Capítulo Uno

 

–¿Estás preparada?

Leo apartó un mechón de pelo de su frente, el roce tan ligero como las alas de una mariposa, mientras sus ojos se encontraban. Su voz, tan familiar para ella como la suya propia, era firme y segura, pero sus palabras no le daban seguridad. Al contrario.

Eran unas palabras sencillas, pero cargadas de un millón de preguntas sin respuesta. Preguntas que, seguramente, Leo ni siquiera sabía que estuviese haciendo. Preguntas que debería haberse hecho a sí misma meses antes, pero no había sido así.

¿Estaba preparada?

Para la boda, sí. Los planes se habían hecho de forma meticulosa, sin olvidar nada. Su madre se había encargado de eso discreta y eficazmente. ¿Pero el matrimonio, una vida entera con Nick?

En ese momento empezaron a sonar los primeros acordes del órgano.

La obertura para su boda.

No, su matrimonio. Una sutil diferencia, pero enormemente importante.

Amy, desde la puerta de la iglesia, veía las sonrisas de la gente del último banco, todos girando la cabeza para mirarla. Había gente del pueblo en la puerta admirando al famoso Leo, pero la gente que estaba en el interior de la iglesia, sus amigos, sus parientes, estaban allí para verla casarse con Nick.

Aquel mismo día.

En aquel mismo instante.

El corazón de Amy se aceleró bajo el corpiño del vestido que, de repente, le parecía tan estrecho que no podía respirar.

«No puedo hacer esto».

No tenía elección. Era demasiado tarde para echarse atrás. Debería haberlo hecho mucho antes de que las ruedas de aquel enorme tren que era su boda se hubieran puesto en marcha.

La iglesia estaba llena de gente, el banquete dispuesto, el champán en cubos de hielo. Y Nick esperando en el altar.

El querido y amable Nick, que había estado a su lado durante los últimos tres años, cuando su vida era un caos, su amigo y compañero, la persona que la animaba. Su amante. Y lo amaba. De verdad…

¿Lo suficiente como para casarse con él? ¿Hasta que la muerte los separase? ¿O esa era la salida más fácil?

«Puedes parar esto», le decía una vocecita. «Aún no es demasiado tarde».

Pero lo era. Demasiado tarde. Iba a casarse con Nick.

Aquel mismo día.

De repente, experimentó una curiosa sensación de calma. Era como si alguien hubiera pulsado un interruptor. La vocecita dentro de su cabeza daba igual.

«¿Que Nick sea agradable, que sepas que será un buen marido y un buen padre es suficiente?».

Por supuesto que sí. Eran los nervios lo que hacía que tuviese dudas. Nada más. Los nervios de última hora. Nick… era lo mejor.

Seguro, previsible, serio, sensato, lo mejor. Pero nada de química, nada de emoción. ¿Qué había sido de los fuegos artificiales?

Amy intentó olvidar la vocecita que la torturaba. Había cosas más importantes que eso; la confianza, la fidelidad, el respeto... y la química estaba sobrevalorada.

«¿Cómo sabes eso? No tienes ni idea, nunca lo has sentido. Y si te casas con Nick no lo sentirás nunca».

Sujetando el ramo de novia con fuerza, irguió los hombros, levantó la barbilla y esbozó una sonrisa para Leo intentando desoír esa voz.

–Sí –dijo con firmeza–. Estoy preparada.

Leo se quedó sin aliento al ver esa sonrisa.

¿Cuándo se había hecho mayor? ¿Cuándo la chica regordeta que siempre iba detrás de él se había convertido en una mujer tan bella? Le había dado la espalda unos minutos y, de repente, se había transformado.

En realidad, habían sido cinco años, algunos de ellos teñidos de dolor.

Leo acarició su pálida mejilla y sintió que temblaba. Estaba nerviosa. Por supuesto que sí. ¿Quién no lo estaría el día de su boda? Era un compromiso formidable. En su caso, imposible.

–Estás preciosa –dijo con voz ronca, mirando los ojos grises de aquella preciosa chica a la que había conocido tan bien, pero ya apenas conocía–. Nick es un hombre afortunado.

–Gracias.

En sus ojos grises había un brillo de inseguridad, la sonrisa un poco vacilante.

¿Tendría dudas? Ya era hora. Aunque, por lo poco que sabía de él, no había nada malo en el hombre con el que iba a casarse. De hecho, le caía bien, pero no le parecía que estuviesen hechos el uno para el otro.

No había química entre ellos, pero tal vez Amy no quería eso. Tal vez solo quería sentirse segura, cómoda. Y quizá era lo mejor.

Aunque Amy nunca había sido de las que se conformaban…

Leo tomó su mano, acariciando el dorso con el pulgar en un inconsciente gesto de consuelo. Tenía los dedos helados y eso reforzó su preocupación.

–Amy, voy a hacerte una pregunta. Es lo que tu padre habría hecho, así que, por favor, no te enfades: ¿estás segura de que quieres hacerlo? Porque, si no es así, puedes darte la vuelta. Es tu vida, solo tuya y nadie más tiene derecho a tomar decisiones por ti.

Había bajado la voz y la miraba muy serio, como intentando hacerle ver la importancia de esa decisión antes de que fuera demasiado tarde. Si alguien hubiera hecho eso por él…

–No lo hagas a menos que estés convencida. A menos que de verdad estés enamorada de él. Hazme caso, casarse con la persona equivocada es una receta para el desastre. Debes estar absolutamente segura de que te casas porque de verdad quieres hacerlo y porque de verdad crees que vas a ser feliz.

Después de una pausa que pareció durar una eternidad, Amy asintió con la cabeza.

–Sí, estoy segura.

No parecía segura en absoluto y tampoco lo estaba Leo, pero no tenía nada que ver con él, ¿no? Él no podía tomar esa decisión. Y las sombras en sus ojos podrían ser de tristeza porque su querido padre ya no estaba allí para llevarla al altar. Nada que ver con su prometido…

«No es asunto tuyo con quién vaya a casarse. Tú no eres un experto precisamente y podría ser mucho peor».

Leo contuvo el aliento.

–Muy bien. Entonces, ¿estás preparada?

La vio tragar saliva y, por un momento, se preguntó si iba a cambiar de opinión, pero enseguida irguió los hombros y respiró profundamente. Luego tomó su brazo y sonrió por encima del hombro a sus damas de honor.

–¿Estáis listas, chicas?

Todas asintieron y Leo sintió que apretaba su brazo.

–Muy bien, vamos –dijo Amy, con una sonrisa de pura determinación que convencería a cualquiera.

A cualquiera salvo a él.

«No es asunto tuyo», se repitió a sí mismo.

Leo le hizo un gesto al organizador que, a su vez, hizo un gesto al organista y después de un momento de silencio, roto solo por los murmullos de los invitados, las evocadoras notas del Canon de Pachelbel llenaron la iglesia.

Pero, a pesar de la valiente sonrisa, los preciosos ojos grises parecían llenos de dudas y Leo empezó a desesperarse.

La conocía desde siempre, la había rescatado de mil problemas, literal y figuradamente. Era su mejor amiga, o lo había sido antes de que su vida se convirtiera en una locura, y no quería que cometiese un grave error.

«No lo hagas, Amy. Por favor, no lo hagas».

–Aún no es demasiado tarde –le dijo en voz baja.

–Sí lo es –murmuró ella. Y luego esbozó una sonrisa y dio el primer paso adelante.

Maldita fuera.

Leo la acompañaba por el pasillo de la iglesia, pero con cada paso le pesaban más las piernas. Su corazón latía acelerado y la sensación de angustia apenas le permitía respirar.

«¿Qué estás haciendo?».

Nick estaba frente al altar, mirándola… ¿con recelo, con pena?

«Aún no es demasiado tarde».

Cuando Leo soltó su brazo al llegar al altar se sintió… abandonada.

Era el día de su boda. Debería sentirse feliz, completa, absolutamente encantada. Pero no era así.

En absoluto.

Y cuando miró a Nick se dio cuenta de que tampoco él parecía feliz. O eso o estaba paralizado por los nervios, pero no lo creía. Nick no era una persona nerviosa.

Él apretó su mano, pero no parecía un gesto de cariño. No parecía…

Amy apartó la mano con la excusa de darle el ramo a una de sus damas de honor y, cuando el vicario empezó a hablar, fingió estar escuchando mientras su mente daba vueltas. Su mente en aquella ocasión, no la vocecita en su cabeza que la torturaba en un momento de pánico, miedo escénico o nervios de última hora. En aquella ocasión era ella misma, por fin haciéndose las preguntas que el «¿Estás preparada?» de Leo había despertado.

«¿Qué estás haciendo y por qué? ¿Para quién?».

Cuando la música terminó, el vicario preguntó si había algún motivo para que aquel matrimonio no se celebrase. ¿Había motivo? ¿No amar a tu prometido era motivo suficiente?

Por supuesto, nadie dijo nada y el vicario dio comienzo a la ceremonia, pero sus palabras estaban ahogadas por los salvajes latidos de su corazón y el torbellino de pensamientos.

Hasta que preguntó: «¿Quién entrega a esta mujer en matrimonio?», y Leo dio un paso adelante. Apretando su mano, se la entregó a Nick…

El querido, amable y encantador Nick, dispuesto a convertirla en su mujer, a darle los hijos que tanto anhelaba, a hacerse viejo con ella…

Pero Nick vaciló. Cuando el vicario le preguntó si quería a esa mujer como esposa, vaciló durante un segundo. Y luego, esbozando una triste sonrisa, respondió: Sí, quiero.

El vicario se volvió hacia ella, pero Amy no estaba escuchando. Estaba mirando los ojos de Nick, buscando la verdad en ellos. Y lo único que podía ver era sentido del deber.

¿Por qué habían llegado hasta allí sin que ninguno de los dos se diera cuenta de que su matrimonio podría ser lo que Leo había dicho, un desastre? Amy apretó su mano.

–¿De verdad, Nick? ¿Eso es lo que quieres? –le preguntó en voz baja–. Porque yo no sé si puedo hacerlo.

Oyó que Leo contenía el aliento tras ella y los murmullos de la congregación, preguntando qué pasaba.

Y entonces Nick sonrió, la primera sonrisa auténtica en semanas, mientras le pasaba un brazo por los hombros.

–Es un poco tarde para eso, cariño.

Amy sintió que la tensión desaparecía, como un globo desinflado, y si él no hubiera estado sujetándola habría caído al suelo.

–Lo siento, Nick, pero no puedo hacerlo –murmuró.

–Lo sé. Pensé que era lo mejor para los dos, pero… no lo es. Y es mejor ahora que más tarde.

Amy sintió que apartaba el brazo y levantaba la cabeza para mirar alrededor.

–Hora de irte, cariño –murmuró, intentando sonreír–. Leo está esperándote. Él se encargará de todo –Nick le dio un beso en la mejilla antes de apartarse–. Sé feliz, Amy.

En sus ojos había un brillo de pesar y alivio, y los suyos se llenaron de lágrimas.

–Tú también –susurró, dando un paso atrás y luego otro hasta que chocó con Leo, que estaba esperándola y la sujetó mientras todo parecía colocarse en su sitio–. Gracias –musitó, mirando esos ojos dorados que conocía tan bien.

Y luego levantó la falda de su vestido y salió corriendo.

Lo había hecho. Lo había hecho de verdad. Se había marchado de la iglesia… no, había salido corriendo de la iglesia, alejándose del desastre.

Leo la vio salir, con su madre y las damas de honor tras ella, y vio que Nick se dejaba caer en el primer banco, como si alguien hubiera cortado las cuerdas que lo mantenían en pie. Se dio cuenta entonces de que él tendría que hablar con los invitados, y le parecía bien, ya que en cierto modo él era el culpable de la situación.

Respirando profundamente, se volvió hacia la congregación e intentó sonreír como solía hacerlo para las cámaras.

–Señoras y señores, parece que hoy no va a haber una boda después de todo. No sé cuál es el protocolo en este tipo de situación, pero el banquete está preparado bajo la carpa y todos los que quieran están invitados a comer –anunció–. Tengo entendido que el chef está bien recomendado –añadió, burlón, despertando algunas sonrisas.

Después de sacar el móvil del bolsillo para ponerlo todo en marcha, y haciéndole un gesto al vicario, Leo salió de la iglesia en busca de Amy.

El sol calentaba su cara y se dio cuenta de que había estado helado en la iglesia ante la idea de verla cometiendo un tremendo error. Suspirando, se dirigió al Bentley aparcado en la puerta.

Amy estaba allí, en medio de una nube de tul y encaje blanco, rodeada por su madre y sus damas de honor.

Leo metió la cabeza por la ventanilla.

–¿Amy? –murmuró.

Ella levantó la mirada. Parecía perdida, desconcertada. Había un brillo de desesperación en sus ojos.

–Llévela a casa, yo lo seguiré –le dijo al conductor.

–¿Qué ocurre, Leo? –preguntó alguien desde la puerta de la iglesia.

Él no respondió. Todos podían ver lo que pasaba, aunque no sabían por qué, y tenía cosas mejores que hacer que quedarse dando explicaciones.

Los invitados salían de la iglesia con cara de sorpresa, sin saber qué hacer, y Leo vio a sus padres dirigiéndose hacia él.

–¿Amy está bien? –le preguntó su madre, con gesto preocupado.

–Sí, creo que sí. O lo estará. Vámonos de aquí, tenemos cosas que hacer.

 

 

Lo había hecho.

Había detenido el tren y había escapado… de Nick, de la seguridad de un futuro bien planeado, de todo lo que era su vida. Y se sentía perdida. Experimentaba un millón de emociones contradictorias.

En realidad, no podía sentir mucho. Estaba como anestesiada, con una extraña sensación de vacío en el pecho, como si allí ya no hubiese nada.

Mejor que el frío de hacer lo que no debería, pero no mucho.

Amy se quitó el velo y se lo dio a una de las damas de honor. Si pudiera, se quitaría el vestido de novia allí mismo. Estaba deseando hacerlo. Quería irse de allí, de la iglesia, quitarse el vestido, salir del coche, del país…

Estuvo a punto de soltar una carcajada, pero la histeria amenazaba con convertirse en lágrimas, de modo que apretó los dientes. No, todavía no. Cuando estuviera sola.

–¿Estás bien, cariño? –el rostro de su madre parecía sereno y Amy dejó escapar un suspiro de alivio. Al menos no estaba llorando. Claro que su hija nunca había dejado plantado a nadie ante el altar, de modo que era una situación nueva para todos.

–Sí, estoy bien. Lo siento, mamá.

–No lo sientas. Es lo más sensato que has hecho.

Amy la miró, sorprendida.

–Pensé que Nick te gustaba.

–Y me gusta, es una persona encantadora, pero no creo que sea el hombre para ti. No hay chispa entre vosotros.

No, era cierto. Y por eso deberían haber roto mucho tiempo atrás.

Qué desastre.

La puerta del coche se abrió entonces y Amy se dio cuenta de que habían llegado. Levantando la falda del vestido, salió del vehículo seguida de su madre y las damas de honor para entrar en la casa de la que había salido vestida de novia, a punto de contraer un matrimonio sensato y seguro. Y en aquel momento era… no estaba segura de lo que era.

¿Una novia a la fuga?

Menudo cliché. Riendo, Amy sacudió la cabeza.

–Tengo que quitarme este vestido –murmuró, quitándose los zapatos y dirigiéndose a la escalera, hacia el santuario de su dormitorio.

–Voy contigo –su madre y sus damas de honor la siguieron, amenazando con sofocarla con su compasión.

Amy se detuvo en el tercer escalón.

–No, mamá. Quiero estar sola un momento.

Todas se detuvieron, tres pares de ojos mirándola con preocupación, pensando que probablemente había perdido la cabeza. Pero no era así, al contrario, había recuperado la cordura en el último minuto.

«Oh, Nick, cuánto lo siento».

–¿Seguro que estás bien? –le preguntó su madre.

–Sí –respondió Amy, con voz firme–. Estoy segura –añadió. Segura de todo salvo de su futuro–. No te preocupes, no voy a hacer ninguna tontería.

O al menos una tontería como casarse con el hombre equivocado. No conocía al hombre perfecto y no sabía si lo encontraría alguna vez. De hecho, parecía tener un don para hacer las cosas mal.

Todas se quedaron en silencio, como si no supieran qué hacer ya que el plan de boda se había ido por la ventana, pero no serviría de nada preguntarle a ella porque no tenía ni idea. Amy se dio la vuelta, poniendo un pie delante de otro mientras levantaba la falda del vestido con las dos manos.

–¿Quieres una taza de té, hija?

Té, claro. La panacea universal en momentos de tribulación.

Y así su madre tendría algo que hacer.

–Eso estaría bien, mamá. Cuando puedas, no hay prisa.

–Voy a calentar el agua.

Su madre desapareció en la cocina con las damas de honor detrás, como si salieran de un trance, y Amy llegó al refugio de su habitación y cerró la puerta antes de que estallase la burbuja y empezaran a rodar las primeras lágrimas.

Curioso que estuviese llorando cuando apenas sentía nada. Era un alivio de la tensión, pero sin la tensión no había nada, solo un vacío que se abría ante ella hasta que pensó que iba a derrumbarse. Llevándose una mano a la boca para contener los sollozos, cayó al suelo en una nube de tul y dejó que se abrieran las compuertas.

 

 

Tenía que verla.

Podía imaginar cómo estaría y la angustia que había visto en sus ojos…

Leo detuvo el coche frente a la casa de sus padres y, después de comprobar que la niña estaba bien y el catering controlado, se dirigió a casa de Amy y llamó a la puerta de la cocina.

La madre de Amy abrió la puerta, con gesto preocupado.

–Leo, cuánto me alegro de que estés aquí –dijo, dándole un abrazo.

–¿Cómo está? –preguntó él.

–No lo sé. Se ha metido en su habitación y no nos deja entrar… dice que quiere estar sola –la madre de Amy suspiró–. Le he hecho una taza de té, estaba a punto de subírsela.

–Yo lo haré. Tengo que hablar con ella, todo esto es culpa mía.

–¿Culpa tuya?

Leo esbozó una sonrisa triste.

–Le pregunté si estaba segura de lo que hacía.

Jill le devolvió la sonrisa, dándole un beso en la mejilla.

–Y menos mal que lo hiciste. Yo no tenía valor. Toma, sube el té y llévatela de aquí.

El dormitorio de Amy estaba sobre la cocina, con una vista perfecta de la carpa en la que debería haber tenido lugar el banquete.

Maldita fuera.

Leo llamó a la puerta del dormitorio…

Amy levantó la cabeza. Alguien estaba llamando; su madre seguramente. Apoyando la cabeza contra la puerta intentó respirar. No estaba preparada para verla. No quería ver a nadie salvo...

–¿Amy, puedo entrar?

Leo. Su madre debía de haberlo enviado. Podía sentir la puerta empujando contra su espalda, pero no podía moverse. No quería moverse. Quería quedarse allí para siempre, escondiéndose de todo hasta que hubiera decidido qué iba a hacer con el resto de su vida.

–Déjame entrar, tengo una taza de té para ti.

Fue el té lo que hizo que se moviera. Eso y la serenidad en su voz. Amy levantó la voluminosa falda del vestido y se apartó un poco para que Leo pudiese entrar.

Cuando sorbió por la nariz lo oyó chasquear la lengua en un gesto de reprobación mientras le ofrecía un pañuelo de papel. Debía de estar hecha un asco, pero él iba preparado, pensó. Y las lágrimas empezaron a rodar de nuevo por su rostro.

–Amy…

Leo dejó la taza de té en el suelo y se sentó a su lado, abrazándola.

–Ven aquí, boba. Todo va a salir bien. Todo saldrá bien al final.

–¿De verdad? ¿Cómo? ¿Qué voy a hacer? –Murmuró ella, sobre su hombro–. He dejado mi trabajo, he dejado mi apartamento… estábamos a punto de mudarnos al de Nick y pensábamos comprar una casa y tener hijos. Yo iba a intentar trabajar como fotógrafa freelance y ahora… ya no tengo una vida, Leo. Todo se ha terminado. Lo he dejado todo atrás y siento como si hubiera saltado de un precipicio. ¡Debo de estar loca!

El corazón de Leo se encogió.

Pobre Amy. Parecía tan perdida… durante años él había intentado protegerla de su impulsiva naturaleza y la abrazó con fuerza, meciéndola entre sus brazos.

–No creo que estés loca. Al contrario, creo que esto es lo más sensato que has hecho en mucho tiempo –le dijo, como le había dicho su madre.

Amy se movió para mirarlo a los ojos.

–¿Y cómo es posible que todo el mundo supiera eso menos yo? ¿Tan tonta soy?

–No eres tonta. Nick es un buen tipo, pero no es el hombre para ti. Si lo fuera, no habrías vacilado ni un segundo y él tampoco. Y a mí me parece que no le has roto el corazón, más bien al contrario.

–No, es verdad –asintió ella. No había ningún corazón roto, pensó, recordando el brillo de alivio en los ojos de Nick. Tristeza sí, pero nada de corazones rotos–. Supongo que solo estaba haciendo lo que le parecía más decente.

Leo apartó la mirada.

–Sí, pero te aseguro que eso no funciona.

–¿Eso es lo que hiciste tú? –le preguntó Amy, distraída momentáneamente de su propia catástrofe–. ¿Lo más decente? ¿Por eso te casaste con la persona equivocada?

–Algo así. ¿Vas a tomarte el té o no?

Amy tomó la taza que le ofrecía.

–Gracias.

–¿Estás mejor?

Ella asintió con la cabeza. Era cierto, estaba un poco mejor. Mientras no tuviera que tomar más decisiones… porque, evidentemente, no estaba cualificada para hacerlo.

–Solo siento... no puedo explicarlo, como si no pudiera confiar en mí misma. No sé quién soy y pensé que lo sabía. ¿Eso tiene sentido?

–Desde luego que sí. Yo también he pasado por eso.

Amy buscó sus ojos y en ellos solo encontró amabilidad y preocupación. Ningún reproche, ninguna decepción. Era Leo, haciendo lo que hacía siempre: sacarla de algún apuro.

Otra vez.

–¿Puedes sacarme de aquí? –le preguntó–. No puedo quedarme en el pueblo después de esto… –Claro que sí. Para eso he venido.

–¿Para rescatarme? Pobrecito. Seguro que pensabas que eso había terminado.

–¿Yo? ¿Cambiar los hábitos de toda una vida? –bromeó Leo.

Y Amy tuvo que reír, aunque no tenía la menor gracia.

Leo se había quitado la chaqueta del chaqué y remangado la camisa blanca. Amy miró sus fuertes antebrazos y las manos, con diminutas cicatrices blancas. Manos de chef, las llamaba él, pero las cicatrices no le restaban atractivo, al contrario. Había tenido que quitarse chicas de encima desde la pubertad y las cicatrices nunca habían sido un problema.

–Puede que tengamos que cambiarnos de ropa antes de irnos.

Leo sonrió.

–¿Tú crees? Yo creo que estaba muy guapo con el chaqué.

También ella lo pensaba, pero Leo siempre estaba guapo.

–Si los periodistas nos ven vestidos así, pensarán que el chef favorito de todo el país ha vuelto a contraer matrimonio –dijo Amy.

El rostro de Leo se ensombreció.

–Sí, bueno, eso no va a pasar –murmuró, sin mirarla.

Amy se habría dado de tortas por tocar un tema tan delicado. Cerrando los ojos, dejó escapar un suspiro.

–Lo siento. No sé por qué he dicho eso.

–No pasa nada. Además, tienes razón. No necesito ese tipo de publicidad, y tú tampoco. Bueno, ¿dónde quieres ir?

–No lo sé. ¿Se te ocurre algún sitio?

Leo se encogió de hombros.

–Mi casa sigue llena de albañiles y mañana tengo que irme a la Toscana.

–Ah –el corazón de Amy se encogió al pensar que iba a marcharse–. Imagino que no podrías meterme en la bodega del avión sin que nadie se enterase, ¿verdad? Prometo no molestar demasiado.

–¿Cuántas veces has prometido eso? –bromeó él. Y Amy se sintió culpable porque era verdad. Siempre estaba molestándolo, pidiéndole que la sacara de un apuro u otro. O lo había hecho cuando eran amigos, pero eso fue años atrás.

Amy hizo un esfuerzo para apartarse de él, para no apoyarse, metafórica y literalmente. Hora de ser una mujer adulta y solucionar sus propios problemas.

–Lo siento, solo era una broma. Sé que no puedes llevarme, pero no te preocupes por mí. Yo me he metido en este lío y saldré sola de él.

De alguna forma…