Capítulo Seis
A la mañana siguiente, Massimo se disculpó por tener que abandonarlos.
–No te preocupes, estaremos perfectamente –dijo Leo–. ¿Puedo visitar tu huerto, Lydia?
–Por supuesto –respondió ella–. Usa lo que quieras, de allí o de la cocina. ¿Seguro que no te importa hacer la comida del domingo?
–No, al contrario, será un placer. Y no os preocupéis por nosotros, estaremos estupendamente, ¿verdad, Amy?
–Claro que sí –respondió ella, aunque sentía mariposas en el estómago al pensar que estaría sola con Leo durante cuarenta y ocho horas. El roce accidental el día anterior en la piscina la había hecho temblar y entonces estaban con gente. ¿Qué habría pasado de estar solos?
Nada. Y si volviese a ocurrir solo tendría que mencionar a Lisa y él daría un paso atrás a la velocidad del rayo.
–Tengo que ir a comprar –dijo Leo cuando se quedaron solos–. Hay un mercado estupendo en el pueblo. ¿Quieres venir?
–Sí, claro –Amy sonrió–. Así podré defenderte de las viejas que quieran meterte mano.
Él soltó una carcajada.
–Ah, claro, ¿cómo iba a soportarlo sin ti?
–Tienes suerte de no tener que hacerlo –replicó ella, dándose la vuelta para que no viera el brillo de anhelo en sus ojos.
Elie se quedó dormida en la silla de seguridad y siguió durmiendo cuando la metieron en el cochecito para pasear por el mercado, donde Amy hizo muchas fotografías. Leo buscó al carnicero que Lydia le había recomendado y se puso a charlar con él en italiano, tan irresistiblemente sexy.
–Voy a hacer cordero a las dos cocciones, muy tierno para que los niños lo coman.
–Qué rico.
–Lo será. Aunque no tengas fe en mí.
–¡Eso no es verdad! –protestó Amy.
Riendo, Leo colgó la bolsa del cochecito y siguió hacia los puestos de verduras, charlando con los vendedores mientras Amy iba detrás con Elie, haciéndose la ilusión de que eran una pareja.
–Bueno, ya he terminado aquí –dijo Leo lo que parecía una eternidad después–. ¿Quieres algo antes de volver?
–No, nada.
Todo el mundo los miraba mientras cargaban las compras en el coche, especulando. Leo era reconocido no solo por las mujeres, sino por los hombres. No sabía que su fama se extendiera a Italia, pero así era.
Leo toleraba los saludos, pero ella lo conocía bien y sabía que le habría gustado pasear tranquilamente por el mercado, sin gente saludándolo, especulando. ¿Despertarían el interés de los medios? Esperaba que no fuera así y se alegró de volver a casa.
¿A casa? No, ellos no tenían una casa. Y no había un «ellos». Solo Leo, Elie y ella.
–Me apetece nadar un rato –comentó Leo cuando llegaron al palazzo–. ¿Te apetece nadar, cariño?
Amy abrió la boca para responder, pero se dio cuenta de que se dirigía a Elie y no a ella. ¿Por qué iba a llamarle «cariño»? Nunca le había llamado nada salvo Amy o «niñata» cuando era pequeña.
–¿Quieres nadar un rato con nosotros?
¿Quería hacerlo?
–No sé…
–Será más fácil si me ayudas con Elie, pero no tienes que hacerlo. Si te apetece hacer otra cosa…
Solo quería ayuda con la niña, de modo que era imposible negarse. Además, nada le apetecía más que darse un refrescante baño y eso hizo hasta la hora del biberón.
–Quédate un rato más. Yo voy a darle la comida y luego imagino que dormirá la siesta –dijo Leo, dándole a la niña mientras salía del agua para secarse con la toalla.
Amy dejó escapar un largo suspiro de alivio cuando se quedó sola en la piscina. Llevaba el bañador, pero se sentía tan desnuda como en biquini.
¿Porque había rozado su pecho con la mano el otro día? No significaba nada, solo había sido un accidente.
Entonces, ¿por qué no podía olvidarlo? ¿Y por qué Leo no la miraba a los ojos? O al menos no lo había hecho en la última hora, desde que se puso el bañador.
Una tontería. Y, sin embargo, estaba cambiando la dinámica de su relación.
Amy siguió nadando hasta que le dolieron las piernas, intentando relajarse y olvidarse de Leo.
Había sido Leo quien la enseñó a nadar un verano…
¡Y estaba pensando en él otra vez!
Siguió nadando un rato más para relajarse y luego, incapaz de hacerlo, se tumbó de espaldas y flotó un rato en el agua.
Era genial estar allí. El sol calentaba las zonas que no se refrescaban con el agua y sentía que la tensión iba desapareciendo poco a poco…
Una maravilla.
De repente, sintió algo frío en la cara y vio a Leo mirándola desde la orilla.
–¿Cuánto tiempo llevas ahí? –le preguntó, indignada.
–Solo un momento. Tenías un aspecto tan sereno que me daba pena despertarte, pero te he traído una bebida fresca.
–Ya veo lo «fresca» que es. Me has asustado.
–Solo te he echado unas gotitas.
–Querías asustarme –dijo ella, tirándole un chorro de agua.
Riendo, Leo dio un paso atrás.
–¡Oye, que acabo de ponerme esta camisa!
–Pues deberías haberlo pensado antes.
Leo le ofreció la copa y Amy alargó una mano… pero antes de que pudiese tomarla él metió un hielo por el escote de su bañador.
–¡Leo!
Debería haberlo imaginado. Aun así, la broma la pilló por sorpresa y lanzó un grito antes de meterse bajo el agua.
Riendo, Leo dejó el vaso al borde de la piscina.
–Vete. No voy a moverme hasta que te hayas apartado al menos dos metros.
Sin dejar de reír, Leo se apartó y Amy nadó hacia el vaso.
Agua helada con lima. Una pena que solo quedase la mitad, pero no iba a pelearse por ello. Sabía que no ganaría. Leo siempre decía la última palabra, de modo que tomó el vaso de agua y dio un largo trago.
–¿Dónde está Elie?
–Durmiendo. Estaba agotada después de nadar. Por cierto, te has quemado los hombros. ¿Vas a quedarte en el agua hasta que estés tan arrugada como una pasa?
Debería hacerlo. La alternativa era salir del agua delante de él y se sentía ridículamente desnuda con el bañador. Pero no podía quedarse en el agua para siempre, de modo que subió por la escalerilla y Leo la envolvió en una toalla.
–¿Ya estás contento?
–Antes también estaba contento –respondió él–. Eres tú quien me preocupa.
–No tienes que preocuparte por mí. Soy mayorcita y sé cuidar de mí misma. Y no te preocupes por Elie, yo cuidaré de ella mientras tú juegas en la cocina. Además, tengo que descargar las fotos.
Cualquier cosa para alejarse de aquella absurda tensión que parecía haber nacido de repente entre ellos.
Leo se quedó mirando el movimiento de sus caderas mientras subía por la escalera, las gotas de agua que rodaban por sus hombros, los esbeltos tobillos, la curva de sus pantorrillas, las piernas morenas…
En esos días había adquirido un bronceado precioso. Era el mes de junio, pero el calor era soportable y Amy estaba cada día más guapa, como una flor levantando su cara hacia el sol.
Y él empezaba a estar obsesionado. Tenía ingredientes con los que experimentar para el almuerzo del domingo y estaba perdiendo un tiempo precioso mientras Elie dormía. Debería estar ensayando, probando, no mirando las piernas de Amy, imaginándolas alrededor de su cintura.
¡Y no debería pensar en ella de ese modo!
Él no estaba interesado en Amy.
En absoluto.
Entonces, ¿por qué no podía dejar de mirarla mientras subía por la escalera?
Cuando Amy desapareció, cerró los ojos, pasándose una mano por la cara, como si así pudiera borrarla de su mente.
Imposible. Era hora de ir al huerto y hacer algo útil en la cocina en lugar de fantasear con Amy. A partir de aquel momento mantendría las distancias y, con un poco de suerte, también la cordura.
–Bueno, mi conejillo de Indias, ¿estás lista? –preguntó Leo.
Estaba apoyado en la encimera de la cocina, con los brazos cruzados y una sonrisa en los labios. Y estaba para comérselo.
Pero se parecía más a su Leo, al de siempre, de modo que intentó no distraerse.
«No es asunto tuyo que esté guapo o no. Nada de Leo es asunto tuyo. Solo Elie y hacer fotos para el blog. Nada más. Leo no podría haberlo dejado más claro».
–¿Tú estás listo para que sea sincera? –le preguntó.
Leo soltó una carcajada, su risa llenando la cocina.
–Ah, qué poca fe tienes en mí –dijo, con un brillo burlón en los ojos–. He estado jugando con algunas ideas, pero no sabía si estarías dispuesta a probar nuevas recetas.
–¿Cuándo te he dicho que no?
–A ver, déjame pensar… ¿cuándo intenté besarte?
Amy soltó una carcajada.
–¡Tenía seis años!
–Creo que tenías nueve y yo casi trece… y, si no recuerdo mal, me dijiste: «No seas asqueroso».
–Ah, sí, me acuerdo. Y también recuerdo que, cuando tenía catorce años y quise probar otra vez, tú ya no querías.
El brillo alegre de sus ojos desapareció.
–Entonces eras una niña y yo era mayor de edad, así que no podía ser.
–Pero ya no soy una niña –dijo Amy, sin pensar.
El suave caramelo de sus ojos se oscureció, las pupilas dilatándose.
–Ya me había dado cuenta –murmuró, apartándose de la encimera–. Bueno, ¿entonces estás dispuesta? Prometo no envenenarte.
–Lo has intentado antes.
–¡Eso no es verdad! –protestó Leo, viéndola reír.
Su risa era tan contagiosa que rio con ella. Por suerte, volvían a ser los de siempre.
–Está bien, si insistes lo probaré.
–¿Lo ves? Sigues queriéndome.
El corazón de Amy golpeó sus costillas. ¿Quererlo? ¿De verdad lo quería? ¿Así, de ese modo?
–Ya te gustaría –intentó bromear, preguntándose si podría oír los latidos de su corazón.
Sin dejar de sonreír, Leo se acercó a ella y le dio un amistoso abrazo, envolviéndola en esos segundos en unas sensaciones que la emocionaron aún más.
Por suerte, la soltó para abrir la nevera y examinar el contenido.
–¿Te apetece una copa de vino mientras yo cocino?
–Ahora intentas emborracharme para que no pueda criticarte –replicó ella.
Pero esa pregunta, si lo quería de verdad, si lo amaba, se repetía en su cabeza como el retumbar de un trueno.
Él se limitó a poner los ojos en blanco mientras sacaba una botella de la nevera.
–Algunas personas nunca están satisfechas –bromeó, abriendo la botella de pálido y delicado prosecco que sirvió en dos copas.
Amy se sentó en una silla, jugando con la copa, viendo la condensación en el cristal y las burbujas subiendo a la superficie.
¿Lo amaba? Lo quería, desde luego, ¿pero lo amaba?
«Bueno, has tardado mucho tiempo en darte cuenta».
Amy ignoró esa vocecita mientras tomaba un sorbo de vino, intentando no estornudar cuando las burbujas le subieron por la nariz. Luego se volvió para mirarlo, cámara en mano.
–¿Con qué piensas experimentar exactamente?
Leo se encogió de hombros, unos hombros anchísimos. ¿Cómo no se había fijado antes? ¿Había estado ciega? Evidentemente, pero ya no.
Amy hizo una fotografía para la posteridad… para la posteridad de su colección privada, que estaba creciendo a un ritmo vergonzoso.
–No estoy seguro. Aún no se me ha ocurrido nada concreto.
–¿Qué tal esos bollos duros como piedras que me hiciste una vez?
–Los bollos estaban perfectamente.
–Estaban como piedras y tú lo sabes.
Leo sonrió.
–Los había dejado en el horno demasiado tiempo, es verdad. Pero entonces tenía nueve años y nunca has dejado que lo olvide.
–Debías de ser mayor.
–No mucho, diez a lo sumo. Y tú no podías morderlos porque te faltaban dos dientes de arriba, me acuerdo bien.
–Ya, claro, porque no dejabas de tomarme el pelo.
–Y tú siempre mordías el anzuelo. Sigues haciéndolo –Leo volvió la cabeza para mirarla con una sonrisa en los labios–. Eso fue hace mucho tiempo.
–Desde luego. Una eternidad.
–Tal vez sí –la sonrisa desapareció y en sus ojos vio un brillo de tristeza, pero disimuló abriendo la nevera.
–Entonces, ¿cómo vas a matarme esta noche?
–No lo sé. Solo quería jugar un rato para probar el aceite y el queso, entre otras cosas. He estado en el huerto de Lydia y tengo algunas ideas. Seguro que haré algo, no te preocupes.
Ella no estaba preocupada, sino desconcertada por completo. Como si el mundo se hubiera puesto patas arriba, aunque en realidad nada había cambiado.
«¿Nada? ¡Has dejado plantado a tu prometido en el altar! ¿Eso no es nada?».
Pero no tenía que ver con Leo.
¿O sí? ¿Era por eso por lo que no se había casado con Nick?
Esa idea la dejó transfigurada. No, no era posible.
Él cortaba cebolla a la velocidad del rayo, usando unas especias, rechazando otras. Casi podía oírlo pensar mientras cocinaba. Sacó una loncha de beicon de la nevera y la cortó en tiras finísimas, que echó en la sartén con la cebolla.
El aroma era delicioso y a Amy se le hacía la boca agua.
Arroz, un poco de vino, caldo de carne…
–¿Vas a hacer un risotto?
–Eso parece.
–Huele de maravilla.
–Veinte minutos –Leo removía y echaba especias con una velocidad que solo podía dar la práctica–. Toma, prueba esto – dijo después, poniendo un plato frente a ella–. Dime qué te parece.
–Riquísimo –respondió Amy, con la boca llena.
–¿Tu madre no te enseñó a no hablar con la boca llena? – bromeó Leo.
–Sí, pero yo nunca le hice caso. ¿Todo esto es para mí?
–¡No!
–Qué pena –dijo Amy, viendo cómo mordía la bruschetta con tomates secos, aceite de oliva y anchoas. No sabía qué le gustaba más, la bruschetta o el hombre.
Tuvo que contener una carcajada histérica mientras levantaba la cámara de nuevo. Si se comía la bruschetta, todo terminaría, pero si tenía al hombre podría tener bruschetta todos los días y no solo bruschettas… Amy tuvo que tragar saliva.
Cuando oyó a Elie balbucear por el monitor, se levantó de un salto.
–Iré yo, tú estás ocupado –murmuró, saliendo de la cocina como alma que lleva el diablo. Era una buena excusa para escapar de algo que no podía controlar.
Cerrando la puerta de la habitación, se apoyó en ella, suspirando.
No sabía qué estaba pasando, pero fueran cuales fueran sus sentimientos era evidente que él no estaba interesado en una relación con ella, aparte de la que ya tenían: un amigo ayudando a su amiga que estaba cuidando de su hija.
Debía recordarlo y mantener bajo control su activa imaginación antes de provocar algún problema que no pudiera resolver.
Se apartó de la puerta para entrar en el dormitorio de la niña, pero todo estaba en silencio. Elie dormía con el culito hacia arriba y Leo debía saberlo porque el monitor habría quedado en silencio.
Cerró los ojos un momento, respirando antes de volver a la cocina. Nada había cambiado, nada era diferente. Sí, lo quería, pero como siempre lo había querido. Nada más.
«Mentirosa».
–Eso huele de maravilla –dijo, entrando en la cocina e ignorando la vocecita de advertencia.
–¿Elie está bien?
–Está dormida –Amy tomó una copa–. ¿Queda algo de vino en la nevera?
Leo miró por encima del hombro.
–Debería a menos que ya te lo hayas bebido todo. Llena mi copa también. Estoy trabajando mucho y me lo merezco. –Venga ya, tú podrías hacer un risotto hasta dormido.
Leo sonrió y, de repente, Amy sintió el abrumador deseo de acercarse para darle un beso en los labios.
¡No! ¿Cómo podía pensar eso?
Se acercó a él, pero solo para servir dos copas. Luego volvió a la mesa y se concentró en el poder de la mente sobre la materia. Del cerebro sobre el corazón más bien. Lo último que necesitaba era fantasear con el amor. Bueno, no tanto con el amor, que era un asunto tan etéreo, sino con besarlo hasta dejarlo sin aliento.
Tuvo que contener un gemido de frustración e impaciencia mientras tomaba un sorbo de vino. Aunque emborracharse no sería buena idea en ese momento.
Justo a tiempo, frente a ella apareció un cuenco con risotto. Llevaba hojas de albahaca y Leo se inclinó para servir queso pecorino por encima. Amy inhaló profundamente, pero al hacerlo respiró también el aroma de Leo.
–Qué bien huele –murmuró, bajando la cabeza para que no viera que se había puesto colorada.
Leo, sentado frente a ella, estaba de acuerdo. Amy olía de maravilla, aunque nunca antes se había dado cuenta. Cuándo había pasado, no lo sabía, pero había pasado y cada día era más difícil ignorarlo, especialmente desde el incidente en la piscina.
Tomando el tenedor, probó el risotto intentando olvidar la imagen del pálido pecho, pero el rosado pezón parecía grabado en sus retinas. Aún podía sentirlo en su mano cuando la rozó sin querer.
Pasar tiempo con Amy estaba despertando algo que había estado dormido durante meses, años tal vez. Algo hambriento y salvaje que no podía controlar había despertado a la vida. Tal vez no deberían ignorarlo, tal vez deberían hablar de ello. Pero no en aquel momento.
–¿Qué te parece? –Preguntó, viéndola comer el risotto con ganas–. Me gustan los guisantes y la menta con el beicon y creo que el aceite y el queso de los Valtieri aportan un sabor interesante.
–No voy a discutir –dijo Amy, sin dejar de comer–. ¿Hay más?