Capítulo Once
Por fin estaban instalados en la casa.
Leo miró alrededor, pensativo. Su casa, de Elie y tal vez de Amy. Había pasado mucho tiempo, pero al fin estaban allí.
Elie estaba durmiendo en su nueva habitación, sus padres se habían ido después de brindar por la nueva casa y Leo se sirvió una copa de vino, salió al porche y se sentó en los escalones, mirando el mar. Estaba agotado. Los encargados de la mudanza habían colocado los muebles en su sitio mientras lo único que él había tenido que hacer era señalar.
En teoría.
Al día siguiente, llenaría la despensa y podría empezar con sus nuevas recetas.
Pero esa noche tenía que escribir los textos para el blog de la Toscana y revisar las fotos que aún no había tenido tiempo de ver.
En ese momento, sonó el timbre y Leo dejó la copa en el suelo. Quería abrazar a Amy y besarla, pero no se atrevía. No sabía cómo retomar lo que habían dejado en la Toscana o si debía hacerlo.
–¿Elie se ha dormido? –le preguntó ella.
–Sí, se ha quedado dormida enseguida. Tantas emociones, tanta gente en la casa…
–Esta mañana hemos ido a dar un paseo por la playa.
–Lo sé.
–Bueno, ¿qué tal todo?
–Ya sabes lo que es una mudanza. Me pasaré los próximos seis meses intentando encontrar cosas, buscando los interruptores a oscuras… ven, estoy tomando una copa en el porche.
–¿Podemos tomarla en la cocina mientras miramos las fotos? –Sugirió Amy–. Hay muchas y tenemos que hacer una limpieza antes de nada. Además, tengo que conducir.
–Sí, claro.
Había muchísimas fotos, no exageraba. Pero estaban numeradas y faltaban algunas.
–¿Dónde están las que faltan?
–Las he borrado –respondió Amy.
–¿Por qué? Tú nunca tiras nada.
–Sí, bueno, tal vez no me conozcas tan bien como crees.
O tal vez sí, pensó Amy.
Las primeras fotos eran en el avión que los había llevado a la Toscana. Leo riendo, Leo hablando con Elie. Luego había fotos del palazzo, otras en la suite, en la piscina, en el huerto… cientos de ellas.
Amy las guardaba en su memoria como un banco de imágenes que la sostuviera cuando todo terminase.
–¿Qué fotos quieres que ponga en el blog?
Leo señaló las que más le gustaban, pero eran demasiadas. En realidad, casi todas.
–¿Qué tal si eliges alguna? Así podré empezar a hacer algo.
–Lo siento, pero no soy capaz de decidir ahora mismo. ¿Por qué no las dejas aquí? ¿Tienes copia?
Amy le dio el pen drive con las fotos que había editado.
–No lo pierdas.
–Muy bien. ¿Quieres que te haga el tour de la casa otra vez?
–¿Para ver tus muebles? No, gracias. Si no te importa, tengo cosas que hacer… como escribir cartas a los invitados dándoles una explicación.
–Ah, claro, es verdad. Vete y no vengas temprano mañana. No tienes que venir hasta las diez.
Amy se mudó el domingo y el equipo de grabación llegó el lunes, llevando el caos a la casa con sus focos, reflectores, cámaras, equipos… y un millón de personas.
Elie, nerviosa, empezó a llorar y Amy terminó por llevársela a casa de su madre durante el día más de una vez. Sería estupendo que dejasen de grabar por las noches, pero a veces la grabación se alargaba y tenían que parar para leerle un cuento y esperar hasta que volviera a dormirse.
–Lo siento, de verdad –se disculpó Leo una noche–. No sabía que iba a tener que molestarte tanto.
–No pasa nada –dijo Amy.
Pero era como estar en la Toscana, tropezándose en la cocina por las mañanas, desayunando juntos, haciendo las cosas que haría una familia feliz… sin serlo porque ni siquiera compartían habitación. Y haciéndolo, además, bajo la atenta mirada del equipo de grabación.
Por culpa de aquel «lo que pase en la Toscana se queda en la Toscana» no podían tocarse y empezaba a lamentarlo.
Entonces, una noche, Elie empezó a llorar y Amy fue a la habitación, pero Leo había llegado antes.
–No pasa nada, vuelve a la cama.
–Pasa algo. La niña está muy inquieta.
Leo puso una mano en su frente.
–Está ardiendo –murmuró, preocupado–. Podría tener una infección de oídos o algo así. Tengo que llevarla al hospital.
–¿Quieres que vaya contigo?
–Te lo agradecería mucho –respondió él, aliviado.
Horas después volvían a casa con Elie dormida por fin. Le habían dado antibióticos y el dolor se había calmado.
–¿Café, té? He decidido que dormir a estas horas ya no tiene sentido.
–Un té –respondió Amy.
–Buena idea. Vamos a ver salir el sol.
Pero no fue buena idea. Era la Toscana otra vez: sentados en la terraza, mirando el valle, los pájaros. Pero allí eran gaviotas, sus gritos estridentes a la pálida luz del amanecer.
–Gracias por ir conmigo al hospital.
–No tienes que darme las gracias. Yo también estaba preocupada por Elie.
Leo miró el mar. Era precioso ver salir el sol y habría sido perfecto si Amy pudiese hacer lo que quería: apoyar la cabeza en su hombro. Pero no podía hacerlo. No debía hacerlo.
–¿Qué tal va la grabación?
–Bien, creo, pero estoy abandonando mi restaurante y no he tocado el blog. Lo único bueno es que ya han pasado dos semanas.
¿Solo quedaban seis semanas más? Cuando terminase la grabación no habría más excusas para estar juntos y ella no estaba preparada para despedirse.
–Creo que debería dormir un poco –murmuró, levantándose.
Antes de entrar en la casa se volvió para mirar su silueta recortada contra el horizonte. Sería una foto preciosa, otra para añadir a su colección privada.
La grabación fue rápida al día siguiente y Leo tuvo oportunidad de pasar por su restaurante durante el fin de semana. Elie estaba mejor, la infección de oído había desaparecido y dormía, así que Amy editó las fotos y se las mostró el lunes por la noche, cuando la niña estaba en la cuna.
–Son estupendas –dijo Leo–. Gracias, de verdad, son preciosas.
–¿Mejores que las que tú hacías? –bromeó ella.
–¡Mucho mejores! –Leo se inclinó para besarla y luego tomó su mano–. Ven, voy a hacer la cena.
–¿Es mi recompensa?
–Desde luego. Tengo algo asombroso para ti.
–¿La pobre langosta que intentaba escapar del fregadero?
–No, la langosta era para la grabación. Ven, siéntate.
Amy se sentó en un taburete, apoyando los brazos en la barra de desayuno. Podría pasar el resto de su vida mirándolo…
En fin, eso era lo único que hacía últimamente y era asombroso. O lo sería si se atreviese a creerlo.
–El productor ha hablado de un libro de cocina –dijo Leo, mientras trabajaba–. Se lanzaría junto con los nuevos programas y, por supuesto, ellos tienen medios para promocionarlo.
Entonces no la necesitarían a ella. Amy intentó disimular su decepción porque se alegraba por él de todos modos.
–¿Te queda mucho? Me muero de hambre.
–Cinco minutos, diez como máximo y habré terminado. Es una nueva idea, a ver qué te parece.
Leo cortó la carne en filetes finos y los rodeó con judías verdes y patatas cortadas en trocitos antes de servir la salsa encima.
–Ya está. Luego no digas que no te doy de comer. ¿Vino?
Le ofreció una copa antes de que ella pudiera decir nada y Amy frunció el ceño después de tomar un sorbo.
–¿Es uno de los vinos de los Valtieri?
–Va bien con la carne, ¿verdad?
–Es estupendo. Y la carne es suave como la mantequilla.
–¿Qué puedo decir? Soy un genio –bromeó Leo, sentándose en un taburete a su lado. Sería tan natural apoyar la cabeza en su hombro o besarlo…
Amy intentó concentrarse en la comida, ignorando los deseos de su cuerpo. No podía ser. Leo estaba retomando su vida y ella no iba a hacer nada para impedir que siguiera adelante. Y tenía que pensar en la suya, además.
Y con Leo su vida podría descarrilar.
–¿Café? –le preguntó él después.
–Sí, por favor.
Como era su momento favorito del día, salieron al porche y se sentaron en los escalones, frente al mar.
Habían apagado las luces de la cocina y estaban mirando las estrellas. Había algunas luces brillando aquí y allá, como en la Toscana, pero allí el ruido de las olas era el único sonido que rompía el silencio.
Amy apoyó su hombro en el de Leo y dejó escapar un suspiro.
–¿Va a salir bien? –le preguntó él, como si hubiera leído sus pensamientos.
–No lo sé. Ojalá, pero existe la posibilidad de que no sea así, que sea otro error para los dos. Y yo no quiero eso. Quiero sentarme contigo en la oscuridad, hablar como hemos hecho millones de veces y no sentir… este miedo de que sea la última vez.
–Eso no va a pasar.
Amy dejó la taza sobre el escalón. No era capaz de tomarse el café.
–Me voy a la cama. Estoy cansada y…no puedo fingir que no pasa nada, que no hay nada entre nosotros salvo la amistad que ninguno de los dos quiere perder. Es más que eso, Leo, mucho más, pero no sé si me atrevo a creerlo y me parece que tú tampoco.
Se levantó y él hizo lo mismo, abrazándola, apretándola contra su pecho.
–Vete a la cama, nos veremos por la mañana.
El roce de su barba la hacía desear más, pero Leo la soltó.
Amy lo oyó subir por la escalera unos minutos después. Vaciló en la puerta de su habitación y ella deseó que entrase, pero cuando no lo hizo se tumbó de lado y cerró los ojos con fuerza, intentando dormir.
El equipo de grabación llegó a la hora del desayuno y había tanta gente que la casa apestaba a café. Tenía que sacar a Elie de allí lo antes posible.
Con la niña en la sillita de seguridad fue al pueblo para comprar leche materna en el supermercado y luego se dirigió al paseo marítimo. Pero cuando pasaron frente a una cafetería, el olor a café le revolvió el estómago.
Amy tuvo que llevarse una mano a la boca… no, no podía ser. Pero recordaba la expresión de Isabelle cuando salió a la terraza. Tampoco ella podía soportar el olor a café porque estaba embarazada. Y la noche anterior no había podido probarlo.
¿Pero cómo? Ella tomaba la píldora todos los días.
Salvo ese primer día en la Toscana. Había olvidado tomarla nada más levantarse y lo había hecho por la tarde, nueve horas después. Y no había tenido relaciones con Nick durante semanas antes de la boda, de modo que, si estaba embarazada, el bebé era de Leo.
Amy cruzó la calle para entrar en una farmacia y compró una prueba de embarazo. Luego, encontró una cafetería que no olía tanto a café y entró en el lavabo con Elie. Se hizo la prueba y esperó… y vio cómo su mundo cambiaba para siempre.
Leo no las había visto en todo el día.
La grabación había ido bien y la gente del equipo estaban a punto de irse, pero Amy y Elie no habían vuelto.
Tal vez Amy había ido a casa de su madre o a casa de una amiga. Probablemente. Era hora de comer para la niña, de modo que no tardarían mucho, pero se sentía impaciente.
Había pensado mucho en lo que Amy dijo por la noche, sobre que sus vidas estaban en suspenso mientras se daban tiempo para reflexionar, y había decidido que no necesitaba más tiempo. Quería a Amy, quería un hogar con ella, la quería en su cama y en su vida. Para siempre.
Por fin, oyó las ruedas del coche en el camino sintiendo una descarga de energía, de anticipación y miedo. ¿Y si ella decía que no? No, eso no podía ser…
–Hola, ¿qué tal el día? –le preguntó, sacando a Elie de la sillita.
–Muy ajetreado –respondió Amy, entrando en la cocina con una bolsa–. ¿Dónde está el equipo?
–Ya se han ido. ¿Qué has hecho tú?
–Muchas cosas. Hemos ido al pueblo a comprar leche y a dar un paseo. ¿Te importa darle la comida? Yo tengo que hacer un par de cosas.
Leo frunció el ceño. Pasaba algo, pero no sabía qué.
–Sí, claro. ¿Cenamos a las ocho?
–Cuando quieras. Voy a darme una ducha.
Amy corrió escaleras arriba y Leo llevó a la niña a la cocina. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no lo había mirado a los ojos desde que llegó?
Tenía que hablar con ella, pero temía que lo rechazase. ¿Y si decidía marcharse?
Después de darle la comida a la niña, subió a la habitación para bañarla.
–¿Amy?
–¿Sí?
Leo empujó la puerta y la encontró sentada en la cama, con el ordenador sobre las rodillas.
–¿Puedo entrar? Quiero hablar contigo.
–Sí, claro.
–¿Qué te pasa? Y no me digas que nada porque sé que pasa algo.
Ella levantó la cabeza, mirándolo con expresión trémula.
–Estoy embarazada.
Leo sintió que se quedaba sin sangre y tuvo que agarrarse a una silla. La sorpresa era tan grande que sus pensamientos chocaban unos con otros.
–¿Cómo? Sé que tomas la píldora. Te he visto tomarla todas las mañanas.
–Olvidé tomarla el primer día en Italia. No la tomé hasta por la tarde.
–¿Y eso no es suficiente?
–Aparentemente no. No había pensado en ello porque ya no estaba con Nick…
Leo intentaba asimilar la información, pero no era capaz.
–¿Por qué sabes que es mío? –le preguntó, con voz helada–. Podría ser de Nick.
–Lo sé porque Nick y yo no tuvimos relaciones en varias semanas y por esto.
Amy sacó algo del bolsillo. Era una cosa de plástico del tamaño de un bolígrafo con una ventanita a un lado. En la ventanita decía embarazada y debajo 2-3.
–¿Qué significa eso?
–Qué estoy embarazada de dos o tres semanas.
El fin de semana en el palazzo…
–¿Cuándo te has hecho la prueba?
–Esta mañana.
–¿Estás segura?
–¿Cómo que si estoy segura? ¿Crees que te mentiría?
–No sería la primera vez que alguien me miente…
–¡Leo!
Amy se levantó de un salto, indignada.
–¿Dónde vas?
–A casa de mi madre.
–¿No vuelves con Nick?
Ella le dio la espalda, furiosa.
–¿Por qué iba a decirle a Nick que he sido tan tonta como para quedarme embarazada de otro hombre? Si piensas eso, no me conoces en absoluto. No es asunto de Nick, es asunto mío y podría haber sido también tuyo, pero ya veo que no tienes el menor interés. No tenemos nada más que decirnos, Leo.
Siempre has querido que fuera sincera contigo… bueno, pues lo siento, pero esto es lo que hay. ¡Lamento que no te guste, pero yo no soy Lisa!
Oyó sus pasos por la escalera, las vibraciones como un terremoto, luego el ruido de la puerta y el de su coche alejándose por el camino.
Leo tragó saliva, no sabía qué hacer. Todo había quedado en silencio y, de repente, como un relámpago, sintió un dolor en el pecho.
Su madre se portó de maravilla. No preguntó nada, solo la escuchó, la abrazó e hizo té para las dos.
–Mamá, eres un cielo, de verdad.
–No seas boba, soy tu madre. Pronto sabrás lo que eso significa.
Los ojos de Amy se llenaron de lágrimas.
–No volveré a ver a Elie, mamá. Nunca.
–Claro que sí.
–No quiero ver a Leo –su voz se rompió al pronunciar ese nombre.
–Eso es un poco difícil. Él tiene derecho a ver a su hijo.
–Pero no cree que sea su hijo.
–Bueno, no pienses en eso ahora. Tienes que comer algo.
–No puedo. Tengo ganas de vomitar.
–Hidratos de carbono –dijo su madre–. Una galleta salada, por ejemplo. Ya verás cómo se te pasa. Mójala en el té.
¿De verdad era hijo suyo? ¿Podría estar pasando otra vez?
Leo se quedó en el porche durante horas, hasta que la sorpresa fue reemplazada por un vacío terrible.
La prueba de embarazo… él no sabía nada sobre pruebas de embarazo. Sin saber bien lo que hacía subió al dormitorio de Amy y abrió su ordenador. Había fotografías de él, fotos que no había visto, que no estaban en el pen drive que le dio unos días antes. ¿Las que dijo que había borrado? ¿Por qué? ¿Porque lo amaba? Sí, lo amaba como él la amaba a ella. Podía verlo en las fotografías y lo sabía en su corazón.
La prueba de embarazo estaba sobre la cama, junto con la bolsa de la farmacia y el recibo.
Si acababa de hacérsela, el hijo era suyo y él la había acusado de intentar engañarlo. ¿Cómo podía…?
Leo supo entonces, con absoluta certeza, que Amy no le había mentido. Y no era Lisa, de ningún modo.
Tenía que pedirle disculpas, pero no podía dejar a Elie sola, de modo que la metió en el coche y fue a casa de Jill. El coche de Amy estaba en la puerta y Leo tragó saliva.
–¡Leo! –exclamó Jill.
–Soy un idiota –dijo él, y sintió que sus ojos se empañaban–. ¿Puedo hablar con ella?
–¿Dónde está Elie?
–En el coche, dormida.
–Llévala al salón. Amy está en su habitación.
Leo dejó a la niña con Jill, subió a la habitación y contuvo el aliento.
–Vete, Leo –dijo Amy antes de que tuviese oportunidad de llamar a la puerta.
Pero él no pensaba ir a ningún sitio.
Abrió la puerta, hizo un quiebro para evitar el misil que le lanzaba y se dirigió hacia ella con el corazón acelerado.
–Vete de aquí.
–He venido a pedirte perdón. He sido un idiota. Sé que tú no eres Lisa y sé que no me mentirías. No lo has hecho nunca, ni siquiera cuando sabías que la verdad iba a hacerme daño, y sé que no me mientes ahora –Leo dio un paso hacia ella–. ¿Podemos hablar?
–¿De qué? Ya no tenemos nada que decirnos.
–Te quiero, Amy. No quiero seguir esperando porque sé que tú me quieres también. Te conozco bien y tú me conoces a mí. No hemos cambiado tanto. Solo estaba escondiéndome porque tenía miedo. Sé que destrocé un matrimonio, pero no voy a hacer lo mismo contigo, te lo juro.
–¿Matrimonio? –Amy lo miró, sin entender–. Te recuerdo que no estamos casados. No somos nada más que amigos.
–No, pero deberíamos serlo. No hemos perdido la amistad, Amy, sencillamente cambiado. Tal vez el mundo haya cambiado. Los dos teníamos miedo de volver a intentarlo, de confiar en lo que teníamos delante de la cara. Deberíamos haber tenido más fe en nosotros mismos –Leo tomó su mano, agarrándose a ella como a un salvavidas–. Te quiero, Amy, siempre te he querido. Cásate conmigo. Conmigo, con Elie y con nuestro hijo. Podemos ser una familia.
Ella se dejó caer sobre la cama, con las piernas temblorosas.
–¿Hablas en serio? ¡Te has portado fatal conmigo!
–Lo sé y no sé cómo decirte cuánto lo siento. Es que me quedé tan sorprendido. Era un déjà vu, pero debería haberte escuchado.
–Deberías, desde luego. Pero yo sabía que no lo harías… por ella.
–Y Elie, por supuesto. Ya no será hija única… la verdad es que me preocupaba.
–Dijiste que nunca más volverías a casarte –le recordó Amy–. Te parecía una idea horrible.
–Me equivoqué. Lo horrible sería que tú te fueras de mi vida. Vuelve, Amy, por favor, te necesito. No puedo vivir sin ti, sin tu amistad, sin tu apoyo, sin tu comprensión. Sin tu atroz sentido del humor, sin tu desorden. Sin tus pequeñas mentiras…
–¿Qué mentiras?
–Las fotos, por ejemplo –Leo sonrió con esos labios que ella quería besar–. Me dijiste que las habías borrado, pero no es verdad. Siguen en tu ordenador, acabo de verlas. ¿Por qué?
Amy cerró los ojos.
–Eso da igual.
–No da igual. Yo sé por qué querría tener fotos tuyas: para poder mirar las imágenes cuando te hubieras ido y tenerte conmigo de alguna forma. Amy, tengo miedo –le confesó Leo entonces–. Tengo miedo de fallarte, de defraudarte como hice con Lisa. Mi vida es caótica y eso no lleva a un matrimonio feliz. Trabajo muchas horas, pero te necesito en mi vida y quiero que tengas fe en mí, que creas que esto puede salir bien. Que no voy a defraudarte.
–Ya me has defraudado al no creerme.
Leo cerró los ojos entonces, sacudiendo la cabeza.
–Tienes que perdonarme. Lo siento tanto… pero no volverá a pasar. Te quiero, Amy, y te necesito. Por favor, cásate conmigo.
Hablaba en serio, lo veía en su expresión, en sus ojos. Y Amy sonrió.
–Sí –dijo en voz baja–. Oh, sí, por favor.
Leo rio, pero la risa se convirtió en un gemido cuando la tomó entre sus brazos, apretándola contra su corazón.
–No vas a defraudarme –dijo Amy entonces–. No te lo permitiré. ¿Quieres besarme, por favor? Ya casi he olvidado cómo besas.
–Yo tengo una idea mejor. Elie está abajo con tu madre y tengo que meterla en la cuna. Ven a casa con nosotros, Amy. La casa está vacía sin ti. Mi vida está vacía sin ti.
–Pero antes bésame –insistió ella, con una sonrisa.
–Bueno, voy a ver si recuerdo cómo hacerlo –murmuró Leo, esbozando una sonrisa de felicidad.