13

Lemnos, Lesbos, una noche en Metimna con cordero fresco, y rumbo sur hasta Quíos, dejar Samos para pasar un día de febril actividad comercial en Mileto mientras el brazo le palpitaba como si la herida fuese reciente, y luego navegar a sotavento de las Espórades hasta Rodas. El viento no siempre era favorable, pero estaban en las zonas más resguardadas del mar, y cada noche hallaron buenos fondeos en una ciudad.

Sátiro necesitaba una ciudad cada noche. Tenía el brazo tan mal que comenzó a preguntarse si tendrían que volver a rompérselo para recomponerlo, y además tenía fiebre, cosa que parecía imposible que se debiera a una herida tan vieja. En Mileto, fue al antiguo templo de Apolo y ofreció un sacrificio, y solo la fuerza de voluntad los mantuvo en el mar tras pasar por el santuario de Asclepio en Cos.

Bizancio le había dejado otras cicatrices, y Sátiro no podía descansar ni dormir sin que su mente divagara entre sus distintas opciones, los caminos de su propia elección y los que le venían impuestos. Era consciente de que se estaba volviendo huraño. Lamentaba la ausencia de Terón e incluso la de Diocles. Neiron era mayor, prudente, estaba orgulloso de su nuevo rango y resuelto a no perderlo. Mientras que Diocles habría censurado sus comentarios mordaces, Neiron los soportaba con una paciencia que solo servía para que Sátiro se enojara más.

La bocana del puerto de Rodas enmarcaba la proa cuando perdió los estribos.

—¡Remos! Atención, todas las cubiertas.

El maestro remero era el sustituto de Neiron. Su voz no transmitía autoridad y su sentido del tiempo dejaba mucho que desear. Era remero de primera, y había ocupado el banco de palada en dos trirremes, pero sin embargo no estaba preparado para dar el paso siguiente. Sátiro lo sentía por él; era un buen hombre, además de leal. Se llamaba Meso y era tirio, igual que Diocles, aunque mayor y más canoso.

—Ese hombre carece de autoridad —dijo Sátiro.

Neiron solo tenía ojos para el avistamiento y la bocana del puerto.

—Te estoy hablando —le espetó Sátiro.

Neiron no apartó los ojos del frente.

—Perdona, señor. Estoy pendiente de la maniobra.

Aquello picó a Sátiro. Sintiéndose idiota, dolido, enojado, descentrado y tonto, se sentó en el banco del timonel a observar cómo aumentaba de tamaño el templo de Poseidón.

—¡Todas las bancadas! ¡Remos… dentro! —gritó Meso. Su ritmo no fue mejor que en otros puertos, y los remos de estribor entraron con retraso, haciendo que el barco virara un poco, movimiento que Neiron tuvo que compensar.

Meso agachó la cabeza. Se puso colorado y miró a todas partes salvo hacia popa.

El Loto estaba costeando, perdiendo arrancada contra el agua pero todavía avanzaba bastante deprisa, y la playa que se abría bajo el templo de Poseidón estaba atestada.

—Vamos demasiado deprisa —dijo Sátiro.

Neiron observaba la playa.

A Sátiro le constaba que estaba enojado, que no se hallaba en plena forma mental para tomar decisiones, pero ahora también era un trierarca experimentado y sabía cuándo el Loto iba demasiado deprisa.

—¡Cambiad de bancada! —gritó. Corrió hacia proa sin importarle que el brazo le doliera—. ¡Cambiad de bancada!

Meso reculó hasta el mástil, claramente inseguro sobre qué hacer a continuación.

Sátiro no le hizo el menor caso. Bajó la vista hacia los thranitai, los remeros de la cubierta superior, y el remo de palada asintió.

—¡A bogar, todos! —gritó Sátiro. Los remos ascendieron cogiendo impulso y las palas batieron el agua—. Atento a tu timón, Neiron. Atracaremos entre los dos barcos de guerra.

Neiron torció el gesto pero obedeció. Aún estaba colorado cuando Sátiro regresó a la popa.

—Tenía intención de fondear en otro sitio —dijo Neiron con cuidado—. Entre los mercantes.

Sátiro se percató de que Neiron había divisado un fondeadero, un fondeadero distante que requería más impulso.

Neiron prosiguió:

—No sabía que tuviéramos derecho a situarnos entre sus barcos de guerra. —Estaba enojado, pero su enojo solo se manifestaba en su esmerada pronunciación del griego.

Sátiro le agarró el brazo.

—Mis disculpas, timonel. Ahora lo veo.

Neiron se encogió de hombros.

—No importa —dijo.

—Me siento idiota. Me disculparé en presencia de todos los hombres, si quieres —insistió Sátiro, sintiéndose abatido.

—He dicho que no importa.

Neiron empujó los remos de espadilla para mover la proa, enhebrando la aguja en el angosto espacio entre los dos triemioliai rodios, que tenían el mismo desplazamiento y diseño que el Loto, justo cuando Meso ordenaba que entraran los remos con voz trémula.

Sátiro bajó a tierra en el esquife del barco, y la palpitación del brazo solo era un eco de la palpitación que sentía en la cabeza. La sacudió para despejarse. Rodas era una hermosa ciudad, más limpia y mejor cuidada que Alejandría, con una antigüedad que le confería más dignidad que miseria. Neiron subió tras él la escalinata del templo. Sátiro quería decirle algo, quería aclarar las cosas, pero el rechazo de Neiron a su disculpa lo había dejado sin salida.

En lo alto de la escalinata, Timeo de Rodas aguardaba con sus manazas metidas en una faja hecha con cordel de cáñamo. Tenía a su lado al otro navarco de aquel año, Pantero, hijo de Diomedes, un hombre que había matado más piratas que cualquier otro.

—Hay pocos hombres en el círculo del mundo que osarían navegar de Demóstrate a Rodas y encima fondear en mi puerto entre mis barcos —dijo Timeo.

Sátiro estaba sin resuello después de subir la escalinata del templo. Se obligó a enderezarse y se dio tiempo para recobrar el aliento.

—Necesito un favor —dijo.

—Necesitas un médico, chico —repuso Pantero.

Eso fue lo último que recordó Sátiro.

Cuando volvió en sí, no tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido y fue presa del pánico hasta que una desconocida entró en la habitación y le tomó la mano.

—¿Quién eres? —preguntó Sátiro.

La mujer le hizo caso omiso y le puso una mano fría en la frente, luego le dio la vuelta y le tomó el pulso en la muñeca.

—Túmbate —dijo, con el mismo tono que Diocles usaba con los marineros borrachos, aunque en voz más baja.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó Sátiro.

—¿Cuánto tiempo has estado tomando jugo de amapola para mitigar el dolor? —preguntó ella.

Sátiro trató de hacer memoria.

—Una semana de navegación para llegar a Rodas; con moderación las dos semanas anteriores, y tal vez otras dos semanas antes.

—¿Has tomado amapola durante cinco semanas por un brazo roto y una herida infectada? —preguntó la mujer—. ¿Qué imbécil te dio semejante consejo?

Sátiro se sentía demasiado débil para discutir.

—Ahora tu cuerpo ansía la amapola tanto como ansía curarse —prosiguió la desconocida—. Tienes el brazo tan mal que hay que volver a romperlo, y eso es sumamente doloroso. Por eso tendré que darte más amapola. —Se encogió de hombros—. Te recomiendo que busques un médico de verdad, preferiblemente de mi misma escuela, y que dejes que te saque la amapola del cuerpo.

Sátiro suspiró.

—Tengo muchas cosas que hacer este invierno.

—Quizá te cueste más llevarlas a cabo si estás muerto. O permanentemente enganchado a la amapola. Ahora bien, no es asunto mío. He dicho lo que tenía que decir. —Llenó una cuchara de un líquido que olía a azúcar y almendras—. Bébete esto.

—¿Qué es? —preguntó Sátiro, y acto seguido se desvaneció.

Colores; un interminable lenguaje de colores y formas, olores, y un estallido, incluso en sus sueños, de significados tan intensos que sintió una infinita emoción fractal, como si estuviera creando y destruyéndolo todo en el universo; dioses, barcos, monstruos; y nadaba dentro de su propio cuerpo, que era tan grande como el cosmos entero; ¿qué diría Heráclito?

Y luego estaba sentado en un prado que se extendía hasta todos los horizontes, con un despejado cielo azul en lo alto y una alfombra de flores debajo de él. Se puso de pie y miró en derredor.

—Estás más cerca de la muerte de lo que tu médico parece saber —dijo el hombretón que tenía a su lado. De hecho, era demasiado grande para ser un hombre; la cabeza de Sátiro solo llegaba a la altura de sus músculos pectorales, que eran enormes. Llevaba una piel de león al hombro y una corona de laurel en el pelo y olía a granjero.

Sátiro inclinó la cabeza.

—¡Señor Heracles! —dijo.

—¿Parezco un señor? —preguntó el hombre de la piel de león—. ¿Eres consciente de mi ciudad?

Sátiro asintió.

—Lo soy. Tengo intención de pedir al tirano…

—No pidas nada. Puesto que la ciudad nunca te dará el premio que deseas, mejor que no se sepa. —Bostezó—. Te reto a un asalto. ¡En guardia!

De pronto Sátiro estaba desnudo, enfrentado a aquel gigante en la arena de una palestra inconmensurable. Adoptó la postura de inicio y en cuanto ambos estuvieron listos Sátiro saltó, dándose impulso con las piernas, para hacer una llave bloqueando la rodilla de su adversario. Metió el brazo detrás de aquellos poderosos músculos y tiró, y entonces su brazo izquierdo fue agarrado con más fuerza.

—Bien luchado —dijo su adversario, y Sátiro sintió que los huesos del brazo se hacían añicos…

Al despertar, el sol le daba en la cara. El brazo izquierdo le dolía.

—Ha vuelto en sí —dijo una voz masculina—. Avisad a la señora.

Transcurrió un tiempo, ¿un minuto, un día?, y volvió a notar la mano fría en la muñeca y luego en la frente.

—Hmm. Menos fiebre. Es difícil pronunciarse, con tanta amapola. ¿Cómo te encuentras?

—Heracles me ha roto el brazo —dijo Sátiro, sin darse cuenta de lo que decía.

—¿En serio? —preguntó la mujer. Dio media vuelta, saliendo de su campo visual, y regresó con una tablilla de cera de cinco páginas en la que se puso a escribir frenéticamente, moviendo el estilo como el huso de un telar—. ¿Qué estabais haciendo?

—Un combate de pancracio —contestó Sátiro, sintiéndose tonto.

—¡Maravilloso! —dijo ella—. No necesito consultar con un astrólogo profesional para decir que esto es un buen presagio para tu curación. —Alcanzó algo—. Bébete esto —dijo.

El tiempo volvió a desvanecerse.

Neiron iba y venía, igual que Pantero, y cada noche se bañaba en colores en los jardines de los dioses. El tiempo transcurría ajeno a él; a veces, veía al mismísimo tiempo, el río que Heráclito había descrito, fluyendo a su lado, y cada gota era en sí misma un mar de actos y decisiones humanos que, no obstante, una vez que fluían, resultaba imposible aprehender.

Rodas; un desembarco perfecto.

Mató a la chica sármata en el prado una y otra vez, y a los dos hombres en la playa. Vio cómo violaban a Teax y oyó cómo mataban a Penélope. Una y otra vez. Y luchó con un dios. Vio a Eumeles matando a su madre. Vio morir a Filocles. Se imaginó al caudillo sármata, Upazan, matando a su padre, a quien no había llegado a conocer.

Al cabo de un rato, nada de aquello eran sucesos horrendos sino simples gotas en el río que discurría a través del campo donde estaba Heracles con su piel de león.

Y de pronto estuvo despierto, y el campo y la lucha y toda la vida y la muerte fluyeron y devinieron sueños.

—¿Dos semanas? —preguntó—. ¡Despoina, ni siquiera sé cómo te llamas!

—Puedes llamarme Aspasia —dijo ella—. Soy médico. En realidad, soy la única discípula de Asclepio que hay en Rodas. Y puedes irte de mi casa cuando gustes, pero si quieres que ese brazo vuelva a sostener un escudo, te quedarás aquí, haciendo solo un poco de ejercicio, comiendo la dieta que te prescriba y tal vez leyendo, durante dos semanas.

Era una mujer alta, tan alta como un hombre, y bien formada, pero su aire de autoridad y sus canas la situaban un poco por encima de su nivel, como si ella fuese un oficial y él un mero remero.

El tercer día que estuvo despierto, durante las horas que eran casi normales, antes de que le administrara la dosis de amapola, conoció a su marido, un capitán rodio y erudito aficionado. Era de tez morena, alto y ancho de espaldas, y se llamaba Menón.

—¡Mi padre tenía un amigo que era Menón de Rodas! —dijo Sátiro.

—Es un nombre muy común en esta isla, sobre todo entre quienes somos de ascendencia libia o etíope —explicó Menón—, aunque seguramente te refieres a Menón el polemarca de Olbia.

—¿Todavía lo es? —Sátiro estaba tendido en un diván, con la cabeza apoyada en unos cojines—. Debe de ser bastante mayor.

—¿Cincuenta años es ser mayor? —preguntó Aspasia—. En Egipto, un labriego llevaría diez años en la tumba pero, entre los griegos, tampoco es tanta edad.

Sátiro estaba resuelto a demostrar que él también tenía una educación.

—No demasiado mayor para servir en la falange, al menos en Esparta —dijo—. Reconozco mi error. —Y entonces miró al capitán Menón—. ¿Conoces a Menón de Olbia? —preguntó.

—Así es. El mundo es pequeño y, en realidad, Rodas es una ciudad pequeña. Es primo mío. Acaba de escribirme.

—¿Vas a contestarle? —preguntó Sátiro—. ¿Podría incluir una nota en tu carta?

—¡Por supuesto! —dijo Menón.

Establecida la relación, Menón enseguida se hizo amigo suyo mientras que Aspasia guardaba las distancias. Siempre se mostraba cortés pero nunca amistosa. Podía pasar una hora junto al lecho de Sátiro, mezclando medicinas, y sin embargo hablarle únicamente de cuestiones médicas. Al principio tomó su distanciamiento por desaprobación. Solo con el paso del tiempo se dio cuenta de lo que era: la máscara de la autoridad. Era una mujer que daba órdenes a hombres. No podía ser amiga de ellos.

Cuando finalmente lo entendió, asintió apreciativamente. Tendido en un diván durante dos semanas, despierto y mayormente dueño de sí mismo, tuvo tiempo de sobra para pensar, y buena parte lo dedicó a considerar la manera en que él comandaba.

Aquella tarde, lo sacó a colación mientras echaba una partida de esquifes y barcos con Menón, un juego que, al menos simbólicamente, representaba una batalla naval. El tablero de Menón estaba tallado en lapislázuli y mármol, de ahí que los cuadrados parecieran trozos de mar de distinta profundidad, y un artesano había tallado los trirremes de ébano y marfil. Cada barco era distinto, de modo que unos eran esquifes de veinte remos y los otros eran hemiolai piratas, birremes, trirremes.

—¿Sueles trabar amistad con tus oficiales? —preguntó Sátiro.

Menón se rio.

—No tan a menudo como quisiera. Un viaje largo puede resultar muy solitario, como bien sabes. No estoy acostumbrado a llevar un trierarca veinteañero. De todos modos, me gusta ser amigo de mi timonel, pero no siempre sucede.

—¿Alguna vez te has esforzado de verdad? —preguntó Sátiro.

Menón se rio.

—Quizá deberías hablar con mi esposa o con un sacerdote. Claro que me he esforzado, Sátiro. Cuando tienes mi edad, en cualquier caso, todo parece menos importante. Tengo a mis amigos; soy quien soy. Hay hombres que me aprecian y otros que cruzan la calle para evitarme, y así son las cosas. —Menón se encogió de hombros—. A medida que me hago mayor, me importa menos.

Sátiro hizo un ademán atribulado.

—Busco humildad, no consejos que aumenten mi aislamiento.

—¿O tu arrogancia? —preguntó Menón. Se rio. Era un hombre que se reía fácilmente, incluso de sí mismo—. Tú no eres arrogante. Lo que ocurre es que estás acostumbrado a que te obedezcan. Eso es bueno en un oficial. Tal vez un poco difícil en un amigo, ¿eh? —Se recostó, hizo su movimiento y bebió vino—. Dime, ¿es cierto que miraste fijamente a Manes hasta que apartó la vista y que lo llamaste cobarde?

Sátiro asintió.

—En efecto.

Ambos guardaron silencio y Sátiro efectuó su movimiento. Iba a perder, y saberlo le hacía jugar mejor para minimizar las pérdidas de su flota de marfil.

—Casi todos los chicos, mejor dicho, los hombres de tu edad tienen un buen relato que contar —dijo Menón.

Aspasia entró con su dosis. Mezcló la amapola con la leche de almendras junto a su cama, y Sátiro sintió crecer el ansia al olerla.

Sátiro procuró reprimir ese deseo, preguntándose al mismo tiempo cómo se las arreglaría para dejar de usar aquella sustancia. Pensaba en su dosis veinte veces al día. O más.

—Organicé una emboscada que no salió tan bien como esperaba. Suele ocurrirme; hago planes y nunca acaban de funcionar como tenía previsto. —Se encogió de hombros—. Intenté que luchara conmigo. De hecho, huyó. Eso lo convirtió en vencedor y a mí en vencido. No fui suficientemente… cuidadoso.

Menón sonrió mirando su copa de vino.

—¿Habrías liquidado a Manes tú solo? —preguntó.

Sátiro asintió.

—Para conseguir lo que quiero de los piratas, tendré que matar a Manes —explicó—. De hombre a hombre. O morir en el intento.

Menón sonrió ante tal declaración y derramó una libación.

—A Apolo y todos los dioses. Que vivamos para contar nuestras hazañas, aunque las exageremos un poco con el paso de los años.

—Si derramas libaciones en mi suelo nuevo, ve a buscar a un esclavo para que lo limpie —dijo Aspasia, aunque sonriendo a su marido. Él le devolvió la sonrisa y Sátiro sintió… ¿celos? Celos no, precisamente. Sintió que compartían algo de lo que él carecía. Algo que en realidad solo compartía con su hermana. Tomó su dosis y se dejó llevar, pensando en Melita.

Al día siguiente, Timeo y Pantero se presentaron con Neiron. Menón también acudió, aunque Sátiro sabía que estaba cargando uno de sus barcos. Se apiñaron en torno a la cama de Sátiro mientras una fría lluvia invernal azotaba los guijarros de la playa.

Timeo aceptó una copa de vino que le ofreció un esclavo, saludó a su anfitriona y miró a Sátiro asintiendo.

—Solo el hombre que llamó cobarde a Manes podría hacerme salir un día como este, colega —dijo.

Pantero fue directo al grano.

—Neiron dice que tienes una propuesta que hacernos.

Sátiro echó un vistazo a su timonel. No se imaginaba a Neiron abordando a los rodios. Carecía de iniciativa, salvo que Sátiro lo hubiese juzgado mal. Neiron se encogió de hombros.

—Si estuve fuera de lugar, ruego que me perdones, señor. Pero estos hombres gozan de tu confianza y me acribillaron a preguntas sobre Bizancio. Me pareció que lo más fácil sería decírselo.

Sátiro asintió.

—No tienes de qué disculparte. Timeo, he venido con la esperanza de que Rodas me preste una poderosa escuadra, a cambio de que yo limpie de piratas el Bósforo y la Propóntide.

Pantero se inclinó hacia él.

—¿Y cómo piensas hacerlo, exactamente?

Sátiro miró a Pantero a los ojos.

—Me los llevaré al Euxino y los usaré contra Eumeles de Pantecapea.

Timeo se echó a reír. Tenía una gran barba y los hombres decían que era un avatar de Poseidón, y ese día, con el pelo mojado de lluvia y sin el bronceado del verano, realmente lo parecía. Además se reía como un dios, con unas carcajadas que hacían temblar las vigas del techo.

—¡Eres audaz! —dijo.

Sátiro rio con él.

—Ríe cuanto quieras —dijo cuando se serenaron—. Mi plan no fallará. Si gano, los piratas desaparecerán, contratados por mí. Si pierdo, seguirán desapareciendo, en el fondo del Euxino.

—Pero quieres una escuadra nuestra —señaló Pantero.

—No venceré sin un núcleo disciplinado —dijo Sátiro—. Los piratas tienen treinta o cuarenta barcos capaces de presentar batalla, pero no son una flota. Dispondré de unos cuantos barcos propios, y espero añadir otros tantos de Lisímaco. Ninguno de mis barcos, quizá con la salvedad del Loto, es tan bueno como una nave rodia.

—Hemos maniobrado para evitar a toda costa ayudar a los diádocos —dijo Timeo—. ¿Por qué tendríamos que ayudarte a ti?

—Porque reabriré la ruta comercial con el Euxino, un comercio de grano que Rodas necesita tanto como Atenas. Lisímaco también lo necesita, lo mismo que Casandro. Porque me libraré de más piratas en una primavera que toda vuestra flota en un año de campaña, mediante el simple método de llevármelos conmigo.

—Sí, muchacho, pero ¿por qué íbamos a unirnos a ti? Te los llevarás tanto si te acompañamos como si no. —Timeo volvió a reír—. Y dejando los sentimientos personales a un lado, si has planeado llevártelos a luchar contra Eumeles, tal vez prefiramos que te derrote. Así los piratas mueren sin que tengamos que mover un dedo.

Sátiro asintió.

—Dos cuestiones, señor navarco. La primera, de orden moral. Algunos de esos piratas son hombres malvados; Manes, por ejemplo. Pero en su mayoría tan solo están desplazados. Alejandro armó flotas y ahora los diádocos siguen su ejemplo: los utilizan y luego se deshacen de ellos.

—De ahí que no nos agraden, muchacho —dijo Timeo.

—Pero los piratas, muchos de ellos al menos, no puede decirse que tengan la culpa. —Sátiro se dio cuenta de que aquella cuestión no suscitaba ningún interés en sus interlocutores, de modo que hizo un gesto para descartarla—. No importa, dejémoslo —dijo—. Segunda cuestión. Se aproxima el día en que vuestra neutralidad equivaldrá a tomar partido. Antígono ya ha bloqueado vuestro puerto en dos ocasiones. Si hubiese tenido máquinas de sitio, os habría atacado. Si Antígono vuelve a declarar la guerra a Egipto, deberá contar con vuestra alianza o vuestra sumisión.

—Cierto —admitió Pantero.

—Y yo no soy uno de los diádocos. Soy el sobrino de León y, cuando sea rey del Bósforo, puedo garantizaros una flota amiga y un suministro de grano ininterrumpido. Cuando Antígono dé el paso y Rodas esté sitiada, me necesitaréis.

Sátiro se recostó y cruzó los brazos.

Pantero se rascó la barba.

—¡Piratas! —exclamó.

—Mercenarios —repuso Sátiro—. Dédalo es un exiliado de Pantecapea. ¿Por qué uno es mercenario y el otro pirata?

—Podrías hacer carrera como sofista —contestó Timeo—. Un pirata es un pirata. Puedes llamar igual a los perros pastores que a los lobos, pero cuando vienen los lobos de verdad, todo el mundo sabe cómo huelen.

—El aliado que necesitamos es Lisímaco —terció Pantero—. Y odia a Demóstrate tanto como nosotros.

—¿Y si pudiera mostraros una alianza con Lisímaco? —preguntó Sátiro—. Se la he pedido. Eumeles ha atacado sus posesiones tracias en el Euxino; por el momento solo han sido incursiones, pero tarde o temprano desembarcará para quedarse. Mientras Demóstrate controle el Bósforo, Lisímaco no puede reforzar sus guarniciones. Pero si yo me llevo a Demóstrate, Lisímaco se convertirá de inmediato en el amo de sus propias costas.

Pantero miró a su co-navarco.

—Empiezo a verlo —dijo.

Timeo meneó la cabeza.

—Es complejo.

Menón, que había permanecido callado hasta entonces, intervino.

—Lamento revelar una confidencia, Sátiro, pero ante todo soy rodio. Me has dicho que tus planes a menudo son demasiado complejos. —Se encogió de hombros—. ¿Podrás llevar este a cabo?

Neiron negó con la cabeza.

—Sus planes son excelentes. Ningún hombre, ni siquiera los dioses, puede prever todas las contingencias. —El cardio miró en derredor—. Planeó la emboscada contra Manes y falló. Pero ninguno de vuestros capitanes ha hecho que el Terror se arrodille. Y este hombre lo hará.

Sátiro miró a su timonel, jurando darle cualquier cosa que le pidiera. Neiron habló mejor en aquel consejo extranjero de lo que incluso Diocles lo habría hecho, pues Diocles habría estado condicionado por su servicio a Rodas.

—Es cierto que trazo planes complejos —admitió—. Soy un hombre que trata de reinstaurar su reino. Si Olbia tuviera una carretera directa a Alejandría, no os molestaría a vosotros, ni tampoco a Demóstrate.

Timeo asintió.

—De acuerdo. Nos has dado algo sobre lo que reflexionar. ¿Cuándo zarpas?

Sátiro se las arregló para sonreír.

—Zarparé cuando Aspasia me dé permiso.

Timeo y Pantero cruzaron una prolongada mirada.

—¿Alejandría? —preguntó Pantero.

—Sí —contestó Sátiro.

—¿Tal vez podrías traernos un cargamento? Y nos volvemos a ver dentro de un mes —propuso Timeo.

—¿Un cargamento desde Alejandría? ¿En invierno? —preguntó Sátiro. Los mares al sur de Chipre eran mortales en invierno—. Os cobraré un plus por cada mina de grano.

Timeo se encogió de hombros.

—Lo restaremos de nuestra tarifa por la escuadra —dijo—. Si es que nos ponemos de acuerdo.

Alejandría se extendía delante de él como una canasta de riquezas, el mayor puerto del mundo rodeado por una ciudad que se expandía tan deprisa que un hombre podía sentarse en la popa de su barco y ver cómo crecían los suburbios. En el extremo de la península de Faro, una lengua de tierra que sobresalía como un cuerno de caribú desde la curva de la costa, donde los obreros trabajaban duro con grandes bloques de piedra caliza, poniendo los cimientos del faro que Tolomeo se había propuesto construir, mientras miles de peones llevaban cestos de tierra desde tierra firme para ensanchar y reforzar el suelo.

Sátiro estaba junto a Neiron y observó como rebasaban la punta de Faro mientras sus remeros daban una estrepada, hacían una pausa y daban otra, conduciendo su barco lenta y cuidadosamente entre la masa de embarcaciones que llenaban la rada y atestaban las playas.

—Ahí está la casa del amo León —gritó el vigía desde la proa.

Una sensación de pavor se adueñó de Sátiro. No tenía motivos para sentirse así, e hizo un signo campesino para conjurarla.

—Atracaremos en la playa, delante de la casa —dijo.

Neiron asintió.

Sátiro llevaba el brazo roto entablillado y bien envuelto contra el pecho, pero le dolía constantemente. Observaba la orilla, tratando de librarse del mal humor y de no pensar demasiado en el dolor del brazo.

No tuvo demasiado éxito en lo uno ni en lo otro.

—¡Guardacostas! —gritó el vigía.

—Meso tiene que marcharse —dijo Sátiro a Neiron.

—Me encargaré de ello —contestó Neiron. Se encogió de hombros—. Meso está tan descontento como tú.

—No veo que le coja el tranquillo al oficio —dijo Sátiro, negando con la cabeza.

—No —corroboró Neiron. Se mesó la barba, con los ojos fijos en el guardacostas que se aproximaba.

—León tiene mercantes; algunos bastante rápidos. Como el Gavilán. Creo que podría manejar uno de ellos. —Sátiro negó con la cabeza, molesto como siempre por tener que hacer de malo—. Aunque carece de autoridad.

Neiron dio la impresión de ir a mostrar su desacuerdo.

—¡Carece de autoridad! —espetó Sátiro. Acto seguido se vino abajo—. Me estoy convirtiendo en un maldito tirano.

—Lo que tienes es cierto sentido de tu propia importancia —dijo Neiron con cuidado.

Sátiro meneó la cabeza.

—No hay manera de que se termine —dijo, sin concretar a qué se refería.

—¡Remos… dentro! —gritó Meso. Calculó mal el tiempo y los remeros, que lo apreciaban, intentaron compensarlo, pero ciento ochenta remeros no pueden fingir a la vez que una orden se ha dado correctamente, y el Loto Dorado distó mucho de mostrar su legendaria eficiencia al plegar las alas.

El guardacostas se abarloó a ellos y su trierarca subió a bordo envuelto en una nube de afeites caros.

—¿Carga? —inquirió en cuanto sus botas carmesíes pisaron la cubierta—. Soy Menandro, capitán de aduanas. Por favor, muéstrame vuestro conocimiento de embarque.

—Alumbre y pieles —dijo Sátiro.

—¿Pieles para Egipto? ¡El sobrino de León debe de haber perdido la cabeza! —dijo el aduanero. Tomó nota en sus tablillas de cera.

Sátiro se estaba enojando de nuevo, pero le constaba que perder los estribos sería portarse como un idiota. Captó la mirada de Neiron.

—Estoy herido y en baja forma —dijo, haciendo una reverencia—. Mi timonel se ocupará de este asunto.

Sátiro se retiró al banco de gobierno. Neiron entregó un monedero y Menandro se asomó a la bodega como si pudiera ver las ánforas y los fardos a través de la cubierta inferior de remeros.

—Todo parece estar en orden —dijo, con el bulto del monedero dentro del quitón. Saltó de nuevo a su barco, que se separó del Loto remando con ahínco en pos de su próxima víctima.

—Esto es pura piratería, si te interesa mi opinión —dijo Neiron.

—Gracias —dijo Sátiro—. Estoy de un humor de perros. Algo va mal, lo presiento.

Neiron negó con la cabeza.

—No, Sátiro, solo es la amapola, nada más. Te descoloca la mente. A veces una herida también lo hace, pero una herida y la amapola pueden ser amigos mortales. Yo mismo he sufrido unas cuantas heridas. —Se encogió de hombros—. Tuve una en el cuero cabelludo. No se curaba, y el bulto crecía y crecía. Pensé que me estaba volviendo loco.

—Pero no fue así —dijo Sátiro.

Neiron observaba atentamente la orilla.

—Bueno, en realidad un poco sí. Pero no me refería a eso.

Sátiro tuvo que sonreír.

—¿Se supone que esta historia debe levantarme el ánimo?

Neiron se encogió de hombros.

—Me salvó un buen sanador. Y los dioses, supongo. Tienes que ver a un buen médico, tal como dijo doña Aspasia.

—¿Qué hizo el médico contigo? —preguntó Sátiro.

—Me tuvo atado mientras meaba la amapola. Ares, qué mal lo pasé. Y eso fue después cortarme un trozo de cabeza, y durante dos años tuve una sensación muy rara en el cráneo. Todavía me lo froto cada dos por tres. —Se encogió de hombros—. A eso me venía a referir. Una mala herida te cambia.

Sátiro asintió.

—Todo pinta bien —dijo, sosteniéndose el brazo. En su mente, había una mancha negra flotando sobre la ciudad.

Neiron suspiró.

Desembarcaron debajo de la ventana de la antigua habitación de Sátiro, y esclavos y libertos los aguardaban en la playa junto a Safo, que había visto el famoso Loto Dorado en la bahía. Safo le sonrió en cuanto Sátiro reparó en su presencia.

—Nos dijeron que habías recuperado el Loto —dijo Safo, y le dio un beso.

—Lo tengo capturado —dijo Sátiro. La abrazó y Safo le correspondió efusivamente—. Al final lo liberaré. ¿Dónde está Melita?

—Este es Kineas —dijo Safo. Le mostró un bebé regordete con unos ojos azules que lo miraban todo con curiosidad; el barco, el cielo y aquel hombre desconocido que lo había cogido en brazos.

—¡El hijo de Melita! ¡Qué guapo es! ¡Hola, sobrino! ¡Cielos! —Sátiro se rio—. Me siento viejo.

—Melita se ha ido al Euxino a sublevar a las tribus —dijo Safo en voz baja—. Mandé a Coeno con ella, y también a Eumenes cuando regresó de Babilonia.

—¡Heracles! —exclamó Sátiro—. ¿Abandonó a su hijo?

Safo juntó las cejas y la belleza de su rostro quedó oculta tras una máscara.

—No huyó —dijo Safo—. Unos hombres intentaron matarla, y a mí también. Esto es la guerra, Sátiro.

Sátiro vio que bajaban su petate a tierra.

—Tía Safo, ¿te acuerdas de Neiron? Ahora es mi timonel. Ha demostrado gran valía en este viaje. Espero que pueda alojarse en la casa.

Neiron hizo una reverencia. Safo inclinó la cabeza.

—Bienvenido a nuestra casa, Neiron.

—El capitán Sátiro necesita un sanador —dijo Neiron de forma harto significativa.

Safo asintió.

—Tienes mala cara. ¿Estás bebiendo demasiado, chico?

—Amapola —dijo Neiron—. Por una herida.

—¡Heracles! —Sátiro no sabía si reír o llorar—. Estoy aquí. ¡Soy un hombre adulto y puedo atender a mis necesidades!

—Ya lo veo —dijo Safo, con un tono de voz que daba a entender lo contrario. Dio órdenes con las manos y unas sirvientas vinieron corriendo.

Nearco leyó la nota de Aspasia. Se rascó el puente de la nariz y sonrió.

—¿La propia Aspasia? —dijo, y meneó la cabeza—. Te toca pasarlo muy mal durante unas semanas. Deja que vea ese brazo.

Deshizo los vendajes y el entablillado, y se los volvió a poner.

—Perfecto, por supuesto. Aspasia no haría un mal trabajo, aunque me ha dejado a mí la peor parte. El mercado nocturno está lleno de hombres capaces de recolocar un hueso. —Miró a Safo, que había insistido en estar presente—. Quiero que coma como el buey de un sacrificio durante una semana. Sátiro, haz cuanto ejercicio te permita el brazo, porque las próximas dos semanas serán brutales.

Sátiro meneó la cabeza.

—Es lo que todos me decís sin cesar —comentó.

Nearco volvió a rascarse la nariz.

—Y lo decimos en serio.

Sátiro comió y dio largos paseos. Ofreció sacrificios en los templos. El tercer día cruzó la ciudad hasta el barrio egipcio, escoltado por Namastis, un sacerdote de Poseidón que había servido con él en Gaza.

—¿Estás seguro de que saben forjar acero? —preguntó Sátiro.

Namastis puso los ojos en blanco.

—Para empezar, según cuentas tú mismo, la espada la hizo un sacerdote de Ptah. ¿Sí? —Namastis sonrió—. Ay, los griegos y vuestra arrogancia. Nos llamáis «egipcianos», ¿sí?

Sátiro estaba pendiente de cuanto veía en el barrio egipcio y asintió mecánicamente. Olía diferente. Tenía otro aspecto. La gente de la calle parecía más joven, rebosante de energía, garbosa, vivaz.

Una chica guapa le sonrió, algo nada corriente en las calles griegas.

—¿Me estás prestando atención? —preguntó Namastis. Se detuvo un momento y puso la mano en la cabeza de la chica, que aceptó su bendición con una mezcla de placer e impaciencia, como un niño al que sus padres elogian.

—Os llamamos «egipcianos» —dijo Sátiro con un sonsonete de imitación.

—Solo decís la «casa de Ptah» o la «casa del maestro constructor».

Namastis le hizo subir la escalinata del templo que presidía la estatua vestida de un dios de aspecto muy normal, un dios sin la usual cabeza de animal.

Los sacerdotes se interesaron de inmediato gracias a unas pocas palabras que cruzaron en privado con Namastis, y cuando Sátiro desenvolvió los fragmentos de la espada de su padre, se juntaron en torno a él como perros en torno a un hueso, susurrando y tocando el acero.

Namastis se lo llevó a un lado.

—Dicen muchas cosas. Ante todo, dicen que la hizo Sek-Atum y que, aun siendo viejo, sigue siendo el mejor. Vive río arriba, en Menfis. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?

Sátiro se encogió de hombros.

—Hasta que rompa mi amistad con la amapola —contestó.

Namastis asintió, asumiendo la trascendencia del asunto.

—Ay, amigo mío —dijo, y apoyó una mano en el hombro de Sátiro.

Habló con los sacerdotes, que presentaban un aire sombrío. El mayor de ellos se acercó y puso un pulgar en los labios de Sátiro, sorprendiéndolo, y luego le escrutó los ojos. Asintió bruscamente y se retiró, hablando deprisa a Namastis.

—Enviarán la empuñadura y los fragmentos a Menfis hoy mismo. Dicen que la rotura de la hoja y tu salud son lo mismo; que es preciso forjarla de nuevo o tu salud seguirá quebrantada como la hoja, y que la amapola que llevas en el cuerpo es el defecto de la hoja. Dicen muchas cosas; son sacerdotes. —Namastis se encogió de hombros—. Dicen que la espada debería haberse enterrado en la tumba de tu padre. ¿Tiene algún sentido para ti?

Sátiro pensó en el kurgan junto al río Tanais. Como todo kurgan, tenía una lápida en lo alto.

—Sé a qué se refieren, sí —dijo—. ¿Pero forjarán de nuevo la hoja?

—En cuanto sea posible. Un donativo no sería mal recibido. Una mina de plata sería lo apropiado.

—Si tienen éxito, les enviaré una mina de oro. —Sátiro abrazó a Namastis—. Esto significa mucho para mí.

—Está bien que me hayas traído. Y es bueno que respetes las costumbres de esta tierra.

Namastis le cogió la mano para bajar la escalinata del templo de Ptah y, sin soltársela, lo condujo hasta que salieron del barrio egipcio. Almorzaron juntos y luego Namastis regresó a sus quehaceres en el templo.

—Rezaré por ti. ¡Estaré esperando tu visita! —dijo Namastis.

Sátiro fue directamente del templo de Poseidón al palacio. Una vez allí concertó una cita con Gabines, el mayordomo del señor de Egipto. Escuchó las noticias que circulaban en el ágora y él mismo difundió algunos rumores.

El cuarto día, visitó a Isaac, el padre de Abraham, que lo recibió en el patio y lo invitó a tomar qua-veh.

—¿Cómo está el pícaro de mi hijo? —preguntó Ben Zion.

Sátiro tomó la amarga bebida a sorbitos. Se dio cuenta de que había esperado que Miriam, la parlanchina hermana de Abraham, apareciera en algún momento, aunque ya había llegado a reconocer que la amapola, cuando se hacía notar, apagaba tales deseos y que, cuando se la echaba en falta, los avivaba. En aquel momento había transcurrido más tiempo que nunca desde la última dosis y por eso tenía los nervios a flor de piel.

—Está bien —contestó Sátiro, midiendo sus palabras—. Envió un cargamento que transporté a bordo del Loto para venderlo en Rodas. Te he traído alumbre de Rodas; aquí tienes los recibos. Y en esta bolsa está la plata.

Ben Zion hizo un ademán, desdeñando dos semanas de navegación.

—Hubiese preferido que trajeras a mi hijo. Está jugando a piratas cuando debería estar casándose.

Sátiro tuvo una vívida imagen de Abraham jugando a «dar de comer a la flautista» en el simposio de Afrodita.

—Regresará el próximo verano —dijo Sátiro—. Solo he venido para que supieras que está bien.

—¿Bien, dices? Está fornicando como un semental entre infieles que lo asesinarían por hacerse con sus cabellos rizados. Juega a piratas con hombres que se comerían su corazón después de arrancárselo, y tú lo llevaste allí.

Ben Zion no parecía especialmente enojado. Mencionó todo aquello como meros hechos consumados. Sátiro lo miró a los ojos.

—Es mi mejor capitán, mi mano derecha. Dentro de un año seré rey, o quizá no.

Ben Zion asintió.

—Escúchame bien, Sátiro hijo de Kineas, aspirante a rey. Si caes, la cabeza de mi hijo yacerá junto a la tuya. Si triunfas, ¿qué ganaré? ¿Qué ganaré si mi hijo muere? Preferiría con mucho que regresara con los suyos y que abandonara tu mundo de aventura. Cuando haya muerto, será demasiado tarde para que se arrepienta.

Sátiro se levantó.

—Es mi mejor amigo. Lamento que no valores sus logros. Es tan valiente como un león; reflexivo en el consejo. Es perspicaz, y no titubea a la hora de hacer lo que debe hacerse. Si fuese mi hijo, estaría orgulloso de que lo consideraran un buen capitán. Su nombre es conocido en Bizancio y en Rodas.

—Eres un joven tan alocado como mi hijo, Sátiro hijo de Kineas. ¿Qué te induce a pensar que no esté orgulloso? Lo estuve cuando regresó de la batalla de Gaza con la dignidad de un joven David. Los hombres venían y me decían, «Tu hijo capturó un galeón enemigo combatiendo en buena lid, cuando la batalla se daba por perdida», y otros, «Tu hijo salvó su barco y a su amigo». Oigo esas cosas y me regocija que mi hijo tenga tan buena madera. Pero aun así quiero verlo de vuelta aquí, donde puedo amarlo, y no muerto contigo. —Ben Zion alzó la cafetera—. ¿Más qua-veh? —preguntó—. No te molestes en ofenderte. Tráemelo de vuelta.

Acompañó a Sátiro a la verja y este se sintió mejor de lo que esperaba. Sonrió al padre de su amigo, que se mesó la barba y rio.

—¿Cuánto tiempo te quedarás en Alejandría? —preguntó Ben Zion—. Seguro que tus conspiraciones te reclaman.

Sátiro levantó la vista hacia la exedra y vio movimiento detrás de una cortina. Miró de nuevo a Ben Zion y, por alguna razón, prefirió ser sincero.

—Tomé amapola a causa de una herida y me he pasado de la raya. Mi médico va a sacármela del cuerpo. Le llevará más de una semana.

Sonrió atribulado.

—Que Dios te acompañe —dijo Ben Zion—. No es una nimiedad. —Ben Zion le tomó el codo—. Me parece que estás buscando a mi hija.

Sátiro asintió.

—Me caía muy bien.

Ben Zion meneó la cabeza.

—Ahora está casada. Ya tienes suficientes miembros de mi familia.

Salió con Sátiro a la calle.

Miriam casada. Bueno, en realidad apenas la conocía, y encima siempre le buscaba las cosquillas.

—¿Y cómo va lo de la máquina? —preguntó Sátiro.

Ben Zion volvió a mesarse la barba, y esta vez su sonrisa no fue forzada.

—Estupendamente. El señor Tolomeo estuvo aquí, ¡en mi casa!, para verla funcionar. Quiere una para su biblioteca. El tirano de Atenas me ha enviado una carta al respecto. —Ben Zion meneó la cabeza—. Soy uno de los mayores mercaderes de grano del mundo, y nadie conoce mi nombre fuera del sector. Pero ahora que he financiado esta máquina, los hombres me conocen. ¿Cuál es la palabra griega que busco?

—¿Ironía? —preguntó Sátiro.

—Has dado en el clavo, joven. La ironía amenaza con abrumarme. —Ben Zion asintió para sí—. Esto encierra una lección. Tal vez sobre la futilidad del esfuerzo humano. —Permaneció un momento mirando al suelo y luego pareció estudiar el semblante de Sátiro—. Dos de los filósofos que trabajaron en la máquina van a venir a Alejandría; de hecho, espero su llegada cualquier día de estos. Vienen desde Siracusa; pupilos de Pitágoras y Arquímedes. ¿Te gustaría conocerlos? ¿O sus matemáticas son demasiado académicas para un aventurero como tú?

Sátiro le estrechó la mano.

—Estaré encantado. Así tendré algo que esperar con ilusión mientras guarde cama maldiciendo la amapola.

—Bien. Mandaré recado a casa de León. ¿Lo rescatarás? —preguntó Ben Zion de improviso.

—Sí —contestó Sátiro.

—Bien. Para eso, te presto a mi hijo. León y yo somos socios; es apropiado que mi hijo ayude a su sobrino.

Ben Zion le apretó el brazo y volvió a cruzar la verja, dejando a Sátiro preguntándose si Ben Zion hablaba consigo mismo o con él.

Al día siguiente, Nearco anunció que Sátiro estaba listo.

Sátiro se tumbó en la cama con un cubo de rollos.

—Lee mientras puedas —dijo Nearco.

Y así comenzó la cura.