpax brillaba como la perla que lucía en la oreja derecha.

—Yo sé disparar —dijo Nihmu. Sonrió a Idomeneo—. Mejor que él.

—¡Yo también! —espetó Melita.

—Pues entonces llevad vuestros arcos al castillo —dijo Sarpax—. Nada de tirar hasta que yo lo diga. ¡Deprisa! Si quieren echar un vistazo a la bodega, fingiremos ser tan inocentes como corderos.

Melita abrió la escotilla del mamparo delantero del castillo, el reducido espacio confinado justo debajo de la proa, el único recinto cerrado en un barco tan pequeño como un pentekonter mercante. Por la estrecha abertura vio que el otro barco se acercaba en sentido contrario, con su gran vela cuadra hinchada por el viento que había hecho maldecir a los remeros durante cinco días.

—¡Poneos al pairo! —gritó el capitán del trirreme—. ¿Qué barco sois?

—¿Quién lo pregunta? —rugió Sarpax—. El Atún, zarpamos de Rodas hace quince días.

—¡Al pairo! —insistió el otro capitán—. Voy a ponerme a sotavento.

El trirreme arrió la vela mayor bastante bien, aunque hizo una maniobra chapucera al salvar las últimas esloras para abarloarse.

—¡Lánzame un arpeo! —gritó el desconocido. Melita oyó rezongar a Sarpax al ordenar que lanzaran el arpeo. Acto seguido ordenó que lanzaran otro.

—¿Quién eres tú? —rugió Sarpax.

—El Avispa, de Pantecapea. Al servicio del rey del Bósforo. Ahora despejad la cubierta, ¡voy a cruzar!

Melita no veía nada pero el pentekonter era tan pequeño que notó a los seis hombres que cruzaron, bamboleándolo con su peso cada vez que uno subía a bordo.

—¿Qué carga lleváis? —preguntó el capitán.

—Vino para Tomis, mena de cobre para Gorgipia —contestó Sarpax.

—Veinte lechuzas de plata —exigió el otro hombre—. Impuestos.

—¿Impuestos en mar abierto? —preguntó Sarpax indignado.

—Impuestos para acabar con la piratería —replicó el otro—. Paga o te hundo.

Haciéndose el mercader ofendido, Sarpax maldijo.

—¡Tú eres el único pirata que veo por aquí!

El otro capitán se rio.

—Paga de una vez, gallito. —Melita oyó sus pasos—. Estamos buscando a un hombre; veinte o veinticinco años, alto y moreno. Responde al nombre de Sátiro. ¿Lo has visto?

Sarpax se rio.

—Qué, ¿caminando sobre las aguas?

El otro capitán no se rio.

—Sátiro de Alejandría. ¿Te suena ese nombre?

—Pues claro. ¿Por qué?

—¿Lo has visto? —insistió el otro hombre.

Su tono había cambiado. Melita sintió que algo se revolvía en su pecho, algo tan profundo como los impulsos de su cuerpo. Estaban buscando a Sátiro. ¡Eso significaba que no lo habían capturado!

—El año pasado en Rodas. Escucha, trierarca, soy un pobre hombre con un camino que recorrer. Aquí tienes tu impuesto. ¿Podemos irnos?

Melita oyó sus botas sobre la estrecha plancha que discurría entre las bancadas de los remeros.

—¿Dónde está esa carga que llevas? Dioses, menuda chalana apestosa que gobiernas.

—El vino está con el lastre. La mena de cobre es el lastre.

En opinión de Melita, Sarpax sonó demasiado confiado.

—¿Qué llevas en proa, entonces? —preguntó el otro hombre, y Melita oyó que sus pasos se acercaban.

—Cebada y queso para los muchachos —contestó Sarpax.

—Y lo que hayas embarcado para tu comercio particular, tirio taimado. ¿Un poco de tinte de púrpura? ¿Unos huevos de avestruz? —Se rio—. ¡Abre el castillo!

Melita puso una flecha en su arco. A la luz de la escotilla, vio que Nihmu hacía lo mismo.

—Preferiría no hacerlo —dijo Sarpax—. Además, no te conviene.

—¿Me estás amenazando, guarro de mierda? Haz que lo abran de inmediato y no te daré una patada en el culo.

El otro hombre agarró la escotilla. Melita la vio moverse.

—Solo me preocupa que se produzca un… ¡ataque! —gritó Sarpax, y la escotilla se abrió.

Melita disparó de muy cerca y le clavó la flecha debajo del brazo con el que había abierto la escotilla. La de Nihmu le alcanzó en el ojo derecho.

Antes de que tuviera la segunda flecha en la cuerda, todos los infantes habían muerto o los habían arrojado al mar, e Idomeneo estaba encaramado a la borda, disparando contra el puente de mando del Avispa, donde estaban los oficiales del barco enemigo. A diferencia de su tía Nihmu, Melita había participado en un combate naval y conocía a Idomeneo. Corrió por la cubierta, procurando no resbalar con la sangre y abriéndose paso entre los remeros, que abandonaban las bancadas, jabalinas y espadas en mano, para abordar el Avispa. El Atún quedaba más bajo que su oponente, pero la diferencia de altura no bastaba para impedir el abordaje.

—¡Como en los viejos tiempos! —dijo Idomeneo. Disparó otra vez.

Melita no conseguía elegir un blanco. La cubierta enemiga estaba llena de hombres, en su mayoría remeros; sus remeros.

—Aquí hemos acabado —convino Idomeneo. Miró a Nihmu, que tensó el arco y lanzó una flecha alta contra un hombre situado en la popa, un arquero enemigo que cayó al mar.

—¡Buen tiro! —exclamó Idomeneo.

Aquello puso fin a la acción. Los remeros enemigos eran hombres a sueldo, tal vez forzados, tal vez esclavos, y no se levantaron de sus bancadas. Los hombres del Atún despejaron la cubierta en un abrir y cerrar de ojos.

Coeno regresó a bordo, con la espada seca pero sonriendo de oreja a oreja.

—Capitán Sarpax, ahora eres el amo de ese trirreme.

Sarpax estaba junto a la borda al lado de Melita.

—¿Qué carajo hago con él? —preguntó—. Soy rodio hasta la médula, no soporto matar a los remeros y hundirlo.

Melita notó que le salía leche. A medida que el daimon del combate abandonaba su cuerpo, le fueron volviendo las molestias, pero aún tuvo ánimo para sonreír.

—Tengo una idea —dijo. En su fuero interno se regocijaba porque Sátiro seguía vivo.

Dos días después un trirreme militar arribó a la playa al sur de Gorgipia, cerca del templo de Heracles. Su llegada causó cierta consternación en el templo hasta que Melita saltó por la borda y cruzó corriendo la playa para luego subir la escalinata. La misma sacerdotisa anciana la recibió con los brazos abiertos. Las cataratas de sus ojos hacían patente que estaba casi ciega, pero sonrió y estrechó a Melita entre sus brazos.

—El dios me anunció que vendrías —dijo—. Eumeles está dando caza a tu hermano por todas partes desde la batalla.

Melita se rio.

—Los días de Eumeles están contados —respondió.

En la playa, Nihmu saltó por la borda y caminó sobre los guijarros hasta que pisó tierra y hierba. Saludó a Melita con el arco y esta le correspondió. Entonces la sakje cayó de rodillas y besó el suelo, y soltó un grito de guerra que el eco devolvió desde los muros del templo.

—¡Una sakje! —dijo la anciana—. Antes solían venir por aquí. Han pasado muchos años. —Acarició el rostro de Melita—. ¡Eres madre! —exclamó—. ¿Dónde está tu hijo? ¿Es un niño?

Melita sonrió.

—En Alejandría —contestó—. Sigo sacando leche, pero tenía que salvar a mi hermano.

—Pasemos adentro y veamos cuál es la voluntad del dios —dijo la anciana vidente—. Tu hermano está a su cuidado; un héroe vela por el otro. Pero está bien que hayas venido. —Se apoyó en el hombro de Melita e hizo una seña a una asistenta, una joven muy agraciada—. Lisa preparará una tisana para tus pechos. ¿Qué más necesitas? Tengo ganas de poner de mi parte en la represalia contra Eumeles. Ha sido un caudillo muy duro con la gente de aquí.

—Caballos —dijo Nihmu, que había subido desde la playa. Sonrió al decirlo—. ¡El olor de este lugar es el olor de mi hogar! ¡Huelo la hierba! Caballos, reverenda señora, y nos marcharemos enseguida.

La anciana sacerdotisa resopló.

—La última vez os llevasteis mis mejores caballos —dijo. Luego meneó la cabeza—. Ay, las exigencias de los jóvenes; y de los dioses. Haré que os traigan caballos.

Un día después iban montadas con ropa sakje y sus gorytoi en bandolera, cabalgando sobre las primeras briznas del mar de hierba. Detrás de ellas, Coeno detuvo su semental para saludar con la mano a Sarpax, que interrumpió su retahíla de órdenes para zarpar a fin de devolverle el saludo.

—A lo mejor no regreso nunca al mar —dijo Nihmu, riendo—. Ay, rezo para que León esté bien, ¡pero estoy contenta de haber vuelto a la pradera!

—¿Hacia dónde, Nihmu? —preguntó Coeno. Estaban en lo alto de una sierra que se prolongaba hacia los montes del Cáucaso en el este. Al noreste las llanuras se extendían a sus pies hasta el río, y de nuevo más allá del transbordador. Un viento frío soplaba del norte, rizando la hierba y haciéndolos tiritar.

Melita se caló la gorra de piel hasta las orejas.

—¿Al norte?

Nihmu negó con la cabeza.

—Al noreste, hacia las tierras altas entre el Tanais y el Rha.

—¡Allí es donde viven los forajidos! —repuso Melita.

—Allí es donde encontraremos a Ataelo —respondió Nihmu—. Ahora es un forajido.