Capítulo Ocho
Amy estaba tumbada de lado, con una pierna sobre las de Leo, la cabeza en su torso, sonriendo de felicidad mientras acariciaba su espalda.
De modo que esos eran los fuegos artificiales, la química que había querido despreciar, lo asombroso que nunca había encontrado hasta entonces.
Los labios de Leo rozaban su pelo, su aliento tan cálido que levantó la cabeza para besarlo y él le devolvió el beso, deslizando una mano por sus costillas. Amy se apretó un poco más, sintiendo la erección contra su vientre.
Leo dejó escapar un gruñido, las vibraciones como los temblores de un terremoto.
–Te deseo –susurró–. Te necesito tanto, Amy…
La tumbó de espaldas y sus cuerpos se unieron instintivamente, como si fuera algo que hacían todos los días. Amy sintió los espasmos de un nuevo clímax.
–Leo…
–Estoy aquí.
Besaba su cuello, su boca, mientras pronunciaba su nombre una y otra vez hasta que Amy se apretó contra él, enviándolos a los dos al precipicio.
A la suave luz del amanecer sus cuerpos se habían convertido en uno y sus corazones volvían a latir a ritmo normal.
Leo se tumbó de lado, llevándola con él. Miraba al techo, intentando entender sus emociones.
Durante todos esos años había querido preservar su amistad, el tesoro del lazo que había entre ellos sin cruzar una línea invisible. Había sido tan importante para él conservar la amistad de Amy que jamás se le había ocurrido enfangar las aguas acostándose con ella.
Otras mujeres ocupaban ese espacio, mujeres que no confiaban en él ni lo necesitaban, mujeres que querían de él solo lo que él quería de ellas. Mujeres que no eran Amy, ni se parecían a Amy, que era intocable.
Pero había dejado de serlo. Había cruzado la línea y no había forma de volver atrás. Lo que no sabía era qué lo esperaba a partir de ese momento porque no tenía nada que ofrecerle salvo lo que quedaba de sí mismo después del trabajo y de su hija. Y, si no había sido suficiente para Lisa, ¿cómo iba a serlo para Amy?
No debería haberla besado, no debería haberla llevado a su dormitorio, no debería haberle quitado la bata de seda y, con ella, las barreras que protegían su amistad, dejando al descubierto el crudo deseo que sentía por ella.
Había cometido un catastrófico error, pero qué increíble, qué maravilloso había sido.
Porque la amaba, en todos los sentidos, sin reservas, y lo que habían hecho le parecía tan puro, tan simple e inocente.
«Amy».
Pronunció su nombre en silencio, cerrando los ojos para contener unas lágrimas de felicidad.
«No dejes que te haga daño, por favor, no dejes que te haga daño».
Pero sabía que lo haría. De algún modo, en algún momento, tarde o temprano ocurriría y se le rompería el corazón. Y el de ella.
Los balbuceos de la niña la despertaron, pero, cuando abrió los ojos, Leo había desaparecido.
Amy se estiró perezosamente, bostezando, y aguzó el oído. Nada, ni rastro de Leo. Pero Elie seguía lloriqueando, de modo que saltó de la cama, se puso la bata y fue a investigar.
–Hola, cariño. ¿Dónde está tu papá? –murmuró, sacando a la niña de la cuna.
–Perdona, estaba en la cocina. Ven aquí, preciosa.
Se la quitó de los brazos y Amy suspiró.
–Sé lo que estás pensado –dijo, sentándose en la cama mientras él colocaba a la niña en el cambiador–. Pero no lo hagas.
–¿Sabes lo que estoy pensando?
–Te conozco bien. Puede que hayas cambiado un poco, que seas mayor y más sabio, pero sigues siendo tan protector como siempre y estás enfadado contigo mismo por lo que ha pasado. Desearías que no hubiese ocurrido.
–No –dijo Leo, mirándola a los ojos–. No, te equivocas. No deseo que no hubiera ocurrido, pero sí poder darte algo más, poder ofrecerte un futuro.
Amy se levantó para poner un dedo sobre sus labios, pero él lo metió en su boca y chupó suavemente… y ella estuvo a punto de suplicarle que siguiera.
–¿Qué estabas diciendo?
–No me acuerdo.
–Olvídate del futuro, eso está demasiado lejos. Olvida todo salvo el presente. Tenemos unos días más, así que vamos a disfrutarlos, a conocernos mejor y a pasarlo bien con Elie. Estas son unas vacaciones…
–Tengo que cocinar, probar nuevos ingredientes para la comida del domingo.
–Pensé que sería un simple almuerzo.
Leo sonrió.
–Yo no hago nada simple. Quiero algo que sea asombroso.
–Tu comida siempre es asombrosa.
Él arqueó una ceja.
–¿Qué ha sido de la crítica?
–Sigue aquí y aparecerá cuando sea necesario –respondió Amy–. Muy bien, de acuerdo, juega en la cocina con tus ingredientes, Elie y yo jugaremos solas durante el día, pero aún nos quedan las noches.
Vio que sus pupilas se dilataban.
–¿Y luego?
Ella se encogió de hombros. No lo sabía y tal vez era lo mejor.
–Lo que pasa en la Toscana se queda en la Toscana – bromeó.
–Muy bien, por ahora me lo creeré.
–Por cierto, anoche fuiste asombroso –dijo Amy entonces.
–Tú también. Increíble –Leo la tomó por la cintura, apretándola contra él durante un segundo. Y cuando la soltó, deslizando una mano por su pierna, Amy se sentó de nuevo abruptamente.
–¿Qué piensas hacer hoy? –le preguntó cuándo pudo hablar.
–No lo sé. Sé lo que voy a hacer por la noche, no puedo pensar en otra cosa –respondió Leo, con una sonrisa tan sexy que la hizo temblar.
–Bueno, hagamos algo más práctico por el momento. Voy a darme una ducha. ¿O quieres hacerlo tú?
–Ya me he duchado mientras tú estabas dormida como un tronco. Si pudieras ducharte ahora y quedarte con Elie, sería genial. Yo haré el desayuno para los dos.
–Estupendo. Me muero de hambre.
–Bueno, Elie, ¿qué vamos a hacer mientras papá está ocupado esta mañana? ¿A dar un paseo? Creo que es una gran idea. ¿Dónde vamos? ¿A visitar los olivos? Muy bien –Amy, recién duchada, metió a la niña en el cochecito y Elie esbozó una sonrisa sin dientes que le encogió el corazón.
Estaba sonriendo cuando llegaron a la cocina.
–¿Cuál es el chiste? –le preguntó Leo.
–No hay ningún chiste. Elie ha empezado a reírse y me ha contagiado.
–Ah, ya. ¿Vais de paseo?
–Elie ha decidido que quiere ver los olivos.
–¿Ah, sí?
Leo se inclinó para besar a la niña y luego a ella. El beso la tomó por sorpresa, pero también la promesa que había en sus ojos, el calor de su mano.
–Que lo paséis bien. Nos vemos más tarde.
Dieron un largo paseo, disfrutando de los aromas del campo, y el movimiento del cochecito durmió a Elie, de modo que Amy pudo ponerse a pensar…
Por supuesto, sus pensamientos volvían siempre a Leo.
No era sorprendente después de la noche anterior, claro. Nunca había sentido algo así, pero no era por nada particular que hubiese hecho, sino porque era él. Eran sus manos, sus besos, su cuerpo. Le había parecido… perfecto, como si todo en el universo hubiera caído en su sitio mientras estaba entre sus brazos.
Y aquel día el sol lucía en todo su esplendor, la hierba era más verde, los pájaros cantaban mejor que nunca. Amy esbozó una sonrisa mientras daba la vuelta. Habían estado al sol demasiado tiempo y le escocían los hombros.
Jugaron en la cocina hasta que Leo dijo que la comida estaba lista y luego a la sombra de la pérgola hasta que la niña bostezó.
–Voy a meterla en la cuna. ¿Necesitas ayuda?
–No, gracias.
–Entonces voy a hacer fotos –dijo Amy, poniéndose de puntillas para darle un beso.
No podía creer cuántas fotos tenía de Leo. Leo cocinando, Leo riendo, Leo frunciendo el ceño, haciéndole un guiño… cientos de fotos. De Elie también, y de los dos juntos. Cada vez que las miraba se le hacía un nudo en la garganta.
Había también fotos del palazzo, de la finca, de los olivos, los viñedos. Tendría muchas para el blog, pensó, aliviada, de modo que no debía sentirse en deuda con él. Además, iba a ayudarlo con la niña mientras él grababa el programa de televisión.
Ocho semanas en las que harían… ¿qué? Había dicho que lo que pasara en la Toscana se quedaría en la Toscana, pero si estaban juntos en casa… ¿se sentirían incómodos?
¿Su relación terminaría en Italia? No lo sabía y no quería preguntar porque estaba segura de que no le gustaría la respuesta.
Elie empezó a llorar y la sacó del moisés para abrazarla, mirando esa cosita tan pequeña, tan frágil. Había formado un lazo con la niña en esos días y se le encogía el corazón cada vez que la miraba. Era tan triste que tuviese que crecer sin su madre…
Su madre había sido una gran influencia en su vida. No sabía cómo habría sobrevivido sin la seguridad de sus abrazos, de su protección, sin saber que la persona que le había dado la vida la quería de manera incondicional y estaría siempre a su lado...
Pensar eso la emocionó.
¿Podría ella ocupar el sitio de su madre? En un segundo.
¿Se lo pediría Leo? ¿Le pediría que fuera su esposa?
Leo no estaba dispuesto a casarse de nuevo, él mismo lo había dicho.
«Oh, Leo».
Amy suspiró mientras le cambiaba el pañal a la niña y volvía a ponerle el vestidito y el gorrito a juego.
Leo no estaba en la cocina, de modo que salió a la terraza y lo vio abajo, en el huerto. Estaba inclinado, estudiando una cosa verde, y se volvió con los ojos guiñados al oír sus pasos. Habría sido una foto preciosa, pero por una vez no llevaba la cámara.
–Hola. ¿Algún problema?
–No, todo bien. No sabía dónde estabas.
Elie alargó los bracitos hacia su padre, balbuceando «papapaaa» con una sonrisa de oreja a oreja y, por supuesto, él no pudo resistirse.
–Ciao, mia bellissima –murmuró, inclinándose para darle un beso en la mejilla.
Estaba tan cerca que podía oler su aftershave y, de repente, giró la cabeza para darle un beso en los labios. Había sido un besito, nada importante, pero Amy dio un paso atrás.
–¿Qué es eso? –le preguntó.
–Flores de calabacín. Son preciosas y rellenas están riquísimas. Había pensado hacerlas como guarnición.
–Seguro que les gustarán, ¿con qué vas a rellenarlas?
–No lo sé, pero tengo algunas ideas. Probaremos esta noche.
Leo tomó una cesta llena de flores de calabacín con una mano y a Elie con la otra, haciéndole pedorretas en el cuello que hacían reír a la niña.
Era tan bueno con ella. ¿Tan bueno que la muerte de su madre no sería un trauma para Elie? ¿Y cuándo volviesen a Inglaterra y ella ya no estuviera a su lado? ¿Se daría cuenta Elie?
«Deja de pensar».
Amy los siguió, observando las pantorrillas morenas de Leo. El pantalón corto, bajo de cadera, marcaba su firme trasero y le gustaría largar la mano para tocarlo, sentir el calor de su piel bajo los dedos… Más tarde.
Leo dejó la cesta en la mesa de la cocina.
–¿Cuál es el plan para el resto de la tarde?
–No lo sé –respondió Amy–. Eso depende de Elie.
–¿Ha tomado el biberón?
–No, pero está en la nevera.
–¿Has hecho más fotos?
–Sí, y algunas son buenísimas. Están en mi ordenador. ¿Quieres verlas?
–Seguramente no podré hacerlo hasta mañana, tengo muchas cosas que hacer. ¿Podrías cuidar de Elie un rato más, mientras preparo todo esto?
–Para eso estoy aquí.
– ¿Qué tal si antes nos damos un baño?
Amy se había puesto el biquini y cuando Elie tiró del tirante del sujetador Leo la ayudó a liberarse… metiéndole mano mientras lo hacía.
Le guiñó un ojo y Amy se puso colorada, eso lo hizo reír.
–Más tarde –le prometió.
Ella abrió la boca para replicar, pero enseguida esbozó una sonrisa que lo haría perder la cordura si no la hubiese perdido ya del todo.
Amy se metió bajo el agua y abrió sus piernas con las manos antes de darse la vuelta como una sirena. Lo había hecho antes, cientos de veces cuando eran pequeños, pero el roce de sus manos en aquel momento…
–¡Bu! –gritó, saliendo a la superficie.
Elie soltó un grito de alegría, de modo que volvió a hacerlo una y otra vez. Y cada vez que pasaba entre sus piernas, rozándolo íntimamente, Leo tenía que hacer un esfuerzo para no tomarla allí mismo.
–Ya está bien. Tengo que ponerme a cocinar.
Amy alargó una mano para quitarle a la niña, sus pechos amenazando con escapar del biquini.
Era una sirena empujándolo hacia las rocas y esa noche estaba tan lejos…
–¿Seguro que no te importa?
–Desde luego que no. Ve a hacer tus cosas, yo le cambiaré el pañal y luego te haré fotografías cocinando. Y podrás usarme como conejillo de Indias. Al menos de ese modo podré comer algo. Sé lo que pasa cuando empiezas una receta nueva. Estás totalmente concentrado y te olvidas de hacer una comida de verdad.
–Muy bien, como quieras.
Unos minutos después, Amy se reunía con él en la cocina.
–¿Qué haces?
–Judías con menta y queso pecorino para el relleno de las flores de calabacín –Leo metió un dedo en la sartén y lo puso sobre sus labios–. Pruébalo.
Amy abrió la boca y rozó el dedo con la punta de la lengua para probar el cremoso risotto sin dejar de mirarlo a los ojos.
–Riquísimo, me gusta la menta. ¿Vas a servirlo frío o caliente?
–Ni lo uno ni lo otro, las cosas saben mejor templadas, pero hay que rebozarlas con tempura y servirlas inmediatamente.
–Irán bien con el cordero –dijo Amy.
–Espero que sí.
–¿De qué quieres que haga fotografías?
–Dímelo tú, que eres la fotógrafa.
–No sé, ¿qué vas a hacer ahora?
–Marinar el cordero –Leo echó hierbas, aceite de oliva, sal y pimienta en un mortero y empezó a machacar, los músculos de sus antebrazos flexionándose–. Luego lo meteré en el horno varias horas y mañana lo trocearé.
Cuando terminó de machacar las hierbas sacó el cordero de la nevera, le echó por encima el contenido del mortero, lo envolvió en papel de aluminio y volvió a guardarlo en la nevera.
Mientras Elie jugaba con unos bloques de plástico, Amy hacía fotos para el blog. No usaba flash, solo la luz natural que entraba por las ventanas… y la luz dorada hacía maravillas por su piel morena.
Mientras hacía fotografías podía estudiarlo en detalle.
–Dime que el postre va a ser panna cotta.
Leo la miró por encima del hombro.
–Por supuesto.
Era uno de sus platos estrella y nunca había probado uno mejor. Técnicamente muy difícil, o al menos lo era para ella, dudaba que Leo tuviese ningún problema porque hablaba tranquilamente mientras trabajaba y era una delicia observarlo. Claro que siempre era una delicia observarlo, hiciera lo que hiciera.
–Voy a hacerlo con una compota de fresas salvajes y el vinagre balsámico de los Valtieri. Espero convencerlos para que me vendan una caja de botellas. Es asombroso, casi como sirope y va estupendo con la fruta. Si eres buena, te lo daré a probar más tarde.
–Seré buenísima –dijo Amy.
–¿Es una promesa? –murmuró él, el tono de su voz haciendo que se le doblasen las piernas.
Leo terminó la panna cotta, la echó en moldes y los guardó en la nevera.
–Es un placer trabajar en esta cocina –dijo luego, con una sonrisa que la hizo olvidar la promesa del postre y pensar en algo mucho más dulce y poderoso.
–Me llevaré a Elie al jardín. Está aburrida y le encanta jugar en el cajón de arena.
Cuando salió de la cocina, Leo dejó escapar un suspiro. ¿Por qué de repente lo afectaba tanto? ¿Qué había cambiado? Amy ya no era una niña, pero había tardado todo ese tiempo en darse cuenta de que era una mujer.
Y qué mujer.
Pero aquello no duraría mucho tiempo. Solo estarían unos días más en la Toscana, hasta que firmase el trato con los hermanos Valtieri.
Porque iba a hacerlo. Lo había decidido el primer día, pero necesitaba saber algo más sobre ellos y sus productos. Después de firmar el trato, volverían a casa.
Pero no sabía dónde dejaba eso a Amy.