Capítulo Dos
No podía hacerlo.
No podía dejarla sola cuando su vida se había puesto patas arriba, pero podía haber encontrado la solución perfecta.
Le preocupaba tener que irse a Italia al día siguiente y abandonarla después de lo que había pasado, pero también cómo iba a cuidar de su hija mientras acudía a las reuniones de trabajo, y allí estaba la respuesta, en bandeja de plata.
A menos que...
Leo la estudió en silencio, buscando alguna pista en su expresión.
–¿De verdad lo decías de broma? Porque, si no es así, podría ser una gran idea. No lo de ir en la bodega del avión, evidentemente, pero que fueras conmigo a Italia podría resolver nuestros problemas.
Amy frunció el ceño.
–¿Tú tienes un problema?
Leo asintió con la cabeza.
–Algo así. Tengo muchas reuniones de negocios, mucho trabajo. En otras circunstancias dejaría a Elie con mis padres, pero serán varios días y no es justo porque ya son muy mayores.
Además, tienen que quitar la carpa y… no lo digas –la interrumpió poniendo un dedo sobre sus labios para evitar la disculpa.
Pero Amy apartó su mano.
–¿Por qué no si es verdad? Es culpa mía y los pobres se habían molestado tanto…
De nuevo, Leo puso un dedo sobre sus labios.
–Escúchame, por favor. Me gusta estar con Elie todos los días, aunque eso signifique llevarla conmigo a todas partes. Es la única forma de cuidar de ella y llevar mi negocio y, aunque no es fácil, por el momento parece estar funcionando. No quiero separarme de ella, pero cuando vuelva de Italia empezaré a grabar más programas de televisión y necesitaré que mis padres me ayuden. Si vienes a Italia con nosotros y cuidas de Elie mientras yo voy a las reuniones, sería una ayuda increíble para mí.
Ella lo miró, pensativa.
–¿Lo dices en serio? Solo era una broma, no quiero ser una carga para ti.
–Claro que lo digo en serio. Y no serías una carga, al contrario. Estoy intentando llegar a un acuerdo con una familia italiana que cultiva unos productos fabulosos. Probé algunos en una feria de alimentación y me quedé impresionado. Quiero verlos, negociar los precios y ver si podemos llegar a un acuerdo. Y hacer todo eso con Elie en brazos no sería posible.
Amy sonrió.
–Ya me imagino. No sería justo para la niña.
–No, es cierto. Y Elie es mi prioridad. Si fuera necesario, acortaría el viaje, pero no quiero hacerlo porque es una oportunidad estupenda y podría ser tan importante para su futuro como para el mío.
–Lo entiendo.
–Entonces, ¿vendrás? Tendrás mucho tiempo libre para hacer fotografías y en esta época del año la Toscana está preciosa. Así podrás olvidarte de lo que ha pasado, pensar, aclarar tus ideas y decidir qué vas a hacer. Te vendría bien.
Sonaba tentador, muy tentador, y Amy entendió que verdaderamente necesitaba su ayuda. No estaba inventándolo y, aunque así fuera, no tenía otra opción. Quedarse allí cinco minutos más era impensable.
Podía oír pasos de la gente en el jardín, no su jardín, sino el de los padres de Leo, donde habían instalado la carpa para el banquete.
–Oh, Leo, toda esa comida…
Se sentía culpable, pero él negó con la cabeza, como si no tuviera importancia.
–No se echará a perder, no pasa nada.
Sí pasaba y, de repente, Amy se sintió abrumada de nuevo.
–Se supone que era tu regalo de boda y ni siquiera ha habido una boda.
–Amy… –Leo suspiró, intentando tranquilizarla mientras las lágrimas rodaban por su rostro de nuevo ante la enormidad de lo que había hecho, el caos que había provocado.
–Ni siquiera puedo devolverte el dinero –consiguió decir. Pero Leo apretó su cabeza sobre el familiar hombro, en un gesto tan consolador que podría haberse quedado allí para siempre.
–No tienes que pagarme nada. Olvídalo, eso es lo menos importante. No te preocupes por ello.
Amy levantó la cabeza, apartando las lágrimas con la mano.
–Pero es que me preocupa. Al menos deja que te lo pague cuando encuentre un trabajo.
Si encontraba un trabajo. El mundo editorial estaba de capa caída y ella había dejado una carrera en una buena editorial porque pensaba que tendría seguridad económica con Nick y podría permitirse el lujo de ser fotógrafa freelance. Pero ya no tenía nada. Ni trabajo, ni casa, ni marido, ni futuro... y todo por una vaga sensación de no estar haciendo lo que debía. Tenía que estar loca.
–Muy bien, vamos a ver –empezó a decir Leo–. Ven a la Toscana conmigo, cuida de Elie para que yo trabaje con la conciencia tranquila y estaremos en paz.
–¿En paz? Yo sé lo que cuestan tus caterings, Leo.
Él esbozó una sonrisa.
–El verdadero coste no tiene nada que ver con la tarifa que cargamos a los clientes. Y tú sabes que mi hija es lo más preciado para mí. Nada podría ser más importante que dejarla con alguien en quien pueda confiar –Leo apretó su mano, mirándola a los ojos–. Ven con nosotros. Cuida de Elie mientras yo trabajo, pásalo bien y haz fotos por mí. Fotos de mí cocinando, de los productos, de la región, los mercados. Tus fotos son estupendas y me vendrían bien para el blog. Son fotos profesionales por las que pagaría un buen dinero. Normalmente las hago yo mismo y te aseguro que no sé nada de fotografía.
Ella rio, un sonido entre una risa y un sollozo que contuvo cuando Leo la abrazó.
–Hazlo por mí, por favor. Me vendría bien y a ti también. Estás agotada y necesitas alejarte de todo durante unos días. Y te necesito, Amy. No solo por las fotos, sino por Elie. No puedo poner un precio a la felicidad de mi hija.
No estaba siendo amable, pensó Amy, lo decía de verdad. Nunca le había pedido ayuda, aunque él la había ayudado innumerables veces.
Por no hablar del catering.
De modo que no tenía opción y se dio cuenta de que no le hacía falta. Quería ir con Leo. Su sentido común era exactamente lo que necesitaba para superar aquello y, además, Leo estaba acostumbrado a lidiar con ella y con sus problemas.
–Muy bien, iré contigo. Cuidaré de Elie y haré fotos y lo que tenga que hacer mientras esté allí. Será un placer ayudarte y ya es hora, además. Pero con una condición.
–¿Cuál? –le preguntó él.
–Te ayudaré con Elie cuando empieces a grabar el programa, así le quitaré una carga a tus padres. Entonces estaremos en paz.
–Ese es un compromiso muy grande. La grabación dura meses.
–Lo sé, pero ese es el trato. O lo tomas o lo dejas.
Leo bajó los hombros, aliviado.
–De acuerdo. Y gracias, muchas gracias. Bueno, ¿ya tienes la maleta hecha?
–Sí, claro. He guardado ropa informal, biquinis, vaqueros… ¿eso servirá?
Leo asintió con la cabeza.
–Claro que sí. Voy a hacer la maleta… puede que podamos irnos hoy mismo.
–¿Hoy?
–¿Algún problema?
–No, en absoluto, cuanto antes mejor. Es que me ha sorprendido. Pensé que nos iríamos mañana.
–Sería mejor irnos hoy mismo. ¿Cuánto tardarás en estar lista?
Amy se encogió de hombros.
–Media hora. Veinte minutos incluso.
–Muy bien, te llamaré si hay algún problema. No olvides el pasaporte... y tu cámara.
–Está en la maleta. Pero haz algo por mí antes de irte, ayúdame a quitarme el vestido. Se me habían olvidado esos estúpidos botones.
Leo empezó a desabrochar los botoncitos de satén y, mientras lo hacía, de repente notó la piel suave de sus hombros, la fina línea de su cuello, la esbelta columna de su garganta. Podía ver el pulso latiendo en su cuello y, de repente, tuvo que tragar saliva. Aquello era una locura. Era Amy, su amiga de la infancia, prácticamente su hermana.
Por fin, bajó la cremallera y ella sujetó el vestido para que no cayera al suelo, pero, cuando se dio la vuelta y vio su escote bajo el encaje transparente, tuvo que apartar la mirada, sorprendido por una repentina oleada de calor.
«¿De verdad?».
«¿Amy?».
Leo dio un paso atrás.
–Bueno, ya está –murmuró, con un nudo en la garganta.
–Voy a cambiarme. Nos vemos abajo en unos minutos.
–Ponte algo cómodo para el viaje –preferiblemente algo que la cubriese de los pies a la cabeza. Leo se dio la vuelta para agarrar el picaporte, desesperado por salir de allí.
–¿Leo?
Él se volvió para mirarla por encima del hombro, enarcando una ceja.
–Estoy muerta de hambre. Llévate algo de comida.
¿Comida? Leo rio y la tensión desapareció.
–Nos vemos en unos minutos.
Cuando bajó a la cocina, tres pares de ojos se clavaron en él.
–¿Cómo está?
–Se le pasará –respondió Leo–. Me la llevo a Italia conmigo, nos iremos lo antes posible. Estoy intentando conseguir un vuelo para esta misma tarde.
–¿A Italia? Qué bien, eso es justo lo que necesita –Jill se puso de puntillas para darle un beso–. Gracias, Leo, de verdad.
No sabía si tendrían tiempo.
Mientras hacía la maleta, Leo llamó a la agencia de viajes y descubrió que había un avión privado con destino a Florencia, pero salía del aeropuerto a las tres y ya eran las doce.
Tendrían tiempo si Amy estaba lista, de modo que llamó para advertirle, metió la maleta en el coche, colocó a Elie en su sillita de seguridad y fue a buscarla a casa.
–Estoy lista –dijo Amy, con una sonrisa forzada, el rostro pálido, los ojos aún enrojecidos. Pero en ellos había vida otra vez. Ya no eran los ojos vacíos de la mujer a la que había acompañado a la iglesia una hora antes. Sí, estaba conteniéndose, pero lo superaría, estaba seguro. Y, de repente, se sentía orgulloso de haberla convencido para que fuese a Italia con él.
–¿Llevas el pasaporte?
–Lo tengo todo. ¿Cuál es el límite de peso para el equipaje?
–No hay límite, es un avión privado.
Amy lo miró, boquiabierta.
–¿Un avión privado?
Él levantó su barbilla con un dedo
–El avión está contratado por una empresa para ir a Florencia. Yo solo pago una fracción de lo que costaría normalmente.
Seguía siendo una fortuna, pero ella no tenía por qué saberlo.
–Vaya, genial –Amy abrazó a su madre y a sus preocupadas damas de honor y subió al coche.
–Gracias, Leo –repitió Jill, mientras él se despedía con la mano.
–¿Has traído comida? –le preguntó Amy. Y él sacó una bolsa del asiento trasero.
–Aquí esta. Podemos compartirla.
–O puede que me la coma toda yo sola.
–Venga, ponte el cinturón.
Amy se mordió los labios, en sus ojos un brillo de emoción que no sabía analizar.
Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, pero era una parodia de su habitual alegría y Leo se sintió culpable. ¿Y si no fuera un brillo de emoción? ¿Y si era histeria? Estaba muy nerviosa. ¿Habría impuesto sus propios sentimientos sobre el matrimonio? ¿Habría puesto dudas en su mente cuando no habían estado allí antes? Esperaba que no fuera así. Aunque Nick no fuese el hombre adecuado para ella no era asunto suyo y no debería haber saboteado la boda.
–¿Estás bien?
Amy asintió con la cabeza.
–Sí... bueno, lo estaré en cuanto salgamos de aquí.
–Entonces, vamos –Leo arrancó en dirección a Londres.
Amy jamás había viajado en un avión tan lujoso.
Desde el principio hasta el final, subir al avión privado había sido facilísimo. Los habían llevado a una terminal especial, se habían encargado de las maletas, del cochecito de la niña y la sillita de seguridad y el coche había sido llevado a un aparcamiento. Pasaron el control de pasaportes a toda velocidad y una azafata los llevó directamente al avión.
Nada de prisas, ni colas. El piloto los había recibido en la puerta del avión, saludándolos por su nombre antes de decirles que un coche los esperaba en Florencia. Luego desapareció en la cabina y cerró la puerta, dejándolos solos, y por primera vez Amy miró alrededor.
–Madre mía –murmuró. Era como entrar en otro mundo, un mundo que solo había visto en televisión o en el cine.
No había un montón de asientos ni un estrecho pasillo central sino una especie de salón con dos grupos de sillones de piel color crema y varias mesas para poner un ordenador, comer, leer una revista o mirar por la ventanilla. Y el asiento de seguridad de Elie ya estaba colocado para ella.
Leo se dirigió hacia allí y ella lo siguió, la gruesa alfombra bajo sus pies haciendo que sintiera que caminaba por el aire. Tal vez así era. Tal vez ya habían despegado sin que se diera cuenta. O tal vez era parte de aquel extraño trance en el que parecía estar desde que le dio la espalda a Nick en la iglesia.
Mareada, tuvo que agarrarse al respaldo de un asiento para mantener el equilibrio. Pero enseguida sintió la mano de Leo en su cintura, empujándola hacia uno de los sillones.
–Siéntate y no discutas.
Amy no discutió. Se sentó obedientemente en el suavísimo sillón de piel cuando le fallaron las piernas, observándolo mientras abrochaba el cinturón de seguridad de Elie con esas manos grandes, capaces y tiernas.
Pero abrochar ese cinturón parecía increíblemente complicado y, de repente, empezó a tener dudas sobre su capacidad para cuidar de la niña.
¿Qué sabía ella de bebés? Menos que nada. Leo debía de estar loco para confiarle a su hija.
Un hombre y una mujer uniformados entraron en ese momento y, después de cerrar la puerta del avión, la mujer se acercó a ellos con una sonrisa en los labios.
–Señor Zacharelli.
Leo estrechó su mano.
–Julie, ¿verdad? Hemos viajado juntos alguna vez.
–Es un placer volver a verlo.
–Ella es mi hija, Elie. Y la señorita Driver –las presentó Leo.
–Encantada. Soy su auxiliar de vuelo, señorita Driver. Si necesita algo, no dude en pedírmelo.
–Gracias.
–¿Debo recordarles los procedimientos de seguridad?
Leo sacó de la bolsa una luciérnaga de peluche.
–Claro, siempre son muy entretenidos.
Julie les mostró cómo usar la mascarilla de oxígeno, indicó la salida de emergencia y todo lo demás, pero con la diferencia de que estaba hablando solo para ellos... especialmente para Leo, pensó Amy. Otra conquista. Aunque Leo seguramente no se daba cuenta.
Cuando terminó, Julie los dejó solos.
–¿No le regalé yo ese peluche? –preguntó Amy, señalando la luciérnaga con la que Elie estaba jugando.
Leo asintió con la cabeza.
–Cuando nació. Le encanta porque hace ruido, así que la llevo a todas partes.
Eso la hizo sonreír. Al menos había hecho algo bien en el último año.
Leo se sentó a su lado, mirándola con gesto serio.
–¿Estás bien?
«Si no cuentas las mariposas que vuelan en mi estómago como una horda de elefantes», pensó. Pero no dijo nada, se limitó a asentir con la cabeza y Leo enarco una ceja.
–¿Siempre viajas en avión privado?
–No, solo cuando me llevo a Elie. Normalmente voy en business, pero con la niña es más cómodo un vuelo privado. Seguro que tú habrás viajado en algún avión con un bebé llorando.
–Sí, claro, es terrible, no hay escapatoria.
En ese momento, a Elie se le cayó el peluche y empezó a llorar.
–No, mia bella, no pasa nada –dijo Leo, devolviéndole el juguete.
La niña apretó el peluche una y otra vez, encantada con el ruido.
–Es fácil complacer a los niños. Les das un juguete y todo está bien.
–Como a los hombres –dijo Amy–. Coches veloces, una enorme pantalla de televisión, una moto... un avión privado.
Leo rio.
–He conseguido distraerla, pero Elie puede ser una tirana. Eres un pequeño monstruo, ¿verdad que sí, mia bella?
Lo decía con tal cariño que a Amy se le encogió el corazón. Pobrecita, perder a su madre tan pequeña y de manera tan trágica. Leo debió de quedarse desolado... aunque no por él mismo. Le había dicho que casarse con la persona equivocada era una receta para el desastre y que no volvería a contraer matrimonio, de modo que el suyo con Lisa no debió de ser muy feliz. Pero aun así…
–Tengo que hacer una llamada para ver dónde dormimos esta noche. ¿Puedes entretenerla un momento?
–Sí, claro –Amy volvió a concentrarse en la niña. Tenía suficiente con sus propios problemas como para pensar en los de Leo.
Pero Elie estaba entretenida con su muñeco, de modo que pudo escuchar la conversación. No la entendía porque ella no hablaba italiano, pero le gustaba oírlo hablando en ese idioma.
Siempre había pensado en él como un inglés, igual que su madre, pero tenía ese otro lado asombroso, el lado italiano de su padre, y no sabía por qué, pero hacía que se le encogiera el estómago.
O tal vez le gustaba el idioma. Debía de ser eso. Leo hablando en italiano no podía ser sexy, eso era ridículo. Sus innumerables fans no pensaban lo mismo, claro, pero ella no iba a caer bajo su hechizo. Después de todo, se trataba de Leo, su amigo de la infancia.
Sí, era guapísimo y, durante la adolescencia, había sido su héroe, pero nunca había sentido por él lo que sentían otras mujeres, probablemente porque se conocían desde niños. Amy conocía tanto sus debilidades y sus irritantes hábitos como sus cualidades, como la amistad, la lealtad y la generosidad.
Era prácticamente su hermano; un hermano al que adoraba y por el que haría cualquier cosa. El mejor amigo que podría tener una chica, y daba igual lo que pasara, eso no cambiaría nunca.
¿Pero sexy? No…
–Ciao. A dopo –se despidió Leo en un precioso italiano. Y el corazón de Amy dio un vuelco dentro de su pecho.
–Bueno, ya he solucionado el asunto –dijo, aliviado–. He llamado a Massimo Valtieri para decirle que nos alojaríamos en un hotel, pero Massimo se niega. Dice que en su palazzo hay sitio para todos. Problema resuelto.
–¿Vamos a alojarnos en un palacio? –exclamó Amy.
Leo rio.
–Es una antigua villa de la época de los Medici. He visto fotografías y es un sitio precioso. Pertenece a su familia desde hace siglos, por eso quiero trabajar con ellos. No es un negocio, sino algo que llevan en la sangre.
–Ah, qué bien. Pero sigo sin creer que vaya a alojarme en un palacio.
–Bueno, tienes cuatro o cinco horas para acostumbrarte a la idea.
Era un alivio para él saber que Amy estaría cerca. Y parecía llevarse muy bien con la niña.
Estaba inclinada, charlando con Elie, diciéndole que era una chica afortunada porque iba a alojarse en un palacio…
Las sombras habían desaparecido de sus ojos y, por un momento, se preguntó cómo habría sido su vida si Amy hubiera sido la madre de Elie.
Ese pensamiento lo dejó sin oxígeno.