14
Norte de Olbia, invierno, 311-310 a.C.
El primer debate, el primer consejo y las primeras órdenes absolutas de Melita como señora de los asagatje conllevaron mandar a sus aliados de regreso a sus hogares.
La presencia de Parshtaevalt y Urvara tuvo exactamente el efecto que había previsto. La trataban como si fuese una niña particularmente dotada, le hablaban con cuidado para exponerle sus planes y contaban con que ella los aprobara de inmediato. Ellos y sus respectivos pueblos estaban acampados a pocos estadios del Vado del Río Dios, y las tribus comenzaron a unírseles, tal como Ataelo, Urvara y Parshtaevalt deseaban. Con su mera pasividad, estaban formando un ejército.
El tercer día después de los sacrificios, Melita se levantó de su camastro de pieles resuelta a mandar sobre su pueblo y su propio destino. Se vistió con esmero y fue a ver a Nihmu, que ahora compartía abiertamente una tienda con Coeno. Sacudió la nieve virgen de la portezuela y la abrió, sosteniendo el palo con cuidado para no tirar más nieve sobre las alfombras del interior.
—Deseo convocar a todas las autoridades del campamento —anunció.
Coeno estaba hirviendo agua en un cazo de bronce que se sostenía en precario equilibrio sobre un trébede. Iba desnudo de cintura para arriba, y el pelo gris de su torso estaba cubierto de cicatrices. Rara vez había visto un cuerpo con tantas marcas. Coeno no parecía avergonzado.
—Señora —dijo—. Inclinó la cabeza. Él, al menos, la trataba como a una adulta, y como a su comandante.
Nihmu solo llevaba un camisón de lana. Fue a arrodillarse junto a Melita y le dio una taza de sidra caliente.
—¿Señora? —dijo Nihmu—. No soy comandante ni tu baqca. —Se encogió de hombros—. ¿Cómo voy a convocar a tu consejo?
—¿Saliendo fuera y gritando? —propuso Melita—. No lo sé, pero si no los convocas tú, seré yo quien salga y se ponga a gritar. El consejo de ayer lo convocó Ataelo. Yo fui invitada. Hoy seré yo quien invite.
Coeno asintió.
—Lo haré yo, señora —dijo—. Soy amigo de todos pero sigo siendo tu hombre. Iré de yurta en yurta y los invitaré a ir… ¿dónde?
—A mi yurta —dijo Melita—. Enseguida. Quiero a Ataelo y Samahe, a Urvara y Eumenes, a Tameax y a Parshtaevalt; y a su tanista, si es que lo tiene. ¿Ese chico tan guapo que ayer iba detrás de él? ¿Es su hijo?
Nihmu negó con la cabeza.
—El hijo de su hermana —contestó—. Se llama Gaweint. —Sonrió—. Es verdad que es muy guapo —dijo, dirigiéndose más a Coeno que a Melita.
Coeno se encogió de hombros.
—Si tú lo dices…
Indignada tal vez fuese demasiado fuerte, pero Melita se quedó sorprendida, incluso horrorizada al ver que flirtearan sin pudor alguno delante de ella.
—¡Nihmu! —dijo, sin dar tiempo a que su mente política la refrenara—. ¡Tienes marido!
Nihmu sonrió como un gato.
—En efecto. Lo tiene preso el enemigo y dirijo todo mi esfuerzo en rescatarlo.
Melita se volvió un momento hacia Coeno, que estaba tan poco perturbado como Nihmu ante lo que había sido prácticamente una acusación de adulterio.
—Si piensas mal de nosotros… —comenzó Coeno.
—¿Mal? —preguntó Melita.
Se hizo el silencio en la tienda.
Melita los miró a los dos, y ellos le sostuvieron la mirada. Melita sabía lo suficiente sobre sentimientos y lenguaje corporal para darse cuenta de que no estaban avergonzados ni a la defensiva, actitud que no hizo sino enojarla aún más.
—Muy bien —dijo—. Convoca a mis líderes.
Dio media vuelta e hizo lo posible por salir de la tienda con la máxima dignidad. «¿Qué están haciendo? ¡Sus actos se reflejarán en mí!», pensó, y acto seguido decidió que era injusto. La mayoría de los sakje no sabía nada del marido de Nihmu, y aún serían menos aquellos a quienes les importara. Entre los nómadas, el sexo no tenía la misma importancia que en las ciudades.
Regresó a su yurta y se sentó a aguardar a que llegaran. El tiempo se fue eternizando, en varios aspectos fue la espera más larga de su vida. Al cabo de un rato comenzó a preguntarse qué debería hacer en caso de que no se presentaran.
Pero las paredes de una yurta son delgadas, y mientras alimentaba su enojo pensando en la desobediencia, sus oídos le dijeron que estaban viniendo. Parshtaevalt pidió a gritos su túnica limpia de lana y mandó a otro jinete en busca de Gaweint, que estaba cazando.
Y por fin llegaron todos juntos, cosa que la condujo a pensar que se habían reunido previamente en otro lugar. Urvara entró la primera. Hizo una reverencia, gesto insólito en ella, y cuando le fue ofrecido, tomó asiento junto al fuego. Uno tras otro, los demás jefes entraron y se sentaron.
Melita sonrió y les ofreció vino. Coeno entró discretamente en la yurta, y el aristócrata megaro se lo sirvió a cada uno de ellos en copas de asta que conservaban el calor. Nihmu vino y se sentó junto al fuego, y Melita se lo consintió aun no estando segura del papel que desempeñaba allí ni qué presagiaba su llegada.
—Permitid que vaya al grano —dijo Melita cuando todos se hubieron acomodado—. Nunca ha sido mi deseo formar un ejército. Vosotros estáis formando un ejército. Mandadlo de vuelta a casa.
Ataelo asintió.
—Lo hacemos por ti.
Melita mantuvo la voz serena.
—Mandadlos a casa —repitió.
Urvara sonrió.
—Melita, comprendemos que…
Melita la interrumpió con determinación.
—Vuestra comprensión no me importa lo más mínimo. Mandadlos a casa o me marcharé y os podéis pudrir en la nieve. O soy la señora de los asagatje o no lo soy. Mi nombre atrae a esos jinetes. Mi nombre bastará para unir a los asagatje. —Miró en derredor, procuró calmarse y ralentizar los latidos de su corazón para sonar más serena—. No tengo intención de ser un saskar, un tirano. Pero en este primer paso, o soy obedecida o nuestros caminos se separan.
Ataelo negó con la cabeza.
—Marthax no se inclinará ante una chica.
Melita se encogió de hombros.
—Pues entonces lo mataré en un combate, uno contra uno.
—¿Por qué se avendría a semejante combate? —preguntó Urvara.
—¿Acaso es idiota? —repuso Melita—. ¿En serio? Este campamento, en invierno, en campo abierto, demuestra que mi nombre basta para reunir un ejército. El suyo, no. Lo sabe tan bien como yo. Concedámosle la dignidad de reconocerme si está dispuesto a hacerlo, o la de morir bajo mi cuchillo en caso contrario.
Parshtaevalt se levantó.
—Señora, Marthax era y sigue siendo la lanza más mortífera de las llanuras. Te matará, y contigo morirán nuestras esperanzas.
Melita se encogió de hombros.
—No —dijo—. No me matará.
Nihmu se inclinó hacia delante.
—Todos te amamos, dulzura. Tienes que escuchar…
—No —repitió Melita—. No. No voy a escuchar más. Cada uno de vosotros puede conservar veinticinco caballeros. Eso es todo. Partiremos hacia el campamento de Marthax por la mañana y, si no soy obedecida, me marcharé a la costa.
Uno tras otro, salieron arrastrando los pies, con el enojo pintándoles el semblante. «¿A quién le gusta recibir órdenes de una muchacha?», pensó, pero mantuvo el rostro impasible.
Cuando todos se hubieron ido, Coeno limpió el cazo de calentar el vino con un trapo de lino basto. La miró, aguardando a que hablara. Visto que no lo hacía, dejó el cazo en el montón de los platos y se levantó.
—Tenía que hacerse —dijo.
—¿Eres el único hombre verdaderamente mío? —preguntó Melita.
Coeno sonrió.
—Ni mucho menos, señora. Yo te conozco desde el primer día de tu vida; ellos solo te conocen de lejos. Igual que Nihmu. Y ninguno de nosotros te brinda otra cosa más que respeto. —Esbozó su característica media sonrisa—. Sin embargo… tenía que hacerse. Incluso los padres llega un momento en que tienen que renunciar a dominar a sus hijos.
Melita sonrió a su vez.
—¿Tu Jenofonte también escribió sobre esto?
Coeno negó con la cabeza.
—Jamás escribió sobre la magia del mando —dijo—. Estas lecciones las aprendí de tu padre, y tengo poco que enseñarte. ¿Por qué estás tan segura de que puedes batir a Marthax? ¿Es por la profecía?
Melita se arrellanó en sus pieles.
—Sí y no. Simplemente, lo sé.
Coeno fue a sentarse a su lado.
—Ellos no lo saben.
—Deben confiar en mí —dijo Melita.
Coeno miraba fijamente las brasas del fuego.
—Señora, saben que un enfrentamiento armado de su facción, tu facción, triunfará. Cualquier otro método conlleva elementos de riesgo. Su lógica es casi griega: su sistema no fallará.
—Escúchame, Coeno —dijo Melita en griego. Hablaba deprisa, tal como Filocles le había enseñado a hacer cuando había que presentar un argumento—. Esa lógica es falsa. En un conflicto armado, ganaríamos por un día. Marthax perderá una batalla o la rechazará y huirá hacia el norte, invicto, para reunir a las demás tribus y convertirse en una espina clavada en mis carnes. Y mi pueblo y su pueblo lucharán durante una generación, tal vez más, mientras los sármatas amenazarán nuestra puerta oriental y los Manos Crueles y los Gatos Esteparios se establecerán en los fértiles valles fluviales para convertirse en sindi. Entre su pueblo y el mío se sucederán los ataques y las incursiones, y nunca llegarán a ser un solo pueblo como en los tiempos de Satrax. Ahora bien, si tengo éxito, dentro de un mes seré la reina de los asagatje. Y cuando el suelo esté duro todos nuestros caballos marcharán hacia el este contra los sármatas.
—Tu madre siguió la misma estrategia que dices que Marthax adoptará —señaló Coeno—. Huyó y estableció sus propias alianzas.
—Lo sé —contestó Melita—. Me crié en esos tiempos. He meditado mucho al respecto desde que soy adulta. Creo que hizo lo que hizo por mi padre. Para él estaba bien. Para la guerra contra Alejandro estaba bien. No obstante, para los asagatje estuvo mal. Y voy a ponerle remedio.
Coeno se levantó.
—Piensas a fondo. No sé qué parte lleva más razón, pero haré lo posible para que obedezcan; aunque solo sea porque así es como tiene que ser, pues de lo contrario tu papel carece de sentido.
Se dieron un apretón de manos. Antes de que Coeno saliera de la tienda, Melita lo detuvo.
—Nunca has ocupado un puesto de mando importante —dijo—. Y sin embargo mi padre te amaba y eres el mejor de los guerreros.
—Me desagrada ordenar a los hombres que hagan cosas que yo mismo no haría —respondió Coeno.
Melita enarcó una ceja.
—Tú eres aristócrata. Das órdenes cada vez que abres la boca.
—Ordenaré a un esclavo que me traiga una copa de vino. No ordenaré a un esclavo que se enfrente a una carga de caballería. —Coeno sonrió—. Ni siquiera soy un buen filarco. Siempre termino plantando las tiendas y haciendo la comida.
—Quisiera darte un puesto de mando —dijo Melita—. Formaré un grupo de mis propios caballeros y te nombraré su comandante.
Coeno asintió.
—Por un tiempo —dijo—. Durante este verano, será un honor para mí. Pero cuando venzas, cogeré mis caballos y me iré a reconstruir el santuario de Artemis. Cuidaré de la tumba de mi esposa, cazaré animales y moriré contento. Estoy harto de la guerra.
Melita sonrió.
—Yo también estaré contenta. Entre los guerreros que tenemos ahora en el campamento, búscame un trompetero y cinco caballeros; solo cinco.
Coeno asintió.
—A tus órdenes, señora.
Melita frunció el ceño.
—¿Y Nihmu? —preguntó.
—Nihmu pasa apuros —contestó Coeno.
Melita cruzó los brazos.
—No preguntaba sobre su… espíritu.
Coeno meneó la cabeza.
—Si preguntas sobre nuestro arreglo para dormir juntos, solo me cabe sugerir que no es asunto tuyo, señora. —Le sostuvo la mirada sin esfuerzo—. Porque no lo es.
Melita tembló literalmente al reprimir las ganas de dar una patada al suelo.
—Muy bien —dijo con aire de superioridad—. Puedes retirarte.
—Pon atención. Señora —advirtió Coeno—. Los gobernantes sakje no dan permiso para retirarse. Eso solo lo hacen los tiranos griegos y los medos.
Melita se desinfló.
—Lo tendré en cuenta.
Coeno asintió.
—Bien —respondió, abrió la portezuela y se marchó.
Justo después de que el borde dorado del sol asomara por el horizonte al día siguiente, abandonaron el campamento. Cientos de miembros de las tribus todavía pululaban por allí. Buena parte de ellos montó y cabalgó junto a la columna, pero Melita se fijó en que iban pertrechados para viajar, de modo que los ignoró salvo para aceptar sus buenos deseos. Urvara y Parshtaevalt llevaban veinticinco caballeros cada uno, y unos cuantos jinetes más a modo de heraldos y escolta. En sentido estricto, no habían obedecido al pie de la letra.
Ataelo llevaba exactamente veinticinco jinetes, y sonrió y la invitó a contarlos. En lugar de eso, Melita lo abrazó sin desmontar.
Coeno iba al frente de seis caballeros de su propia elección. El único que ella conocía era Scopasis, que llevaba un coselete de escamas nuevo, un poco grande pero una buena prenda, y un yelmo beocio de bronce que no le había visto el día anterior. Resultaba fácil reconocer a los seis por la corona de abeto que envolvía sus yelmos, confiriéndoles un curiosos aire orgánico al tiempo que los señalaba como una unidad. Formaron filas y cabalgaron junto a ella.
—Preséntame —dijo Melita a Coeno.
Coeno asintió.
—Mi filarco es Scopasis. Es un forajido y no tiene otra lealtad. Es tu hombre. Además —Coeno dedicó una breve sonrisa a aquel hombre tan menudo—, me cae bien.
Scopasis habló desde debajo de su yelmo nuevo.
—Te seguiré hasta la muerte, señora.
Melita sonrió abiertamente.
—No es exactamente mi plan, pero a mí también me gusta Scopasis. ¿Y los otros?
—Laen en realidad es primo tuyo; hijo de Daan, la hermanastra de Srayanka. —Coeno señaló a Laen. Era un joven alto con una coraza de bronce dorado que reproducía un torso musculoso y un bonito yelmo ático con los rodetes de plata—. Lo eligió Nihmu; son parientes. Podría haber reclutado a cincuenta hombres si hubiese querido tantos. ¡Se armó un buen alboroto! —Coeno rio—. Casi una melé. Ojalá hubiese podido organizar unos juegos. Este joven alborotador del bigote rubio es Darax, y aquel cuya nariz rasca el cielo es Bareint. Los dos que quedan ocultos tras la inmensa sombra de Bareint son dos hermanos de la tribu de los Caballos Rampantes: Sindispharnax y Lanthespharnax, o eso entendí. Para mí son Sindi y Lanthe. Y el larguirucho del bigote extravagante es Agreint.
Melita se mareó con tantos nombres nuevos.
—¿Sindispharnax?
—¿Señora? —preguntó el guerrero. Acercó su caballo.
—Tu nombre no parece sakje —dijo Melita.
—Mi madre era una cautiva persa —respondió él con orgullo—. Permanece con las viejas matronas y nos puso nombres persas. —Hizo una reverencia—. Mi padre sirvió con el tuyo en la Gran Incursión hacia el este, señora.
Melita asintió. Luego preguntó a Coeno:
—Dime, ¿cómo los elegiste?
—Pedí que los hombres que quisieran unirse a tu escolta se reunieran conmigo en mi yurta con su mejor caballo —contestó Coeno—. Simplemente inspeccioné los caballos. Elegí a los seis mejores. Sus jinetes los acompañaron para montarlos, por decirlo así.
Melita torció los labios haciendo una mueca.
—¿No deberíamos prestar más atención a los hombres?
Coeno se arrimó a ella.
—¿Soy el comandante de tus caballeros, señora?
—Lo eres —respondió Melita. Y asintió—. Entendido. ¿Y mi trompetero? —preguntó.
—Salvo que cuentes al de Urvara, no hay una sola trompeta en todo el campamento. —Coeno hizo el saludo griego—. Quédate con el de Marthax.
Melita asintió.
—Buena idea.
Aquella noche acamparon al raso y Melita lamentó no tener un compañero de cama que le diera calor. Amontonó todas sus pieles y mantas y, finalmente, tras caminar un buen rato hasta tener los pies calientes, se acostó.
Por la mañana siguieron cabalgando hacia el norte. Nevó dos veces. La primera nevada duró poco pero la segunda cubrió la hierba con un grueso manto de nieve virgen que llegaba hasta los corvejones de los caballos. Por el momento ninguno tenía dificultades para avanzar, pero unos cuantos centímetros más sobre lo que ya había caído haría que el viaje comenzara a ser peligroso.
Ataelo salió con sus exploradores en cuanto el cielo se tiñó de gris. Sus jinetes y los de Samahe iban y venían todo el día, informando sobre la distancia que quedaba hasta el campamento de Marthax. A mediodía, cuando el sol era un pálido disco de plata en el cielo, Ataelo acudió en persona.
—Marthax nos aguarda en el Campo Grande —dijo—. Lo he visto y me ha saludado. No hemos hablado. Él y sus caballeros van armados.
—¿Cuántos son? —preguntó Urvara.
—Los trescientos al completo —dijo Ataelo, dirigiendo una significativa mirada a Melita.
—Nosotros tenemos menos de cien —señaló Parshtaevalt.
—No los necesitaremos —dijo Melita, y confió en que su voz transmitiera suficiente autoridad—. Sigamos adelante. —Hizo una seña a Ataelo para que se quedara a su lado—. ¿Qué es el campo grande? —preguntó.
Ataelo se rio.
—Aquí en el norte está la ciudad de los sakje, ¿sí? ¿La conoces? No tiene nada de ciudad; algunos templos, casi todos construidos por obreros griegos, y las casas de los grandes mercaderes. Y murallas y corrales; pasto para diez mil animales en tiempos de guerra, todos ellos cercados. Los muros los hicieron los sindi para nosotros. Y delante de la puerta principal está el Campo Grande, donde a veces se reúne toda la gente.
—¿Para nombrar a un rey? —preguntó Melita. Tenía retortijones de estómago, y sentía el mismo frío en la médula que sintiera en su primera batalla, y la primera vez que hizo el amor con Jenofonte.
Ataelo meneó la cabeza.
—Para hablar. Para comerciar. A veces para luchar. —Se encogió de hombros—. Yo soy del este, señora. Tenemos otras costumbres. Tu pueblo hereda a sus gobernantes; de madre a hija, de padre al hijo de la hermana… El mío lucha por el puesto.
—No somos tan diferentes —dijo Melita. Tenía las manos frías.
El sol ya había descendido bastante en el cielo cuando su columna llegó al Campo Grande. De inmediato, los jefes de clan hicieron formar a sus caballeros. Ella estaba en el centro y situó a Ataelo en el extremo derecho, a Urvara a su derecha y a Parshtaevalt a su izquierda. Formaron su línea a un estadio de distancia bajo la atenta mirada de los jinetes de Marthax. En su mayoría ni siquiera habían montado; estaban de pie junto a sus caballos, soplándose las manos. Melita saltó de su caballo de silla y montó a Grifón.
—Todos deberíamos cambiar a nuestros caballos de batalla —dijo Coeno.
—No —respondió Melita—. Ellos no van montados en caballos de batalla. Solo Marthax. Y yo.
Coeno gruñó.
—¿Tan mal estaría que tuviéramos un poco de ventaja? Nos superan con creces en número.
—Sí —dijo Melita. El frío le había calado hasta los huesos y las manos le temblaban. Todo se reducía a aquello, y de pronto se vio despojada de su certidumbre. Todas aquellas personas, personas a las que amaba por más que discutiera con ellas, la habían seguido hasta aquel campo, con el gélido viento del norte soplando sin piedad. ¿Y si se equivocaba?
—Ojalá tuviera un trompetero —dijo, y comenzó a cabalgar sola. Al cabo de un par de pasos, paró y se volvió—. ¡Que nadie me siga! —gritó, y el viento arrastró su voz juvenil.
Coeno carraspeó, y el caballo de Parshtaevalt piafó, demostrando los sentimientos de su jinete. En algún lugar de la línea, un caballo se tiró un pedo y Melita sonrió. Luego se volvió, golpeó suavemente los ijares de Grifón y avanzó al paso, sola, a través del campo.
Grifón estaba tan tranquilo como si estuviera marchando por el campamento de Ataelo, aunque tenía las orejas erguidas y miraba la línea de soldados enemigos. Era un corcel que había demostrado su valía en la guerra y sabía lo que era un combate.
Melita deseó tener ropajes más vistosos. Llevaba un buen manto de piel de lobo con adornos de pelo de caribú y el yelmo de su madre con un almófar, cuyas escamas de oro y plata chispeaban, y un collarín de escamas de esmalte azul en la unión con el bronce del yelmo. También el gorytos de oro de su madre, pero sus botas estaban gastadas y los pantalones eran de simple cuero. Y sus guanteletes eran los del último dueño de Grifón, magníficos aunque sucios tras un mes de cabalgar y trabajar en los campamentos.
Marthax, o el hombre que suponía que era Marthax, montaba un enorme ruano en medio de la línea. Llevaba yelmo de oro, un coselete de escamas doradas y un abrigo de pieles, de estilo persa, sobre los hombros. Su barba era muy poblada y le cubría parte del peto, y tenía tantas canas que de lejos parecía blanca. Calzaba botas rojas, como rojos eran los pantalones con placas de oro.
Tocó los costados de su semental y fue al encuentro de Melita.
Llevaba una mano en la cintura e iba muy erguido; realmente presentaba el aspecto de un rey. De hecho, su dignidad era palpable. Melita quería odiarlo; era el enemigo primordial de su madre, pero no el hombre que la había asesinado. Aunque había contribuido, como mínimo, guardándose de intervenir. Y, no obstante, a diez largos de caballo, se lo veía demasiado noble para ser un enemigo.
«¿Mi hermano alcanzará alguna vez tal grado de dignidad?», se pregunto Melita. «¿Lo lograré yo?» Sus manos no se calentaban y le temblaban, tal como le temblaban los hombros a causa del frío y los nervios.
Sacó pecho, cuadró los hombros y lo miró a los ojos, los rostros de ambos ocultos en sus respectivos yelmos. Los de Marthax eran azules y estaban inyectados en sangre. De cerca, su dignidad no tenía parangón, pero su fortaleza era menor.
—Has venido —dijo Marthax cuando estuvieron a tres largos de caballo. Su aliento ascendía como el vapor de los sacrificios. Y con él, el de su caballo.
—Tú también —respondió Melita—. Estoy aquí para pedirte que me nombres tu heredera —dijo sin más preámbulos, a la manera de los sakje, prescindiendo de los preliminares y la cháchara persas regados con vino. Marthax se quitó el yelmo. Debajo de él llevaba una almilla de lino y lana. Se rascó la cabeza.
—No —dijo, y dio la impresión de lamentarlo sinceramente—. No, no puedo.
Melita también se quitó el yelmo y la melena le cayó sobre los hombros. Se oyó un suspiro en ambas líneas cuando resultó patente que iban a parlamentar y no a combatir.
—Jamás te humillaría —dijo Melita—. Pero todo el pueblo debe dirigirse al este para enfrentarse a los sármatas.
—Escucha, chica —dijo Marthax. Su caballo corveteó y el rostro de Marthax reflejó dolor—. Escucha mientras hablo. Tengo un acuerdo con Upazan de los sármatas. Tú no. No puedo ir a la guerra contra él sin romper mi juramento, y pienso hacer honor a mi palabra. ¿Lucharías conmigo en combate singular?
—¿Reconoces mi derecho? —preguntó Melita.
—¡Bah! Por supuesto. No tengo otro heredero. —Mostró su impaciencia por primera vez, y Melita se preguntó por qué estaba impaciente. Marthax se aproximó y Melita reculó temiendo una traición, pero él arrimó su rostro al de ella. El aliento le olía mal. En realidad era un hombre enfermo. Un hombre viejo y enfermo—. Escucha, chica. Cometí un error con Upazan. Tú también cometerás errores. Pero fue una manera de ganar tiempo para el pueblo, y ahora me batiré contigo por el reinado. ¿Lo entiendes? —preguntó.
Melita enderezó la espalda.
—Lo entiendo, oh rey.
Eso le hizo sonreír.
—Lamento lo de tu madre, muchacha. Entonces no comprendía lo fácil que es compartir y lo estúpido que es anhelar el poder. —Estaba mirando el sol poniente—. Solo tengo una petición.
Melita asintió.
—Constrúyeme un buen kurgan. Hazlo en primavera, cuando vuelvas a formar tu ejército, y ningún hombre dirá que no eres la reina. Todos los males se subsanarán. —Miró en derredor—. He detestado ser rey pero, por todos los dioses, adoro la vida. No la cagues, chica —agregó, quebrándosele la voz.
Se puso el yelmo en la cabeza.
—¿Sabes luchar? —preguntó—. He oído decir que sí.
—Melita volvió a recogerse el pelo y se puso el gorro de piel de zorro.
—Sé luchar —dijo.
Marthax asintió.
—Regresaré a mis líneas. Tú haz lo mismo. Cuando levante la espada, arremetemos.
Melita asintió. Luego dio media vuelta a su caballo y regresó al paso por el campo nevado hasta sus líneas, donde todos los caudillos se habían congregado en torno a sus caballeros.
—Luchamos —dijo Melita. Parshtaevalt meneó la cabeza.
—Deja que luche yo con él —dijo—. Está permitido.
Pero Urvara había estado observando.
—Vencerás —dijo a Melita—. Ahora lo veo claro. Al final, resulta que Marthax es en verdad un buen rey.
Y Melita asintió. Tenía lágrimas en los ojos.
—Antes de que se volviera contra ella, mi madre decía que era un gran hombre. —Se encogió de hombros—. Sospechaba que aún había algo de ese hombre en él.
Urvara asintió.
—Tendría que haberme dado cuenta antes, señora.
Melita pensó en decir algo… autoritario. Como que la próxima vez confiara en ella. Pero decidió que no era preciso decir nada. Tomó su mejor lanza de manos de Coeno.
—Está preparado —dijo Urvara. Había estado observando por encima del hombro de Melita.
—Yo también —respondió Melita. Se puso el yelmo, cerró y abrió los puños, y levantó su lanza.
Los sakje de ambas líneas los vitorearon y los dos jinetes iniciaron el avance.
Marthax era corpulento e iba bien armado. Llevaba un hacha de guerra con punta, un arma peligrosa, y la blandía apuntando a sus ojos. Portaba un escudo pequeño con un ciervo de bronce corriendo sobre un fondo de escamas de hierro, y venía a galope tendido.
El duelo por el reinado carecía de reglas, aunque se decía que quien obtuviera el reinado con un arco en la mano no sería un buen rey. Se decía.
Melita sostenía la lanza por encima de la cabeza, como si fuera a arrojarla, y apuntó la cabeza de Grifón hacia el pecho del caballo de Marthax, hincándole los talones en lo ijares. El corcel reaccionó dando un salto y sus cascos levantaban una nube de nieve como si galopara sobre el viento.
Marthax levantó su escudo para parar el golpe a unas pocas zancadas de distancia, y Melita giró la lanza para colocársela debajo del brazo, sin dejar de apuntar, de modo que la lanza golpeó el escudo de Marthax que cayó de la silla; y a ella poco le faltó, pese a que apretó con las rodillas los flancos de Grifón, que respondió al impacto demostrando su veteranía.
Melita dio la vuelta a Grifón trazando un amplio círculo. «No pierdas la calma», pensó. «¡No pierdas la calma y vive!» Pero otra parte de ella decía «¡He derribado a Marthax y seré reina!» Cuando regresaba hacia él, Marthax tenía una rodilla en el suelo y se apoyaba en su hacha para levantarse. Le manaba sangre de debajo del yelmo, pero logró ponerse en pie.
Melita detuvo a Grifón a pocos largos de caballo de Marthax.
—No seas estúpida, chica —le espetó Marthax.
Melita saltó a tierra y sacó su akinakes de empuñadura sencilla, la misma que había portado en Gaza y en todas las batallas libradas en las llanuras. Agarró la lanza con la mano izquierda.
Marthax fue a por ella sin añadir palabra, avanzando pesadamente por la nieve tan deprisa como se lo permitía su herida.
Melita arrojó la lanza con la izquierda y le dio en la rodilla, justo encima de la greba, y Marthax cayó de nuevo sobre la nieve.
Y se rio.
—¡Argh! —gruñó.
Melita lo circundó con cautela puesto que todavía empuñaba el hacha y se estaba poniendo de pie.
—Desde luego, sabes luchar —dijo Marthax—. ¡Un buen kurgan! —agregó, y fue dando traspiés hacia ella con el hacha en alto para asestarle un buen golpe.
Y ella se puso al alcance de su mandoble, recibiendo el golpe de refilón en el hombro y la espalda, hizo la finta de Harmodio, la favorita de su hermano, y le clavó toda la longitud de su espada debajo del brazo empujando hacia arriba. Se trataba de un movimiento que había practicado mil veces con Sátiro, Filocles y Terón, y le pareció apropiado dárselo a Marthax dado que, si se hacía bien, garantizaba una muerte instantánea.
La hoja se hundió hasta la empuñadura, y el rey murió antes de desplomarse, arrancándole la espada de la mano con su peso al caer al suelo.
Melita se inclinó sobre él para retirar su espada, y el dolor del golpe que había recibido en la espalda la asaltó como en una emboscada y faltó poco para que se cayera. ¿Había cambiado de parecer en el último momento, Marthax? ¿O le había concedido un combate en buena lid porque la había calado?
Marthax estaba muerto. No consiguió arrancar la espada hasta el tercer tirón, y se le torció la mano. Dejó caer la gastada empuñadura en la nieve y se dio cuenta de que los jinetes la estaban vitoreando desde ambas líneas. Justo como había previsto.
A sus pies yacía un anciano con la barba roja de sangre, el rostro arrugado libre del yelmo a causa del último golpe. Melita se agachó y le cerró los ojos.
Coeno llegó al trote con las riendas de Grifón en la mano. Detrás de él venían Urvara y Parshtaevalt y, desde el otro extremo del campo, los capitanes de Marthax también se aproximaban.
—Mi saludo, reina de los asagatje —dijo Coeno.
—Me ha dado el reinado —respondió Melita.
—Sí. Siempre fue uno de los mejores —dijo Coeno—. Jamás habríamos vencido a Zoprionte sin él.
Otros hombres y mujeres la iban rodeando. Montó a Grifón, costándole más esfuerzo que cualquier otra vez en su vida.
—¡Escuchad! —gritó, y todos se callaron.
—¡Srakorlax! —clamó Scopasis. Otros sakje repitieron el nombre.
—¡Escuchadme! —gritó Melita. Grifón se mantenía firme como una roca entre sus piernas—. Marthax ha muerto como rey de los asagatje, como heredero de Satrax. En primavera le construiremos un gran kurgan en la orilla del río. Cada uno de sus caballeros donará un caballo, y yo donaré más de cien. ¡Marthax era el señor de diez mil caballos!
Cuatrocientas voces no bastaron para llenar los gélidos eriales del mar de hierba en invierno, pero su rugido se hizo eco de la alegría del pueblo por el alivio que suponía que no fuera a comenzar una cruenta guerra civil.
—¡Y luego juntaremos nuestro poderío, y los sármatas sentirán el peso de nuestros cascos! —concluyó Melita.
Y todos la aclamaron de nuevo.