Capítulo Tres

 

Amy miró a Leo y frunció el ceño al ver que la observaba con una expresión muy rara.

–¿Tengo algo en la nariz?

–¿Qué? No, no, lo siento, estaba pensando en otra cosa. Ah, aquí esta Julie –dijo él, como aliviado por alguna razón.

–Estamos a punto de despegar –anunció la auxiliar de vuelo–. ¿Necesitan algo?

–Yo estoy bien. Amy, ¿necesitas algo?

–No, gracias.

Julie se sentó tras la cabina y oyeron la voz del piloto por megafonía, avisando de que iban a despegar.

Leo se puso el cinturón de seguridad y empezó a darle el biberón a Elie mientras el avión tomaba velocidad sobre la pista.

–Le ayuda a soportar la presión en los oídos –le explicó. Pero Amy no estaba escuchando. Se agarró a los brazos del asiento y cerró los ojos. Odiaba el despegue…

–Ay –suspiró cuando el aparato levantó el morro, catapultándolos hasta el cielo.

–Es más rápido que un avión comercial –dijo Leo.

Amy miró el horizonte por la ventanilla. Estaban subiendo, subiendo, alejándose de Inglaterra. Lejos de la boda que no había tenido lugar, de la carpa en el jardín de la casa de al lado, del vestido que había quedado tirado en el suelo de su habitación…

Y se iba a Italia. No de luna de miel, sino con Leo y Elie. Sin marido, sin alianza, sin el anillo de compromiso que había dejado en la mesilla.

Amy se miró la mano. No, no llevaba el anillo. En su lugar había una pálida línea...

De repente, Leo apretó su mano.

–¿Estás bien? –murmuró, como si pudiera leer sus pensamientos.

Amy intentó sonreír, pero le salió una mueca.

–Solo estaba comprobando que esto no ha sido un sueño. Parece que estoy drogada.

–No estás drogada y no ha sido un sueño, pero necesitas algún tiempo para acostumbrarte. Es una sorpresa, un cambio muy drástico.

Probablemente tenía razón. Drástico había sido, desde luego. Sentía como si estuviera cayendo y no sabía si llevaba paracaídas.

–Ojalá hubiera podido hablar con Nick, pero no responde al teléfono.

–¿Le has dejado un mensaje?

Ella negó con la cabeza.

–No sabía qué decirle. «¿Siento haberte dejado plantado en el altar delante de todo el pueblo?». La verdad, no me parecía adecuado.

–Él no parecía disgustado, Amy –le recordó Leo–. Al contrario, parecía aliviado.

–Sí, es verdad. Bueno, imagino que es lógico, estaba aliviado porque no tenía que cargar conmigo.

–No digas eso. ¿Por qué ibas a ser una carga?

–Porque está claro que soy idiota.

Leo rio, sus ojos llenos de afecto.

–No eres idiota. Bueno, no mucho. Sencillamente, te dejaste llevar sin pensar... ocurre algunas veces.

Era cierto. Los dos se habían dejado llevar. ¿Era eso lo que le había pasado a Leo cuando se casó con Lisa porque le parecía lo más decente?

Leo se quitó el cinturón de seguridad y estaba abriendo el ordenador cuando Julie se acercó con una sonrisa en los labios.

–¿Quieren tomar algo?

–Yo tomaré un capuchino. ¿Tú qué quieres, Amy?

–Lo mismo, gracias.

Cuando Julie se alejó, Amy se quedó pensativa. Sus pensamientos no eran agradables. Mucha gente había viajado para su boda y ella estaba huyendo con Leo, dejándolos a todos boquiabiertos cuando debería haber pedido disculpas.

–Me pregunto qué estarán diciendo sobre mi sentido común –murmuró para sí misma–. Al menos habrán comido bien. Habría sido una pena tirar la comida.

–Imagino que la mayoría ya se habrán ido y tu sentido común, sencillamente, despertó un poco tarde.

–Tal vez –dijo ella suspirando–. La comida era maravillosa de verdad, me alegro de haberla probado. ¿Sabes cuándo fue la última vez que cocinaste para mí?

–Hace años.

–Al menos cuatro, cinco probablemente. Lo hacías mucho cuando mi padre murió. Yo iba a tu restaurante cuando estaba en la universidad y me hacías cualquier cosa cuando terminabas de trabajar o probabas una nueva receta conmigo. Echo eso de menos.

–Lo siento. Mi vida ha sido caótica desde que empecé con el programa de televisión.

Eso era decir poco.

–Ya lo sé. Y, además, has abierto nuevos restaurantes. No puede haber sido fácil con una esposa y un bebé en camino.

De repente, sus ojos se ensombrecieron.

–No, bueno, tardé algún tiempo en acostumbrarme. Mucho.

¿Tanto que eso había destrozado su matrimonio? Amy sabía muy poco de su matrimonio con Lisa; casi nada salvo los rumores que había leído en la prensa. Sus padres nunca hablaban de ello y hasta aquel día apenas había visto a Leo desde que se casó.

Lo único que sabía era lo que había leído en los periódicos: que Lisa había sido atropellada una noche de lluvia y que, según el forense, había sido una muerte accidental. Elie solo tenía dos meses entonces, tal vez ni siquiera eso. Y Leo se había quedado solo con su hija, con un nuevo negocio que exigía toda su atención y un contrato en televisión. Era lógico que no se hubieran visto.

–Su capuchino, señorita Driver.

–Ah, gracias.

Distraída, Amy tomó la cucharilla y empezó a jugar con las esquirlas de chocolate sobre la espuma.

Leo puso una mano en su brazo.

–Todo saldrá bien –murmuró. Y eso la hizo sonreír. Leo siempre preocupado por ella cuando era ella quien estaba preocupada por él.

–Estoy bien –le aseguró. Y era verdad, se dio cuenta entonces, un poco asombrada. Leo la había alejado de todo a tal velocidad que no había tenido tiempo de pensar, y eso era bueno.

Sonriendo, sacó su cámara de fotos.

–Sonríe al pajarito.

–Saca mi lado bueno.

Amy bajó la cámara y enarcó una burlona ceja.

–¿Tienes un lado bueno?

Él sonrió, con esa sonrisa que creaba un hoyuelo en su mejilla, y a Amy le dio un vuelco el corazón. Nerviosa, se volvió para hacer fotos del avión mientras su corazón volvía a latir a ritmo normal.

–Primer día en el blog de la Toscana –murmuró.

Aterrizaron a las cinco de la tarde y a las cinco y media ya estaban en el coche, de camino a las afueras de Florencia. Elie protestaba un poco, de modo que pararon para que Leo le diese el biberón.

Amy lo miraba con una extraña expresión.

–¿Qué?

–Nada, es que aún no me he acostumbrado a verte como padre, pero pareces muy cómodo con ella.

–Y lo estoy. No sabía cómo sería, pero la adoro... más de lo que nunca hubiera podido imaginar. Es lo más precioso que me ha pasado nunca.

Amy esbozó una sonrisa.

–Y se nota.

Leo pensó en los planes de Amy, en todas las cosas que había sacrificado. Como, por ejemplo, formar una familia. Y si él no hubiera intervenido...

Tal vez habría terminado tan mal como él, se recordó a sí mismo, teniendo que criar sola a un hijo cuando su desastrosa relación con Nick se hubiera roto.

–Amy, lo tendrás todo cuando llegue el momento –le dijo. Y su sonrisa le rompió el corazón.

–Lo sé, pero debo advertirte que yo no sé nada sobre bebés, así que me vendrá bien practicar con Elie para cometer mis primeros errores con el hijo de otra persona. Leo rio, revolviendo los ricitos de la niña.

–No cometerás errores. Y, aunque así fuera, no creo que vayas a romperla. Es muy fuerte.

–Menos mal, seguramente le hará falta.

–Tranquila, Amy, solo es una persona pequeñita. Ella te hará saber lo que necesita.

–Ya, claro, si soy capaz de leer la mente de un bebé de diez meses –bromeó ella. Pero estaba sonriendo y Leo suspiró, aliviado. Estaba colgando de un hilo desde que se alejó de Nick y había tardado todo ese tiempo en entender que había hecho lo que debía. Tener un hijo con la persona equivocada era un desastre y eso era lo que podría haber pasado.

Y eso hacía que se sintiera un poco menos culpable.

–Puedes empezar a practicar ahora mismo. Dale el resto del biberón para que yo pueda tomar un café.

Amy tomó el biberón con sumo cuidado, como si fuese una bomba, y la niña chupó obedientemente. Por suerte, parecían entenderse bien.

–¿Lo ves? Es muy fácil.

Amy sonrió.

–Esto no ha sido tan difícil, pero creo que necesitará a su papá para... el otro lado. Yo solo puedo aprender una cosa a la vez. Ya habrá tiempo para aprender las demás.

Leo rio, dejando la taza sobre la mesa y tomando a Elie en brazos para cambiarle el pañal.

–Seguro que habrá muchas oportunidades.

–No lo dudo.

Su sonrisa era tan afectuosa que se alegró de haber ido con ellos.

Cuando llegaron al palazzo estaba atardeciendo. Leo tomó una avenida flanqueada por álamos hasta la cima de una colina y allí, frente a ellos, apareció un grupo de edificios de piedra teñidos de rosa por los últimos rayos del sol.

–Creo que ese es el palazzo –dijo Leo.

Amy miraba boquiabierta.

–¿Todo eso? ¡Es enorme! Parece tan grande como el pueblo.

–Siglos atrás, aquí vivía mucha gente.

El imponente edificio de piedra tenía docenas de ventanas desde las que, estaba segura, habría unas vistas maravillosas. Estaba desando sacar su cámara.

Pasaron bajo un arco de piedra a un patio de luces en el que había varios vehículos, y Leo detuvo el coche al lado de un monovolumen.

Frente a ellos había una escalinata de piedra flanqueada por olivos en enormes tiestos de terracota y, al final de la escalera, un par de enormes puertas de madera, totalmente en proporción con el tamaño del edificio.

Amy no salía de su asombro.

–Madre mía, no sé qué decir.

Leo sonrió.

–Hace que mi casa parezca una casita modesta.

–Aún no he visto tu casa –le recordó ella–, pero tendría que ser increíblemente impresionante para competir con esto.

–Lo único que no tiene son vistas al mar.

Ella inclinó a un lado la cabeza.

–Qué pena. Ya me conoces, yo siempre he querido ser una sirena.

–Ah, se me había olvidado –Leo sonrió de nuevo, el hoyuelo apareciendo en su mejilla–. Mi casa es casi tan bonita como la de los Valtieri. Aún no la has visto.

–Y tampoco la de ellos, así que no te hagas ilusiones.

De nuevo, el hoyuelo hizo su aparición y el corazón de Amy dio un vuelco inesperado.

–Será mejor avisarles de que estamos aquí.

No hubo que hacerlo porque las puertas se abrieron y un hombre alto con pantalón vaquero y camisa blanca bajó los escalones con una sonrisa en los labios.

–Massimo Valtieri –se presentó–. Y tú eres Leo Zacharelli. Me alegro mucho de conocerte. Bienvenidos al palazzo Valtieri.

Hablaba su idioma a la perfección, con un vago acento italiano, para alivio de Amy.

–Y usted debe de ser la señorita Driver.

–Amy, por favor –dijo ella, mientras estrechaba su mano.

–Bienvenida, Amy. Mi mujer, Lydia, está deseando conoceros.

Leo sacó a la niña de su sillita de seguridad y tomó la bolsa de los pañales mientras Massimo se encargaba de las maletas. Lo siguieron escaleras arriba hasta un patio interior, sus muros decorados con intrincados murales que parecían increíblemente antiguos.

Era un sitio precioso, casi monástico, pero exquisito. Y Amy estaba deseando capturar todo aquello con su cámara. Ya estaba imaginando los planos... y en casi todos ellos aparecía Leo. Por su blog, claro.

Su anfitrión los llevó a una especie de suite con un salón espacioso y elegantemente amueblado, con una cocina pequeña que daba a una terraza. El sol se había escondido tras el horizonte y el valle solo era un borrón desde allí, pero Amy estaba segura de que la vista sería fabulosa. Todo en aquel sitio parecía serlo.

Massimo les mostró dos dormitorios, también con salida a la terraza, y el cuarto de baño compartido. En uno de los dormitorios, había una cunita para Elie.

–Si necesitáis cualquier cosa, solo tenéis que pedirla. Lydia está deseando conocerte, ha estado cocinando como una loca desde que llamaste.

–Muchas gracias –dijo Leo–. Pero no queremos molestar…       Massimo hizo un gesto con la mano.

–Por favor, no es ninguna molestia. Ella también es chef, y no ofrecerte comida a ti sería un pecado imperdonable –dijo, riendo–. En cuanto la niña esté instalada, llámame al móvil y vendré a buscaros. Es fácil perderse en este sitio.

–Ya me imagino.

–Mis hermanos y sus mujeres también están aquí, pero no nos arreglamos para cenar, así que no tenéis que cambiaros de ropa. Y cenaremos en la cocina, como siempre.

La puerta se cerró tras él y Leo se volvió para mirarla con una sonrisa en los labios.

–¿Te parece bien? Porque sé que has tenido un día terrible y no quiero forzarte a nada. Si no te apetece cenar con gente puedes quedarte aquí, yo te traeré algo de comida.

El ruido del estómago de Amy respondió a la pregunta.

–Estoy cansada, pero me muero de hambre y no sé si quiero estar sola. Además, es a ti a quien quieren conocer y yo no entenderé nada de lo que digáis porque no hablo italiano, así que me quedaré en una esquina, comiendo sin parar mientras os miro.

–Yo creo que sí entenderás algo. La mujer de Massimo es inglesa.

–¿Ah, sí? Qué buena noticia. Así tendré alguien con quien hablar.

–Seguro que sí –asintió Leo–. Tengo que bañar a Elie y darle el biberón antes de meterla en la cama. Luego iremos a conocer al resto de la familia Valtieri.

¡Elie! Amy ni siquiera había pensado en sus responsabilidades.

–¿Crees que podemos dejarla aquí sola o prefieres que me quede con ella? Es a ti a quien quieren conocer.

Leo tomó algo de una mesa.

–Un monitor. Si llorase, la oiría. Han pensado en todo.

Era cierto, los Valtieri habían pensado en todo. Había productos de aseo en el baño y en la nevera había leche, zumo, mantequilla, fruta fresca, huevos, pan, un paquete de café y té. Auténtico té inglés.

Mientras Leo se encargaba de la niña, ella preparó el té y se sentó en el sofá a esperar. Elie protestó un poco cuando la metió en la cama, pero no tardó en quedarse dormida.

–¿Esto es para mí? –le preguntó Leo, señalando la taza sobre la mesa.

Amy asintió con la cabeza.

–Sí, pero debe de estar frío. ¿Quieres que te haga otro?

–No, gracias. Tengo que llamar a Massimo. No quiero hacerlos esperar.

–Antes de que llames... ¿le has dicho algo sobre mí? ¿Sobre la boda?

–No, claro que no. Pensé que no querrías hablar del asunto.

–Muy bien. Además, ahora mismo me muero de hambre.

Eso es lo único que me interesa.

–¿Cuándo no tienes hambre? –Leo rio mientras sacaba el móvil del bolsillo.

Poco después, Massimo llamó a la puerta de la habitación y los llevó a una cocina llena de gente. Había cinco personas, dos hombres y dos mujeres sentados frente a una enorme mesa de madera y una mujer embarazada frente a la cocina, moviendo un cucharón mientras hablaba. ¿Sería Lydia?

Los hombres se levantaron para recibirlos y Massimo hizo las presentaciones, terminando con su mujer, que dejó el cucharón para estrechar su mano.

–¡Cuánto me alegro de que hayáis decidido venir! Espero que tengáis hambre.

–Desde luego que sí. Aquí huele de maravilla –dijo Amy. Y luego se quedó sorprendida cuando Lydia la abrazó.

–Qué bien, me encantan los cumplidos. Y tú eres Leo, por fin –dijo, abrazándolo–. No sabes cuánto me alegro de conocerte. Has sido mi héroe durante años.

Para sorpresa de Amy, Leo se puso colorado.

–Gracias, eso sí que es un cumplido viniendo de otro chef.

–Sí, bueno, hay chefs y chefs –dijo Lydia–. Cariño, ofréceles una copa de vino. Seguro que lo necesitan. Viajar con un bebé es una pesadilla.

–Estoy en ello. ¿Blanco o tinto?

Leo miró a Lydia.

–A juzgar por el delicioso olor, yo diría que un tinto robusto.

–Perfecto. Estoy haciendo una de tus recetas. La he adaptado un poco, pero espero haberle hecho justicia.

Se pusieron a charlar como dos chefs y una mujer se acercó a Amy para ofrecerle un vaso de agua. También era inglesa y su sonrisa era abierta y amistosa.

–No sé tú, pero a mí los viajes siempre me dan sed –le dijo–. Soy Isabelle y estoy casada con Luca. Ella es Anita –añadió, señalando a la otra mujer– la única italiana de las Valtieri. Está casada con Giovanni, que es abogado y nos lleva a todos por el buen camino.

–Bueno, al menos lo intenta –dijo Anita, con un fuerte acento italiano–. Bienvenida a la Toscana –dijo luego, abrazándola–. ¿Te gusta este sitio?

–¡Me encanta! Es precioso.

–Pensé que Leo tenía que ir a una boda, pero veo que ha logrado llegar a tiempo.

¿Cómo iba a responder a eso?, se preguntó Amy. Afortunadamente, no tuvo que hacerlo porque Leo apareció a su lado y respondió por ella, en realidad soslayando la pregunta.

–El viaje ha sido estupendo y nuestras habitaciones son maravillosas. Gracias a todos, de verdad.

–De nada –dijo Massimo, ofreciéndole una copa.

De inmediato, él y sus hermanos se pusieron a hablar sobre el vino y Amy se encontró sentada a la mesa charlando sobre los niños, sobre la zona... y sobre Leo.

–¿Desde cuándo os conocéis? –le preguntó Lydia.

–Desde siempre. Éramos vecinos de niños.

–Vaya, entonces literalmente desde siempre. Qué suerte.

–Bueno, no sé si es una suerte. Leo solía probar sus recetas conmigo cuando éramos niños, así que yo era su víctima propiciatoria.

–¿Víctima?

Amy arrugó la nariz.

–Leo era bastante aventurero, así que hubo algunos desastres interesantes, pero creo que su paladar se ha refinado mucho desde entonces.

–Y yo pensando que hablarías bien de mí… –oyó la voz de Leo a su espalda.

–No quiero que la fama se te suba a la cabeza.

–No, claro.

Lydia, Anita e Isabelle los miraban de una forma…

¿Por qué? Ellos siempre bromeaban así, desde niños. Pero ellas parecían estar viendo algo diferente, algo que no estaba allí y, de repente, sintió que le ardía la cara. Sin saber qué hacer, metió un trozo de pan en un cuenco de aceite de oliva y vinagre balsámico…

Los sabores explotaron en su lengua y, de repente, entendió por qué estaban allí.

–Esto está riquísimo. ¿Lo has hecho tú, Lydia?

–Aquí lo toma todo el mundo.

Afortunadamente, enseguida sirvieron la cena y el momento incómodo pasó.

Luego, cuando terminaron, los dos grupos se dividieron otra vez. Amy oyó a Elie llorando por el monitor y aprovechó la oportunidad para escapar, antes de que las mujeres pudiesen hacer más preguntas.

–Iré yo –dijo a toda prisa, levantándose de la silla y tomando el monitor–. Tú quédate.

–¿Estás segura?

–Por supuesto. Yo me encargaré de Elie... y si no sé hacerlo vendré a buscarte –Amy se volvió hacia los demás–. Espero que me perdonéis. Ha sido un día muy largo y complicado.

–Por supuesto. Si necesitas algo, solo tienes que pedirlo – dijo Lydia.

–Gracias.

Leo la tomó del brazo cuando iba a salir de la cocina.

–Yo iré dentro de un momento.

Amy le dio las gracias a Lydia por la cena y escapó de la cocina. «Un día largo y complicado» no explicaba lo que había pasado, y cuando llegó a habitación cerró la puerta con un suspiro de alivio.

Solo habían pasado doce horas desde que le dio la espalda a Nick.

Y pasaría su noche de boda sola en un palazzo medieval en la Toscana, en lugar de estar con Nick en una isla del océano Índico.

Se le escapó una risita que se convirtió en un sollozo y, tapándose la boca con la mano, se dirigió al dormitorio.

Pero, una vez allí, se dio cuenta de que la cuna de Elie estaba en la habitación con dos camas. La cama de matrimonio estaba en la otra. Las camas no eran pequeñas, pero le parecía mal dormir en la grande. Después de todo, estaba allí para cuidar de la niña.

Por suerte, Elie dormía tranquilamente, de modo que debía de haber gemido en sueños.

Amy estaba agotada, su cerebro dando vueltas a las repercusiones de su impulsivo comportamiento, pero no podía irse a la cama antes de aclarar con Leo dónde iban a dormir, de modo que puso agua a calentar para hacerse un té y se sentó en el sofá a esperar.