4

Alejandría, 311 a.C.

Los hombres, al menos la clase de hombres que mantenía a sus mujeres enclaustradas y les prohibían estudiar y gozar de compañía, quizá se habrían sorprendido ante la celeridad con que Safo, Nihmu y Melita planearon el derrocamiento de Eumeles.

Antes de transcurrida una hora desde que Fiale les diera la noticia ya tenían bosquejado su plan.

—Que los antiguos dioses del Caos se mantengan al margen —dijo Safo, con los labios manchados de tinta. Estaba escribiendo listas—. Dejamos muchas cosas al azar.

Nihmu hacía el equipaje, deprisa y en silencio, entrando y saliendo de la habitación para apilar bolsas contra una pared. Hizo una pausa para comparar dos arcos y eligió uno de ellos.

—Siempre queda algo al azar —dijo.

Safo mordió la pluma.

—¿Dónde desembarcaréis? —preguntó.

Nihmu se detuvo como si no se le hubiese ocurrido pensarlo.

—Donde podamos conseguir caballos de inmediato —contestó.

Melita se debatía con la idea de que iba a dejar a su amado bebé con un ama de cría para embarcarse. La indecisión la atormentaba. La emoción de la aventura que tanto tiempo había anhelado pesaba exactamente lo mismo que el dolor de abandonar aquel cuerpecito que había crecido hasta llenar su vida en tan solo dos meses.

—Podríamos atracar en el templo de Heracles —propuso—. ¿Te acuerdas, Coeno?

Coeno asintió.

—Lleva razón, por todos los dioses, y qué tonto he sido al olvidarlo. La vieja sacerdotisa, quieran los dioses que siga imponiéndose, aunque me temo que a estas alturas ya habrá cruzado el río, odia a Eumeles. Gorgipia, seguro. Podemos comprar una docena de caballos y adentrarnos en territorio meote antes de que Eumeles reciba noticia de nuestra llegada.

Safo escribió una nota.

—Ojalá tuviéramos tiempo de distraerlo en la costa occidental del Euxino antes de vuestra partida —dijo—. ¿De veras pensáis que vosotros tres os bastáis para sublevar todo el este?

Nihmu asintió.

—Sí —dijo—. Escucha, es muy simple. Buscamos a Ataelo, que todavía está tierra adentro, y en cuanto demos con él, mandamos aviso a todos los clanes.

Safo asintió, si bien como si no estuviera completamente convencida.

—Ataelo lleva diez años combatiendo contra los sármatas —objetó—. ¿Qué te induce a pensar que en un verano es capaz de levantar a todos los asagatje?

Nihmu se encogió de hombros.

—Cuando yo era profeta, dije que Marthax dominaría en las llanuras hasta que las águilas volaran —contestó—. Ese momento ha llegado. Sátiro intentó ir como un griego; con una flota para abrir camino al ejército. Melita lo hará como una sakje. Levantará al pueblo, y el pueblo le entregará el mar de hierba. —Nihmu se agachó y besó al bebé—. Pero debe ir en persona. Los sakje seguirán a una persona, no a un nombre. Si Melita se queda aquí, no podré hacer nada. Y Ataelo tampoco. Pero tú sí puedes, dulzura.

Coeno se mordió el labio.

—Seguirás necesitando un ejército —dijo—. Eumeles tiene cuatro mil soldados de infantería y más peltastai y tracios de los que debería. Es capaz de defender una plaza amurallada indefinidamente y, por más que respeto a los sakje, no pueden tomar una ciudad. Y una ciudad puede mantener una flota, y esa flota tendrá que ser vencida para que podamos desembarcar a nuestro ejército.

Nihmu asintió.

—Eso son razonamientos griegos —dijo—. Y son buenos. No soy tan tonta para desdeñarlos. Pero soy sakje. Melita y yo iremos y pondremos el mar de hierba bajo las pezuñas de nuestros caballos, y Eumeles oirá el estruendo. —Sonrió—. Cuando Melita sea reina de todos los asagatje, habrá llegado el momento de enviar una flota y un ejército.

Safo asintió.

—Estoy de acuerdo. Escribo a Diodoro para que permanezca donde está; sin León, necesitaremos esos ingresos.

Diodoro comandaba los hippeis de Tanais, una unidad de caballería mercenaria conocida como los Exiliados, y también un taxeis de infantería macedonia reclutado entre los prisioneros tomados tras la batalla de Gaza, en la que Tolomeo aplastara al ejército de Demetrio el Rubio.

Melita se inclinó sobre la carta de Safo.

—Una vez que contemos con el apoyo de los sakje —dijo—, podemos tener cualquier puerto que queramos. Quizá los sakje no sean capaces de tomar Pantecapea, pero Olbia se pronunciará a favor nuestro en cuanto tengamos una fuerza sobre el terreno. —Al ver el semblante de Coeno, meneó la cabeza—. ¡Es lo que Sátiro y Diodoro dijeron!

—Dudo mucho que Olbia se subleve —dijo Coeno—. Y circulan rumores de asesinatos. De amigos nuestros, matados en público.

—Eran muy pocos barcos —terció Safo—. León no las tenía todas consigo antes de zarpar, pero el tiempo apremiaba. Esto hay que hacerlo mientras Antígono esté perjudicado, mientras su hijo se esté lamiendo las heridas, pues de lo contrario Eumeles guarnecerá sus murallas con macedonios y nunca lo venceremos.

Coeno negó con la cabeza.

—León envió a un chico a hacer el trabajo de un hombre —opinó—. O se llevó demasiados barcos para un reconocimiento, o demasiado pocos para una invasión.

Melita encontró frustrantes tanto a Safo como a Coeno.

—¡El tío León hizo lo mejor que pudo con lo que tenía! —exclamó—. Escuchadme. Sea cual sea la verdadera situación en Olbia, los sakje pueden tomar cualquiera de los puertos menores. Una vez que tengamos el mar de hierba, los días de Eumeles estarán contados. ¡No va a enviar un ejército a las llanuras para liberar un puerto!

Coeno le puso una mano en el hombro.

—Recuerda la lección de Esparta —dijo—. Mientras Eumeles domine el mar, puede enviar refuerzos a la ciudad que quiera. León lo sabía.

Nihmu no había parado de preparar sus cosas. De pronto se levantó.

—Sea como fuere —dijo—, cuando oiga nuestros cascos en sus pesadillas, sabrá lo que es el miedo. Y entonces cometerá errores.

Melita abrazó a Nihmu.

—De tus labios a los oídos de los dioses —dijo.

Coeno se encogió de hombros.

—Siempre será mejor que quedarse cruzados de brazos. —Miró a Nihmu—. ¿Cómo rescatamos a León? Si presionamos mucho a Eumeles, amenazará al chico… o lo matará.

—Cuando Eumeles oiga a nuestros caballos, se le helará la sangre en las venas —insistió Nihmu—. Los hombres asustados cometen errores. Ya llegará el momento.

—¿Vuelves a ser vidente, Nihmu? —preguntó Coeno.

—Soy una mujer que conoce la guerra —contestó Nihmu.

El pentekonter parecía que fuera a hundirse en el atracadero, pero el factor jefe de León insistió en que estaba en condiciones de navegar, llenó el casco con los mejores remeros de León y puso como tripulantes a media docena de oficiales de la exitosa flota de Marsella, de modo que el espantoso barquito tenía el aire de un navío de la armada rodia.

Casi toda la marinería demostraba abiertamente su inquietud por llevar mujeres, sobre todo mujeres que habían subido armas a bordo, pero los oficiales sabían que se trataba de la esposa de su patrono, un personaje de leyenda, y todos ellos conocían a Coeno, uno de los guerreros más temidos y reverenciados de Alejandría.

Cardias era el timonel, un navegante rodio que había dirigido la escuadra entera en la expedición a Marsella, y no se sintió degradado por tener que capitanear una chalana de cincuenta remeros en un crucero por la costa de Asia.

En la playa que se extendía bajo la ventana de su dormitorio, Melita se despidió de su tía Safo con un abrazo y estrechó contra su pecho a su hijo, consciente de que quizá no volvería a verlos nunca más, y sabiendo, también, que por más que sostuviera ser sakje, su juventud, gran parte de su vida, estaba vinculada a las bochornosas calles de Alejandría. Había tenido intención de acudir una vez más al mercado nocturno, pero no le dio tiempo.

Idomeneo, el hombre que el año anterior había estado al mando de su unidad de arqueros en Gaza, se personó y le rodeó la cintura con el brazo.

—Joven madre —dijo con su acento cretense.

—Cabronzuelo —respondió Melita, sonriendo—. ¿Qué haces aquí?

Idomeneo señaló a Coeno con el mentón.

—Me ha contratado para que me encargue de los arqueros de este barco. —Sonrió—. ¿Hay algún arquero en este pesquero?

Coeno se aproximó. Había una hoguera encendida en la playa y los hombres llegaban de todas direcciones. La cita se había fijado con discreción para impedir que circularan rumores sobre su partida.

—Ocho —dijo Coeno—. Y tú eres uno de ellos. Cretenses, ¿qué más puedo decir? —Coeno estrechó la mano del cretense—. Gracias por venir.

Idomeneo sonrió.

—Habría ido donde hiciera falta —dijo—. Lamenté enterarme de lo de tu hijo. Era un valiente.

Coeno no torció lo más mínimo el gesto.

—Lo era —confirmó—. Ojalá su hijo sea tan bueno como su padre. —Coeno miró al bebé que Melita llevaba en brazos—. Mi corazón abriga dudas, dulzura. Creo que deberías quedarte.

Melita se irguió y le dio el bebé a Safo, que a su vez se lo dio a Calisto.

—Las tribus no se alzarán por ti, Coeno —sentenció.

Nihmu se mostró de acuerdo con un ademán.

Idomeneo enarcó una ceja.

—¿Y bien? Partimos en una misión, supongo.

Coeno asintió.

Idomeneo se rio.

—No hace falta que me digas nada. Los cretenses nos criamos con estos juegos —agregó, y se encogió de hombros.

—En el mar —dijo Coeno. Luego se dirigió a Melita.

—Hora de despedirse.

Nihmu abrazó a Safo.

—Venceremos —dijo sin más.

Safo asintió.

—Me consta.

Se oyó pisar fuerte en la arena y apareció Fiale, corriendo con sandalias de suela de corcho, atendida por Alcea.

—¡Melita! —llamó.

—¡Fiale! —contestó Melita, abrazándola—. ¿Qué haces aquí?

—¡Me ha llegado el rumor de que te escabullías! —dijo Fiale—. ¿Dónde vas?

—A Marsella —dijo Melita—. Para estar a salvo.

—¡Oh! —exclamó sorprendida Fiale—. Supongo que es un secreto. ¡Perdona que haya sido tan descuidada! Pero estoy tan preocupada por… ¡por todos vosotros!

Calisto seguía moviéndose con ligereza pese a su avanzada preñez, y se interpuso entre Melita y Fiale.

—Permíteme servirte una copa de vino ya que te has unido a nuestra fiesta playera —dijo alegremente.

Una chispa brilló en los ojos de Melita. Se volvió hacia Safo.

—No dejes que se vaya hasta dentro de un par de días —dijo en voz baja.

A la luz de la hoguera, el rostro de Safo reflejó comprensión.

—¡Por supuesto! Qué tonta he sido al no darme cuenta. Maldita sea.

Melita se arrimó más a su tía.

—No lo sabemos con certeza pero, ¿por qué ha venido? —Se le atragantó un sollozo—. ¡Cuídalo por mí! —agregó, renuente a separarse de su hijo en el último instante.

Antes de marcharse fue a abrazarlo una vez más, pese a que se había prometido no hacerlo. Mientras lo sostenía, Hama surgió de la penumbra a espaldas de Fiale. Cruzó unas frases inaudibles con Safo y regresó al interior de la mansión.

—No se irá de aquí durante un tiempo —declaró Safo satisfecha—. Con un poco de suerte, se delatará como traidora.

Mostró a su sobrina una papelina de polvo naranja.

—Será espantoso si vamos erradas —dijo Melita.

—¡Qué lástima! —respondió Safo, mirando con dureza—. Adiós, dulzura.

Y de pronto estuvieron a bordo entre olores a verdín y pescado rancio, y los remeros batieron los remos al compás, y desaparecieron cuando despuntaba el alba.

Llegaron a Rodas en seis días, tras recorrer la costa sur de Chipre. Melita había estado en Rodas con su hermano, pero la Ciudad de las Rosas seguía siendo un lugar misterioso que la intrigaba. El timonel fue a presentarse al templo de Poseidón, y Coeno lo acompañó. Ambos regresaron mesándose la barba.

—Hay más piratas que nunca —anunció Coeno a la mesa de oficiales en una confortable taberna de los muelles—. Es una pena que Rodas ya no sea capaz de acabar con ellos y que su comercio esté tan resentido. Lo peor es que esos cabrones andan en los alrededores de Bizancio, en la Propóntide.

—Que es hacia donde nos dirigimos —agregó Melita—. ¿Por qué los griegos llaman Propóntide a todo? Los asagatje tienen nombres de verdad: el Estrecho del Agua Rápida, el Estrecho de los Caballos.

Cardias se encogió de hombros.

—El Bósforo Tracio divide las tierras de los tracios en Asia y Europa, y es la entrada al Euxino. Esa es la Gran Propóntide. El Bósforo cimerio divide…

—¡Tierras que los cimerios ya no poseen en la Bahía del Salmón! —concluyó impaciente Melita.

—En efecto. —Cardias negó con la cabeza y miró a la esposa de su amo—. Señora, soy contrario a esto. ¿Un barco tan pequeño? Nos acorralarán en los estrechos y seremos carnaza para los peces… y tú adornarás un burdel.

Nihmu se encogió de hombros.

—No. Eso no ocurrirá.

Coeno meneó la cabeza.

—Señora, te he visto en acción, y tienes una puntería tan infalible como lo eran tus palabras aladas —dijo Coeno a Nihmu—. Ahora bien, tú misma has dicho que al casarte perdiste el don de la profecía.

Nihmu se encogió de hombros.

—Ningún pirata tocará esta nave —manifestó—. Lo he visto.

—Por la verga de Poseidón, y que me perdonen las señoras. Muy bien. Escuchad, dentro de diez días zarpa un convoy rodio hacia el Euxino. ¿Podemos aguardar y navegar con él? —pidió Cardias, casi suplicando.

—¡Por supuesto! —dijo Nihmu—. ¿Crees que porque estoy convencida además soy idiota?

Coeno negó con la cabeza.

—Siempre he recordado tal como eres —dijo—, pero no te he extrañado.

El convoy estuvo listo en tan solo ocho días y zarpó remontando la costa de Asia. Hicieron escala en Quíos y en Mitilene, y luego siguieron remando hacia el norte, contra el viento, para llegar a la embocadura del Helesponto antes de la noche. Todas las naves pasaron ante Troya con las últimas luces del sol, y Melita y Coeno recitaron versos mientras los remeros impulsaban el barco ante la tumba de Aquiles. Llegaron a la población pesquera de Sigeion cuando ya había anochecido, y corrieron los peligros de acampar en una playa abierta, encendiendo hogueras en hoyos cavados en la arena, buscando a tientas maderos y ramas que las olas habían escupido a la orilla.

Melita se arrellanó agradecida en sus pieles de borrego y soñó que había perdido a su hijo y que los espíritus le traían sus pañales manchados de sangre, y se despertó chillando entre los brazos de Nihmu.

Por la mañana se levantó sintiéndose como si le hubiesen dado una paliza y observó a los hombres mientras volvían a cargar todo el equipo en el pentekonter. El convoy rodio tardó en formar con la brisa en contra, y los dos triemioliai proporcionados por la armada rodia iban dando bordadas como perros preocupados por un rebaño recalcitrante, pero antes de que el sol estuviera en lo alto, navegaban de nuevo mientras los remeros maldecían el viento contrario y la mala suerte.

A primera hora de la tarde ya estaban en la Propóntide, el pequeño mar al que conducía el Helesponto, y avistaron el puerto de Pario mientras avanzaban despacio por la costa norte. Llegaron a Rodosto impulsados por un viento fresco que acalló el descontento de la tripulación, y comieron cangrejos en la playa y bebieron el horrible vino de la zona que les vendieron unos granjeros.

—Tenemos suerte —dijo Coeno, mirando a Nihmu—. Los piratas locales, la flota entera, están en la costa opuesta, saqueando una de las ciudades, lo creas o no. Son una fuerza a temer: cincuenta barcos de guerra, o eso me han asegurado los granjeros. —Bebió y torció el gesto—. Dioses, ¿quién querría ser colono?

—De modo que la tía Safo llevaba razón —dijo Melita.

—Sacrificaré un cordero a Poseidón cuando hayamos cruzado el estrecho —respondió Coeno—. Pero sí, creo que llevaba razón.