311 a.C.

Eumeles estaba sentado a una mesa sencilla en un taburete de hierro forjado, con su larga espalda tan derecha como las patas del asiento, moviendo deprisa el estilo sobre una tablilla limpia. Apretó los labios al inscribir en la cera roja una sigma desdibujada, la borró meticulosamente y reanudó la escritura de su lista de requerimientos.

La mayoría de sus requerimientos guardaban relación con el dinero.

—Los granjeros no están acostumbrados a los impuestos directos —dijo Idomeneo, su secretario.

Eumeles lo fulminó con la mirada.

—Pues más les vale que se vayan acostumbrando. Esta flota me está costando todo el tesoro.

Idomeneo temía a su amo, pero movió la cadera como si estuviera en un combate de lucha.

—Muchos no pagarán.

—Pon soldados a recaudar —repuso Eumeles.

—Los hombres te llamarán tirano.

—Los hombres ya me llaman tirano. Soy un tirano. Necesito ese dinero. Encárgate de que sea recaudado. Esos pequeños granjeros necesitan parte de la independencia que les arrebataron. Cosecharíamos más grano si expulsáramos a los meotes y tuviéramos fincas grandes, como en Egipto.

Idomeneo se encogió de hombros.

—Tradicionalmente, mi señor, hemos gravado el grano cuando se cargaba en los barcos.

—Yo también lo hacía así, como bien sabes. Ese dinero se gastaba de inmediato. Necesito más. —Eumeles levantó la vista de la tablilla—. Ya me estoy hartando. Limítate a obedecer.

Idomeneo volvió a encogerse de hombros.

—Como gustes, señor. Pero habrá problemas. —Abrió la bolsa que llevaba al cinto y sacó un par de rollos atados con un cordel y sellados con cera—. Los informes de Alejandría. ¿Los quieres oír?

—Léelos y hazme un resumen —dijo Eumeles—. Ninguno de nuestros agentes parece capaz de informar de algo útil. A veces me pregunto si Estratocles reclutó a meros chismosos.

Idomeneo rompió el sello de cera, desató el cordel y puso los ojos en blanco.

—¡Papiro barato! —comentó enojado, viendo cómo el rollo se fragmentaba en largas tiras entre sus dedos.

Eumeles gruñó. Volvió a sus listas, encabezadas por la necesidad de contratar timoneles competentes para tripular su nueva flota. Necesitaba una flota para completar la conquista del Euxino, una serie de conquistas que pronto dejarían atrás las ganancias fáciles y lo llevarían a enfrentarse con las potencias navales, como Heraclea y Sinope, al otro lado del mar. Y a la costa oeste, donde entraría en conflicto con Lisímaco. Temía al astuto macedonio, pero Eumeles formaba parte de una alianza mayor, con Antígono el Tuerto y su hijo Demetrio. Su nueva flota se había construido con subsidios del Tuerto. Y ahora esperaba resultados.

—¡Caray! —exclamó Idomeneo, poniéndose de pie de un salto—. La mujer sí cuenta algo valioso. ¡Los dioses nos sonríen! Escucha: «Después del festival de Apolo, el mercader León convocó a sus capitanes y les anunció que había planeado usar su flota para derrocar a Eumeles, con la aprobación del señor de Egipto. Además anunció que financiaría un taxeis de macedonios y una escuadra de barcos de guerra mercenarios.» Bla-bla-bla, menciona los nombres de todos los asistentes a la reunión. Por todos los dioses, mi señor, es una agente bastante buena. Hay una nota al margen: «Diodoro…». ¿Te dice algo este nombre? «…tiene a los Exiliados[1]… ¿con Seleuco?»

Eumeles asintió. Se encontró apretando los puños.

—Diodoro es el más peligroso de todos. ¡Maldita sea! Pensaba que Estratocles iba a librarme de esos mocosos insolentes y se sus acaudalados partidarios. Son como una plaga de piojos tratando de derrotar a Aquiles. Apenas cabe considerarlos adversarios. Así pues, ¿vienen para acá?

Idomeneo releyó el rollo, resiguiendo el texto del papiro con el dedo.

—Ares, dios de la guerra, ¡es posible que ya hayan zarpado!

—¿Por qué no hemos leído este rollo antes? —preguntó Eumeles.

—A ver… No, zarpan la semana que viene. Está contratando una escuadra de capitanes mercenarios, veteranos de Tolomeo.

Idomeneo sonrió.

—Tolomeo jamás ganará esta guerra si sigue deshaciéndose de sus soldados en cuanto gana una batalla —comentó Eumeles—. Es el contendiente más rico. ¿Por qué no mantiene unida su flota?

Idomeneo se planteó decir la verdad a su amo: que Tolomeo era rico precisamente porque no derrochaba en gastos militares. Pero siguió leyendo.

—Esta es su avanzada. Vendrá antes de las lluvias de otoño para impulsar la rebelión de las ciudades costeras contra ti y hundir tu flota. El ejército llegará en primavera.

Eumeles se puso de pie y sonrió. Era muy alto y demasiado flaco, casi cadavérico, y su sonrisa, glacial.

—¿Una avanzada? Estupendo. El strategos Kineas solía decir que si querías que algo saliera bien, tenías que hacerlo tú mismo. Manda a buscar a Telémono.

Telémono era uno de los capitanes más experimentados del tirano. Idomeneo siguió leyendo en las notas marginales la lista de barcos y sus respectivos capitanes.

—Sátiro estará al mando del Halcón Negro.

—El mando lo tendrá un timonel profesional. No es más que un chico. Bueno, espero que disfrute con la aventura porque no vivirá para contarla —dijo Eumeles. Llamó a un esclavo y le ordenó que incluyeran su armadura en el equipaje para hacerse a la mar.

Telémono entró con aire arrogante, anunciado por otro esclavo. Era un hombre alto y rubio con las mejillas rubicundas.

—Te has tomado tu tiempo —observó Eumeles.

Telémono se encogió de hombros. Cuando hablaba, su voz sonaba curiosamente aguda, como la de un cantor del templo, o la de un Deus ex machina.[2]

—Aquí me tienes —respondió.

—Cancela la expedición a Heraclea —dijo Eumeles—. Ten lista la flota para zarpar hacia el sur.

—Ya estamos listos —repuso Telémono, en un tono que daba a entender que su amo no era muy inteligente.

—Bien. —Eumeles pasaba por el alto el tono de los demás hombres, o quizá nunca se percatara de ellos. Idomeneo se preguntó si el ignorar los sentimientos de los demás hombres hacia su amo era el secreto de su poder. No parecía importarle ser feo, desgarbado, resuelto, poco sociable y menos amado. Solo le importaba ejercer su poder—. Se aproximarán por la costa oeste. Los aguardaremos al oeste de Olbia para impedir que subleven a los descontentos de esa ciudad. —El tirano se volvió hacia Idomeneo—. Ponte en contacto con nuestra gente en Olbia y diles que ha llegado la hora de deshacernos de los enemigos que tenemos allí.

—¿La asamblea? —preguntó Idomeneo.

—Un simple asesinato, diría yo. Liquidemos a ese viejo necio de Likeles. La gente lo asocia demasiado con Kineas. Como si Kineas hubiese sido un gran rey. ¡Bah! El muy idiota. En cualquier caso, que nos libren de Likeles, de Petroclo y de su hijo Cliomenedes. Sobre todo del hijo.

Idomeneo miró a su amo como si este hubiese perdido el juicio.

—Mostraremos nuestras cartas —dijo—. Esa ciudad ya está prácticamente en guerra contra nosotros.

—Esa ciudad puede tratarse como una provincia conquistada —replicó Eumeles—. Matemos a la oposición y la asamblea nos temerá.

—Si los matamos, es probable que surja otro líder —dijo Idomeneo con firmeza—. ¿Y si un asesino falla? Entonces tendremos a uno de ellos pidiendo a gritos tu cabeza.

—Cuando la cabeza de Sátiro se separe de su cuerpo, toda la contienda se librará fuera de las ciudades. Y tenemos a los sakje; Olbia necesita su grano. Deja de luchar con fantasmas y obedece. —Eumeles le dedicó su gélida sonrisa—. Lo que en realidad quieres decir que es que estoy a punto de quebrantar la ley, incluso la ley de los tiranos. Y eso no te gusta. Es peliagudo. Eres libre de embarcarte y regresar a Halicarnaso cuando gustes.

Una vez más, Idomeneo se asombró al comprobar que a su amo no le importaran lo más mínimo los sentimientos de sus hombres pese a ser capaz de leerlos como rollos de papiro.

—¿Me has hecho salir de entre las piernas abiertas de mi esclava por alguna razón? —preguntó Telémono con su peculiar tonillo.

—No me vengas con esas —dijo Eumeles. Ni siquiera le gustaba oír sus cantinelas subidas de tono, reflexionó su secretario—. Esperarás cuanto me plazca.

Telémono dio media vuelta.

—¿No te basta con que mi enemigo esté a punto de poner la cabeza en el tajo del verdugo? —dijo Eumeles, levantando la voz—. ¿Y que una vez que haya caído os suelte a ti y a tus lobos para que arraséis la costa?

Telémono se detuvo. Se volvió otra vez.

—Sí —contestó—. Sí, eso es toda una noticia, señor. —Sonrió—. ¿En qué barco irá tu enemigo?

A Idomeneo siempre le alegraba disponer de información que transmitir.

—En el Halcón Negro, como navarco —dijo.

—El Halcón Negro —canturreó Telémono—. El barco de Estratocles. Lo reconoceré —aseguró.