25

Acamparon en el campo entre los muertos. Temerix llegó una hora después del ocaso con sus hombres e informó de que Upazan había cruzado el río por el norte y que se dirigía hacia ellos bastante deprisa.

Sátiro era más corpulento de lo que Melita recordaba. Parecía haberse hinchado hasta dar la talla para el papel de rey. Melita le dejó interpretarlo. Los hombres lo llamaban Wanax, el título antiguo, y Basileo, y era como un semidiós. Melita se sentía cansada y sucia junto a su armadura magnífica, su físico perfecto y su rostro sin cicatrices.

Antes de transcurrida una hora el campamento estuvo montado y, juntos, los dos hermanos anduvieron de fogata en fogata, visitando a sakje y a olbianos, a granjeros y a marineros.

—Mis hombres están enfadados porque tienen que apagar los fuegos que encendieron —bromeó Sátiro. Sus barcos seguían trabajando, transportando a la infantería olbiana de una margen del río a la otra, después de haber desembarcado a todos los macedonios que habían servido como infantes de marina—. Podríamos haber capturado todos los barcos de Eumeles, pero no sabíamos que tú y Urvara pudierais hacer frente a tantos hombres durante tanto tiempo.

Melita sonrió.

—Lo hicimos con uñas y dientes —dijo—. ¿No duermes?

—Por la mañana vamos a luchar —respondió Sátiro—. No quiero errores. Hoy ha combatido casi toda nuestra gente, Lita. Si no les infundimos ánimo…

—Podrías comenzar por levantarme el ánimo a mí, hermano —dijo Melita—. Si creyera que puedo hacerlo, desertaría. Estoy acabada.

Sátiro la tomó entre sus brazos.

—Estás espléndida —dijo—. Ibas a hacerlo todo sin mí, ¿verdad?

—Pensábamos que habías muerto hasta que desembarcamos y recibimos noticias —contestó Melita.

Sátiro sonrió.

—Escucha, dulzura. Ya son nuestros. ¡Ya son nuestros! —Echó los omóplatos para atrás bruscamente y flexionó los brazos—. Su flota se ha ido al garete. Upazan no es nadie; un señor de los caballos con su base de operaciones a mil estadios de aquí, adentrado en nuestro territorio.

Melita meneó la cabeza.

—El espíritu lo es todo, Sátiro. Si mañana perdemos, los derrotados seremos nosotros. —Hizo una pausa—. Ojalá Diodoro estuviera aquí.

Se hallaban entre dos fogatas. Detrás de ellos, los olbianos gritaban y vertían libaciones. Estaban descansados, y Menón, el amigo de su padre, canoso por la edad pero todavía más firme que un roble, les hizo cantar el himno a Ares.

Menón fue a su encuentro y los abrazó.

—Mañana haremos morder el polvo a Eumeles, que es lo que se merece ese bellaco —sentenció.

—Que Ares te proteja, Menón —dijo Melita—. Te has hecho mayor a su servicio y… ¡pocos de sus servidores llegan a viejos!

Menón miró en derredor.

—Tenía que venir —respondió—. No podía perderme esto. Mi último combate, sospecho… un crío me clavará una lanza en la garganta y maldeciré la oscuridad cuando caiga sobre mí. —Se dio unos golpes en el pecho—. Yo estuve en Issos con el Gran Rey. Esta será mi décima batalla en primera línea.

Las palabras de Menón conmovieron a Sátiro. Apoyó gentilmente una mano en su hombro.

—Que Heracles te proteja. Mereces algo mejor que morir en combate.

Menón se rio y regresó junto a sus hombres.

—Mejor una lanza en el cuello en plena tormenta de bronce que morir de cagalera siendo un viejo inútil, muchacho —vociferó.

En el extremo norte del campamento, el clan de Ataelo formaba una triste y silenciosa piña; al menos los que estaban despiertos. Mientras caminaban hacia allí, Sátiro se detuvo y miró hacia el mar iluminado por la luna. Se oían los ruidos de los carroñeros que daban cuenta de los cadáveres.

Sátiro se puso serio.

—En cuanto a Diodoro, tienes razón, y haces bien en recordármelo. —Meneó la cabeza—. Dejé que los transportes dieran caza a Eumeles por mar. Tuve que hacerlo, pero mil soldados profesionales de caballería igualarían las fuerzas en esta batalla.

Melita se vio obligada a sonreír a su hermano.

—Personas y espíritu —dijo—. Con o sin Diodoro, lo que vencerá mañana será el espíritu. De modo que hablemos con todos los hombres y mujeres, aunque nos quedemos sin dormir.

En la fogata de Ataelo, el caudillo sakje estaba despierto con su hijo al lado. El hombrecillo abrazó a Sátiro.

—Te ves por tu padre —dijo Ataelo, enigmáticamente.

Sátiro asintió.

—¿Me parezco a él? —preguntó.

—Por él —dijo Ataelo—. Tienes aspecto por él.

Melita presentó a su hermano a Tameax como su baqca, y a Thyrsis, y a todos los nómadas con quienes había vivido antes de intentar convertirse en reina.

Y mientras estaban reunidos en la loma, Urvara acudió con Eumenes de Olbia y mucha de su gente, todos provistos de antorchas. También se vinieron Nihmu y Coeno, y los olbianos Likeles y Licurgo. La vieja guardia, los que habían viajado a oriente con Kineas y Srayanka veinte años atrás.

Sorprendieron a Sátiro entonando una canción. Primero cantaron los sakje, que daban palmadas marcando el ritmo al cantar, y Melita se sumó a ellos, uniendo a la perfección su voz grave a las de los miembros de la tribu que la rodeaban. Cantaron sobre Srayanka y su caballo, y en cómo sus ojos tenían el azul de los ríos en los días soleados de invierno. Y luego cantaron sobre Samahe, y en cómo había criado a sus hijos, y a cuántos hombres había matado en combate, y en cómo había abatido a un leopardo de las nieves en las altas montañas del norte de Sogdiana. Y otra canción sobre cómo ella y Ataelo habían cazado una bestia monstruosa en oriente y vivido para contarlo.

Luego Coeno y Eumeles se levantaron y cantaron, y muchos de los jóvenes de Eumeles también participaron. Abraham apareció con Pantero y Demóstrate, Diocles, Neiron… docenas de marineros e infantes del campamento establecido en la playa. Conocían todas las canciones griegas. Sátiro dejó el sitio que ocupaba junto a su hermana y fue a plantarse al lado del arconte de Olbia. Entonaron un cántico de la Ilíada, y otro sobre Penélope, y un tercero sobre Atenea, la diosa guerrera, que los hombres atribuían a Hesíodo o tal vez al propio Homero. Cantaron bien, para ser hombres que no solían cantar juntos, y cuando terminaron, Ataelo se acercó a la luz de las llamas.

—A veces, un sakje se pierde —dijo. Tenía la voz tomada de tanto llorar y no intentó hablar en griego, de modo que Eumenes, que en tantas ocasiones había sido el intérprete de Ataelo, volvió a asumir esa tarea—. A veces, un jinete desaparece en la nieve, o durante una patrulla, y nunca encontramos su cuerpo. Así se perdió mi amada, aunque cayó ante los ojos de mil personas.

Caminó hasta Melita y la condujo hasta Sátiro.

—Nuestro espíritu vuelve a estar con nosotros —dijo. Señaló la espada que llevaba Sátiro—. Esa es la espada de Kineax, que ha regresado. Las historias de esta primavera vivirán para siempre. Vosotros, cada uno de vosotros, ahora estáis en las canciones. ¡Estáis en las canciones! —Asintió—. Samahe estuvo en las canciones desde su juventud. Si mañana perdemos, todas esas canciones caerán en el olvido. Si vencemos, ella vivirá para siempre.

Soltó las manos de los gemelos.

Y entonces los sakje hicieron correr el vino y bebieron.

—Mi padre no cuenta con salir vivo de la batalla —dijo Thyrsis a Melita.

Sátiro negó con la cabeza.

—He oído lo mismo demasiadas veces —respondió.

Sátiro se sentía como si no se hubiese acostado, pero había dormido en un camastro de paja, envuelto en dos gruesas mantas, y con Helios dándole masaje en los músculos del brazo.

—Nicéforo ha pedido otra negociación —informó Helios.

Melita había insistido en dormir con el pueblo de Ataelo, y Sátiro dudaba entre ir a buscarla en persona o mandar a alguien a hacerlo, pero eso era una estupidez. Se puso el quitón por la cabeza, arregló los pliegues y se abrochó la clámide.

—Botas, Helios. Seguramente, montaré. Pantero, ¿tus marineros servirían como pestalta[12]?

Pantero estaba bebiendo vino junto a la hoguera de Sátiro. Tenía una herida; todos las tenían. Pero sonrió:

—Sátiro, en estos diez últimos días he luchado más que en los últimos diez años, y ahora me pides que vuelva a combatir. Los armaré y defenderemos el campamento. Si nos envalentonamos, quizás hostilicemos un flanco. Piensa en cómo remaron para ti esos hombres ayer.

Sátiro asintió.

—Es verdad, y no ofenderé a los dioses pidiendo más. ¿Te apetece asistir a la negociación?

Pantero asintió.

—Sí. A lo mejor inclino la balanza.

Cruzaron el campamento con las primeras luces del día. Sátiro tenía los hombros entumecidos, pero el masaje le había ido bien.

—Helios, necesito un escudo nuevo.

—Estoy en ello, señor —contestó, Helios.

Melita se había levantado y estaba bebiendo vino. Sátiro nunca bebía vino tan temprano y se preocupó al ver que su hermana se bebía dos copas de vino sin aguar a modo de desayuno.

—¿Negociamos? —preguntó Sátiro, y Melita reunió a sus caudillos. Eumenes y Menón se unieron a ellos, y todos estrecharon la mano y abrazaron a Parshtaevalt y a Ataelo, a Coeno e incluso a Graethe.

—Como en los viejos tiempos —dijo Graethe.

—Falta Diodoro para que estemos todos —comentó Eumenes. De pronto parecía mayor, más alto, con un quitón blanco y una clámide del mismo color ribeteada de púrpura. Lucía una corona dorada de hojas de roble.

—Vas mejor vestido que yo —señaló Sátiro, y sonrió porque, cuando eres rey, los hombres confunden el humor con la agresión.

Eumenes sonrió a su vez, siendo de nuevo el joven con quien se había criado.

—Sabía que estaría en augusta compañía —dijo.

Vertieron una libación con una copa vieja que tenía Eumenes.

—Esta copa era de Kineas —explicó—. Cada vez que íbamos a luchar, derramábamos vino con esta copa y todos bebíamos de ella. Por todos los dioses —dijo, y uno tras otro bebieron.

Cuando le tocó el turno a Sátiro, vio que era una simple copa de arcilla como las de los soldados, pero la apuró, y en el fondo vio el nombre de su padre en letras de oro, y le asomaron lágrimas a los ojos.

Miró a su alrededor. Alargó el brazo y tomó a su hermana de la mano.

—Este era el sueño de mi padre —dijo—, y el de mi madre. Un reino en el Tanais, donde hombres y mujeres libres pudieran vivir sin miedo. Upazan y Eumeles decidieron destrozar ese sueño.

Melita tomó la palabra, como si hubiesen planeado juntos el discurso.

—Hoy pondremos fin a sus quince años de maldad —dijo—. Muchos de vosotros ya lleváis varios días combatiendo. Esto se va acabar. Y cuando miremos el kurgan que se alza junto al río, recordaremos a Kineas y a Srayanka como los fundadores, no como los derrotados.

Pantero tomó la palabra.

—¿Aceptaríais algún término de las negociaciones? —preguntó—. Como hijo de Rodas, soy lo más parecido a una parte neutral.

Sátiro y Melita se miraron.

—Veamos qué tienen que decirnos —dijo Sátiro, pero él y su hermana se transmitieron un mensaje bien distinto.

—Ratificaríamos vuestro reino —dijo Eumeles, en un tono razonable. A sus espaldas tenía a Upazan, a Nicéforo, a su consejero Idomeneo y a una docena de oficiales sármatas y griegos—. Recuperaréis todo el reino que poseía vuestra madre, y reconoceríamos a tu hermana como reina de los asagatje en el mar de hierba. Y mi amigo Upazan regresará a su tierra, conservando solo el altiplano que media entre el Tanais y el Rha.

Melita observaba a Eumeles tal como un labriego vigila a una serpiente mientras repara una cerca. El labriego sabe que, si se acerca demasiado, la serpiente lo morderá, pero que a cierta distancia la serpiente es meramente… fascinante. Miró a su hermano, él la miró y se transmitieron un pensamiento como si lo hubiesen pronunciado en voz alta.

Y Sátiro cedió la palabra a su hermana.

Melita dio un paso al frente. Eumeles hizo una reverencia; Eumeles, que había asesinado a su madre. Se permitió mirarlo de frente y, mentalmente, dejó que el Olor de la Muerte disolviera el semblante de Melita, de modo que su cara pasó a ser una máscara, y la máscara fue su rostro ante el mundo.

—No —dijo en voz baja. Habló con serenidad, más como una madre tranquilizando a un bebé que con la voz de la fatalidad—. No —repitió otra vez, aún en voz baja, de modo que Upazan se inclinó hacia delante para escuchar.

Eumeles se encogió de hombros.

—Dinos lo que quieres —propuso.

—Tu cabeza en mi lanza —contestó Melita, y lo miró de pleno a los ojos para que viera el odio, para que lo percibiera a través del aire que los separaba y le llegara al espinazo.

Y así fue.

—Nada de paz, asesino de mi madre. Nada de paz, asesino de mi padre. Sois hombres muertos. Largaos de aquí y morid.

Incluso Upazan se encogió.

—Tendremos paz cuando Upazan y Eumeles yazcan muertos en su propia sangre y se pudran —prosiguió Melita, con la misma calma—. Si el resto de vosotros nos los queréis entregar, que así sea. Firmaremos la paz. De lo contrario —sonrió por primera vez—, pongámonos manos a la obra.

—Estás loca —dijo Eumeles. Dio un paso atrás. A Sátiro le temblaban los labios.

—Adiós, Eumeles —dijo Sátiro en voz baja.

—¡Estáis locos! —dijo Eumeles de nuevo, levantando la voz.

Upazan negó con la cabeza.

—Eres un idiota, y lamento tener a un idiota como aliado. Pero soy fuerte. —Se volvió hacia Melita—. No te será fácil encontrarme. Y si vuelvo a tenerte debajo de mi lanza, serás tú quien alimente a los cuervos. —Sus ojos eran astutos, y era un hombre alto, fuerte y audaz—. Podríamos firmar la paz. Maté a Kineas de un flechazo en justa lid, no apuñalándolo por la espalda durante una negociación.

Miró a Eumeles con desdén. Luego miró a Nicéforo y el comandante griego le sostuvo la mirada.

La voz de Melita no vaciló.

—¿Cuántas veces tendré que deciros que no? —preguntó.

—De acuerdo —dijo Upazan, irguiéndose.

Nicéforo habló por primera vez.

—Entonces habrá que combatir.

Eumeles recobró la dignidad.

—No esperes clemencia —dijo.

Y así concluyeron las negociaciones.

Sátiro y Melita organizaron sus ejércitos en el mismo orden en que habían acampado. Eumenes se quedó en la izquierda, enfrentado a Nicéforo, con toda la infantería, incluidos los infantes macedonios. Sátiro se situó en el centro con Melita y los mejores caballeros sakje, en perfecta formación, frente al estandarte de Eumeles y la aristocracia de Pantecapea y de todas las ciudades del Euxino excepto Olbia, flanqueados por miles de guerreros de Upazan. Pero Upazan se hallaba frente a Urvara, Parshtaevalt y Ataelo a la derecha, junto a la playa y los restos del campamento fortificado, ahora lleno de marineros provistos de jabalinas y con el ánimo suficiente para irritar a los jinetes de Upazan cuando intentaran avanzar.

Ambos bandos estaban cansados, y ninguno formó rápidamente. Los hombres de Nicéforo se desplazaron hacia la derecha y luego de nuevo hacia la izquierda, y la falange de Olbia los imitó, moviéndose hacia el este y el oeste a lo largo de la ribera.

—¿Debería preocuparnos tener el río a nuestra espalda? —preguntó Melita a su hermano.

—Sí —contestó Sátiro, y le sonrió—. Has conseguido que Eumeles se cagara de miedo.

Melita asintió.

—He estado en algunos lugares oscuros. —Volvió a atarse el fajín de la cintura por enésima vez—. Pero me alegra que me enseñaran algunas cosas útiles.

—A mí también —dijo Sátiro asintiendo a su vez. Le cogió la mano, se la levantó y vociferó a los hombres y mujeres que los rodeaban—: Si caigo, nombro heredero a Kineas, hijo de Melita.

Nadie lo aclamó, pero el pueblo asintió. Era bueno saber que habría continuidad. Un hombre que lo viera caer quizá seguiría luchando si pensaba que la muerte de Sátiro no significaba la derrota.

—¿No vamos a dar un discurso? —preguntó Melita.

—Si tardan más en formar, no entablaremos combate hasta mañana —contestó Sátiro. Buscó a Coeno y resultó que lo tenía justo detrás. Ninguno de sus compañeros, Helios, Abraham, Neiron y Diocles, eran jinetes. Pero Sátiro lucharía a caballo en medio de los aristócratas de Olbia porque allí era donde debía estar el rey. Melita contaba con toda su guardia para respaldarlos, así como con Sátiro y Coeno.

Coeno se adelantó a lomos de su enorme yegua.

—¿Debería pronunciar un discurso? —preguntó Sátiro.

Coeno señaló hacia donde Upazan estaba intentando que su flanco rechazara el ataque para no perder más hombres por las jabalinas y las flechas que lanzaban los marineros. Mientras Sátiro lo observaba, vio que el cretense Idomeneo se ponía de pie sobre la empalizada del campamento y derribaba de la silla a un caballero de Upazan desde una distancia de doscientos pasos. Toda la línea sármata se movió.

Sátiro se volvió hacia Melita.

—¿Tú o yo?

Melita dio un toque al costado de Grifón.

—Tú habla. Yo saludaré.

Recorrieron la línea de frente de una punta a la otra. En el extremo oriental estaban los granjeros, casi trescientos, frente a los pocos peltastai de Nicéforo y el campo abierto de detrás. Estaban impacientes. Se pusieron a vitorear. Sátiro levantó su espada y Melita se quitó el yelmo y sacudió la melena para que ondeara al viento, y siguieron cabalgando.

Después de los granjeros estaban los hoplitas de Olbia y el taxeis de veteranos de Draco. Los olbianos gritaron con bastante entusiasmo, y los macedonios fueron más comedidos, resignados a otro día de combate por unos extranjeros. Sátiro se detuvo delante de Amintas.

—¡Macedonios! —dijo Sátiro—. ¡Si hoy triunfamos, mañana cada uno de vosotros será un granjero del Euxino!

Eso sí que suscitó una aclamación, y Sátiro y Melita siguieron adelante, pasando ante el centro de su formación. Allí, Sátiro saludó con la mano.

—¿Recordáis a mi padre? —gritó a los olbianos, y su respuesta fue un rugido—. ¡Decid Kineas! —y rugieron el nombre, y Sátiro ya se alejaba de ellos con Melita pisándole los talones, cabalgando por delante de los sakje. Sátiro frenó, pero fue Melita quien habló. Hizo corvetear a Grifón y señaló a su hermano.

—Os prometí a Eumenes, y aquí lo tenemos. Os prometí a Sátiro, y aquí lo tenemos. Os prometí una última batalla, y aquí la tenemos. ¡Vengad a mi madre! ¡Vengad a mi padre! ¡Hoy!

Y la vitorearon; aquellos hombres y mujeres llevaban siete días luchando, pero la vitorearon.

—Tiene que venir o está acabado —dijo Sátiro, señalando el yelmo dorado de Upazan—. Los marineros le están haciendo daño. O carga o se marcha.

Hincó los talones en su caballo y cabalgó hacia el campamento, donde Abraham estaba de pie encima de la empalizada con Demóstrate, Pantero y Diocles. Sátiro frenó debajo de la empalizada.

—Haced lo que podáis —dijo—. Los arqueros están ayudando mucho.

Pantero asintió.

—Haremos cuanto podamos —respondió.

Abraham llevaba puesta la armadura y un escudo en el brazo.

—Tengo doscientos infantes —dijo—. Si puedo, arremeteremos por su flanco. Ahora mismo, cubrimos a los arqueros.

Sátiro les hizo el saludo militar y Melita envió un beso a Abraham, que se puso rojo como un tomate, y los hombres se burlaron de él. Y entonces vieron que la línea de combate de Upazan iniciaba el avance.

—¡Volvamos a nuestro sitio! —gritó Melita, y galoparon como el viento. Sátiro montaba un caballo nuevo porque el suyo estaba hecho polvo, pero Grifón seguía estando tan fuerte como un buey, y Melita se quedó con él. Tenía cuarenta flechas. Aflojó la correa de la vaina de su akinakes y vio que su hermano comprobaba sus armas.

—Hace mucho que no combato a caballo —dijo Sátiro.

Y entonces Eumeles levantó el brazo a un estadio de allí, y todo el frente enemigo avanzó.

Sátiro miró al cielo.

—Ya es tarde —dijo. Desenvainó su espada, la espada de Kineas, y el mero hecho de verla hizo que los olbianos gritaran.

—¡Niqué! —respondió Sátiro a voz en cuello.

El trompetero de Eumenes dio la llamada, y comenzó el avance.

Sátiro se puso al trote con la primera línea, resuelto a obedecer como un soldado de caballería más. Vio el rostro serio de Melita, con los ojos clavados en Eumeles.

Igual que los suyos.

Se desvió para cubrirle el flanco y vio que Scopasis, el jefe de su escolta, hacía lo mismo por el otro lado.

Estaban a diez largos de caballo del enemigo y eran una oleada de jinetes, con las bocas abiertas, los corceles tan aterrados como los hombres. Eumeles iba varias filas por detrás, no en la línea de frente.

Ambos bandos dispararon sus arcos, pero los arcos sakje estaban secos y eran recios, y las flechas sármatas cosecharon la mitad de almas que las de los sakje.

Sátiro notó un golpe cuando una flecha le dio en el pecho y lo dejó sin aliento. Intentó levantar el brazo pero algo le golpeó la cabeza, amenazando con derribarlo de la silla. Cuando su caballo rompió la primera línea de jinetes enemigos, él todavía se esforzaba en respirar pero se las arregló para levantar la espada y parar el mandoble de un hombre con el que se cruzó.

Coeno estaba con él, y su brazo se movía tan deprisa como la zarpa de un gato enojado. Un caballero sármata cayó, y el estrépito de su armadura se oyó pese al fragor de la batalla, y acto seguido el aire se llenó de polvo.

Sátiro finalmente logró insuflar un poco de aire en sus pulmones y el daño casi le hizo vomitar, luego se llevó la mano de la rienda al vientre, bajó la vista y…

Tenía la punta de la flecha clavada en el diafragma. Tiró de ella. Las lengüetas le desgarraron la carne y la saeta se enganchó en el forro de cuero del thorax. El dolor y el miedo crecientes le fortalecieron el brazo hasta que logró arrancarla, y la sangre manó, pero podía respirar y no había muerto.

Tiró la flecha al suelo. Estaba en medio de la batalla. Apretó las rodillas contra su montura, tiró de las riendas y un caballero sármata le hizo un tajo con la punta de la espada. Sátiro arremetió contra él y lo derribó de la silla de un mandoblazo; la hoja de la espada penetró fácilmente en el cuero de su coraza. Ya se había adentrado bastante en la formación enemiga, cosa que tampoco era culpa suya, pero los hombres que tenía alrededor no parecían demasiado interesados en luchar contra él. Abatió a otros dos, cabalgando sin dejar de blandir la espada, y vio el penacho azul de Coeno. Se inclinó y su caballo obedeció al cambio de postura, girando bruscamente. Paró un golpe y se acercó a Coeno.

Y allí estaba Melita. La vio derribar a un hombre de un flechazo. Melita usaba el arco como otro guerrero usaría una lanza: de cerca. Mientras la observaba, Melita puso una flecha casi contra el pecho de un hombre y soltó la cuerda sin dejar de avanzar, y el soldado enemigo salió despedido hacia atrás, cayendo por encima de la cola de su caballo.

Y entonces vio a Eumeles. Aprovechando su estatura, Eumeles luchaba con una maza, un arma de mango largo con la cabeza de oro macizo. Aunque tuviera otros defectos, aquel hombre no era un cobarde.

Si Sátiro hubiese tenido una jabalina, podría haberlo matado fácilmente, pero nada que mereciera la pena se hacía con facilidad.

Sátiro hizo avanzar a su caballo prestado y embistió al de Eumeles por el flanco, de modo que el otro caballo dio un traspié; un magnífico corcel blanco, seguramente niceno.

Eumeles se volvió y blandió la maza, asestando un golpe tremendo al caballo de Sátiro en la cabeza, y entonces se miraron a los ojos.

—Ahora es cuando se decide la batalla —dijo Eumeles.

El caballo de Sátiro estaba herido; corcoveó, se alzó sobre los cuartos traseros y dio una sacudida. Sátiro hizo un esfuerzo para que no lo tirara de la silla y Eumeles lo golpeó con la maza, aplastándole la mano izquierda contra las riendas.

Sátiro espoleó al caballo sin resultado. Asestó un mandoble a Eumeles, pero Eumeles no solo era más alto sino que tenía un caballo mejor y se las arregló para quedar fuera de su alcance. Le dio otro mazazo pero Sátiro consiguió no perder la espada.

—Te mataré, y el resto será pan comido —dijo Eumeles.

Sátiro no lograba dominar a su montura, y Coeno estaba enzarzado en un combate de espada contra espada. Sátiro tuvo la impresión de oír a Safo: «¡Eumeles podría decir lo mismo de tu madre! ¡La mató porque lo temía!»

El caballo de Sátiro se estremecía. El mazazo lo había herido y le salía sangre por una oreja.

—Mátame, y aún así perderás la batalla. —Sátiro tuvo que gritar, pero Eumeles lo oyó—. Y también perderás tu reino. Eres un idiota, Eumeles.

Eumeles se puso rojo de ira. Ser más listo e inteligente que los demás hombres era la medida de su valía. La palabra «idiota» surtió efecto. Fue como si encajara un golpe.

Sátiro se lo dio como si lo hubiese preparado adrede. Por un momento, los dioses le dieron el control sobre su caballo. Le golpeó los costados como un niño al montar por primera vez y la bestia dio un salto hacia delante, chocando de frente contra el enorme corcel niceno. Sátiro soltó las riendas y empujó el hombro de Eumeles con la mano izquierda mientras él se echaba para atrás para arrearle el mazazo final; el más simple de los movimientos del pancracio. Acto seguido estampó la empuñadura de la espada de su padre en la cara abierta del yelmo de Eumeles.

El caballo de Sátiro trastabilló, pero él se las arregló para abrir un tajo en el muslo del tirano por debajo de su guardamano, luego agarró a Eumeles y lo tiró de la silla mientras su propio caballo se desplomaba. El tirano gritó, con los dientes delanteros rotos, y rodó por el suelo para alejarse. Sátiro lo agarró de un tobillo y Eumeles le dio una patada en la cabeza con la pierna libre. Sátiro cayó al suelo pero dio un mandoble por encima de la cabeza, empuñando la espada con la mano derecha, que rebotó contra el peto de Eumeles. Eumeles desenvainó la espada y dio otra patada a Sátiro. Sátiro rodó por el suelo y paró el golpe. Aferró sus piernas en torno al torso de Eumeles y se sentó encima de él. El costado le dolía lo indecible, pero hundió la punta de su espada en la axila de Eumeles y…

Una flecha atravesó el cuello de Eumeles. Sátiro levantó la vista y vio a Melita agachada para coger otra flecha.

—¡Ya es nuestro! —gritó Melita—. ¡Ha llegado nuestra hora!

Sátiro se quedó quieto un momento, mirando los ojos vacíos de su enemigo. Allí, verdaderamente, no había nada.

—Necesitas un caballo —dijo Coeno.

Sátiro se obligó a ponerse de pie. El vientre le palpitaba. Coeno tenía el niceno del tirano. Parecía más alto que una montaña.

«Tengo que intentarlo enseguida», pensó Sátiro. «Luego no seré capaz.»

Se apoyó en un aspis para darse impulso y saltó a la silla pese a la fatiga, el vientre dolorido, el brazo herido y todo lo demás. Alcanzó el lomo del caballo con la rodilla derecha y se quedó aferrado un momento que se eternizó, supuso que dando un pobre espectáculo, tratándose de un rey, pero al cabo sus rodillas sujetaban los costados del corcel y tenía las riendas en las manos. Se quitó el yelmo y respiró a bocanadas. Nadie lo miraba salvo Coeno, que parecía preocupado, y Sátiro se las arregló para sonreír.

Miró a su alrededor. El centro de la formación de Eumeles se retiraba tras verlo morir. Los sármatas habían tenido suficiente y se vinieron abajo, y los olbianos y los mejores caballeros sakje fueron a por ellos, destrozando su formación y hostigando a los supervivientes. Sátiro dejó que se marcharan, frenando en medio de la polvareda para comprobar el estado de su herida. Se sentía débil, pero estaba vivo.

La sangre del vientre le manaba hasta la entrepierna, pero cada vez menos. Salvo que la punta estuviera envenenada…

La idea lo asustó.

Coeno se detuvo a su lado.

—¿Es grave, mi rey?

Sátiro no tuvo más remedio que sonreír.

—¡Nunca habías llamado rey a nadie, viejo!

Coeno señaló hacia detrás de ellos.

—Eumeles ha muerto. Tú eres el rey. Mi deber es sacarte del campo de batalla.

Sátiro negó con la cabeza.

—Ningún rey digno de ser respetado abandonaría el campo de batalla hasta haber vencido. Upazan sigue en el campo —dijo— y Nicéforo también. Busca a ese trompetero y reagrupa a los olbianos para que vuelvan a formar. Alguien necesitará ayuda, y apuesto a que será Ataelo.

Coeno encontró al hipereta y las llamadas resonaron por encima del estruendo de la huida en desbandada.

Melita oyó las llamadas y aflojó el paso de Grifón. Ella estaba ilesa, y el caballo conservaba la misma energía que cuando lo había montado por la mañana. Le dio unas palmadas en el cuello y buscó a Scopasis, que la seguía de cerca.

Detrás de él iban Laen, Agreint, Bareint y el resto de sus caballeros. Al parecer no faltaba nadie.

Excepto su hermano.

—¿Dónde está mi hermano? —preguntó.

Scopasis negó con la cabeza. Su yelmo tracio le cubría el rostro, convirtiéndolo en un siniestro monstruo con la cabeza de bronce.

—He visto que volvía a montar —contestó—. Coeno le ha dado el caballo de Eumeles. —Se encogió de hombros—. Tú cabalgas. Yo te sigo.

El sindi levantó un hacha.

—¡Los hemos vencido! —gritó.

Melita deseó tener un trompetero propio. El hipereta olbiano repitió la llamada desde un estadio detrás de ella, pero la mitad del cuerpo central estaba con Melita, y el resto más adentrado en el campo.

—Deberíamos ir hacia la izquierda —dijo.

Nadie la cuestionó. De modo que hicieron girar a sus caballos hacia el este, haciendo caso omiso de la llamada de la trompeta. Los hombres acudían a formar con ella. Muchos eran sakje, como Parshtaevalt, que se situó a su lado en cuanto hubieron virado.

—¡Señora! —llamó Parshtaevalt.

—¡Parshtaevalt! —respondió Melita—. ¡Necesito saber qué está ocurriendo en la izquierda!

Tomó prestado al trompetero y entre los dos reunieron a buena parte del centro y lo hicieron girar a la izquierda. Les llevó tiempo, y Melita oía el fragor de la batalla, una lucha encarnizada, oculta en la polvareda que impedía ver el frente oriental.

Kairax fue a ver qué sucedía y cuando regresó ya había trescientos caballeros en formación, todos de cara al este, con el sol poniente en la espalda.

—Los griegos luchan de frente, lanza contra lanza y hombre contra hombre —dijo Kairax—. Nadie cede terreno. Los granjeros repelen el ataque, pero no acometerán contra el flanco de la falange. Y tampoco es de extrañar.

Melita respiró profundamente. Con una orden suya, tiraría el dado por última vez. ¿Lograrían vencer a Nicéforo sus trescientos caballeros?

La víspera no lo habían conseguido.

Avanzó al paso y dio media vuelta al caballo para quedar de cara a los caballeros sakje.

—Atacaremos la retaguardia de la falange —dijo Melita—. No debe haber el menor titubeo. Ninguna advertencia. No tendremos una segunda oportunidad ni el apoyo de los arqueros. ¿Estáis listos?

Los hombres, en su mayoría, asintieron, sacudiendo los penachos de sus yelmos, que parecieron un rizado mar de plumas.

—Hagámoslo —dijo Parshtaevalt.

Sátiro sintió que el dolor del vientre se le extendía a los miembros y volvió a preguntarse si estaba envenenado o si era la cobardía la que le bajaba hasta las ingles en forma de dolor. Mientras la caballería olbiana se reagrupaba despacio, pues no eran los hombres de su padre por más que reclamaran ese título, tuvo tiempo de pensar en su herida y en la buena voluntad de Coeno para sacarlo del campo de batalla, para que se tendiera en una tienda a la espera de novedades.

La batalla estaba ganada. Nada quedaba por lo que luchar, salvo la propia reputación.

¿Y si estaba envenenado?

Sátiro montaba el caballo de su enemigo muerto, rodeado de cadáveres. «Si la flecha tenía veneno», pensó, «ahora corre por mis venas y estas son mis últimas horas».

Levantó la cabeza y enderezó la espalda. Era un hijo de Heracles y el hijo de Kineas, y no iba a retirarse para morir envenenado en una tienda.

Cuando los olbianos se hubieron reagrupado, los hizo formar en romboide, formación que conocían bien, y los dirigió hacia el oeste, hacia el sol poniente, avanzando lentamente, en busca de otro enemigo.

Al cabo de un estadio, encontraron uno.

Upazan no había derrotado a Ataelo, pero lo superaba en número y tenía flechas, y solo la cólera de Ataelo y diez años de amarga resistencia mantenían alto el ánimo de sus jinetes. Luchaban como demonios, como hombres muertos. Y cuando se veían acorralados contra el río y no podían huir, morían.

Sátiro no vio caer a Ataelo. Upazan lo derribó con un hacha, por detrás, mientras el menudo caudillo sakje lanzaba una flecha al tanista de Upazan en el remolino de la melé.

Sátiro no vio morir a Graethe. El Señor de los Lobos cayó cubierto de heridas y los hombres de su clan rodearon su cuerpo y murieron con él.

Tampoco vio morir a Urvara, prácticamente la última guerrera que resistía mientras su estandarte atraía a los enemigos, resueltos a cabalgar por el flanco para cambiar las tornas de la batalla. A ella también la mató el filo del hacha de Upazan; estaba demasiado cansada para parar un golpe más.

Sin embargo, los guerreros no se desmoronaron. Algunos de sus caballos estaban dentro del río con el agua hasta los corvejones, pero siguieron luchando, desesperados, a menudo sin una sola flecha en el carcaj, espada contra espada, hacha contra hacha.

Sátiro oyó los gritos de los griegos antes de dar la orden de cargar, y supo que Abraham encabezaba un ataque contra el flanco de Upazan con cuantos le hubiesen seguido desde el campamento. Su acción sin duda influiría en el resultado.

Sátiro se había situado en la punta del romboide. Sonrió pese al daño que le hacía el vientre. Oía el fragor de la batalla y supo que quienes gritaban eran sármatas, y no necesitó una avanzada para saber dónde había que seguir combatiendo.

Levantó la espada.

—¡Adelante!

Los olbianos gritaron el nombre de su padre y cargaron, y en un abrir y cerrar de ojos estuvieron combatiendo contra los hombres de Upazan.

Sátiro daba un mandoble tras otro, ni débil ni endiosado, sino como el guerrero que le habían enseñado a ser, y la espada de su padre destellaba como el fuego reflejando la luz roja del sol, y de vez en cuando recibía un golpe en el yelmo, pero siguió luchando, buscando el yelmo dorado de Upazan. Ahora aquel era su objetivo.

Le faltaban hombres. Lo notaba. Tan solo con unos cientos más los sármatas habrían cedido a su impacto, pero los olbianos eran demasiado lentos y demasiado pocos, y aunque la cuña penetraba cada vez más en las huestes de los sármatas, estos no se daban por vencidos.

Ahora oía a Abraham y a Pantero. Estaban a menos de un estadio, prácticamente rodeados, y su carga también había perdido ímpetu, viéndose obligados a retroceder hacia el campamento.

Sátiro veía la batalla en su conjunto como si la estuviera sobrevolando; interpretaba los sonidos, los gritos, los chillidos. El flanco de Ataelo no resistiría mucho más. Upazan quizá venciera allí, pero no se alzaría con la victoria.

Hombres cansados blandían pesadamente sus armas contra hombres igualmente cansados. Los olbianos iban mejor armados y estaban más descansados.

Aunque con eso no bastaba. Pero, por el momento, mejor eso que nada, y los olbianos dieron muestras de crecerse, tal vez por el mero hecho de ser ciudadanos de Olbia que antaño fueron hombres de Kineas. Avanzaban con brío, aun cuando tendrían que haberse detenido.

Sátiro abatió a un hombre que portaba un estandarte con una cola de lobo, y rezó para que fuese del bando de Upazan. Tenía el brazo de la espada ensangrentado hasta el codo, y el hombro debilitado; los músculos le ardían por el esfuerzo de un millar de mandobles asestados por encima de la cabeza, y apenas lograba dominar a su caballo capturado.

Pero sentía la presencia de Heracles a su lado.

«Voy a morir bien», pensó.

Paró un golpe, alcanzando la pesada hacha en el mango, de modo que su espada se deslizó por este y el filo del adversario le abrió un tajo superficial en el hombro. Levantó la mano de la brida hasta el mango del hacha, con intención de asestar un mandoble a la empuñadura, pero de pronto se encontró con la muñeca inmovilizada por el hombre del hacha.

Upazan.

Se miraron a los ojos mientras ambos trataban de dar el golpe mortal; brazo contra brazo, mano contra mano.

Upazan se irguió sobre su caballo, intentando servirse de su inmensa fuerza para derribar a Sátiro.

A lo lejos, Sátiro oyó el canto de unos griegos, y se preguntó qué significaba. Luego volvió a concentrarse en Upazan. Forcejeó con él, y sus caballos se movían con ellos, y de pronto los brazos de Sátiro comenzaron a debilitar la sujeción de Upazan. Upazan redobló sus esfuerzos y dio un grito tremendo al abalanzarse contra Sátiro.

Sátiro resistió y se lo quitó de encima.

Perdió la mano de Upazan, pues sus caballos se estaban separando, y le dio un golpe rápido con la espada. Lo alcanzó, hundiéndola profundamente en el brazo izquierdo de Upazan al tiempo que este le hincaba una daga con la izquierda, que le cortó en el brazo, y Sátiro soltó la espada egipcia, que quedó colgando de la cadena que la sujetaba a su muñeca.

El caballo de Sátiro retrocedió y recibió un golpe en el costado, pero Coeno estaba allí. Golpeó dos veces a Upazan; dos mandoblazos contra el yelmo que sacudieron al corpulento enemigo en la silla. Y acto seguido, como si hubiese practicado el movimiento toda su vida, Coeno asestó un revés a un sármata, aprovechando el rebote contra el yelmo de Upazan para imprimir más velocidad a su golpe hacia atrás, y perdió la espada en la cabeza del sármata; había penetrado en el yelmo y no la pudo arrancar.

Sátiro desabrochó la cadena de su muñeca derecha y empuñó la espada con la mano izquierda. Hizo retroceder a su caballo; el niceno capturado respondió de maravilla, girando sobre las patas delanteras. Con cierta torpeza, Sátiro paró un golpe, salvando a Coeno de que le clavaran una lanza en el costado.

Estaba oscureciendo. Siguió luchando, resuelto a salvar a Coeno, que siempre había estado a su lado y tanto había hecho por ganar aquel reino.

Coeno cogió la lanza de las manos flácidas del muerto; los combatientes estaban tan apretujados en torno a Sátiro y Upazan que los muertos no podían caer al suelo, y la presión de los caballos podía romper la rodilla a un hombre.

Upazan se estaba recuperando. Agarraba el hacha por la mitad del mango, con una sola mano. Asestó un golpe flojo a un Olbiano, que cayó hacia atrás sobre la grupa de su caballo sin llegar a caer al suelo.

Dio un hachazo a Sátiro, pero Sátiro lo paró.

El ruido de la melé había cambiado. Los caballos se estaban moviendo y de pronto Upazan se alejaba, pero Sátiro, herido y con el brazo de la espada inutilizado, lo siguió, golpeando casi a ciegas a los sármatas, que estaban tan agotados como él.

—¡Upazan!

Sátiro se detuvo y dejó caer la espada a un lado.

—¡Upazan!

Ahora los sármatas flaqueaban. Algo había ocurrido y Sátiro reconoció aquella voz.

—¡Upazan! —gritó León el Númida al atravesar un círculo de sármatas, siendo el único combatiente que portaba un gran escudo redondo de cuero de buey, con la punta de su lanza reflejando el sol rojo y su barba blanca.

—¡Tú! —gruñó Upazan al reconocerlo. Hizo girar al caballo para enfrentarse a su némesis y agarró el hacha por la punta del mango.

—¿Te acuerdas de Mosva? —dijo León.

Upazan alzó el hacha y se echó para atrás para darle impulso.

León se acercó e hincó la punta de su lanza en el rostro de Upazan hasta atravesarle el yelmo. La sangre manó a chorros.

—¡Esta lanza era de ella! —gritó León, pero Upazan ya estaba muerto.

Y en torno a ellos, los Exiliados cabalgaron entre los sármatas como la guadaña de un granjero sindi entre el trigo en los últimos días del verano.

Sátiro permaneció sentado en el caballo, contemplando el final de la batalla, mientras los sármatas huían o morían.

Vio a Diodoro abrazarse a Coeno y al caballo de León pisoteando el cuerpo destrozado de Upazan sobre la tierra endurecida.

Tuvo la impresión de que todo aquello sucedía muy lejos.

Al cabo de un rato, se dio cuenta de que estaba oyendo los vítores de los hombres. Allí estaba Crax, señalándolo, y allí estaba nada más y nada menos que Abraham, sosteniendo su espada en alto como Aquiles. Y Diodoro, haciendo girar a su caballo empinado.

Y Melita, que lloraba y sonreía al mismo tiempo.

Sátiro también lloraba.

Pero no había muerto. Y ella tampoco.

Enderezó la espalda.

Y, poco a poco, con toda la fuerza de voluntad que fue capaz de reunir, levantó la espada de su padre por encima de su cabeza, de modo que recibiera la luz del sol poniente, y entonces el sonido llegó a sus oídos como un golpe de gracia; de pronto los vítores fueron como una canción, y la canción estaba dedicada a ellos. Sonaba por doquier, incesante.