17

—Nos ha avistado —dijo Neiron. Escrutaba las aguas bajo el sol de finales de invierno, y los destellos de las crestas de las olas bastaban para engañar a casi todo el mundo—. Cambia de rumbo.

Sátiro se agarró a un obenque y se encaramó a la borda. La velocidad de su travesía, con un viento fresco que los hacía escorar, le sacudía el quitón.

A lo lejos, casi en el horizonte, los mástiles del otro barco acotaban distancias entre sí, alineándose.

—Sí —dijo Sátiro.

Una semana en Rodas y diez días en Bizancio; una comida, un abrazo de Abraham y de Terón, un intercambio de órdenes y zarpar de nuevo, dejando a Sandokes y a Pantero de Rodas en puerto para que llevaran la flota tras el intervalo convenido. Había esperado pasar desapercibido al piquete del Bósforo; en realidad, había contado con ello.

Abraham y Terón habían tenido éxito en sus gestiones y eso significaba que necesitaba un fondeadero en el Euxino, un fondeadero a barlovento de Pantecapea. Lisímaco había contribuido con solo tres trirremes y un centenar de infantes, pero su alianza suponía mucho más que eso. Terón había hecho un buen trabajo.

Y Demóstrate, el rey pirata, seguía estando bien dispuesto; gracias a Abraham, el anciano estrechó la mano de un precavido Pantero como si fuese un viejo amigo de Rodas. Sátiro los había dejado observándose con recelo.

Manes había fruncido el ceño, con los ojos enrojecidos, pero sus barcos también habían acudido.

Sátiro había cruzado el Bósforo tan deprisa como pudieron sus remeros y los dioses lo favorecieron con un viento perfecto, de modo que en cuanto la proa del Loto dejó atrás las rocas de la salida del canal, izaron ambas velas y viraron hacia el este, navegando de empopada. Todo había salido redondo para efectuar una rápida travesía… excepto el barco avistado a barlovento.

—No nos dará alcance —dijo Neiron tras dar la vuelta al reloj de arena.

Sátiro meneó la cabeza.

—No tiene por qué capturarnos. —Dio una patada en el suelo de pura irritación—. Nunca subestimes a tu adversario. No pensaba que Eumeles tuviera suficientes capitanes para vigilar el mar todo el invierno. Escucha, Neiron, estamos a bordo del Loto Dorado. Todos los marinos del Euxino conocen este barco.

Neiron asintió.

—Y eso significa… —dijo Neiron levantando la vista hacia el cielo para comprobar el estado del tiempo.

—Eso significa que debemos capturarlo —concluyó Sátiro.

Una hora después, tenían al perseguidor justo en popa, un pesado trirreme o quizás un penteres con una cubierta de remo añadida; costaba discernirlo. Fuera el tipo de barco de guerra que fuese, tenía una tripulación numerosa y bastante calado para ser un galeón, y aguantaba bien el trapo.

El Loto Dorado no habría tenido problemas para dejar atrás al barco más pesado, si ese hubiese sido su propósito. En cambio, Neiron llevaba la vela mayor mal orientada y la de trinquete casi como si navegaran al través, cogiendo tan poco viento como podía sin llamar la atención. Además arrastraban en su estela la gran ancla de capa de cuero, cosa que dificultaba aún más la tarea de Sátiro al timón. El Loto avanzaba bamboleándose como un percherón, y los brazos de Sátiro soportaban todo el peso de la nave. Estaba en baja forma, notaba los efectos de las semanas que había pasado en cama. Los combates de pancracio con los marineros y comer como un lobo ayudaban, pero había perdido músculo y lo sabía.

En popa, su perseguidor tenía remeros en la cubierta inferior, y estos se esforzaban como héroes regateando por un premio; cosa que, de hecho, hacían. La cubierta inferior daba un impulso adicional al barco, que así navegaba un poco más deprisa, manteniendo el rumbo y sin apenas escorar.

—Es un buen marino —dijo Neiron con aprobación—. Conoce el oficio.

—Demasiado bien —respondió Sátiro. Señaló hacia la proa del barco enemigo, donde alcanzaba a verse un quitón escarlata—. Está pendiente de nuestra estela. ¡Stesagoras! —llamó Sátiro a su nuevo oficial de cubierta—. ¡Espabila, Stesagoras! Prepárate para cortar la soga del ancla de capa. ¡A mi orden, Fileo! Todos a punto para sacar los remos.

Fileo era su nuevo maestro remero, un profesional de la flota de León. Se le oyó transmitiendo las órdenes y añadiendo las suyas, cambiando las bancadas de la banda de babor.

El Loto llevaba todas las bancadas tripuladas aunque, de momento, los costados estuvieran cerrados.

El perseguidor estaba situando remeros en las bancadas superiores.

—Quiere virar pillándonos por sorpresa —dijo Sátiro.

—Conoce el oficio —repitió Neiron.

—Mostradle nuestros remos —gritó Sátiro.

Fileo tenía una voz hermosa; grave y melodiosa como la de un sacerdote.

—¡Abrid los portillos! ¡Preparados, listos, y remos!

Todos juntos, como la cola de un pavo, el Loto Dorado mostró sus remos; las tres cubiertas a la vez.

—¡Virada a babor! —ordenó Sátiro.

Los remos de babor de las tres bancadas ya estaban invertidos. Cuando dieron la primera estrepada, Sátiro se apoyó contra los timones de espadilla.

El propio Stesagoras cortó la soga del ancla de capa con un hábil golpe de su hacha de guerra. El casco entero vibró y el Loto se transformó de percherón en purasangre de un brinco. Acto seguido el oficial corrió hacia la cubierta de combate del centro del barco.

—¡Velas! —gritó—. ¡Arriad las vergas y plegad el trapo! ¡Más viveza, muchachos!

El viento en las velas empujó contra los remeros durante unos segundos, pero las vergas bajaron enseguida. La ventaja de un triemioliai era que sus mástiles podían permanecer en pie durante un combate, permitiéndole llevar las velas izadas más tiempo y arriarlas más deprisa. Las vergas arriadas cayeron en la cubierta central, no sobre los remeros, que siguieron remando.

Los marineros se apresuraron en dominar la agitada masa de lona, pero el espolón ya había dado media vuelta.

—¡Poseidón! —gritó Neiron.

—Heracles —dijo Sátiro. Sacó un odre de vino que el timonel guardaba debajo de su banco y lo arrojó lleno por la borda, sin molestarse en quitarle el tapón—. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir —agregó, pero rio sintiéndose poderoso.

Stesagoras pisoteaba la vela mayor, recogiendo trapo con sus largos brazos al avanzar, y de pronto se pudo ver a diez hombres encima de la lona y, acto seguido, como si tal cosa, la vela vio reducido su tamaño a la mitad, a un cuarto, y el pesado fardo fue amarrado al mástil. De la vela de trinquete ya no había ni rastro.

El perseguidor estaba comenzando a virar, sus remos batían el agua con brío, y ya había invertido las bancadas de la banda de babor, pero la distancia era escasa y el barco mayor tenía sus problemas.

Los arqueros de Sátiro tiraron una descarga cerrada de flechas que fue respondida de inmediato. Se oyeron gritos en proa.

—Avante y al abordaje —gritó Sátiro—. Neiron, toma el timón.

Las manos de Neiron agarraron los remos de espadilla de inmediato.

—Tengo el timón —dijo, por encima de los gritos provenientes de proa.

—Tienes el timón —dijo Sátiro, y le cedió el gobierno de la nave. Helios había sacado su peto de la bolsa que guardaba debajo del banco y se lo puso, un tanto sorprendido al constatar que, a pesar del tiempo, la coraza resplandecía como el oro y el yelmo era tan plateado como la luna. El casquete estaba húmedo y frío, pero el peto aún más.

Una flecha rebotó contra su espaldar y arañó el muslo de Helios antes de caer por la borda. Levantó la vista de las hebillas para ver el combate.

—Tiran con el viento a favor —dijo Neiron. Otra flecha pasó tan cerca que Helios se agachó.

—¡Han abatido al capitán de los arqueros! —informó Stesagoras desde la mitad del barco.

—¡Cuando quieras, navarco! —dijo Neiron.

—A por él —dijo Sátiro—. Me voy. —Se volvió hacia Helios, que iba completamente armado—. Conmigo, chaval —le dijo—. Mientras corría hacia proa oyó a Fileo ordenar velocidad de embestida. El galeón enemigo, que había pasado de cazador a presa, estaba virando hacia la costa sur del Euxino, obviamente con intención de salvarse varando en una playa.

Una flecha pasó tan cerca del yelmo de Sátiro que su vuelo sonó como un trozo de lino al desgarrarse. El barco aceleró bajo sus pies, notó el aumento de velocidad, pero el barco enemigo viraba cada vez más deprisa. Sátiro siguió corriendo hacia proa mientras Fileo bramaba a los remeros de la banda de estribor que ciaran; una maniobra arriesgada pero más rápida que cambiar las bancadas.

Sátiro llegó a proa y encontró a su capitán de arqueros muerto, con una saeta sakje clavada encima de la nariz y otra en la axila. Los arqueros se habían agachado, buscando el resguardo de los mamparos.

—¡Nos han asesinado! —gritó uno.

Sátiro contó tres muertos entre los ocho arqueros. Mientras contaba, un golpe le sacudió la cabeza y lo tiró a la cubierta, viendo estrellas, pero el yelmo había desviado la flecha. Helios le dio la mano y se puso de pie. Entonces una flecha alcanzó al chico y se clavó en su coselete acolchado. Helios gimió, la agarró y se acurrucó detrás del mamparo, tratando de arrancarse la flecha del costado.

—¡Hijo de puta! —dijo Sátiro. Recogió un arco, levantó la cabeza y tiró. No vio dónde había ido a parar su flecha pero acto seguido alcanzó otra.

Miró, disparó, esta vez apuntando a un guerrero sakje que estaba solo a dos largos de caballo, pero su peto rechazó otra flecha y se sentó.

—¡Son condenadamente buenos! —dijo a Apolodoro, bromeando.

El capitán de infantes no contestó. Estaba sentado contra el mamparo, inclinado hacia delante, y Sátiro de repente se dio cuenta de que estaba inconsciente; o muerto.

—¡Infantes! —gritó, y de pronto el barco volvió a virar, y se vio arrojado al desagüe del borde de la cubierta. Se arañó el rostro con las escamas de la armadura de Apolodoro y fue a descansar al lado de Helios, cuyos ojos eran tan grandes como monedas de cobre. Fileo rugía a todos los remeros que ciaran y Sátiro se obligó a levantarse y miró hacia popa. Neiron se apoyaba con todas sus fuerzas contra los timones de espadilla, y la proa del gran penteres viraba delante de sus ojos, tan solo a una eslora de distancia y alejándose, y de súbito fue como si los dos mástiles del barco enemigo cayeran por la borda como si los hubiese mordido un monstruo marino.

—¿Qué significa eso, por el Hades? —Sátiro corrió a la plataforma de mando. Las flechas habían dejado de lloverles encima.

Stesagoras tenía una clavada en el bíceps.

—La clemencia de Poseidón, señor. Sin duda era un monstruo.

Uno de sus compañeros partió la flecha y el alejandrino se arrancó el astil de la herida de entrada y se desvaneció.

Sátiro miró por la borda y lo entendió. El barco enemigo se estaba rompiendo tras haber topado a toda marcha contra una roca en la bahía de aguas poco profundas que su capitán había tomado por una playa. Pero no había playa alguna, solo una hilera de olas y un acantilado que tenía una altura de diez hombres.

—Ahí lo tienes —dijo Neiron—. Poseidón y todas las ninfas del mar. —Hizo una seña—. Las rocas de Thinyas. Ha faltado poco para que yo mismo embarrancara.

Hizo el signo campesino para conjurar el mal fario.

Sátiro miró al cielo y luego hacia popa.

—¿Podemos salvar a los tripulantes? —preguntó.

Neiron sonrió.

—Así se habla. —Luego se puso serio—. Aunque iban a por todas.

Sátiro se encogió de hombros.

—Una vez mojado, un remero es un remero —dijo, citando un antiguo proverbio sobre la fraternidad en el mar. Había algunos hombres, fenicios en su mayor parte, que creían que dejar morir a los marineros que se estaban ahogando era propicio para el mar, pero los griegos solían rescatarlos cuando era posible hacerlo.

—¿Viro en redondo, entonces? —preguntó Neiron.

—¡Infantes! —gritó Sátiro. Asintió—. ¡Conmigo!

Rescataron a medio centenar de hombres. Helios, aparte de sus otros talentos, sabía nadar. Se zambulló sin miedo en el gélido mar y salvó a dos hombres; primero a un grumete y luego a un hombre menudo, enjuto y nervudo.

Después de que Sátiro le viera subir al segundo hombre por la borda, Neiron le llamó la atención y señaló hacia la costa. Sátiro vio que una veintena de hombres llegaba a la orilla y desaparecía tras el acantilado que se alzaba al borde del agua.

—¿Tenemos que darles caza? —preguntó un infante de marina.

Sátiro negó con la cabeza.

—Me pregunto cuánto tardarán en llegar a casa —caviló en voz alta.

Pasaron la noche en una playa abierta, cien estadios antes de Heraclea. La noche dio a Sátiro tiempo para fantasear sobre su amada, a quien no había visto casi en un año. Amastris de Heraclea era bella, además de ser inteligente, rica y la única sobrina del segundo hombre más rico del Euxino, Dionisio de Heraclea.

Sátiro estaba sentado a solas sobre una piel de león, un regalo que le hiciera Gabines al zarpar, de parte de Tolomeo, o eso dijo al menos. Sostenía un gran cuenco negro de sopa e iba envuelto en sus dos mantos de más abrigo, pero aun así el viento le daba frío.

Neiron trepó por las rocas hasta él.

—Soy demasiado viejo para ponerme a buscar a un duendecillo como tú —dijo.

—Ese barco era de primera clase —dijo Sátiro. Tomó un poco de sopa caliente. Abajo, en la playa, los supervivientes del Delfín Alado, pues así resultó llamarse el barco enemigo, se apiñaban en torno a una hoguera—. Si todos los barcos de Eumeles son así de buenos, nos espera un buen combate.

—El capitán era de Samos. Se ha largado. El resto son buenos marineros. Todos piratas. —Neiron se encogió de hombros—. Tienes que comer y, si se me permite decirlo, tienes que confraternizar con la tripulación.

Sátiro asintió. Se puso en pie y bebió más sopa.

—Mañana me la juego. Estoy asustado.

Neiron guardó silencio.

—Stesagoras y Fileo son buenos hombres —dijo Sátiro—. Y tú también, Neiron.

Le tendió la mano. Neiron pareció sorprenderse pero se la estrechó.

—Caramba. Gracias, Navarco.

—Llámame Sátiro.

Neiron sonrió.

—Vaya, creía que nunca vería llegar este día. —Se rio. Más serio, agregó—: Necesitamos más infantes de marina, un oficial y un puñado de arqueros. Esos sakje nos han causado muchas bajas.

—También nos dieron una paliza en Olbia. —Sátiro meneó la cabeza y se terminó la sopa—. Mi propio pueblo —dijo con amargura—. Apolodoro se merece un entierro como es debido.

—Sí. —Neiron miró hacia otro lado. Nunca había sido muy amigo de capitán de infantes—. ¿En Heraclea?

—Tendrá que ser —dijo Sátiro, asintiendo—. Gracias. Ahora estoy mejor.

—Hablar suele tener ese efecto, señor; Sátiro —dijo el timonel.

El capitán del puerto de Heraclea subió a bordo y abrió ojos como platos.

—¿Sátiro de Tanais? —preguntó.

Sátiro se acordaba de él. Solo habían transcurrido cuatro años. Lo recordaba de los vertiginosos días de intrigas y asesinatos en la corte de Heraclea, los meses que siguieron al asesinato de su madre.

—¿Bias? —dijo, y le tendió la mano.

—¡Señor! —respondió Bias. En Heraclea habían tenido tiranos y aristócratas durante tanto tiempo que los griegos a veces hincaban la rodilla en el suelo como los bárbaros ante un hombre de linaje importante.

—¿Néstor sigue siendo la mano derecha del tirano? —preguntó Sátiro.

—¿Acaso no es mi cuñado? —preguntó Bias, y se echó a reír—. Has sido bastante osado viniendo aquí, señor. El tirano no es amigo tuyo actualmente. En el ágora circula el rumor de que tú, hmm, has pasado demasiado tiempo con su sobrina. Y el tirano de Pantecapea te quiere ver muerto. Estamos en paz con ellos.

Sátiro asintió.

—Tengo que ver a Néstor —dijo—. Y luego arreglaré eso. Y Bias, amo a Amastris. Nunca jugaría con sus sentimientos.

Se sintió un poco extraño mientras sus labios pronunciaban aquella mentira. Aunque había sido cosa de ella, o eso se dijo a sí mismo. Y en ningún momento se había tratado de un flirteo.

Bias ni siquiera se molestó en echar un vistazo al conocimiento de embarque.

—Si quieres ver a Néstor —dijo—, ven a tierra en mi bote.

Sátiro consideró la posibilidad de que fueran a apresarlo para matarlo y así satisfacer las obligaciones del arte de gobernar, pero se encogió de hombros.

—Neiron, toma el mando —dijo—. Si no regreso al anochecer, saca el barco del puerto. Luego ya sabes qué tienes que hacer.

Neiron asintió.

Mientras se dirigían a tierra, Bias se inclinó hacia delante.

—¿Qué tiene que hacer tu timonel si no regresas, señor? —preguntó.

Sátiro observaba a los remeros. Dedicó una breve sonrisa a Bias.

—Ir en busca de mi flota —contestó—. Y reducir la ciudad a cenizas.

Bias, frustrado, se apoyó en el respaldo.

—Solo para que nos entendamos, Bias. Amo a Amastris, no a Heraclea. —Sátiro se encogió de hombros—. No traigo mala intención, pero si me apresan, habrá consecuencias.

—¿Dónde está tu flota? —preguntó Bias, como si no tuviera mayor importancia.

Sátiro hizo un gesto vago con la mano.

—Bastante cerca —contestó.

Atracaron en el embarcadero de la aduana y dejaron a Sátiro solo. Oyó que alguien discutía en susurros cerca de él y comenzó a lamentar el atrevimiento de su llegada. Deseó estar rodeado por sus infantes de marina.

Al cabo de una hora, un hombre extraño, a todas luces un esclavo aterrorizado, se presentó para acompañarlo a una casa muy confortable, aunque escasamente amueblada, cercana a los muelles. Sátiro estaba tan asustado que tardó varios minutos en darse cuenta de que era la casa de Kinón. Kinón había sido el factor de León en Heraclea y había muerto una noche de sangre y terror, cuando los asesinos a sueldo de Eumeles fueron a matar a los gemelos. Sátiro tuvo que hacer un esfuerzo para resistir la tentación de buscar manchas de sangre en los sillares.

Aguardó una hora, según el antiguo reloj de agua del jardín. Los rosales estaban muertos. Sátiro aceptó el vino que le ofreció el esclavo aterrorizado y aflojó la correa de la vaina de la espada, cada vez más convencido de que había cometido un error. Habría sido mejor presentarse con la flota y dejarse de negociaciones.

Pero se había prometido a sí mismo, y a su tía, intentar otros métodos. Y Amastris… ¿Cómo iba a utilizar la fuerza contra su ciudad?

La espera se prolongaba. El esclavo anciano le llevó más vino; un vino excelente, pese a la dejadez que reinaba en la casa.

—¿Esta casa sigue siendo del amo León? —preguntó Sátiro.

—Sí, señor —contestó el anciano.

Sátiro se planteó que aquello podía ser una cortesía, no una trampa.

Sátiro tuvo tiempo de meditar sobre varias cosas. El sol se puso y salieron las estrellas, frías y brillantes, prometiendo tiempo más frío pero bueno para navegar.

—¿Quiere cenar el señor? —preguntó el anciano esclavo.

—¿Qué tienes? —respondió Sátiro.

—He traído langosta —dijo una voz desde el jardín—. Recuerdo que en Alejandría te gustaban.

Sátiro se irguió y se recompuso el cuello del quitón.

—No me atrevía a esperar que vinieras —dijo.

Era más guapa de lo que recordaba. Sátiro se levantó y Amastris se arrimó a él y lo besó; en el cuello, en el mentón, y luego él inclinó la cabeza buscando sus labios y se olvidó de todos sus planes.

—¡Para! —dijo Amastris, cuando las lámparas comenzaron a parpadear. El esclavo no había regresado para rellenarlas de aceite.

Sátiro no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, y tenía una mano en la cadera desnuda de Amastris, que llevaba el quitón jónico levantado hasta mostrar la barriga. Amastris le sonrió en la penumbra y sus ojos centellearon.

—¡Para! —dijo otra vez.

Sátiro paró, aunque no sin antes darle un último beso en la base del cuello. Ella se volvió y le mordió el pulgar, se levantó de su regazo y se alisó bruscamente el quitón para cubrirse las rodillas. Sátiro temió que se hubiese enojado, pero estaba sonriendo.

—Aquí soy la heredera del tirano. Y si hago el amor contigo, me gustaría hacerlo en un amplio diván con un frasco de buen vino a mano, y no en esta casa que parece un sarcófago. —Meneó la cabeza—. Noto la presencia de sus fantasmas. ¿Tú no? Murieron con dolor y miedo.

Sátiro inhaló profundamente y soltó el aire despacio para despejarse.

—Yo estaba aquí, Amastris. Lo recuerdo demasiado bien para temer a los fantasmas.

Ella le tocó los labios con los dedos.

—A veces me asustas, Sátiro. Tu vida ha estado llena de… muerte. ¿Qué cicatrices llevas contigo?

—Me parece que las has visto todas —bromeó Sátiro.

—Eso no tiene gracia, aquí. Por más que me gustes, querido. Alguien ha hablado. Néstor está de mi parte y de la tuya. Me ha traído él. Pero me ha hecho jurar que… Bueno, que no haría nada que lo convirtiera en mentiroso. —Le sonrió y luego meneó la cabeza—. Qué frío —dijo—. Tengo una carta para ti; de un mercader de perfumes de Babilonia. —Sonrió—. El persa que la trajo tal vez sea el hombre más guapo que haya visto en mi vida.

Sátiro se incorporó. El corazón se le detuvo un instante antes de seguir latiendo.

—¿De Babilonia? —preguntó.

—Sí —contestó Amastris, acomodándose de nuevo a su lado—. ¿Tan importante es? ¿Me has comprado un regalo fabuloso?

Sátiro le acarició el brazo, subiendo hasta el hombro y bajando hasta su pecho desnudo.

—Es posible —contestó.

Amastris lo apartó.

—Hablo en serio, pero… —Se levantó y se retiró un poco—. Bias parece pensar que tienes una flota.

Sátiro asintió.

—Así es —dijo.

Amastris dio una palmada.

—Entonces, ¿vas a intentarlo otra vez?

Sátiro asintió de nuevo.

—¡Pues no pierdas más tiempo y hazlo! ¡Mi tío tendrá que recibirte cuando seas el tirano de Olbia! —Se cubrió los hombros con un manto oscuro—. Ay, suspiro por ti. ¡Ponte en marcha! —Sonrió de oreja a oreja, y volvió a parecer la chica que Sátiro recordaba de su primera visita a aquella ciudad—. Qué caballeroso, detenerse para ver a una joven cuando vas camino de ser rey.

—Me temo que he venido por algo más que un beso —dijo Sátiro. Tenía la mente despejada—. ¿Néstor está fuera?

—¿Qué pinta Néstor en todo esto? —preguntó Amastris. Su tono no fue exactamente el que habría preferido Sátiro, pero siempre había sido una chica difícil cuando no era el centro de atención.

—Necesito una audiencia con tu tío —explicó Sátiro.

—¿Tú? Es tan probable que hable contigo como que te encierre como a un criminal. —Se irguió cuan alta era—. Habla conmigo.

Sátiro negó con la cabeza. La habitación estaba oscura, y su gesto seguramente pasó desapercibido.

—Oh, querida, no pretendo faltarte al respeto, pero necesito un fondeadero para mi flota. Tu tío tiene el mejor fondeadero de esta costa. Los vientos soplan desde aquí hacia Pantecapea.

—¿No has venido por mí? —preguntó Amastris, y retrocedió un poco más.

Sátiro habló despacio.

—No. Y tú tampoco has bajado aquí para irte conmigo.

La vio adoptar el aire de una mujer ofendida.

—Podría haberlo hecho —dijo Amastris.

Sátiro dio un paso al frente.

Ella dio media vuelta.

—¡Néstor! —llamó Sátiro.

Amastris se volvió.

—¿Qué te propones? —preguntó—. ¡Néstor no quiere nada contigo!

—Necesito tener un amigo aquí —dijo Sátiro—. Creo que Néstor es ese amigo.

Sátiro siempre lamentaba la claridad de su visión, pues con demasiada frecuencia veía cosas que supuestamente no debía ver.

—Tú no quieres ser mi amiga ante tu tío —dijo Sátiro—. Se te nota en la voz.

—¡Mientes! —respondió Amastris.

Sátiro intentó cogerle la mano; falló, lo logró.

—¡Escucha! —dijo—. Te amo.

—No es verdad —gimió Amastris.

—Sí que lo es. Pero en estas circunstancias quieres que sea tu amante secreto, y yo debo ser un aliado público. Así es como funciona el mundo, amor mío. Necesito el puerto de tu tío. Sin él, no tendré éxito.

Sátiro tomó aire pero ella lo interrumpió, pese a que ya se oía ruido de tachuelas en las losas del suelo.

—¿Necesitas mi puerto más que a mí? —preguntó Amastris.

Néstor entró en la sala en penumbra con una antorcha en la mano.

Tan corpulento como el difunto Filocles, Néstor surgió de la oscuridad tal como lo había visto la primera vez, cubierto de bronce de la cabeza a los pies, con ornamentadas grebas, escarpes y una magnífica coraza que reproducían unos pies desnudos, un torso musculoso, y guardabrazos a juego.

—Veo que Eutropio sigue trabajando —comentó Sátiro.

Néstor le estrechó la mano.

—Sabía que regresarías, chico. Me alegra de encontraros a los dos vestidos. —Sonrió—. ¡No esperaba que me hicieras llamar, chico!

Sátiro sonrió a su vez. Cogió la antorcha y la utilizó para encender lámparas.

—Debes de ser el último hombre del mundo que sigue llamándome «chico» —dijo—. Tengo que ver al señor Dionisio.

—Las propuestas de matrimonio no serán bien recibidas en estos momentos —dijo Néstor—. Opina que quizá te hayas tomado demasiadas… libertades. En la corte. —Néstor se encogió de hombros—. Y aquí eres conocido como «ese aventurero».

Sátiro asintió.

—Necesito el fondeadero. Durante diez días. Y el campo de Ares de la ciudad. También durante diez días.

—¡Zeus Sóter, chico! —Néstor meneó a cabeza—. ¿Para qué?

—Necesito la alianza de Dionisio —dijo—. O como mínimo su aceptación.

—Está loco —terció Amastris—. ¡Y yo que pensaba que había venido por mí!

Néstor negó con la cabeza.

—Estás loco.

—Déjame ver a Dionisio —pidió Sátiro.

—¿Aceptas las consecuencias si prescinde de ti? —preguntó Néstor.

—Lo haré si es preciso —contestó Sátiro.

Dionisio quizá no se había levantado en cuatro años. Tendido en su enorme cama, su inmenso cuerpo tensaba las tiras de cuero del colchón de tal modo que cada movimiento venía acompañado de atormentados crujidos.

Esta vez, nadie pidió la espada a Sátiro; un llamativo descuido. Esta vez, no le ofrecieron una silla ni un diván, de modo que permaneció de pie delante del tirano.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, muchacho? —preguntó Dionisio—. No recuerdo haberte invitado a regresar.

Sátiro adoptó la sonrisa de amable confianza que había practicado durante los últimos cinco años.

—He regresado para darte las gracias por tus lecciones sobre política —dijo.

Dionisio se rio.

—Recuerdo que te ofrecí cierta instrucción, ahora que lo pienso. —Sus risitas hacían crujir y resollar la cama en la que yacía, como si se tratara de un coro de cómicos. Luego se calló—. De Alejandría nos ha llegado el rumor de que pervertiste a mi sobrina —agregó.

—No —dijo Sátiro. Filocles le había enseñado que una negativa directa era más efectiva que una retahíla de excusas—. No, aunque deseo casarme con ella.

Dionisio asintió.

—No. ¿Algo más? —Levantó la cabeza—. Tengo entendido que te has convertido en todo un señor de la guerra —prosiguió—. Venciste a la escuadra de Eumeles en la otra costa; tú solo, según nos dicen. Amastris se puso a aplaudir cuando se enteró. Por supuesto sus palmas fueron menos entusiastas cuando supo que masacraste a los prisioneros. Tú solo.

Sátiro se encogió de hombros, como si la masacre de los prisioneros no fuese digna de comentarse.

—Si no me concedes su mano en matrimonio —dijo Sátiro—, tal vez quieras considerar un tratado de alianza, ofensiva y defensiva.

—¿En serio? —respondió Dionisio—. Por los dioses, muchacho; no te faltan agallas. Pero… no. Eumeles no es amigo mío, pero tu próxima expedición fallida no partirá desde aquí.

—Te pido que lo reconsideres —dijo Sátiro—. Porque si no lo haces. Las consecuencias serán… graves.

Dionisio se incorporó.

—¿Me estás amenazando, muchacho? —preguntó.

—Sí —contestó Sátiro—. En efecto —agregó, sin dejar de sonreír.

Detrás de él, Amastris reprimió un sollozo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Mi tío Diodoro está a veinte días de marcha de aquí. Vendrá desde las montañas de Frigia. Justo en dirección contraria a la de mi huida de hace cinco años. —Sátiro se esforzó por seguir sonriendo—. Tiene mil caballos y cuatro mil infantes: más que suficiente para sitiar esta ciudad.

Néstor levantó el brazo pero Sátiro prosiguió.

—Dentro de cinco días toda la flota de Demóstrate subirá por la costa desde Bizancio —añadió, mientras Néstor se ponía de pie—. Puedes firmar la alianza conmigo y permitirme usar tu puerto, o atenerte a las consecuencias.

—¡Podría hacerte matar ahora mismo! —rugió Dionisio.

—Y asumir las consecuencias —repitió Sátiro. La mano de Néstor agarraba el cuello de su capa al tiempo que le inmovilizaba el costado diestramente con la espada, pero Sátiro no se amedrentó. No tenía sentido hacerlo. El dado rodaba y saltaba, a punto de detenerse. ¿Saldría un seis? ¿Saldría un uno?

—Esta ciudad nunca ha sucumbido a un asalto —dijo Dionisio, aunque ahora con voz vacilante.

Sátiro no apartó los ojos del tirano.

—Y no tiene por qué hacerlo. Si ahora me apoyas, solo con tu puerto, y puedes fingir que te he obligado a hacerlo, seré tu leal aliado para siempre. Recházame y, si es tu deseo, mátame.

—Tu osada amenaza es un arma muy fea —respondió Dionisio.

—A veces lo feo es hermoso —repuso Sátiro.

Dionisio se rio, y lo hizo con tantas ganas que el armazón de la cama se sacudió.

Néstor soltó la capa de Sátiro y se retiró.

El obeso tirano siguió riendo un rato y luego bebió un poco de vino.

—Heme aquí postrado en esta cama y te oigo decir que vas a ser rey —dijo—. Y Eumeles es una amenaza para mí y para las demás ciudades de la costa sur. ¿Realmente cuentas con Demóstrate?

—En efecto, mi señor —contestó Sátiro, asintiendo.

Dionisio asintió a su vez.

—Eres inteligente, muchacho, pero me cuesta creer que dispongas de un ejército.

Sátiro no tenía nada que perder.

—¿Amastris? Has dicho que tenías una carta para mí.

Amastris pasó delante de Néstor.

—¿Lo ayudarás? Preguntó a su tío. Se sentó en la cama y le revolvió el pelo, un gesto que estaba completamente fuera de lugar. Luego mandó a un esclavo en busca de la carta.

El tiempo transcurrió lentamente. Sátiro tuvo ocasión de repasar las demás opciones que había tenido. Y entonces el ilota regresó corriendo por el pasillo, sin que apenas se oyeran sus pies descalzos sobre las losas del suelo. Hizo una reverencia al tirano, que alargó el brazo. Y el esclavo le entregó las tablillas.

El tirano las abrió. Era una tablilla doblada en dos, encerada por todos los lados: cuatro páginas en total. La cera estaba inscrita y le echó una ojeada y leyó:

—«Amion, mercader de Babilonia, envía recado a Sátiro, mercader de Alejandría, conforme enviará a doña Amastris los perfumes solicitados, y además estipula que el pago…» —Dionisio levantó a vista—. Me figuro que ahora insistirás en que esto es un código.

Sátiro negó con la cabeza.

—No —dijo—. Si me permites…

Sátiro alargó el brazo y Néstor cogió las tablillas de manos de su amo y se las pasó a Sátiro. Sátiro sintió una punzada en el moratón que le había causado una de las flechas que le había dado en el peto. Torció la endeble madera entre sus manos e hizo saltar las páginas de cera de sus marcos, una tras otra.

Y la madera desnuda estaba escrita con una caligrafía de rasgos diminutos. Sátiro suspiró y tuvo la sensación de que todos los músculos del cuerpo se le relajaban. Devolvió las tablillas a Néstor, que las pasó de nuevo al tirano.

—Eres un pozo de sorpresas —dio Dionisio. Asintió—. «Diodoro a Sátiro, saludos. Ares y Atenea bendigan tu empresa. Hoy he recibido tu mensaje, pero hace menos de una semana que Seleuco nos ha pagado los salarios del invierno. En cuanto los hombres estén sobrios, me pondré en marcha. Subiré por la calzada real hasta donde pueda, y luego seguiré por la carretera vieja hasta Heraclea. Espérame en cuanto los pasos estén despejados. Sitalkes y Crax y todos tus amigos no hacen más que hablar de nuestro regreso del exilio, y todos los presagios son propicios.» —Dionisio levantó los ojos—. Por descontado, esto podría ser un ardid.

Sátiro asintió.

—Podría serlo, desde luego.

—¡Bah! No soporto la idea de ejecutarlo. Y como dice él mismo, esta es la única alternativa. —Dionisio asintió—. Buen truco el de las tablillas, muchacho. De Heródoto, si no me equivoco. De acuerdo. No me apetece hacer frente a un sitio del mejor capitán de la actualidad. Seré tu aliado. Pero si fracasas, muchacho, nunca regreses aquí.

Sátiro hizo una reverencia. Pensó en el estado en que se encontraba su tesoro y en el delicado equilibrio que sostenía la buena voluntad de su flota.

—Si fracaso —dijo, y finalmente se quitó la máscara y le tembló la voz—. Si fracaso, señor, seré pasto para los peces.

Dionisio frunció los labios y bebió un sorbo de vino.

—Bien —dijo—. Veo que nos entendemos.